"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

martes, 5 de julio de 2016

JORGE LUIS BORGES: LA CEGUERA



Una de las conferencias más sensibles y viscerales del gran escritor argentino. Borges recita su Poema de los dones, habla de Biblioteca Nacional, de los directores ciegos, de su timidez, de Paul Groussac, de José Mármol, de las escuelas literarias, de la poesía, Una fiesta de placer.

viernes, 24 de junio de 2016

JORGE LUIS BORGES: LA CÁBALA


De Siete Noches, conferencias magistrales de Jorge Luis Borges realizadas en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, entre junio y agosto de 1977. El ciclo completo incluyó: La Divina Comedia / La pesadilla / El Libro de las mil y una noches / El Budismo / ¿Qué es la Poesía? / La Cábala / La ceguera.
Un recuerdo maravilloso que compartimos con ustedes.

martes, 17 de mayo de 2016

JACOBO FIJMAN: LA POESÍA DE LA LOCURA






"No soy enfermo. Me han recluido. Me consideran un incapaz. Quiénes son mis jueces…
Quiénes responderán por mí.
Hice conducta de poesía. Pagué por todo.
Sentí de pronto que tenía que cambiar de vida. Alejarme del mundo. Y me aislé. Me fui de todos, aun de mí…
Hoy es la demencia un estado natural.
Todas las palabras son esenciales. Lo difícil es dar con ellas.
El delirio son instantes. Puede durar toda la vida.
Mi poesía es toda medida.
El arte tiene que volver a ser un acto de sinceridad."

"Todo lo que uno recibe es pasión". Jacobo Fijman


 Nada más doloroso que morir en un neuropsiquiátrico. Desgarra, duele, deja una herida abierta, un misterio oculto, un silencio profundo. El clima de la muerte entre los internos es una suerte de viaje que no se vive como pérdida; acaso cada uno encerrado en su mundo no habita el infierno del otro. Cada loco no es loco, no es demente, es un ser en estado de pureza.

Transcurre diciembre de 1970 (en polaco Grudzień 1970), un momento ligado a las manifestaciones de los obreros en la República Popular de Polonia. Las protestas tienen lugar en Gdynia, Gdańsk, Szczecin y Elbląg. La causa más importante golpea la decisión del gobierno sobre el incremento de los precios.

El partido comunista decide arremeter con los militares. Resultado: 39 obreros muertos. La situación da lugar a cambios en la posición de Secretario General. Władysław Gomułka es derrotado y reemplazo por Edward Gierek.

En el Hospital Borda, en el precipicio del Fin del Mundo, el enfermero de turno, sin mucha desazón anuda en el dedo del pie de un interno la tarjeta rosa que confirma su deceso: “Jacobo Fijman, 72 años, muerto de edema pulmonar agudo”. “Otro más”, castiga sin culpa. Sabe de quien se trata pero para él son todos “enfermitos”. Sí sabe que es el “loquito del violín”, que estaba allí desde hacía 28 años y que escribía poemas, pintaba y dibujaba caras.

Por aquella época quienes estudiábamos psicología social visitamos el Hospital Borda. Salí llorando de mi primera experiencia. Volví dos veces más. Mi recuerdo se oscurece como los muros de ese centro terriblemente medroso. Los internos expiraban sin saber que la muerte era un alivio a su tormento. Una sola vez crucé a Fijman y no me atreví a dialogar con él. Llevaba un sobretodo gris espigado, seguramente regalo de algún ser piadoso; caminaba lento, se detenía y levantaba la cabeza para mirar el cielo, tal vez buscando la imagen que aliviara su pesar. En el patio principal lo siniestro dibujaba formas humanas que Fijman adoptaba y llevaba al papel rugoso. En esa oscuridad carcomida por los electroshocks es donde la obra de Fijman encontraba argumento sólido.

Hubo por mucho tiempo una negación a la obra del poeta, cierto eclipse que recién con el reconocimiento tardío de algunos surrealistas -especialmente Aldo Pellegrini- tomó impulso acompañado por las revista Primera Plana, Panorama, Gente, Extra y ficcionalmente con la arquitectura de Leopoldo Marechal, quien lo había rescatado del olvido como el filósofo Samuel Tesler en Adán BuenoAyres (1948) y posteriormente Abelardo Castillo que lo convirtió en el Jacobo Fiksler - “el viejo poeta, el hombre en pedazos, el casi mitológico demente”- de El que no tiene sed (1985).
Fijman tiene el mérito de ser un poeta místico de versatilidad vanguardista, emotividad clásica y vertiginosa.






DOS DÍAS de Jacobo Fijman

Hospicio de las Mercedes. Dicen que me han traído aquí porque estoy loco. Esto es imposible. Pensar que yo he perdido la razón siendo una cosa de orden metafísico, trascendental. No puede ser. Además, he padecido hambre, sed, dormía mal, estudiaba mucho, quería mejorara a los hombres, tenía sentido del sacrificio, me redimía, amaba.

No se porqué, en una comisaría de la ciudad, me apalearon.

En uno de sus calabozos se me encontró hablando de tonalidades, del origen de la especie, del super-hombre y cantando La Marsellesa. Me había desnudado; quería ser como los hijos del sol, resplandecer de sencillez, de inocencia, de santidad.

De mañana, vino mi padre; vino hasta el calabozo, acompañado de un policía. Mi padre ha envejecido. Está más canoso. Tiembla. Tiene los ojos azules, más azules y tristes.

-¡Como, hijo! ¿ayer te emborrachaste? Pobrecito, no es nada. ¿Para que te desnudaste? Me pregunta con mucha ternura, con mucho miedo.

Yo no le digo nada. Entonces mi padre se echa a llorar.

El policía mira; tiene un aire seguro, tranquilo.

-Hijo, en la sala de espera está tu madre.

Yo no le digo nada. Interiormente sonrío y reflexiono: ¡Cómo! ¿no sabrá éste que soy un super-hombre? ¿No sabrá lo que todo el mundo: que tengo el cerebro de oro?

Por eso me pegaron en la cabeza. No me la pudieron romper. ¡Y cómo! ¿No sabe que soy el Mesías? ¿No recuerda la sesión teosófica que le di anoche? ¿No le habló Kliguer, que es poeta y teósofo, de mi lenguaje de los dioses! ¡Como! ¿y se olvidó de las tres piezas que toqué en el violín para recordarle “quien era” ? ¿No recuerda de mi “Kol Nidre”, de mi “Air” de Bach y de las “Marcha Fúnebre” de Chopin? ¡Y, cómo! ¿no sabe que mi violín es una antigua sinagoga de Jerusalén? ¿no sabe que soy el Anunciado? ¿No sabe que he escrito mi Tabla de valores?

-Vamos, hijo, vamos.

Fuimos a la sala, donde mi madre nos esperaba. El escribiente que toma nota de mi nombre, domicilio y profesión, lleva lentes. A su alrededor aparecen más policías, con su misma cara rosada, mofletuda; con sus mismos lentes, con su mismo libro, donde anotan los datos, con la misma lapicera.

Ahora todos me miran, me observan, sin duda para no olvidarme.

De pronto, el escribiente interroga:

-Profesor de violín, ¿no?

Ahora interrogan todos: “Profesor de violín, ¿no?”, y anotan lo mismo. Yo pienso: Je. ¡Profesor de violín! Gente estúpida, todavía cree en la división del trabajo.

Al rato, salimos. Es un día de sol, caluroso, 23 de enero.

La ciudad está silenciosa: sin duda la gente ya sabe que no me gusta el ruido.

-Vamos a tomar un auto, hijo. – dice mi madre.

-No, yo no voy, no, no- contesto.

Y aprieto a los dos contra mí de un modo que los hace estremecer. No quiero ir en automóvil después que he escrito mi Tabla de valores. El auto es un elemento de civilización. Yo no quiero debilitar mis pies, yo no quiero el progreso. Yo quiero la caverna del hombre primitivo; quiero a Eva, quiero la llanura, quiero el sol.

Después, les digo:

-Vamos a lo de Alberto, a mi casa de Alberto.

-Nosotros no la conocemos. ¿Adonde nos llevás?

La ciudad está cambiada, pero reconozco el camino. No se cómo, me acuerdo de los pájaros. Los pájaros tienen sentido de orientación,. Aunque la ciudad ha cambiado tanto, me digo: Encontraré la casa de Alberto.

Camino y camino. En efecto, la ciudad ha cambiado. Hay otra luz en la ciudad, velada de un color de fuego transparente, de seda. Estoy, sin duda, en otro plano.

Mi padre, con sus ojos azules, y mi madre, que tiene la cara torcida por una alteración nerviosa, me siguen. Siguen a un fantasma. Se detienen y me aconsejan:

- Volvamos a casa; a nuestra casa; no seas malo.

- No, casa de Alberto-contesto, y los obligo a seguir.

Veo el reloj de la joyería de Alberto. Veo la tabla negra del letrero, que me sugiere la idea de que los de la casa están muertos, que han desencarnado, que se han vestido con el traje de la eternidad. Precisamente, el padre de Alberto estuvo hablándome del “Ayer”.

-Buscas tu Ayer- me dijo.

Como es pelirrojo y sanguíneo, se me ocurrió, se improviso, que tiene el color de los ladrillos que hacían los esclavos faraónicos.

Vi en él algo de Triángulo. Me eché a llorar. Este hombre sabía mi angustia. Sabe que busco un sentido a la muerte. Sabe que soy el Anunciado. Lo sabe todo. Es Salomón. Los dos nos hemos encontrado. Yo soy Moisés: he aquí que mis manos tienen el cayado del profeta. Con él voy a alucinar a los que pegan a mis judíos. Somos dos antiguos que se han encontrado. Ahora, creo que el viejo me cuenta una parábola. Es verdad, al padre de Alberto le gusta hablar de parábolas y contar leyendas de la antigüedad.

Empieza a llover.

-Es fiesta- dice el padre de Alberto con un acento de nostalgia, lánguido, imprevisto.

Llueve ópalo, azul, oro, violeta. ¡Je! Estoy en Jerusalén. Ya estamos en Jerusalén. Salgo corriendo de la casa de Jaime Berg, padre de mi amigo Alberto. Debo anunciar algo: leer mi Tabla de valores. Soy el Anunciado. Voy a darle un abrazo a Kliguer, el poeta teósofo que muchas veces me ha dicho que soy más anciano que él. Tenía razón. Soy el Mesías. Anunciaban que vendría después de la guerra.

He visto a Kliguer en la redacción del “Ydische Zeitung”. Me recibe en su gabinete de corrector de pruebas. Le hago “señas”.

-¿Hablas el lenguaje de los dioses? – me pregunta.

Sigo haciéndole señas.

-¡Qué lastima que no tenga una flor para darte!

Sigo haciéndole señas. – Bueno, ve, anda, si no quieres decir nada.

Entonces le hago un gesto significativo, como diciendo: -Kliguer, te espero mañana en las barricadas- Y golpeando el suelo furiosamente, salgo de la redacción.

Son las cinco de la tarde. La tarde es turbia. Ha refrescado.

Ahora voy a lo de Giacosa con un candado sobre la puerta. Ya debe de estar preso. La policía ya sabe que mañana estalla el caos. Me echo a reir y grito:

-¡Yo soy el anunciador de la tempestad!

En la calle hay poca gente. Se cierran las casas de comercio. Camino por la calle Corrientes, risueño, gozoso.

Veo un judío de barba; usa pastillas de patriarca, anteojos negros; viste de levita negra. Lo reconozco. Es el padre de un muchacho sionista. Se llama Stein.

-¡Ah!, si él supiera que yo soy el Mesías.

Ya lo he perdido de vista. Sigo caminando. En la trastienda de una sastrería hebrea están dos sastres que perecen ser los dueños, y Moicha, un conocido violinista de piezas típicas de casamiento. Los dos sastres son morenos, afeitados, gordos; usan anteojos de carey , son de mediana estatura, algo encorvados; Moicha, el violinista, es rubio, calvo, flaco, rasurado; lleva una vieja levita de un negro desteñido que tira a verde. Ninguno de los tres me conoce, pero yo si los conozco; los he observado muchas veces. Están examinando un violín; me parece que Moisés también se dedica a revender violines. Me detengo y los miro. Después me acerco a ellos. Pido el violín. Me miran curiosos, asombrados. Pruebo el violín cual un consumado luthierista, golpeando en la tapa y aplicando el oído por si se percibe la vibración simultánea de las cuatro cuerdas.

Dicen en yergón:

-Parece que se entiende.

Me hago el ingenuo y les digo:

-Este es un instrumento hebraico.

-Si, si- dice uno.

Y otro, en yergón:

-Sabe, sabe.

-Hoy es día de la raza, ¿no?- les pregunto.

Todos me miran azorados. De pronto pego un formidable puñetazo sobre el mostrador, gritando:

-¡Llegaremos!

Ellos tres gritan horrorizados:

-¡Está loco!





Salgo corriendo, lanzando carcajadas terribles, ásperas, sarcásticas. No saben que soy el Mesías. No me presienten. Todavía tienen miedo. Esperan. Sigo caminando. Y he hecho un trecho enorme. Estoy cerca del barrio de Flores. Ahora me voy a leer mi Tabla de valores a Enriqueta Gómez, una grande alma solitaria.

No se quien la llamó Luisa Michel o la comparó con ella. Me parece que estoy enamorado de Enriqueta. Tengo que leerle mi Tabla. Se alegrará mucho. Hace tiempo que no la veo. Además tengo que decirle que estoy enamorado de Carolina Mendoza. Ella debe de conocerla. Algo tengo que contarle.

Carolina es una muchacha rara; le gusta enamorar a los hombres y después volverles la espalda, como hizo con mi amigo Berman. Posiblemente, si Berman no se hubiera enamorado, ella seguiría siendo su amiga. A mi me tiene miedo. No me tiene odio. No, a mi me ama. Tampoco. Conmigo le gusta hablar sobre pesimismo.

Carolina es escéptica, amarga, pesimista. Carolina sabe más que el padre, un abogado que no ejerce, tolstoyano, que cree en la moral, no cree en Dios, es enemigo del Estado y ha publicado sobre moral veintidós tomos.

La madre de Carolina es una mujer pequeña, flaca, neurótica. Habla de melancolías, de flores, de la provincia natal, y es enemiga del matrimonio. Ahora vive sola con Carolina. Odia al marido. El, a su vez, también la odia. Todos ellos se odian. Me causan risa. Carolina tiene unos hermanos pelirrojos que la detestan. La llaman perversa. Son bolcheviques. Trabajan en una fábrica. Hablan mucho. Dicen cosas disparatadas. Son pelirrojos e impulsivos. Pero yo amo a Carolina. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez, que me comprende. Pero también estoy enamorado de Sofía y compadezco a Emma. Amo a Sofía desde que hablé con ella en la Maternidad.

Tiene ojos de ensueño. Me acordé de Schumann. Oí música. Consulté con ella sobre Carolina.

-Yo soy muy franca- me dijo. – Esa muchacha tiene mas inteligencia que sensibilidad.

-Siento que me vienen desmayos. Sofía me mira con sus ojos de ensueño. Estoy enamorado. Me muero. Oigo música de Schumann. Estamos enamorados. Entra Emma con su hermana, que practica en la Maternidad. La hermana nos dice, sorprendida:

-¡Oh! ¿qué les ha pasado?

Sofía y yo estamos en silencio.

Me voy con Emma. Emma está triste; ama y no ama. No quiere casarse con un judío de Entre Ríos porque es ordinario, bruto, feo.

-Me consolaré con ser madre –va diciéndome Emma.

Emma es buena y fea; quiere estudiar medicina.

-La vida para mí no tiene objeto.

-Para mí, sí -le contesto.

-¿Por qué? -me pregunta.

-Porque dos y dos son cuatro.

Pasamos cerca de la Penitenciaría Nacional. Me parece que hago una seña. Con ella quiero decir: “Mañana, a primera hora, larguen los presos. Mañana Beethoven dirigirá en el estadio la Novena a coro”. Emma me habla de Fanny. Fanny me quiere mucho. Es rubia, tiene ojos azules; dice que soy un tipo original. Fanny me ama, me adora, me comprende. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez para asombrarla.

Un día me preguntó si alguna vez estuve enamorado. Una noche volví cansado de vagar y soñé que Enriqueta Gómez me daba un abrazo de alma, un abrazo inmanente, un abrazo de alma extraordinaria.

Ya estoy en la casa de Enriqueta Gómez. Sale una señora de luto. Me dice que Enriqueta Gómez no está. Me siento sobre un montón de ladrillos a esperarla. Yo venía a anunciarle que mañana estallaba la revolución; pero ella debe de estar preparándose, si es que no está en la cárcel. Pero necesito leerle mi Tabla de valores para que tenga ánimo en las barricadas.

Ya son las nueve de la noche. El cielo es claro; las estrellas brillan. En todas partes levantan barricadas. Una alegría cósmica inunda. El ambiente está perfumado. De pronto, unos niños se acercan, y me tiran piedras. Me echo a caminar. Sólo encuentro mujeres de ojos negros, ojos tristes de horror. De fijo que es la hora. En este momento anoto no se qué impresión en mi Tabla. Me encuentro con unas mujeres hermosas, divinas.

-¡Oh, un poeta! –exclaman y se acercan para observarme. Miro el cielo. El cielo está cada vez más azul, más alto, más lejano. Camino y camino.

Estoy cerca de Palermo. Es verdad que soy Beethoven y tengo que dirigir la Novena Sinfonía. Ya los músicos están reunidos. Visten de negro. Visten de negro, porque saben que es el color que más me gusta. Hay un gentío enorme. Ruido, mucho ruido. Los fulmino a todos con una mirada amenazadora, lanzando rayos, anatemas. No saben que soy Beethoven. Los músicos están preparados. Empiezo a dirigir a distancia. Ahora todos escuchan en un silencio religioso. Algo trágico, milagroso, presienten. Después de la Novena, pienso, sólo falta consumar la gran obra: la Revolución Social. Yo soy Beethoven; “Ayer” usaba trapo rojo; hoy soy el mismo. Soy el Cristo Rojo. Por fin termina la sinfonía. La multitud estalla en aplausos, delira. Se oye un trueno. La gente escapa. Alguien grita:

-¡Es dinamita!

Hay un desbande. Alguien me ha tirado una flor roja. >Ese alguien me ha reconocido.

-Es la hora –pienso. –Yo soy el Cristo Rojo.

Los rayos se desdoblan en el espacio. Ya no hay estrellas. Ya no hay gente. Llueve.

Me vuelvo a mi casa. El portón negro del palacio en que vivo se abre empujado por una mano misteriosa. Ah, si, ya sé, es Chernichevski, el espíritu del jefe de los nihilistas, que me abre la puerta. Entro a mi casa. Todos duermen. Duermen en el suelo; se explica, hace calor, mucho calor. De pronto, me detengo a contemplar a mi hermanita Fedora. Todo su cuerpo es blanco, de mármol, de diamante. Veo sus envolturas astrales. ¡Dios mío, la inmortalidad del alma es un hecho! Ahora, por fin, siento la alegría de vivir. No se muere nunca. Se “es” eternamente. Bienaventurados todos nosotros. Aleluya. La vida tiene sentido; la muerte tiene sentido; todo tiene sentido. Pienso que todos los cuerpos de mi casa contienen espíritus antiguos, superiores. Evohé, toda Grecia está en mi casa.

Tengo sed. Es verdad que hace varios días que he decidido no comer, porque eso de comer es cosa de bestias. No hay que ser bestia. Hay que ser un dios, algo más y siempre más.

La canilla de la pileta resplandece. Me digo: “Es de oro”. Ahora todo es de oro. Se explica; yo, el super-hombre, encontré la piedra filosofal. La piedra filosofal la descubrí en el sonido. Soy el alquimista de los sonidos. Ahora todo es de oro puro. Todo se ha purificado. Todo brilla. Ha llegado la hora del alba eterna, del alba esperada. Homero ha vuelto a reencarnarse para mi fiesta. Pues bien, bebo. Bebo agua. Son las últimas gotas de agua que beberé, nada más que para limpiar mis órganos de oro, los órganos eternos; los órganos que no saben del bien, ni del mal, ni de la virtud, ni del pecado; los órganos del Integral, del Superhombre.

Entro en la cocina. Está clara, limpia. La lamparilla eléctrica es de color rojo y amarillo. Debe de ser una comunicación de Moscú. Recibo noticias secretas que contesto.

La luz recta de un reflector, con un aliento monstruoso, enfoca la ciudad. Mi cuerpo exhala, poro tras poro, aromas distintos y penetrantes. Estoy en la gloria. Desde el fondo de mi ser brotan aleluyas. Mi ánimo se resuelve en misticismo. No me entiendo. Tengo la certeza del otro espacio, del otro. El alma existe. Dios existe. Yo existo. Nada muere.

Un instante después me limpio la boca con una papa. Mis dientes están blancos, blancos muy blancos. ¿Qué más quiero? Sólo habría que comer papas. Mi amigo Berman estuvo un tiempo comiendo papas y dedicándose seriamente a reflexionar.

Soy feliz. La felicidad es mía. Tengo paz, seda, dulzura en mi sangre. Ya no soy pesimista.

En eso entra mi madre.

-¿Qué haces? –interroga.

-Mire, mire: ¡qué limpia tengo la boca!

-Es cierto –Y luego agrega: -¿Dónde has comido?

Yo por respuesta sonrío; sonrío misteriosamente. No, no; desde luego mi madre no sabe quien soy yo. Lo que me asombra en ella es su lenguaje de compasión y dulzura para conmigo:

-Bueno, vete a dormir- me ordena.

-Después.

Ella se va meneando la cabeza, pensativamente. Todo está en silencio. Me deslizo como una sombra y salgo. Tampoco dormiré más. Ni comer, ni dormir, nada de las dos porquerías.






Estoy en la calle. Camino. Recuerdo que debo estar en mi “soviet”. Mi “soviet” está compuesto por Pardo, Berman y Soria. Los tres ilustrados. Los tres son revolucionarios. Los tres son pesimistas. ¿Cuál de los tres es más pesimista? Pardo, porque ama el color gris y tiene ojos tristes; pero cree en el amor. Berman no cree en nada, pero tyi4ene pasiones con alternativas que dan miedo. Soria está casado. El pesimista soy yo. No; el pesimista es Enrique Pitzberg, un muchacho medio feo, con algunos dientes de menos y atacado del mal metafísico. No cree en nada; todo está mal; todo es inútil; los hombres son perversos, las mujeres son idiotas. El universo está mal construido. Tales de Mileto se equivocó en su teorema sobre la construcción del mundo. Todo es imperfecto. La perfección es inútil, porque Kant, porque Fichte; porque Descartes; pero Bacon, pero Sócrates, pero….

No, éste tampoco es pesimista. Y, aunque lo fuera, no lo entiendo. Pesimista es Tartessi. Tartessi es un muchacho que se le ha dado por usar barba. Es un temperamento apasionado, latino; y es neurótico. Lo es su madre, su hermano el violincelista y sus hermanitas. El está en pleno pesimismo. Lee a Leopardo, el Eclesiastés; pero estudia el yargón, porque se ha enamorado de una violinista judía. Ahora ya no está enamorado. Quiere irse a Norte América, a Italia o al campo.

No, tampoco Tartessi es pesimista. Pesimista es un ex -fraile amigo mío, un tipo erudito, vagabundo. Lee mucho; y come donde puede. ¿Dónde estará? Debe de estar también pero, porque dijo el otro día a voces:

-Moscú es la capital del mundo.

-Montenegro- le dije- cuando llegue la hora, habrá que matar, matar a muchos, sin miedo, sin piedad.

-¿Matar? Yo no sé matar- me contestó.

-El que no mata en la hora de la revolución, la hace fracasar.

-Yo sólo aspiro a ser comisario de instrucción pública.

He notado que casi todos los eruditos aspiran a lo mismo. Se creen que porque saben latín y griego deben regir los destinos de la cultura. ¡Qué bestias! Son los que dicen: “Hemos llegado demasiado tarde”, y quieren volver a la Edad Media o al Renacimiento. Son unas bestias. No tienen sentido histórico. No sirven ni para esta época ni para los tiempos de Maricastaña. Ah; pero Montenegro lee a Stirner y a Nietzsche. Es un tipo disolvente. Ha sido fraile y, desde luego, es un peligro para la revolución. El hábito de la hipocresía, de la simulación, no se saca así nomás; queda, está prendido de cada nervio, de cada arteria, de cada mano. Montenegro s una bestia. ¿Para qué usará esa capa y esa barba que lo hace semejante a Stendhal? Por economía. Por taparse la mugre: la capa; y la barba, efectivamente, por vanidad. Pero Montenegro entiende mucho de pintura. Es uno de esos tipos que hablan que hablan mucho de estética en los cafés y que tan bien han pintado los Goncourt. (Los Goncourt no hablarían mucho, pero escribieron mucho, demasiado.) Ah, pero el pobre Montenegro también busca algo. Es un atormentado. Tengo que iniciarlo en teosofía y estará salvado. ¿Pero dónde está Montenegro? ¿Y Kerchman, el pobre vagabundo judío, sin hogar, sin amigo, sin nada? Dicen que tiene talento. Su cabeza es blanca; sus ojos dulces y la cara rosada. En verdad, es inteligente. Kerchman es un pesimista, un doloroso, un atormentado. El es el único que no cree en la revolución ni en los revolucionarios. Los odia, los desprecia, los compadece. Kerchman se ha ido lejos, muy lejos. Quizás a pie, cantando una lamentación de las que oyó en las estepas.

Ya se inició el nuevo día y estoy en la calle. A eso de las 10 me encuentro con Boris Goldman, un muchacho de cara pequeña y movimientos bruscos. Toca el piano y está componiendo una sinfonía para mil músicos. Es un muchacho que, según el padre de mi amigo Alberto Berg, tiene mucha memoria; entonces es posible que no se olvide de componerla. Me habla y se me ocurre no contestarle. Se va disgustado. Ahora resuelvo, no sólo no comer ni dormir, sino también no hablar más. ¿Y para qué es, pues, mi lenguaje de los dioses? Soy el Super-hombre; el Mesías.

Después he visto a Berman, al padre de Berman, un hombre silencioso y bueno. Me habla y no le contesto. Encuentro a Soria, a Pardo, y a Muñoz, un muchacho anarquista con todos los defectos de tal; y encuentro a Tartessi. Todos me hablan y no les contesto. No debo hablar más el lenguaje vulgar y tonto. Soy, pues, el Super-hombre.

Llega la noche. Recuerdo unos terribles golpes sobre mi cuerpo, una comisaría, gritos, cantos, ¡qué se yo!.... Ah, es verdad, estoy en la casa de mi padre Jaime Berg.

El me había abandonado en Rumania; una de esas cosas que ocurren en el mundo: un devaneo, un amorcillo. Samuel Lejtman no es mi padre; él sólo me ha criado.

Mi madre adoptiva me sacó de la cuna. Con razón la que yo creía mi madre no tuvo hijos durante nueve años. Por eso me adoptaron. Todo termina bien. Estoy en la casa de mi padre Jaime Berg, mi verdadero padre. Pero a las tres de la tarde vamos a lo del psiquiatra José Ingenieros, a discutir posiciones revolucionarias. Veremos cómo se resuelven. Nos acompañan Samuel y Alberto; yo voy con mi padre Berg.

Entramos a lo de Ingenieros. Le hacemos unas señas misteriosas que comprende y contesta. Ya sabe quién soy y quiénes somos. Nos despedimos. Al despedirme pego un golpe con el pie, y grito:

-¡Yo soy el Cristo Rojo!

Ingenieros me golpea el hombro, diciendo:

-Epa, amigo, aquí no se grita.

Está bien, comprendo, es una orden parta las barricadas. Salimos. Toda la ciudad arde. Es el gran día. Pasamos por la escuela Roca. Oigo cantar el himno de los trabajadores. Veo piedras rojas: barricadas. Grito:

-¡Viva la revolución social!

-No grites- me interrumpe papá Berg.

Bueno, la revolución está hecha.

Hemos vuelto a la casa de mi verdadero padre. La casa está en silencio y triste.

-Ahora, a dormir -me dice mi “verdadero padre”, que me lleva al cuartito donde duerme Alberto. Allí me desnuda y me hace acostar en una cama plegadiza. El cuartito es oscuro. Hay muchos baúles. No hay dónde moverse.

-A dormir, a dormir -me dice por última vez y se va, bajando una escalerita de hierro.

Ya no oigo sus pasos. Duermo. A los pocos minutos me despierto, y me siento sobre la cama. Hace un calor insoportable. Tengo toda la sangre en la cabeza.

-¿Dónde estoy? -pregunto.

Nadie me contesta.

-¿Quién me ha traído aquí? -vuelvo a preguntar.

Anoche me pegaron en la comisaría, recuerdo; aquí tengo algo, adentro, en la cabeza. Me pesa y no me pesa. Todo es rojo. Veo mal, distingo mal las cosas. Vuelvo a acostarme, pero no me duermo.

Viene mi verdadero padre y me dice:

-Tienes que tomar esto- y me ofrece un líquido en una cuchara.

-No, no quiero.

-Toma, toma, te lo manda Ingenieros.

Miro el líquido que contiene la cuchara. Es rojo. Ah, si, debe de ser una receta “bolchevike” que me manda Ingenieros. Pruebo; es dulce. ¡Qué porquería! Ingenieros debe de haberme “tomado el pelo”. Ingenieros es una bestia. Debe de ser la cuchara que se les da a sus iniciados de “La Siringa”.

-Bueno, a ver si por fin te duermes- me dice papá Berg.

Duermo un rato. Oigo la voz de mi hermano que está abajo. Mi verdadero padre le pregunta a mi hermano David:

-¿Tenía muchos amigos?

-Yo no sé. Creo que sí. Del que siempre hablaba era de Berman. Berman de aquí Berman de allá. Para él no había mejor amigo que Berman.

Hablan de mí como si hubiera muerto. Vuelvo a dormir unos minutos.

Abajo hablan dos mujeres; la señora de mi verdadero padre y una que, por la voz, se me figura que está vestida de luto.

Dice la señora de luto:

-Y bien, ya que murió, que en paz descanse. ¡Qué lástima! Tan joven…

-Murió anoche. ¡Qué se va a hacer!-añade la señora de mi verdadero padre.

De manera que estoy muerto. He muerto anoche. La paliza que me dieron era para hacerme desencarnar. Ahora lo comprendo todo.

Oigo llorar a mi amigo Alberto. Verdaderamente estoy muerto. Me consuela, no obstante, pensar que estoy vivo, que la inmortalidad del alma es un hecho. Estoy flotando en el cuarto.

A media noche veo que mi hermano David está cerca de mi cama. Me está velando. Me duele el estómago. Bajo las escaleras. Vuelvo a subir.
-¡Jé! Mi hermano no se ha dado cuenta.

Ha estado velando mi cadáver. Ha bajado, y ha vuelto a subir “mi fantasma”.

Duermo. Me despierto preguntando por Rosa, una amiga mía.

-Yo soy David y no Rosa. Duerme –me contesta mi hermano.

¡Qué raro es todo! Este cuarto suspendido en el aire, no sé cómo, se sostiene. Los baúles son sospechosos. Ah, si: uno es para mí; y el otro es parta Alberto. Nos vamos en aeroplano a Moscú, porque el gobierno de aquí nos persigue. No, me iré con mi “padre”. El no se llama Berg; él es Trotski. Va y viene de Moscú cuando le place. Yo soy Lenin. Ahora todo se explica, se aclara.

De mañana viene a verme la señora de mi padre. Me habla con dulzura y me “ceba” mate.

-¿Está bien el agua? –me pregunta.

-¡Más caliente! –le contesto.

-Bueno, voy a calentarla.

Al rato vuelve.

-Y ahora, ¿le gusta?

-¡Más caliente! –le grito.

-¡Pero, si está hervida!

-¡Más caliente, más caliente! –le grito repetidas veces, lanzando terribles carcajadas.

Ella se va, o no se cómo desaparece. Todo pasa como en un sueño. Los dioses están contándome un cuento shakesperiano.

Sobre la mesa de mi cuarto hay una lamparita azul con el tubo roto. Reconozco la lamparita; Samuel Lejtman me la tiró una vez, porque nos enfadamos….
Instantes después viene Samuel. Me limpia la cara con un pañuelo que huele a tabaco, a miseria, a no sé qué.

-¡Fuera, fuera!- le grito.

Él llora, llora como un niño.

Vuelve a acercárseme; le doy un puñetazo. Se va.

Después viene Neje, la que me ha criado, mi madrastra.

-¡Fuera! Tú quieres plata, sólo quieres plata.

Ella llora. Aquí todos lloran. Todo el mundo llora. Se va. Este cuento de los dioses es muy triste. Es como la vida…..

Luego sube Rebeca, que viene con la sirvienta; pero no es la sirvienta, es Luisa, una amiga de mi infancia, que hace diez años que no veo y que ha venido de Norte América a visitarme. No, es Lina, una amiga mía de Mendoza. No, es Octavia. Rebeca me da los buenos días y se va. Se va Luisa o Lina u Octavia. Lina se parece a Cristo. Es rubia; tiene ojos azules. ¡Cómo cambia el tiempo hasta las finosomías!

Ya no están en mi cuarto. Se han ido. Se oye sonar el piano. Mi padre grita. Es la hora de comer. Alberto llora. No comprendo. La voz de Samuel me dice:

-Israel, ¿quieres comer con nosotros?

-No. Yo no bajo. ¡Yo subo! ¡Vivan las alturas!

-Mire, Berg. Nuestros hijos, nuestros, ya no son judíos; no nos sabrán rezar el “Kadisch”-le oigo decir.

-¡Cómo! ¿No dijiste tú que cuando murieras te levantarías de tu sepulcro para rezarte tú mismo el dichoso “Kádisch”? –le digo.

Todos ríen.

Ahora duermo. Duermo profundamente. Estoy en el Egipto. Me han encerrado en la Esfinge. Debo colgarme de los anillos de Saturno para salvarme. Ya estoy colgado. Soy un caldeo que observa las estrellas.

Ya estoy en el espacio. Los anillos de Saturno me han salvado. ¡Qué lejos está la tierra! ¿De qué encarnación me acuerdo? Estoy saturado de una luz azul. Sólo me falta la escala de Jacob. Me he salvado. Mi salvación es eterna. ¡Cómo canta el mar, un mar que debe estar lejos, entre unas nieblas de ensueño!

Ha pasado tiempo, mucho tiempo. ¿De qué? No recuerdo. ¿Para qué ha pasado el tiempo? Ya es tarde para volver, pero volver, ¿a dónde volver? No lo sé.

Deben de ser las dos o tres de la tarde. Me despierto para dirigir las barricadas.

-¡Yo soy el Cristo Rojo! –grito azuzando al pueblo enloquecido.

Desde aquí veo que Enriqueta Gómez lleva la bandera roja. Estamos en la plaza.

Dirijo la batalla. Hay olor a pólvora. Suenan las ametralladoras. Pisoteo y grito como un endemoniado.

Estoy otra vez en cama. Me han herido. Estoy agonizando. Viene a verme un médico. El médico me examina. Según parece, no sabe lo que tengo.

Ahora está a mi lado Alberto, que escucha mis aventuras.

-¿Te acuerdas?, me caí al agua, allí, cerca de la Asunción… Me salvó Tomás Mendoza, un militar, camarada del coronel Jara. Me sacó del agua por los cabellos. Mi canoa chocó contra un vapor. ¿Cuándo trajeron mi cadáver?

Alberto se desternilla de risa. Me habla de no sé qué cosa. Pero ahora descubro que yo estaba equivocado. Alberto Berg soy yo; él es Israel Lejtman. Yo tengo esa enfermedad del corazón; yo uso lentes; yo soy gordo; yo soy hermano de Rebeca. Yo he estado esperando que mi madre volviera de Europa, donde la ha sorprendido la guerra. He llorado mucho, mucho por ella. Me saco los lentes y los limpio. Me los vuelvo a poner. Israel Lejtman se va.

Ya es de noche. Sube mi “padre”.

-Vístete –me dice.

Y él mismo me viste.

-Vienen a buscarte unos amigos en auto.

-Será Pardo –pienso.

Estoy vestido con mi traje negro. Mi “padre” no encuentra mis zapatos.

-Vamos así, no importa. Total vas en auto.

Abajo veo un bombero. Una lamparilla eléctrica brilla en la joyería. El bombero está acompañado de dos amigos que han venido del puerto de Murtinho, del Brasil.

Le grito a uno:

-¡López!

-¡Wilhelm!

Me abrazan y me llevan fuera. Subo a un auto. En el pescante se sienta Israel Lejtman. Mi padre Berg se va. Creo que llora. Se cierra la puerta de la joyería. La ciudad tiene mucha sombra. Todas las sombras de la ciudad se mueven, se contraen. Canto trozos de ópera. Los tranvías se detienen al paso de nuestro auto. Por una larga avenida entra la ciudad de Asunción del Paraguay. De pronto el auto se desvía…

Pienso: “Nos han traicionado. ¿Quién? no lo sé”.

Estamos en el manicomio.

-¡Oh, miren, un loco! –grito señalando a un sujeto. Esta es la casa del loco Cabred. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del mal.

El auto se detiene. Me bajan teniéndome de las dos manos.

Dice un policía:

-Aquí traemos a un individuo que dice ser el Cristo Rojo y que padece del mal de la anarquía.

En la puerta hay dos loqueros. Un médico ordena, tranquilamente:

-Pásenlo.

Me desvanezco. Estoy muerto…

Pero a media noche….




De  Molino rojo

CANTO DEL CISNE

Demencia:
El camino más alto y más desierto.
Oficios de las máscaras absurdas; pero tan humanas.
Roncan los extravíos;
Tosen las muecas
Y descargan sus golpes
Afónicas lamentaciones.
Semblantes inflados;
Dilatación vidriosa de los ojos
En el camino más alto y más desierto.
Se erizan los cabellos del espanto.
La mucha luz alaba su inocencia.
El patio del hospicio es como un banco
A lo largo del muro.
Cuerdas de los silencios más eternos.
Me hago la señal de la cruz a pesar de ser judío.
¿A quien llamar?
¿ A quien llamar desde el camino
tan alto y tan desierto?
Se acerca Dios en pilchas de loquero,
Y ahorca mi gañote
Con sus enormes manos sarmentosas;
Y mi canto se enrosca en el desierto.
¡Piedad!


ALDEA

Mi blanca soledad
Aldea abandonada.
Revuelo de perezas
Sobre la torre de un anhelo
Que tañe sus horizontes.
Pintadas negras de la desolación.
Yunques abandonados y puentes solariegos.
Se ha sentado el dolor como un cacique
En el banquillo de mi corazón.
Las lluvias estancadas de mis sueños
Se han cubierto de musgo.
En el horno apagado del silencio
Mis frutos maduraron
Estérilmente.
Perdí mi itinerario en el desierto.
¡Hospedería triste de mi vida
en donde sólo se aposentó el azar!
En una pradería de cansancios
Balan estrellas mis ovejas grises.
Lugarón sin destino;
Las calles andariegas
Beatas de mi ser
Son manos
Contemplativas
Que van perdiendo soles...


CIUDAD SANTA

Tres gritos me clavaron sus puñales.
Paisaje de tres gritos
Largos de asombro.
¡bromearon los sudarios del misterio!
Fuga de embotamientos;
Suspiros
en la niebla inmovilizada.
Cipreses.
Bronce de los terrores
Informes, fragmentados.
Mueren caminos
Y se levantan puentes.
Un árbol se transforma
Cerrando sus pupilas.
Caen medrosamente las palomas
Angélicas del sueño
En las uñas heladas del espanto.
Un infinito horror
Manaba en mis entrañas
En un himno de muerte.


COPULA

¡Nos unió la mañana con sus risas!
En las rondas del sol
canciones de naranjas.
Danzas de nuestros cuerpos
Desnudos- rojo y bronce.
El olor de la luz era sagrado:
Música de horizontes,
Espacio de paisajes-
Rojo y bronce-
Ruido de melodías,
Himno de soles,
Eternidad
Y abismo de la dicha
En la alegría loca de los vientos.
Canciones de naranjos
En la piedad de los caminos.
¡Todas las aguas del silencio
rompimos en la danza!
Dicha de los abrazos y los besos;
Toda la gloria de la vida
En nuestros pechos
Jadeantes y ligeros;
Nuestros cuerpos: auroras y ponientes
En la alegría loca de los vientos.
¡El corazón del mundo en nuestra boca!


MORTAJA

Por dentro;
Atrás el rostro.
¡El pasado aniquila!
¡Es en vano que encuentre una herradura
en el estanque turbio de mi imaginación!
El árbol ha cubierto de palomas
mi soledad; pero es en vano.
Desnudo
Siempre estoy como una llanura.
Para buscar un cerro
Miro las multitudes.
Estoy siempre desnudo y blanco;
Lázaro vestido
de novio;
una mortaja viva
entre el ayer eterno
y el eterno mañana;
una mortaja viva
que llora en mi garganta.


EL "OTRO"

Tarde de invierno.
Se desperezan mis angustias
como los gatos;
se despiertan, se acuestan;
Abren sus ojos turbios
y grises;
abren sus dedos finos
de humedad y silencios detallados.
Bien dormía mi ser como los niños,
y encendieron sus velas los absurdos!
Ahora el otro está despierto;
Se pasea a lo largo de mi gris corredor,
y suspira en mis agujeros,
y toca en mis paredes viejas
un sucio desaliento frío.
¡La esperanza juega a las cartas
con los absurdos!
Terminan la partida
tirándose pantuflas.
Es muy larga la noche del corazón.


VÍSPERAS DE ANGUSTIA

Atmósferas de marasmo despedazan mis ademanes.
Pasos furtivos
en los malditos huecos de mi ser;
desolaciones alteradas.
Azar; ideas fijas.
Revolotear de músicas celestes.
¿vísperas de una nueva angustia?
Sospechas.
Soy de los que no vuelven, hermanos míos.
Atmósferas de marasmo
en torno del más fragante pino.
Amor, alégrame el camino.
¡los fuegos fatuos!
¡Quebrantaré la vida por mi vida
por el imposible contacto de la eternidad!
Pasos furtivos
en el hueco de mi ser;
yo soy el prometido, el anunciado.
Revolotear de músicas celestes.


SUB-DRAMA

Desolaciones.
Altos silencios
Que balancean sus cabezas truncas
esencialmente.
Han caído mis esperanzas
como palomas muertas.
Desbandes.
El canto de mi mismo se alucina.
Cristales rotos.
Murga carnavalesca.
¡las risas rojas!
Cifras desafinadas y arbitrarias;
¡el dolor más eterno!
Me trasvasa el espanto sus caminos.
Pavor de candelabros;
Romance de agonía.
¿Quién soy?
Ha perdido su espacio
completamente el universo.
Se cierran las estrellas en mis ojos.
Nadie y nada.
Terribles apariencias
aplastan el cristal de sus sarcasmos.
Pasa un convoy de brujas caprichosas;
cuelgan mis extensiones deformadas.
Mi corazón es una isla roja
en que destacan sus banderas negras
los días de mi anhelo.
Las miradas ardientes de mis ojos,
¿en qué se apoyarán mañana?
Canciones de mi ser,
hemisferios de dicha,
volúmenes de aromas
¿en qué tambor de soles
se agitarán mañana?
Orientes y occidentes.
Se quebrarán mis ejes.
Lo sé.
¡Llueve sin latitud el dolor más eterno!
Han caído mis esperanzas
como palomas muertas.
Pavor de candelabros; romance de agonía.

GABÁN

Soy una alforja
de lluvias.
Mi corazón regó en las primaveras
sementeras de espacio;
por ello mi cabeza
es una gorra remendada y parda
(genialidad)
o, un gabán roído,
pues he amado.
El pienso de mis días
desparramé en las sendas;
rompí todas las tejas
de los pesebres
humanos.
De mal en peor
tildaron mi locura;
merma mi audacia,
enflaquecen mis manos dadivosas
como las muelas viejas.
¡El gabán de mi ser se va pudriendo!

CENA

Cenas de mi soledad en hosco abatimiento;
eterna como Dios, profunda de universo.
¡He sido el más ausente: el juntador de formas!
Cenas de mi soledad...
El sudario más frío es uno mismo.
¡Buscar y qué buscar!
¿Encrucijadas puras donde zapatean los truenos
en un constante mediodía?
Cenas de mi soledad en hosco abatimiento.
Pan y sal. Lamentos.
Piernas que saltan; salidas de cortejo;
vacilación de luz que viene abajo.
¡Extremaunción de un armonioso herrero!
Ir; pero no ir nunca;
en algodón de olvido sumir todos mis días.
Anuncios que deslizan;
canción de gallos en la mañana azul de mi esperanza
continuación de tiempos fundamentados en dolor.
Fui un desaparecido, el más ausente:
el juntador de formas.
Amanecer desentonado...


De Hecho de estampas

POEMA I

Caía mi sueño en la otra soledad de los canales.
Regocígate, niño, la presencia graciosa de la muerte
reparte en sombras alternadas el olor de los ángeles
y levanta tus sordos desamparos.
Niño de paz,
han apagado las islas monótonas de los soles perfectos.
Niño de paz,
imito el mundo en un mi sueño ajeno a la claridad.
Un silencio de música se apacienta en las torres.


POEMA III

Está mi risa de niño
Con la abuelita ciega de la noche obscura.
Resuenan mis botas groseras de campesino
en la ternura de los caballos,
y he ido.
Al son de ríos lúcidos y puros
Tiemblan las curvas de los pozos como dulces
patas de corderos.
Encerrada en mis pasos sigue la noche obscura.


POEMA V

Yo estaba muerto bajo los grandes soles, bajo los grandes
Soles fríos.
A través de mi llanto
Oigo el agrio sudor de la precocidad.
Yo vuelvo sobre un musgo
Y las ciudades crecen a la aventura hasta la noche
Del estupor.
Miseria.
Dios pesa.
Me llaman vientos de mar.
Van y vienen en grandes cambios; se alargan
en saltos irritados
que apagan mi temblor, que exasperan los sueños.
Jamás podré seguir.
Yo me veo colgado como un cristo amarillo sobre
los vidrios pálidos del mundo.


POEMA VI

Ha caído mi voz, mi última voz, que aún guarda mi nombre.
Mi voz:
pequeña líneas, pequeña canción que nos separa de las cosas.
Estamos lejos de mi voz y el mundo, vestidos de humedades
blancas. Estamos en el mundo y con los ojos en la noche.
Mi voz fría y sucia como la piel de los muertos.


POEMA XII

Yo quería jugar.
Estaba el signo de mi naturaleza plena de llanto y
protección severa.
Bajo a mi obscuridad, y avanzo entre mis brazos
con una estrella niña.
Soplan olores de banderas frías
y resuenan tambores de infancia
en el mismo silencio, bajo la misma estrella.
Viene mi carne allende las transparencias.
Rodeo la luz fresca.
Ánimos de pavor yacen en mis profundas soledades.
No es el mismo silencio, no es la misma estrella.
Arranco vísperas de muros inclinados,
y más allá de todo se mueve el brillo opaco
de la agonía.


De Estrella de la mañana

I

Los ojos mueren en la alegría de la visión desnuda
de carne y de palabras,
en la tierra desnuda y en el cielo desnudo,
en el día desnudo y en la noche desnuda bajo los
cielos todo crecidos.
Es demasiado bella la noche de oro de muros y
banderas luminosas.
Corremos en la noche de plata bajo la noche de oro.
Tierra desnuda, tierra perfecta, cielo desnudo,
Cielo perfecto.
Voces desnudas de la voz eterna.
En la noche de oro nos llaman las acampanas,
Y oímos el vuelo de las aplomas desde la noche de
plata bajo la noche de oro.

V

En la misma belleza saborean las lunas su soledad
dichosa.
Caen todas mis muertes en el espanto
de la nada del mal de la nada irreal de la nada.
En las tinieblas puse mis manos cuajadas de llanto.
Arreó la gracia mis ojos perdonados,
y hecho he sido en lo interior de todo y nada.
He sido el que es de todo y nada en bella gracia.


XV

Ama tu alma mi alma, paz de los días, paz de las
noches nacidas en los espantos de muertes,
y en los gozos de muerte y esperanza de muerte.
Amor, Amor; Amor,
tu alma canta dolor de carne, dolor de vida, pavor
de muerte
bajo los cielos llovidos de esperanza.
Amor, Amor; Amor,
viste tu desnudez el agua capaz de las criaturas.


XVIII

Nos levanta la cruz hacia el río de los aromas.
Entre sí suben las criaturas mansas tendidas
en amor a Cristo.
Entre sí las criaturas fuertes sobre asientos
de paz
que cuidan las espadas en amor de Cristo.
Amor abre la luz, y se derraman soles y bailan los
corderos.
Tu alma canta, mi alma reza en los días cerrados,
en las noches cerradas,
en la vida cerrada, en la muerte cerrada bajo los vuelos
abiertos de los cielos.
Entre sí suben las criaturas mansa
en los asientos puros de olorosos maderos.
Amada,
afuera nos besaremos desnudos de tinieblas y pavores,
tendidos en amor de Cristo.


XXIV

Nace en mi llanto de oscuridad de todo
llanto,
oscuridad de soledad de todo llanto.
Vuelven las almas sobre mi alma de alma en alma,
de muerte en muerte.
Lloro con llanto de mi llanto
sobre mi alma de alma en alma, de muerte en muerte.
En soledad de soledad con soledad
en soledad, en todo, en soledad crecida en soledad.
Reposan los huesos en mediodías
en la soledad de mi alma desnuda en soledad.
Criatura de la quietud donde nacen soles.
Debajo del nacimiento
mi garganta solloza almas de alma en alma, de muerte
en muerte.


CANCIÓN DE LA VISIÓN REAL DE LA GRACIA

Niño, tú tienes el oído junto al amanecer
de la tierra y el cielo.
Amén el bosque, Amén el mar y Amén a las estrellas.
El signo de tus manos ata el secreto del mundo.
Amén el bosque, Amén el mar y Amén a las estrellas.
La tierra canta y el cielo, y la vida y la muerte.
Niño, tú tienes en el signo que trazan tus manos
el día y la noche, y la tierra y el cielo, y la vida y la muerte.
Amén, Amén, Amén,

niño de alba de la tierra y el cielo.

Fijman se arropó a la vanguardia literaria del grupo Martín Fierro amparado por Jorge Luis Borges y Oliverio Girondo. No pertenecía a su estirpe, había llegado a la Argentina con sus padres en 1902, quienes pisaban esta tierra en búsqueda de trabajo como muchos inmigrantes. Era el mayor de sus tres hermanos hasta entonces, porque ya en tierra argentina nacerían tres más. La suerte le es esquiva a la familia y por eso se trasladan al sur donde su padre trabaja colocando vías férreas en la línea del Río Negro. El 1907 se mudan a Lobos donde pasa su infancia. En 1917 se independiza y viaja a Buenos Aires para estudiar el profesorado en francés. Se incorpora al Instituto de Lenguas Vivas, comienza a tocar el violín y trabaja como profesor hasta que sufre su primera crisis mental. Este quiebre determina que deje su trabajo y empiece a transitar una vida de vagabundo ganándose el sustento como músico callejero. Por un breve tiempo se traslada al Chaco y trabaja de peón rural, pero luego regresa a Buenos Aires donde nuevamente la calle será su territorio. En 1921 la policía lo detiene y lo recluye en Villa Devoto. Su enfermedad avanza, su soledad crece, su misticismo se acrecienta. En pleno delirio lo internan en el Hospicio de la Mercedes durante seis meses donde es sometido a tratamiento de electroshock. Según los médicos padece de una “psicosis distímica”. El poeta ironiza al respecto: “Me aplicaron electroshocks. Se ve que querían sacarme la enfermedad del cuerpo”.

Trabaja como periodista en el Uruguay y más tarde para Mundo Argentino y la revista de la comunidad judía Vida Nuestra. Su mentalidad espiralada hace que no cumpla con la tarea, sin embargo Natalio Botana lo convoca para que publique una columna de arte en el diario Crítica junto al célebre psicólogo Enrique Pichón Riviere.

Visitaba casi a diario la Biblioteca Nacional donde pasaba largas horas abocado a la lectura. Así fue su rutina hasta que un día se cruzó con Gustavo Martínez Zuviría - director por entonces- y este decidió prohibirle la entrada argumentando que se había dirigido de manera grosera y violenta hacia su persona.

Vivía en una habitación ruinosa en último piso de un hotel de la Avenida de Mayo. Ante las quejas de los inquilinos por sus constantes exabruptos la policía allanó el cuarto y lo detuvo. Los exámenes psiquiátricos lo declararon afectado de alienación mental, volvió a Villa Devoto pero tiempo después lo internaron en el Instituto Neuropsiquiátrico José T. Borda. Durante unos años su vida transcurriría en la Colonia de Alienados Open Door hasta que una orden judicial determinó que regresara al Borda.

En su mundo: dibujando, pintando, tocando el violín, Fijman comienza a ser un personaje de culto, un señalado por cierta intelectualidad que lo recupera del infierno. Entre 1962 y 1964 recopilan parte de su extensa obra para que en 1966 apareciera por primera sus poemas inéditos publicados por Galtier en la revista Testigo. Por entonces el escritor, abogado y psicólogo social Vicente Zito Lema establece amistad con Fijman y se transformará con el tiempo en su tutor.

Molino Rojo, su primer libro publicado en 1926 fue considerado por muchos críticos como el antecedente natural del surrealismo argentino. A esta obra le seguiría Hecho de Estampas de 1930 y Estrella de la Mañana de 1931, todos costeados con sus propios recursos.
Otras ediciones disponibles son:
Poesía completa (2003) Ediciones Del Dock
Obras-Poemas (2005) Araucaria
Romance del vértigo perfecto / Compilación Fernando Gioia y Roberto Cignoni (2012) Descierto