"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

lunes, 4 de febrero de 2013


ABANICO LATINOAMERICANO

MARÍA CAROLINA GEEN: UNA ESCRITORA QUE MATA.





Estamos en pleno auge de la literatura policial. Son etapas, ciclos en donde el lector pareciera necesitar del morbo y del misterio, momentos en que la sociedad consume cierto tipo de lectura que barniza la piel con gotas de sangre o sacude la mente con algún comportamiento psicopático al que se le da crédito porque en definitiva es un texto armado para despertar el ego de algún investigador frustrado. Aparecen las teorías jurídicas, el entramado carcelario, los códigos urbanos y esa marcada observación que define al género, donde el análisis y la deducción lógica lo llevan al lector al juego delirante que procura descubrir quien es el autor del delito y sus móviles.

Enrique Anderson Imbert decía que en el cuento policial “al rompecabezas le falta una pieza”. En la literatura policial, la investigación nunca falla, el detective triunfa. Por eso las novelas detectivescas no pueden encontrar crímenes perfectos: ya que al describirlos se pierde la magia. En la vida, en cambio, la investigación policial suele fracasar. Hay millones de homicidios que han quedado en la oscuridad.

El relato policial nace como una expresión de este enfrentamiento y, al mismo tiempo, como consecuencia de una realidad histórica: la formación de grandes ciudades y el deseo y búsqueda de justicia. Ingresan así, en la literatura, nuevos personajes y ambientes que son netamente urbanos, entre ellos la policía y los cuerpos de seguridad, que se organizaron sistemáticamente a principios del siglo XIX favorecido por la investigación científica. Lo policial, una especie muy heterogénea, se alimenta de fantasía, crímenes, fugas, búsquedas y persecuciones y, por sobre todo, plantea un enigma que debe ser resuelto por la lógica.

Durante la década de 1920 surgió en Estados Unidos una nueva variedad de historia policíaca difundida a través de las revistas de la época: el thriller. Esta nueva corriente se propuso derribar las barreras que separaban la ficción detectivesca de otros géneros populares, como la intriga y los relatos de espías. Entre los más destacados autores estadounidenses figuran Dashiell Hammett, creador de Nick Charles y Sam Spade, y Raymond Chandler, creador de Philip Marlowe, uno de los detectives más populares del siglo XX.

Muchas obras de ambos escritores han sido llevadas al cine con gran éxito. Los detectives más famosos de la tradición policíaca estadounidense son tipos duros que trabajan más por dinero que por diversión. Si bien estas historias respetan todas las reglas clásicas del género, el énfasis se pone más en la acción, y la intriga pasa a ocupar una posición secundaria.

A partir de 1950 esta tendencia da paso a la novela de procedimiento policial, basada en el modus operandi de los detectives reales para resolver sus crímenes. La diferencia con la tradición anterior estriba en que el lector no encuentra aquí héroes, sino hombres falibles de carne y hueso especialmente entrenados para el desarrollo de su oficio.
La narrativa policial argentina ha sido innovadora, ya que no se ha limitado a imitar, y menos a repetir, sino que ha sabido incorporar elementos propios.

En este sentido jugó un importante papel la revista VEA Y LEA que apareció durante unos quince años: esa revista organizó varios concursos de cuentos policiales y en cada número quincenal publicaba uno de ellos. Según las normas del concurso, la acción de los cuentos debía transcurrir en territorio argentino. Por lo tanto, los personajes, conflictos, situaciones, y ambientes también lo eran. Esta norma impuso que los autores de cuentos en su inicio y luego de novelas adaptaran al género policial clásico a las costumbres y al pensamiento argentino de la época. Entre los aportes originales podemos mencionar el humor, la reconversión del detective tradicional que es suplantado por un comisario o inspector nada solemne que rinde culto al sentido común y que se apoya para sus investigaciones en la experiencia y en el conocimiento del medio donde le toca actuar. Desconfía del saber "ofinesco" y "libresco" y se guía para su investigación no tanto en teorías, sino en el conocimiento de los recovecos del alma humana. En muchos casos, el medio y los personajes involucrados pueden ser rurales y no siempre urbanos como en la literatura policíaca clásica.


En la Argentina se destacan los siguientes escritores de novela o cuento policial: Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, María Angélica Bosco, Manuel Peyrou, Marco Denevi, Abel Mateo, para dar sólo algunos nombres.


La larga historia del policial, resume Vicente Battista, comienza sobre el final del siglo XIX con la aparición de LAS HUELLAS DEL CRIMEN, de Raúl Waleis, aquel primer texto que, dice: “da a la Argentina el orgullo de ser el primer país en lengua española que publica una novela policial”. Una llama encendida en 1877 que permanecería ardiendo en las antorchas de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Leonardo Castellani, María Angélica Bosco y Rodolfo Walsh, acaso un pequeño puñado de los que cultivaron aquel género con rasgos clásicos; y, aunque con una impronta más marcada del policial negro norteamericano, en autores como Juan Sasturain, Juan Carlos Martini, Ricardo Piglia, Carlos Balmaceda, Rubén Tizziani, Ernesto Mallo, Guillermo Orsi, Guillermo Martínez y Claudia Piñeiro, entre muchos, muchísimos otros. Porque, como coinciden los autores consultados, son pocos los escritores que no han incursionado con mayor o menos énfasis en el policial.

 Una buena novela policial es una buena novela a secas”, sentencia Pablo de Santis y ese “a secas” queda vibrando en el largo silencio en el que se sume el escritor. “El policial ha invadido totalmente la literatura. Está presente en la mayoría de los libros. Hay novelas que no son específicamente del género, ya no hay colecciones de policiales, pero el policial atrapó a todos los géneros. La idea de contar una historia que tiene relación con otro relato oculto es algo que está en nuestro inconsciente narrativo”, había dicho poco antes.

Con eso acuerda Guillermo Martínez y se mete de lleno en el policial argentino: “En la literatura argentina el policial tiene un rango curioso porque no está condenado a priori, como ocurre en otras literaturas en las que los títulos del género van directamente a los anaqueles de la subliteratura. Creo que gracias al trabajo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, a la gran selección de novelas que hicieron en la colección del Séptimo Círculo entre el gran cúmulo de policiales de la época, muchos autores argentinos, si no todos, han escrito alguna novela que toca lo policial o es estrictamente policial. Es un género muy estudiado, frecuentado y con un prestigio literario construido a partir de relatos canónicos como LA MUERTE Y LA BRÚJULA, de Borges, o ROSAURA A LAS DIEZ, de Denevi. Estos autores mostraron que se puede hacer gran literatura con un pie, casi una excusa, en lo policial”, sopesa el autor de CRÍMENES IMPERCEPTIBLES y apunta nombres a esa nutrida lista de autores que se aventuraron en el género a lo largo las generaciones. “Siempre hubo un costado plebeyo pero con cierto prestigio académico ligado a lo policial en la literatura argentina”, comenta.

“Yo distinguiría un par de cuestiones –explica Jorge Lafforgue– por un lado hay un grupo de narradores que se asumen como escritores de policiales, y en cuyas obras los signos del policial son claros, y otro sector de escritores que me interesan porque marcan un camino tal vez distinto. Los primeros son los más conocidos: Pablo de Santis, Claudia Piñeiro, Guillermo Martínez, Leandro Oyola. Ahí puedo decir que encuentro textos muy buenos pero que me remiten al pasado. Vamos a poner un caso clave: hay un escritor, Diego Grillo Trubba, que tiene unos volúmenes de novela policial histórica CRÍMENES COLONIALES. A mí me parece que son construcciones que denotan una muy fuerte investigación histórica, una recreación de época y una trama policial interesante y bien resuelta. Pero no me parece que sean novedosos, salvo en el sentido de que sí establecen un relato policial que tiene que ver con el pasado histórico, cosa que no tiene precedentes. Pero eso es sólo en términos temáticos y no términos de procedimientos”, puntualiza el editor y señala también las novelas de Claudia Piñeiro, LAS VIUDAS DE LOS JUEVES, BETIBÚ que, dice, introducen una temática que es nueva, la de los barrios cerrados, pero que en términos generales se inscriben claramente en la historia del policial. “Descubren nuevos ámbitos narrativos e introducen algunos procedimientos novedosos pero son claramente clasificables”, dice Lafforgue.

Es indudable, que hablar de novela policial es adentrarse en el conocimiento de un género apasionante.
¿Quién no ha perdido el sueño tratando de alcanzar el final incierto de una novela de este género? ¿Quién no quedo sorprendido o indignado con un final inesperado? O continuo pensando en ella muchos días después de haber terminado el libro?

Bueno, esta es la intencionalidad del género, que a través de reflejar la más cruel realidad o despertar la más desopilante muestra de fantasías penetran en el pensamiento humano con deseos de devorar su contenido.

Es tal vez el que más convoca lectores y a su vez, para muchos, el único para acercarlos al extraordinario habito de la lectura.


¿Pero que sucede cuando en autor es el verdadero protagonista? Hay muchos ejemplos, mucha tinta ensangrentada que confunde ficción y realidad. Nos detenemos es una escritora chilena que no tuvo el debido reconocimiento y que desde este espacio queremos rescatar. Hablamos de Georgina Silva Jiménez (1913-1996), conocida como María Carolina Geel, que fue catalogada como una mujer controvertida tanto por su literatura, como por protagonizar uno de los crímenes pasionales más conocidos de la época, consumado en el Hotel Crillón. La crónica periodística exudaba calificativos de todo tipo ante un hecho que parecía casi cinematográfico:





FAMOSA ESCRITORA ACRIBILLÓ A SU AMANTE EN EL ARISTOCRÁTICO HOTEL CRILLÓN.

Llevaba 8 años como amante del cronista deportivo. Cuando supo la verdad, metió un arma en su cartera y lo buscó hasta matarlo
El desaparecido Hotel Crillón es ahora una gran multitienda Ripley en pleno centro de Santiago.
Anclado en Agustinas con Ahumada, el edificio fue construido en 1919 como residencia de la familia Larraín García Moreno. Después se convirtió en el Hotel Savoy.
A comienzos de los '30 adoptó el nombre que lo convirtió en uno de los epicentros sociales del siglo XX y competencia del Carrera.
En sus lujosos dormitorios pernoctaron estrellas del celuloide como Gary Cooper y Clark Gable.
Era punto obligado para bohemios, políticos, escritores y hombres de negocios.
Joaquín Edwards Bello se inspiró en él para redactar su novela "La chica del Crillón".
Pero el 14 de abril de 1955 una despechada escritora inscribió para siempre al lujoso salón de té, con capacidad para 600 personas, en la crónica roja.
María Carolina Geel, seudónimo de Georgina Silva Jiménez (46), era hacía ocho temporadas la amante del cronista deportivo y funcionario de la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, Roberto Pumarino Valenzuela (32).

Traición

Ella estaba profundamente enamorada de él, hasta que se enteró de una verdad que le rompería el corazón y la razón: Roberto había decidido casarse con otra, luego de cumplir dos meses de viudez.
Fuera de sí, guardó su arma en la cartera y dirigió sus pasos tras el "traidor".
Lo encontró en una de las mesas, bebiendo un café y leyendo el diario.
La sala estaba atestada de clientes.
Tras encararlo, cegada por los celos, extrajo la pistola Browning que teñiría de sangre las finísimas alfombras del recinto.
Le descerrajó cinco tiros a quemarropa. Cuatro lo impactaron mortalmente.
El pánico se apoderó de los comensales, que corrieron despavoridos.
Según los testigos, María se abalanzó sobre Roberto moribundo, lo besó y dijo a viva voz: "Era lo que más amaba en la Tierra".
Como petrificada, esperó que la policía la detuviera en el sitio del suceso.
Gracias a las presiones que ejercieron sus amigos influyentes, fue condenada por homicidio, en un rápido juicio, a la exigua pena de tres años de presidio.
Pasó sólo un año en la cárcel, ya que, gracias a la mediación de la destacada poetisa Gabriela Mistral, obtuvo el indulto presidencial.
Una vez que abandonó la cárcel siguió con su carrera literaria.
Su pluma no descansó hasta 1996, cuando la muerte le dio la paz que en vida no encontró jamás. Manuel Torres Abarzúa 


Es interesante reflexionar cuando se analiza la historia de dos narradoras que pasaron por una situación de enorme similitud. No se trata de ninguna metáfora, aunque por cierto, deben de haber muchas escritoras que matan con una sola palabra. Sin embargo, en este caso, nos referimos a escritoras que empuñaron una pistola y la descargaron con rabia sobre los cuerpos de sus amantes. Se trata de dos autoras chilenas que, no obstante estar vinculadas con historias que fueron el delirio de la crónica roja de su época, sus propias obras trascendieron esa vorágine de sangre relegando estos hechos a un segundo plano. La primera es una autora importante pero ceñida  al territorio; la segunda es una de las narradoras más interesantes de América Latina. Nos referimos a María Carolina Geel y María Luisa Bombal.

Empecemos por la que erró el tiro. María Luisa Bombal, autora de dos novelas bellísimas, LA AMORTAJADA y LA ÚLTIMA NIEBLA, quien descargó ocho balas sobre el cuerpo fornido de Eulogio Sánchez, ingeniero y acaudalado miliciano republicano, pionero de la aviación civil, con quien había vivido un romance apasionado y posesivo, ocho años antes.Él era casado y no cumplió con las siempre clásicas y falsas promesas de divorcio. En el momento que realizó el disparo, el 27 de enero de 1941 a la salida del Hotel Crillón de Santiago, María Luisa se encontraba en una situación de desesperación, pues su prometido, el médico argentino Carlos Magnani, la había dejado plantada para casarse con otra. Bombal, en un proceso extraño de desplazamiento, descargó su contenida agresividad contra el primer hombre que no le había correspondido. Sánchez no murió ni levantó cargos en su contra y María Luisa, con una irresponsabilidad casi infantil, comentó: "al matarlo a él quería matar mi mala suerte"."Me arruinó la vida, pero nunca lo pude olvidar" afirmó María Luisa sobre su relación con Eulogio años más tarde.

Sus últimos años los pasó en la casa de reposo de Héctor Pecht. Sumida en el alcohol, visitaba constantemente el hospital afectada por la permanente crisis hepática. María Luisa Bombal falleció el 6 de mayo de 1980 en la ciudad de Santiago de Chile, víctima de una hemorragia digestiva masiva.

La historia de María Carolina Geel es más cruel aunque llena de los mismos lugares comunes. Ella no falló el tiro y fue procesada por asesinato. Sin embargo, apenas pasó año y medio en la cárcel: Gabriela Mistral y casi toda la "ciudad letrada" chilena rogaron al presidente Ibáñez del Campo por un indulto. Durante su paso por la prisión, Geel escribió la novela CÁRCEL DE MUJERES. Los hechos imputados a Geel constituyen el tópico de todo crimen pasional, la extraña coincidencia con Bombal es que ambos suceden en el mismo escenario: el super exclusivo Hotel Crillón. Apenas terminaron el servicio de te de las cinco de la tarde del 16 de abril de 1955 y mientras Roberto Pumarino pagaba la cuenta, María Carolina sacó un revólver Baby de su cartera y descargó cinco balas a quemarropa. Habían discutido fuertemente minutos antes, aunque siempre, en voz baja. La última caricia fue de María Carolina: un beso tenue sobre los labios. Inmediatamente llegó la policía y, por supuesto, la arrestan. Una foto de la escena del crimen muestra a Geel elegantísima, con un abrigo de corte perfecto y cuello volteado, y la mirada perdida en el vacío. Luego de su paso por la cárcel y la publicación de la novela que es una visión descarnada sobre la vida de las reclusas más que una confesión de parte, se reinserta en el complejo mundo literario chileno. Geel como Bombal mueren algo olvidadas, tanto por los críticos como por los cronistas rojos, la primera agenciándose algo de dinero con algunas reseñas en El Mercurio y la segunda de una pensión exigua que le concedió Augusto Pinochet.

El libro más famoso que escribió María Carolina Geel fue, precisamente, CÁRCEL DE MUJERES, publicado en 1956 por editorial Zig-Zag.

La obra narra sus experiencias durante su año de encierro.

"Escriba, cuente, diga simplemente lo que sepa; porque aunque se trate de usted misma, usted no lo sabe todo", le sugirió el crítico literario Hernán Día Arrieta  “Alone” en el prólogo del texto.
Y así lo hizo. Por ejemplo, relató con lujo de detalles los fogosos encuentros sexuales entre las internas, los dramas y la rutina diaria tras las rejas.

Las historias provocaron estupor en la sociedad de la época. Nunca se había redactado algo así.

Geel, taquígrafa de la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, se inició en las letras en 1946, con la novela EL MUNDO DORMIDO DE YENIA, cuyos personajes muestran un inconmensurable mundo interior.

Siguió con EXTRAÑO ESTÍO, de 1947, un relato sobre una Eva separada. Luego publicó SOÑABA Y AMABA EL ADOLESCENTE PERCES, en 1949, SIETE ESCRITORAS CHILENAS, también en 1949, EL PEQUEÑO ARQUITECTO, en 1956 y HUÍDA, en 1961.

Posteriormente incursionó en la crítica literaria. Sus textos fueron publicados en diarios y revistas, como Crónica, El Mercurio, la revista Atenea y el semanario PEC (Política, Estudios y Cultura).

Con el favor de doña Gabriela

"Respetuosamente suplicamos a V.E. indulto cabal para María Carolina Geel que deseamos las mujeres hispanoamericanas. Será ésta una gracia inolvidable para todas nosotras".

Con estas palabras, la escritora Gabriela Mistral, amiga de la asesina, le ablandó el corazón al Presidente Carlos Ibáñez del Campo.

Escribió la solicitud el 14 de septiembre de 1956, mientras ejercía su cargo de cónsul en Nueva York.

El Mandatario respondió rápidamente a la misiva: "Es de enorme magnitud lo que Gabriela Mistral ha realizado por Chile, por lo que sería incomprensible que el Presidente de la República no escuchase una súplica nacida del corazón de nuestra gran escritora. Considere, pues, desde ya indultada a María Carolina Geel. Con la cordialidad y admiración de siempre le saluda su amigo y Presidente, para quien ha sido gratísimo el poder aceptar esta petición tan humana y emotiva".




CÁRCEL DE MUJERES escrito en 1956 se constituyó en el estandarte de una literatura testimonial narrada en carne viva por una mujer que desafió a su destino, que actuó por impulso, que pagó en el presidio su cuota de amor y que dejó para las nuevas generaciones un documento único. No parece enriquecedor el pasaje del texto que habla sobre su decisión traumática:

“Cuando iba a partir, tuve la penetrante intuición de “algo”. Pensé que no regresaría. Guardé el arma en el bolsillo y escribí un papel, dejando una suma de dólares a determinada persona. Hubo un momento en que busqué cierto ridículo ante mí misma e intenté ampararme en él, pero al pensarlo y reconocer la profunda fatiga de mi ánimo, la certeza de que jamás, pese a haber vivido tanto, hallé un ser íntegro y fuerte y de que mi propia jornada fue una sola frustración, una disonancia, vi que yo estaba soportando unos días aciagos que no llegaría a resistir más. Frente a ello el ridículo era una pobre cosa que no se sostenía a sí mismo. Y no me salvó. Y allí, y llegué allí, y ante aquellos ojos vagos el acto monstruoso estalló de mi ser y todo se precipitó, consumado. Para siempre. ¿Quién comprenderá? Para siempre.

Si puse un arma en el bolsillo, si cuando me dirigía hacia allá, por el camino me asaltó la ansiedad de que no vería nunca más el hondo verde de la naturaleza, el aire azul, las viviendas de los hombres y dije a aquel chofer que fuese más lento, ¿iba yo ciertamente al encuentro de mi muerte? La libertad de morir había sido cultivada, meditada por mí desde muchos “estados”, es decir, era ella la reserva delicada de las tristezas que trajeron los años, el acto simple de una soledad impenitente, la decisión justa que resultada de una incapacidad casi patológica de estar entre los seres, la meta natural de esa grave y constante angustia de no servir para nada ni para nadie ¿Iba pues, hacia el fin? Si iba, ¿Qué transmutación animal degeneró mi voluntad? Quizás hay climas morales que al saturar inficionan, y yo recuerdo mucho que el transcurrir de esas horas, de esos días, era denso, atribulado y estaba como regido por las leyes mudas de la muerte.

A menudo yo me sorprendo ensimismada, de pie, en el centro del cuarto, igual que muchos, seguramente, antes que yo; igual que hoy mismo muchos otros en las cárceles del mundo”.


El libro no pasa por el espacio previsible de la confesión y el arrepentimiento para llegar al perdón por su falta. De hecho el texto evade de manera sistemática la palabra “asesinato”. Se trata más bien de instalar el poder de la escritura como arma y estrategia para obtener un determinado salvamento social. Pero más allá de las estrategias textuales, la cárcel constituye un lugar de iniciación para la narradora. Iniciación múltiple y compleja, pues la protagonista, escindida, experimenta la cárcel como materia de escritura, a partir de su observación de las demás, y su posición social – ella estaba en una sección especial del reclusatorio, el pensionado- puede escoger, a su vez, la autoexclusión que le permite aislarse de la convivencia diaria con las otras prisioneras. Habita así una cárcel dentro de la cárcel y este juego de reclusiones le permite una ficción del encierro que resulta más afín a la experiencia conventual que a la realidad carcelaria.

María Carolina también atraviesa la problemática de la vida de las internas y lo hace de una manera valiente porque su texto sin ataduras prejuiciosas surge como un río de emociones contenidas. El tema de la sexualidad invocado por la narradora aparece caracterizado en el marco de una degradación ligada a lo corporal, desde luego que esta degradación está unida a la sexualidad, una sexualidad que constituye la real iniciación de la protagonista en la cárcel. La homosexualidad recorre los cuerpos de las prisioneras y sumerge a la protagonista en la angustia de este nuevo saber. A pesar de que se entiende el lesbianismo no como una opción, sino en tanto perversión que otorga una especie de sobrevivencia afectiva frente a la realidad carcelaria.

Así, CÁRCEL DE MUJERES, es el resultado de una experiencia radical. Pero es también una operación designada a escamotear las aristas que la narradora desea sortear. Sin embargo, la escritura como práctica que se caracteriza por la ambigüedad que portan sus signos deja entrever, con relativa facilidad, las fragilidades en la construcción del relato que emprende. Allí se filtra la dirección de un ojo voyerista que, en el centro de la descalificación, deja transcribir la dimensión del deseo del encuentro con esa mujer que le resulta despreciable, porque, quizás, es su propio deseo homosexual lo que desprecia y por eso se encarniza no con la legitimidad de la diferencia, sino en el relato de una obstinada desigualdad.