"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

jueves, 4 de octubre de 2012


MARIA ROSA OLIVER: LA BACANA PROLETARIA




María Rosa Lucía Oliver (1898-1977) es una escritora que resulta difícil encuadrarla en el campo de la literatura argentina. Su  posición ante la  vida y de frente a una sociedad pacata,  la mostró en constante desafío. Su perfil como militante feminista la acercó al núcleo de mujeres más progresistas de la historia nacional y su coraje para vencer las dificultades la transformó en un ejemplo para tener en cuenta.

Es notoria su presencia en el panorama de la cultura porque si bien es cierto que dentro de la literatura la participación de la mujer resulta calificada y frecuente, no siempre su aporte fue valorado. Recordemos que desde Stella de Emma de la Barra hasta Norah Lange, son pocos los ejemplos que podemos presentar. Digamos  de la poeta Nydia Lamarque (1906), Carmen Gándara (1903) o María Alicia Domínguez  (1908) para no caer en el olvido, pero nada más. Ocurre que esa característica femenina a la prosa confesional fue dando paso a una madurez de estilo que bien se puede apreciar en Silvina Ocampo, Luisa Mercedes Levinson, María Angélica Bosco, Elvira Orphée, Beatriz Guido y Marta Lynch, entre otras.

Perteneciente a una familia patricia argentina, fue hija de Francisco José Oliver y María Rita Romero, la primera de ocho descendientes. Existe la versión no acreditada de cierto parentesco con María de los Remedios de Escalada de San Martín. Al respecto sobre esta presunción, el texto que sigue es elocuente: "...y porque había oído que la abuela (María Eugenia Escalada Salcedo de Demaría) de Abuela (Rita Arana Demaría de Demaría, en realidad, la bisabuela de María Rosa) era medio hermana de la mujer de San Martín, no bien comencé a aprender algo de historia, le pregunté un día si ella lo había conocido. - El tío Pepe era un ordinario- me contestó. - ¿Cómo? - Sí, un ordinario... Un grosero. - ¿Por qué? - Hablaba como gallego- me contestó, pero al ver que eso no me impresionaba, añadió-: Se casó con una Escalada para hacerse conocer- y como al afirmar tal cosa no creyó necesario mirarme a la cara, prosiguió-: ...Para el casamiento le encargaron a mi tía Remeditos un ajuar a Europa, vestidos paquetísimos, lencería llena de puntillas, y en la familia, porque se hacían en la familia, le hicieron una cantidad de escarpines de raso... Apenas se casaron, él los devolvió diciendo que "la mujer de un soldado no puede andar calzada de seda"... - y al repetir la frase de quien para mí era el Libertador y para ella sólo el tío Pepe, Abuela imitó el acento español pero volvió al criollo para agregar indignada, casi herida -: A la pobre Remeditos la soterró entre los indios...- (Los indios eran los mendocinos; en cuanto al soterramiento, con el correr de los años llegué a sospechar que no debió ser muy hondo). En represalia por su falta de respeto a San Martín, y porque ya había habido quienes me hablaron de los horrores "del tiempo'e Rosas" le dije: -Y otro tío suyo fue ministro de Rosas, ¿no? - Sí, mi tío Felipe, (Felipe Arana Andonaegui) que además de sonso era un adulón. Al comprobar que el irrespeto de Abuela hacia sus tíos, carnales o políticos, era general, le pregunté, ya más calma, si se acordaba de Rosas. -Sí, de él creo que me acuerdo un poco - me contestó, y yo calculé entonces que de San Martín sólo había oído hablar."

Extracto de "Mundo, mi casa", de María Rosa Oliver, Colección Personas, Ediciones de la Flor, noviembre de 1995. Los agregados de nombres son de la autoría de Juan Fernando del Pazo, quien gentilmente ha proporcionado este texto.

A la edad de 10 años María Rosa contrajo poliomielitis quedando postrada en una silla de ruedas por el resto de su vida. Su invalidez, sin embargo, no le impidió ser una de las pioneras de la lucha en varios frentes. Con la ayuda de la fisioterapeuta sueca Olga Carlsson, comenzó una recuperación durante la cual desarrolló amor por la lectura y el dibujo. María Rosa fue ampliamente admirada por su valentía para sobrellevar la discapacidad física y por su amabilidad e interés en las personas de todos los ámbitos de la vida, en especial, por su condición  de no victimizarse y transformar las circunstancias de su malestar físico a una vida de política personal y compromiso cultural. Dice la autora en La vida cotidiana (1969): “a nadie podía culpar de mi mal. Y si a nadie podía pedirle cuentas, lo mejor sería, en lo posible, no tomarlo en cuenta”.

Resulta complicado intentar un desarrollo completo sobre María Rosa Oliver. Nos enfrentamos a una mujer “de clase” que sin renegar de su origen burgués va recreándose permanentemente. Es la misma persona quien se declara abierta ante el americanismo de protesta social y la que integra el selecto grupo de intelectuales de la revista Sur. Nos encontramos con la militante que abraza el ideario comunista, se compromete con la lucha antifascista durante la Guerra Civil Española y la señora que articula una suerte de red cultural con escritores de diferente pensamiento. Este aspecto la transforma en una mujer polémica capaz de ser animadora en un momento que la politización de la cultura tenía un efecto productivo sobre el mundo literario. Ella hace posible que se fortalezca la amistad, impulsando el diálogo y permitiendo alianzas contingentes que en otros contextos no hubieran existido.

Convengamos que su obra siempre estuvo atravesada por la forma propia de interpretar la vida y por su declarada angustia antes las desigualdades. Oliver tenía presente el plano de injusticia que recaía en determinados estratos de la sociedad y su crítica mayor punzaba sobre el placer que sentían los dominadores ante las clases que humillaban. Afirma en Mundo, mi casa (1965): “el privilegio no se atreve a nombrarse a sí mismo”.



Paula Croci la califica como una escritora excéntrica y agrega: “Viajera incansable, observadora de la realidad, pacifista, miembro del grupo Sur e integrante del consejo de redacción de la revista, incursionó como sus pares Victoria Ocampo -su mejor amiga- y Norah Lange, en el género autobiográfico, no solo para bucear en su pasado –no siempre feliz- sino para dejar testimonio de la actividad intelectual de la Argentina en las primeras décadas del siglo XX. Tal vez porque los recuerdos son más borrosos y es necesario contar con otras fuentes, con otros informantes; tal vez porque la infancia es una zona todavía sin determinar, vedada, o protegida para los recuerdos del adulto, se observa que, en general, los textos autobiográficos del siglo XIX omiten remitirse a los años de la niñez y, cuando lo hacen, es con la intención deliberada de elaborar una filiación patricia, por ejemplo, el caso de Alberdi recordando que solía jugar al caballito en las rodillas de Belgrano. Enfrentadas a las convenciones sociales y a las instituciones que históricamente excluyeron a las mujeres de actividades intelectuales y no alentaron la escritura femenina, estas excéntricas damas del siglo XX, que encontraron en la autobiografía una manera eficaz de autorrepresentarse y acceder a la escritura, se abocaron a contar esos años de la primera infancia, ligados a lo familiar, como excusa para hablar del modo en que se volvieron escritoras.”

María Rosa creció en una casa de total confort en la calle Charcas 628, que se describe en muchos detalles de sus memorias.

María Rosa Lojo, también nos acerca su testimonio: Estamos en la Buenos Aires de 1918; aún no han terminado la Primera Guerra Mundial ni las disputas locales entre aliadófilos y germanófilos. Una enorme mansión familiar, frente a la Plaza San Martín, vive su propia y pequeña revolución. Desde días atrás, un ejército de criados, tapiceros, enceradores, electricistas, changadores y plomeros lo ha invadido todo, en un torbellino de constante movimiento. La casa suena, retumba, cruje, tiembla, colmada de voces, suspiros, músicas, roces de rasos, de seda, de terciopelo. Se mueven los pianos, de un salón al otro; el aire de los cuartos se satura de perfumes y colonias y del aroma de las viandas, traídas de las confiterías del Gas, del Águila o de las profundidades de la cocina propia. Una hija del matrimonio Oliver-Romero va a ser presentada en sociedad con el baile de rigor.

Pronto sólo se oyen valses o tangos, tocados en vivo por orquestas, y el rumor de risas y de conversaciones. Hay, no obstante, dos personas inmóviles, fuera del torbellino giratorio que se expande sobre la planta baja: una niña y una muchacha menuda, morena, apenas mayor que la debutante miran desde el piso alto las parejas que danzan. Bajo el vestido de fiesta de la joven se ocultan dos piernas laceradas por la polio, que no volverán a caminar. No será ella, sin embargo, la que se queje de su aislamiento: "Me pareció tan natural que al no bailar yo no bajara, como que a mi segunda hermana no se lo permitieran por ser demasiado joven para que la `presentaran´".

Se podría haber augurado, para esta muchacha limitada a mirar la danza de los otros, un destino quieto y triste, de ostracismo y resentimiento. Nada menos exacto, sin embargo. María Rosa Oliver (1898-1976), como su entrañable amiga, Victoria Ocampo (1890-1979), tendió un puente verbal entre culturas diferentes: fue corresponsal y traductora de escritores notorios, e interlocutora apreciada por las figuras culturales más relevantes de su tiempo. Como Victoria, y ya independiente de los periplos familiares, se convirtió en asidua viajera, e incluso la excedió en la audacia de ciertos recorridos. Así, fue capaz de instalarse, con su silla de ruedas, en un viejo avión soviético biplano, que la llevó por Rusia y por China, donde conoció nada menos que a Mao Tsé Tung. María Rosa secundó a Ocampo durante muchos años en la gran empresa de Sur (estuvo a su lado en la fundación con Waldo Frank y fue una inapreciable colaboradora); fundó, también junto a Victoria, la Unión de Mujeres Argentinas, empeñada en la lucha por la igualdad de derechos civiles que el Parlamento, en 1935, quiso conculcar. Las dos, fervientes antifascistas, ayudaron a la España republicana y protegieron a perseguidos y exiliados.


La actitud de rebeldía que en todo momento aparece en la escritora es una muestra acabada de su deseo por establecer cambios, modificar esquemas cerrados, dar plena libertad a esas sensaciones prohibidas que dominaban en una cultura de clase. Para la época esta forma de vida era un total desafío, una bofetada y un accionar peligroso que molestaba e irritaba.


Volvamos a María Rosa Lojo para continuar con la semblanza: “Desde muy niña -si hemos de creer a esta magnífica artista de la memoria que nos dejó Mundo, mi casa y La vida cotidiana - a María Rosa la perturbaron las desigualdades en el orden del mundo. No se trataba sólo de la subordinación de las mujeres, presas en una jaula de oro, si pertenecían a la clase alta; menos aún se trataba de la enfermedad que le había robado a ella misma buena parte de los gozos terrestres. Aunque quizá esta asimetría irremediable y dispuesta por la naturaleza la haya vuelto crecientemente sensible a las asimetrías subsanables que calificó, sin eufemismos, como injusticias, y que atribuyó, no ya a la naturaleza, sino a la organización de la sociedad.

Ya antes de la parálisis, en los veraneos infantiles de Mar del Plata, entendió que "todo el mundo" se refería sólo a los miembros de su misma clase ("la gente que era, o se creía, dueña del país"); supo que si no la dejaban jugar con determinados chicos, calificados como "pilletes", era porque esos niños eran pobres, si bien nadie confesaba la verdadera causa. Una mirada implacable registraba las mínimas variantes de ubicación en la virtual "escala jerárquica" (comparada a los círculos celestiales del Dante) que ocupaban los comensales de "día fijo" en la gran mesa del abuelo, según se tratara de "finos" u "ordinarios", de provincianos (pero encumbrados políticamente) o de inmigrantes opulentos. La misma mirada reparaba en que a los niños de la familia se les ocultaban los accidentes laborales (un pintor que se había caído desde el tercer piso, al no contar con las mínimas medidas de seguridad), acaso para que no supieran que "hay trabajos [...] que hieren, matan, aplastan". El trabajo le parecía, por cierto, muy mal repartido en el pequeño mundo de la casa. Unos vivían en la elegante holganza (los tíos maternos, solterones, que sólo aspiraban a disfrutar sus herencias); otros (padre, madre, abuelo) se afanaban toda la semana pero descansaban el domingo, y otros (los sirvientes) debían trabajar siempre, aun en contra del divino mandamiento "santificar las fiestas": "Claro que alguien tenía que cocinar, alguien servir la mesa, y qué mesa la de los días de fiesta! ¿Cómo sería una fiesta que todos, todos santificaran? Al imaginarlo configuraba algo parecido en sus consecuencias a lo que después, mucho después, supe que tenía un nombre: paro general" (Extracto de "Mundo, mi casa).




Pedro Orgambide también nos habla de la narradora: “Maria Rosa Oliver escribió centenares de artículos, notas, críticas, ensayos y se acerca a la ficción a través del cuento; pero su aporte singular a nuestra literatura es por sus libros de memoria, un género que ella cultivó con extrema sinceridad, con pasión y con un estilo sobrio y muy bello al mismo tiempo”.

Maria Rosa nunca renegó de haber sido una “niña bien”, jamás tomó venganza, sencillamente buscó la forma de encontrar espacios que le permitieran canalizar su deseo de cambio. Es interesante enfrentarse a esta formula química que en muchos casos resultó explosiva. Oliver entra y sale permanentemente de los círculos peligrosos y lo hace con total comodidad. La ensayista criticaba a Victoria Ocampo y se reunía con Waldo Frank, dialogaba con Eduardo Mallea y se encontraba con Ernesto “CHE” Guevara. Es que para ese momento de sustanciales vaivenes, la polémica no se decidía en un cuadrilátero. Había códigos distintos y lealtades construidas. Las diferencias no terminaban en el campo de batalla. Mucho se ha dicho sobre su persona. Parecería que esa condición de moverse bajo el agua la transformó en sospechosa. Se le inventaron desde amores clandestinos a deslealtades  políticas, desde pactos silenciosos a bajezas de toda laya.

Viene a cuento, ya que fue nombrado, la figura de un personaje que ocupó el escenario con el mérito del alcanzar el estrellato. Nos referimos a Waldo Frank, una especie de pastor protestante, aprendiz de guerrillero y Don Juan, escapado del sistema capitalista que, deslumbrado por la América latina, había llegado a la Argentina en su imaginario camino de liberación. Waldo con su natural manera de mezclarse, conoce a Victoria Ocampo en Europa y ésta se lo presenta a Mallea cuando el escritor llega a la Argentina. A partir de entonces comienza una historia de amores, celos, envidias y proyectos que envolvería las vidas de Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, Eduardo Mallea y Waldo Frank. Hay documentos y testimonios que no es necesario leerlos dos veces para entenderlos y fotografías reveladoras sobre la historia. Como ejemplo queda aquella confesión de María Rosa: “la primera vez que salí a cenar sola con un hombre fue con Waldo Frank”.




El seductor norteamericano había arribado a Buenos Aires con su libro España virgen (1926) bajo el brazo y logró convencer a Samuel Glusberg para que editara Nuestra América. María Rosa, que se había transformado en confidente de Victoria, no pudo desprenderse del enigmático Frank, y a pesar de ser una animadora febril de la revista Sur, plácidamente caería dominada sobre la alfombra tendida por Waldo; hasta tal punto que traduce su novela City Block, publicada en 1937, donde el norteamericano como un verdadero caballero elogia y agradece a su amiga. Esa misma María Rosa, es la correctora de la revista, por sus manos pasaron los primeros textos que llegarían a la letra impresa. Cuando Sur ya está en la calle la autora confiesa: “Sopesé largamente el primer número de Sur que tuve en mis manos, husmeé el olor a madera de su papel, pero no corté en seguida sus páginas en las que cada palabra me era conocida. Esperé la noche y no me dormí hasta terminar de leer el número entero.

“Sur tenía unidad orgánica y reflejaba el espíritu que iría imprimiéndole cada vez más su sello particular…”

Por su parte, el iracundo norteamericano desliza en sus Memorias un fino pensamiento que cabe recordar: “Mi concepción de la revista como organismo era ajena a Victoria, a quien también le resultaban ajenos la mayoría de los autores norteamericanos e hispanoamericanos (…) La revista Sur publicó muchos buenos trabajos, pero se mantuvo al margen de lo que yo anhelaba y de lo que el hemisferio necesitaba.

Una entrañable amiga de Victoria era María Rosa Oliver, otra de las mujeres notables de la Argentina. (…) Simpatizaba con los comunistas, a cuyas intenciones de desarmarse les prestaba más crédito que a las de los Estados Unidos, y abarcó el mundo entero con sus esfuerzos a favor de la paz. Visitó los Estados Unidos, donde se desempeñó (…) como asesora del vicepresidente Wallace en relación con los problemas latinoamericanos. (…) Ella  quería la revista que yo quería. Victoria no podía trabajar con ella. El distanciamiento ideológico de Victoria (…) y María Rosa fue un símbolo. Las ‘partes’ de América todavía no estaban maduras para desarrollarse unidas”


La vida familiar de María Rosa Oliver fue intensa. Con su madre estableció una relación sin fisuras que le permitió vivir con ella durante muchos años. Después de su muerte, en 1962, la autora permaneció en compañía de sus dos hermanos y bajo el cuidado atento  de  su comprometida asistente - Josefa "Pepa" Freire - quien la acompañó permanentemente. La presencia de María Rosa Oliver con Pepa Freire empujando su silla de ruedas, se convirtió en un espectáculo conocido en las Conferencias Mundiales de la Paz y otras organizaciones.


María Rosa no se encerró en su caja de cristal, por el contrario, fue una incansable viajera y amante del espacio verde. Pasó largos períodos en una pequeña granja de Merlo y como amaba estar cerca del mar, su historia la ligó al balneario de Santa Teresita donde su hermano, el arquitecto Samuel Oliver, desarrolló el proyecto en el barrio “Las Toninas”, consistente en la realización de viviendas denominadas las “pagodas”. Esta historia es muy bella porque entrelazó también  al arquitecto Clorindo Testa, quien se  apasiona y se suma a la obra vanguardista. 


El tranquilo balneario repentinamente tomó otra dimensión a partir del emprendimiento que Samuel Oliver encabezó con un equipo que diseñó un modelo arquitectónico y urbanístico en la manzana virgen que cedió Alejandro Leloir.

El proyectista de las “pagodas”, Samuel Oliver, las planteó como una propuesta destinada a ser un modelo a seguir en relación con el respeto de la topografía y el uso del suelo. El proyecto pionero no se supo interpretar, ya que hoy La Costa tiene todas las características de una conurbación.


Dice Clorinda Testa: “Teresa, mi mujer, es sobrina de Oliver. Nos casamos en el año 62 y justo antes de casarnos Oliver nos contó de lo que estaba pensando hacer, y entonces decidimos comprar un lote y que él hiciera una casa. Cuando volvimos de nuestro viaje a Italia, que coincidía con el premio Di Tella que yo había sacado, que era una estadía de un año en el lugar que uno quisiera, yo elegí Europa y un viaje a la India pero que duraba seis meses. A la vuelta de esos seis meses fuimos por primera vez a Las Toninas. Allí se estaban empezando a construir las casas que estaban en el medio de los médanos, había que dejar el auto a tres cuadras y caminar por la arena, subir el médano. Cuando se terminó la construcción empezamos a ir los veranos, y Teresa se pasaba todo el verano ahí, los tres, cuatro meses. Fue lindísimo porque era un lugar absolutamente natural, no había ruta entre el mar y las casas, era un lugar como debía ser un lugar de veraneo en el mar”.

“La manzana que hizo Sami (Oliver) estaba muy bien proyectada. Los lotes eran de veinte metros de ancho, era todo muy aireado, las casas estaban separadas, eran todas iguales pero distintas, porque algunas tenían dos dormitorios, otra uno, la nuestra tenía una especie de altillo atrás, un depósito, tenían esa variedad, y además la orientación, que algunas estaban en orientaciones distintas. Con lo cual había un movimiento dentro de casas que tenían todas un mismo punto de partida, que era ese “estar”, el living que medía 6 por 6, con la cúpula arriba, y enseguida las empezaron a llamar las pagodas”.

Maria Rosa además de ser una de las fundadoras de la Revista Sur junto a su íntima amiga Victoria Ocampo, también fundó en 1936 la Unión Argentina de Mujeres (que no debe confundirse con la Unión de Mujeres de la Argentina creada hacia 1947) promoviendo el voto femenino.

La UMA era una organización de mujeres que se creó para defender los derechos civiles de las mujeres, en 1936, donde María Rosa Oliver era una de las principales fundadoras y quien llevó a Victoria Ocampo como presidenta, con el voto de todas. Oliver lo recuerda así en su libro La vida cotidiana): ...“éramos voluntarias, no funcionarias, burguesas, no empleadas ni obreras. De distinta extracción partidaria, comunistas, socialistas, radicales, y apolíticas algunas. Nuestra tarea consistía, entre otras, en informarnos sobre las condiciones sociales vigentes, estudiar las leyes laborales y mantener lazos sobre las condiciones de las mujeres de otros países de Europa y USA”.

Sin embargo, hubo disturbios cuando dos jóvenes feministas vocearon el folleto de la UMA en la calle Florida, cuyo texto había escrito Victoria Ocampo, a la que, sin embargo, le publicaron el mismo en La Nación de junio de 1936. Decía Victoria, entre otras cosas de un largo texto: “La revolución que significa la emancipación de la mujer es un acontecimiento destinado a tener más repercusión en el porvenir que la guerra mundial o el advenimiento del maquinismo. Lo único que me pregunto es si la palabra ‘emancipación’ es exacta. ¿No convendría más decir ‘liberación’? Me parece que este término, aplicado a siervos y esclavos, se ciñe mejor a lo que quiero decir. No olvidemos que los intolerables métodos coercitivos que nacen tan naturalmente en los hombres y que las mujeres soportan con una naturalidad más extraordinaria aún están todavía en vigor entre la gran mayoría. La emancipación de la mujer, tal como yo la concibo, ataca las raíces mismas de los males que afligen a la humanidad femenina y, de rebote, a la humanidad masculina. Pues la una es inseparable de la otra. Y por una justicia inmanente, las miserias sufridas por una repercuten instantáneamente en la otra bajo aspectos distintos. Que un grupo de mujeres, por pequeño que sea, tome aquí conciencia de sus deberes, que son derechos, y de sus derechos, que son responsabilidades. Tal es mi voto restringido y ardiente. Si las mujeres de este grupo pueden responder por sí mismas, podrán responder dentro de poco por innumerables mujeres”.

María Rosa estableció una profunda amistad con muchos intelectuales, entre los cuales podemos citar a: Oliverio Girondo, Pedro Henríquez Ureña, Guillermo de Torre, Norah Borges, Ramón Gómez de la Serna, José Bianco, Alfonso Reyes, Pablo Neruda, Federico García Lorca, Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, Roberto Fernández Retamar, Ángel Rama, Raymundo Ongaro, Simone de Beauvoir, Luis y Dalila Saslavsky, Vinicius de Moraes, Eduardo Mallea y Waldo Frank. También fue una notable traductora. Su tarea de llevar al castellano autores brasileños como Carlos Drummond de Andrade, Vinicius de Moraes, Jorge Amado, Mário de Andrade y Carlos Lacerda, la muestra por entero.

Entre 1920 y 1930 María Rosa se reúne con escritores y artistas activos en la Asociación “Amigos del Arte” de Buenos Aires. Durante este período la ciudad fue hogar de escritores e intelectuales de todo el mundo, muchos de los cuales venían huyendo del nazismo en Francia y Alemania.[]


Viajera incansable, desde joven se trasladó con su familia a Europa y después lo hizo permanentemente de la mano de “Pepa” Freire. Recorre varios países de Latinoamérica (México, Chile, El Salvador, Cuba, Guayana Británica, Panamá, Colombia, Ecuador, Bolivia,  Brasil). En 1942  la encontramos en Estados Unidos, luchando con la causa aliada en contra del nazismo. Trabaja para el Consejo Mundial de la Paz entre 1948-1962 y en Washington invitada por la administración de  Theodore Roosevelt. María Rosa, con otros intelectuales argentinos, como Ernesto Giúdice, Fina Warshawer, Norberto Frontini, Leónidas Barletta, ya formaba parte de Partidarios de la Paz; era miembro del Concejo Mundial por la Paz, y en tal calidad participó del Congreso Mundial de Viena, en 1952. Ayuda a los exiliados de la Guerra Civil Española y en 1958 recibe el Premio Lenín de la Paz. Este reconocimiento la aleja del grupo Sur y especialmente de Victoria Ocampo. Si bien ésta lamentó que María Rosa, su “hermana menor” en el afecto, apoyara el comunismo ruso (para ella, otro imperialismo), "eso no impide –escribió- que te abrace con un cariño que tiene hoy (eso sí) más valor que ayer".


Su itinerario político la lleva  a China, la Unión Soviética, Polonia, España, Italia y Francia.

Nunca negó su religiosidad, fue una mujer de fe, pero tuvo siempre una actitud crítica con los que usaban al Evangelio y demostraban actitudes hipócritas.  Con el sacerdote Eugenio Guasta desarrolló una profunda amistad que también se coronó con un intercambio epistolar que abarca el período de 1960 a 1976.  Cuenta Guasta que conoció a María Rosa Oliver en Villa Victoria, en San Isidro, durante un cóctel que Victoria Ocampo le ofreció a una nuera de Lady Astor (Nancy Witcher Langhorne, Vizcondesa Astor, primera mujer en ocupar un escaño en el parlamento británico). “Yo me fui a Europa en el 69. Pero antes de irme, en el 67 o 68, apareció una encíclica de Paulo VI, Populorum Progresi, que era un logro progresista en esa época”, cuenta el párroco.  El religioso agrega que cuando volvió de Europa “en enero de 1977, a los pocos días fui a visitarla a aquella casa (se refiere a la casa de playa en Las Toninas). Estuve cuatro o cinco días. Estaba muy preocupada por la situación del país. Pero a pesar de su ideología, había vuelto sobre los Evangelios”.

“Es cierto que mi amiga redescubrió el Evangelio, pero no a la manera de una conversión. Era una forma de seguir peleando contra las injusticias sociales. Su marxismo era tan heterodoxo como su cristianismo”.





“Ella redescubrió lo que siempre vivió, un seguimiento del evangelio. Su idea-fuerza era la lucha contra la injusticia, pero fue muy crítica con la situación política que sucedía bajo el estalinismo”, descubre el sacerdote.

Guasta aclara que ella  "jamás fue miembro del PCA. Aunque por cierto, ganó el premio Lenín de la Paz. Y antes que ella lo había ganado Danilo Dolce, que también promovía la no violencia", asegura el sacerdote.

“María Rosa falleció en abril de ese mismo año. Fue un golpe muy duro. Pensé en volver a Europa. En Roma sabíamos más de la situación argentina de lo que sabían acá. Finalmente me quedé", concluyó.

María Rosa Oliver publicó tres tomos de memorias: Mundo, mi casa (1965), La vida cotidiana (1969) y Mi fe es el hombre (1981) que cumbre el período que comienza en 1936 y se extiende hasta los años 70. La autora expresa en el final del prólogo, fechado en Las Toninas, febrero de 1977: “Es mentira que el mundo no cambia. Basta con recordar nuestra vida para certificar lo contrario. Pero la transformación moral del hombre es ínfima si se la compara con la del mundo que en esfuerzo colectivo, él va transformando. Esta perogrullada no es obvia para todos. No lo es para quienes se emboban con el progreso material únicamente o se aprovechan de una liberación en las costumbres que no se debe a lo que piensan y actúan como ellos. Para quienes señalar la injusticia y denunciar el desvalimiento es tendencioso, para quienes censurar la opresión y combatir las desigualdades es hacer propaganda, para quienes los escritores han de limitarse a deleitar con su estilo.

Para quienes, en fin, los seres humanos sólo tienen el derecho de nacer y morir”.