ABANICO LATINOAMERICANO
Estamos en pleno auge de la literatura policial. Son etapas,
ciclos en donde el lector pareciera necesitar del morbo y del misterio,
momentos en que la sociedad consume cierto tipo de lectura que barniza la piel
con gotas de sangre o sacude la mente con algún comportamiento psicopático al
que se le da crédito porque en definitiva es un texto armado para despertar el
ego de algún investigador frustrado. Aparecen las teorías jurídicas, el
entramado carcelario, los códigos urbanos y esa marcada observación que define
al género, donde el análisis y la deducción lógica lo llevan al lector al juego
delirante que procura descubrir quien es el autor del delito y sus móviles.
Enrique Anderson Imbert decía que en el cuento policial “al
rompecabezas le falta una pieza”.
En la literatura policial, la investigación
nunca falla, el detective triunfa. Por eso las novelas detectivescas no pueden
encontrar crímenes perfectos: ya que al describirlos se pierde la magia. En la
vida, en cambio,
la investigación
policial suele fracasar. Hay millones de homicidios
que han quedado en la oscuridad.
El relato policial nace como una expresión de este enfrentamiento y, al mismo tiempo, como consecuencia de una realidad histórica: la formación de grandes ciudades y el deseo y búsqueda de justicia. Ingresan así, en la literatura, nuevos personajes y ambientes que son netamente urbanos, entre ellos la policía y los cuerpos de seguridad, que se organizaron sistemáticamente a principios del siglo XIX favorecido por la investigación científica. Lo policial, una especie muy heterogénea, se alimenta de fantasía, crímenes, fugas, búsquedas y persecuciones y, por sobre todo, plantea un enigma que debe ser resuelto por la lógica.
El relato policial nace como una expresión de este enfrentamiento y, al mismo tiempo, como consecuencia de una realidad histórica: la formación de grandes ciudades y el deseo y búsqueda de justicia. Ingresan así, en la literatura, nuevos personajes y ambientes que son netamente urbanos, entre ellos la policía y los cuerpos de seguridad, que se organizaron sistemáticamente a principios del siglo XIX favorecido por la investigación científica. Lo policial, una especie muy heterogénea, se alimenta de fantasía, crímenes, fugas, búsquedas y persecuciones y, por sobre todo, plantea un enigma que debe ser resuelto por la lógica.
Durante la década de 1920 surgió en Estados Unidos
una nueva variedad de historia policíaca difundida a través de las revistas de
la época: el thriller. Esta nueva corriente se propuso derribar las barreras
que separaban la ficción detectivesca de otros géneros populares, como la
intriga y los relatos de espías. Entre los más destacados autores
estadounidenses figuran Dashiell Hammett, creador de Nick Charles y Sam Spade,
y Raymond Chandler, creador de Philip Marlowe, uno de los detectives más
populares del siglo XX.
Muchas obras de ambos escritores han sido
llevadas al cine con gran éxito.
Los detectives más famosos de la tradición policíaca estadounidense son tipos
duros que trabajan más por dinero
que por diversión. Si bien estas historias respetan todas las reglas clásicas
del género, el énfasis se pone más en la acción,
y la intriga pasa a ocupar una posición secundaria.
A partir de 1950 esta tendencia da paso a la novela de procedimiento policial, basada en el modus operandi de los detectives reales para resolver sus crímenes. La diferencia con la tradición anterior estriba en que el lector no encuentra aquí héroes, sino hombres falibles de carne y hueso especialmente entrenados para el desarrollo de su oficio.
A partir de 1950 esta tendencia da paso a la novela de procedimiento policial, basada en el modus operandi de los detectives reales para resolver sus crímenes. La diferencia con la tradición anterior estriba en que el lector no encuentra aquí héroes, sino hombres falibles de carne y hueso especialmente entrenados para el desarrollo de su oficio.
La narrativa policial argentina ha sido
innovadora, ya que no se ha limitado a imitar, y menos a repetir, sino que ha
sabido incorporar elementos propios.
En este sentido jugó un importante papel la revista VEA Y LEA que apareció durante unos quince años: esa revista organizó varios concursos de cuentos policiales y en cada número quincenal publicaba uno de ellos. Según las normas del concurso, la acción de los cuentos debía transcurrir en territorio argentino. Por lo tanto, los personajes, conflictos, situaciones, y ambientes también lo eran. Esta norma impuso que los autores de cuentos en su inicio y luego de novelas adaptaran al género policial clásico a las costumbres y al pensamiento argentino de la época. Entre los aportes originales podemos mencionar el humor, la reconversión del detective tradicional que es suplantado por un comisario o inspector nada solemne que rinde culto al sentido común y que se apoya para sus investigaciones en la experiencia y en el conocimiento del medio donde le toca actuar. Desconfía del saber "ofinesco" y "libresco" y se guía para su investigación no tanto en teorías, sino en el conocimiento de los recovecos del alma humana. En muchos casos, el medio y los personajes involucrados pueden ser rurales y no siempre urbanos como en la literatura policíaca clásica.
En la Argentina se destacan los siguientes escritores de novela o cuento policial: Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, María Angélica Bosco, Manuel Peyrou, Marco Denevi, Abel Mateo, para dar sólo algunos nombres.
La larga historia del
policial, resume Vicente Battista, comienza sobre el final del siglo XIX con la
aparición de LAS HUELLAS DEL CRIMEN, de Raúl Waleis, aquel primer
texto que, dice: “da a la Argentina el orgullo de ser el primer país en lengua
española que publica una novela policial”. Una llama encendida en 1877 que
permanecería ardiendo en las antorchas de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Leonardo Castellani,
María Angélica Bosco y Rodolfo Walsh, acaso un pequeño puñado de los que
cultivaron aquel género con rasgos clásicos; y, aunque con una impronta más
marcada del policial negro norteamericano, en autores como Juan Sasturain, Juan
Carlos Martini, Ricardo Piglia, Carlos Balmaceda, Rubén Tizziani, Ernesto Mallo, Guillermo Orsi, Guillermo Martínez y Claudia Piñeiro, entre muchos, muchísimos
otros. Porque, como coinciden los autores consultados, son pocos los escritores
que no han incursionado con mayor o menos énfasis en el policial.
Una buena novela policial es una buena novela a
secas”, sentencia Pablo de Santis y ese “a secas” queda vibrando en el largo
silencio en el que se sume el escritor. “El policial ha invadido totalmente la
literatura. Está presente en la mayoría de los libros. Hay novelas que no son
específicamente del género, ya no hay colecciones de policiales, pero el
policial atrapó a todos los géneros. La idea de contar una historia que tiene
relación con otro relato oculto es algo que está en nuestro inconsciente
narrativo”, había dicho poco antes.
Con eso acuerda
Guillermo Martínez y se mete de lleno en el policial argentino: “En la
literatura argentina el policial tiene un rango curioso porque no está
condenado a priori, como
ocurre en otras literaturas en las que los títulos del género van directamente
a los anaqueles de la subliteratura. Creo que gracias al trabajo de Jorge Luis
Borges y Adolfo Bioy Casares, a la gran selección de novelas que hicieron en la
colección del Séptimo Círculo entre
el gran cúmulo de policiales de la época, muchos autores argentinos, si no
todos, han escrito alguna novela que toca lo policial o es estrictamente
policial. Es un género muy estudiado, frecuentado y con un prestigio literario
construido a partir de relatos canónicos como LA MUERTE Y LA BRÚJULA, de Borges, o ROSAURA A
LAS DIEZ, de Denevi. Estos autores mostraron que se puede
hacer gran literatura con un pie, casi una excusa, en lo policial”, sopesa el
autor de CRÍMENES IMPERCEPTIBLES y apunta nombres a esa nutrida lista
de autores que se aventuraron en el género a lo largo las generaciones.
“Siempre hubo un costado plebeyo pero con cierto prestigio académico ligado a
lo policial en la literatura argentina”, comenta.
“Yo distinguiría un par
de cuestiones –explica Jorge Lafforgue– por un lado hay un grupo de narradores
que se asumen como escritores de policiales, y en cuyas obras los signos del
policial son claros, y otro sector de escritores que me interesan porque marcan
un camino tal vez distinto. Los primeros son los más conocidos: Pablo de
Santis, Claudia Piñeiro, Guillermo Martínez, Leandro Oyola. Ahí puedo decir que
encuentro textos muy buenos pero que me remiten al pasado. Vamos a poner un
caso clave: hay un escritor, Diego Grillo Trubba, que tiene unos volúmenes de
novela policial histórica CRÍMENES COLONIALES. A mí me parece que son
construcciones que denotan una muy fuerte investigación histórica, una
recreación de época y una trama policial interesante y bien resuelta. Pero no
me parece que sean novedosos, salvo en el sentido de que sí establecen un
relato policial que tiene que ver con el pasado histórico, cosa que no tiene
precedentes. Pero eso es sólo en términos temáticos y no términos de
procedimientos”, puntualiza el editor y señala también las novelas de Claudia
Piñeiro, LAS VIUDAS DE LOS JUEVES, BETIBÚ que, dice,
introducen una temática que es nueva, la de los barrios cerrados, pero que en
términos generales se inscriben claramente en la historia del policial.
“Descubren nuevos ámbitos narrativos e introducen algunos procedimientos
novedosos pero son claramente clasificables”, dice Lafforgue.
Es indudable, que hablar de novela
policial es adentrarse en el conocimiento de un género apasionante.
¿Quién no ha perdido el sueño tratando de
alcanzar el final incierto de una novela de este género? ¿Quién no quedo
sorprendido o indignado con un final inesperado? O continuo pensando en ella
muchos días después de haber terminado el libro?
Bueno, esta es la intencionalidad del
género, que a través de reflejar la más cruel realidad o despertar la más
desopilante muestra
de fantasías penetran en el pensamiento humano con deseos de devorar su
contenido.
Es tal vez el que más convoca lectores y a su vez, para muchos, el único para acercarlos al extraordinario habito de la lectura.
Es tal vez el que más convoca lectores y a su vez, para muchos, el único para acercarlos al extraordinario habito de la lectura.
¿Pero que sucede cuando en autor es el
verdadero protagonista? Hay muchos ejemplos, mucha tinta ensangrentada que
confunde ficción y realidad. Nos detenemos es una escritora chilena que no tuvo
el debido reconocimiento y que desde este espacio queremos rescatar. Hablamos
de Georgina Silva Jiménez (1913-1996), conocida como María Carolina Geel, que fue catalogada como una mujer
controvertida tanto por su literatura, como por protagonizar uno de los
crímenes pasionales más conocidos de la época, consumado en el Hotel Crillón.
La crónica periodística exudaba calificativos de todo tipo ante un hecho que
parecía casi cinematográfico:
FAMOSA ESCRITORA
ACRIBILLÓ A SU AMANTE EN EL ARISTOCRÁTICO HOTEL CRILLÓN.
Llevaba 8 años como
amante del cronista deportivo. Cuando supo la verdad, metió un arma en su
cartera y lo buscó hasta matarlo
El desaparecido Hotel Crillón es ahora una gran
multitienda Ripley en pleno centro de Santiago.
Anclado en Agustinas con Ahumada, el edificio fue construido
en 1919 como residencia de la familia Larraín García Moreno. Después se
convirtió en el Hotel Savoy.
A comienzos de los '30 adoptó el nombre que lo convirtió en
uno de los epicentros sociales del siglo XX y competencia del Carrera.
En sus lujosos dormitorios pernoctaron estrellas del
celuloide como Gary Cooper y Clark Gable.
Era punto obligado para bohemios, políticos, escritores y
hombres de negocios.
Joaquín Edwards Bello se inspiró en él para redactar su
novela "La chica del Crillón".
Pero el 14 de abril de 1955 una despechada escritora
inscribió para siempre al lujoso salón de té, con capacidad para 600 personas,
en la crónica roja.
María Carolina Geel, seudónimo de Georgina Silva Jiménez
(46), era hacía ocho temporadas la amante del cronista deportivo y funcionario
de la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, Roberto Pumarino Valenzuela
(32).
Traición
Ella estaba profundamente enamorada de él, hasta
que se enteró de una verdad que le rompería el corazón y la razón: Roberto
había decidido casarse con otra, luego de cumplir dos meses de viudez.
Fuera de sí, guardó su arma en la cartera y dirigió sus pasos
tras el "traidor".
Lo encontró en una de las mesas, bebiendo un café y leyendo
el diario.
La sala estaba atestada de clientes.
Tras encararlo, cegada por los celos, extrajo la pistola
Browning que teñiría de sangre las finísimas alfombras del recinto.
Le descerrajó cinco tiros a quemarropa. Cuatro lo impactaron
mortalmente.
El pánico se apoderó de los comensales, que corrieron
despavoridos.
Según los testigos, María se abalanzó sobre Roberto
moribundo, lo besó y dijo a viva voz: "Era lo que más amaba en la
Tierra".
Como petrificada, esperó que la policía la detuviera en el
sitio del suceso.
Gracias a las presiones que ejercieron sus amigos
influyentes, fue condenada por homicidio, en un rápido juicio, a la exigua pena
de tres años de presidio.
Pasó sólo un año en la cárcel, ya que, gracias a la mediación
de la destacada poetisa Gabriela Mistral, obtuvo el indulto presidencial.
Una vez que abandonó la cárcel siguió con su carrera
literaria.
Su pluma no descansó hasta 1996, cuando la muerte
le dio la paz que en vida no encontró jamás. Manuel Torres Abarzúa
Es interesante reflexionar cuando se
analiza la historia de dos narradoras que pasaron por una situación de enorme
similitud. No se trata de ninguna metáfora, aunque por cierto, deben de haber
muchas escritoras que matan con una sola palabra. Sin embargo, en este caso, nos referimos a escritoras que empuñaron una pistola y la descargaron con rabia sobre
los cuerpos de sus amantes. Se trata de dos autoras chilenas que, no obstante
estar vinculadas con historias que fueron el delirio de la crónica roja de su
época, sus propias obras trascendieron esa vorágine de sangre relegando estos
hechos a un segundo plano. La primera es una autora importante pero ceñida al territorio; la segunda es una de las
narradoras más interesantes de América Latina. Nos referimos a María Carolina Geel
y María Luisa Bombal.
Empecemos
por la que erró el tiro. María Luisa Bombal, autora de dos novelas bellísimas, LA AMORTAJADA y LA ÚLTIMA NIEBLA, quien descargó ocho balas sobre el cuerpo fornido de
Eulogio Sánchez, ingeniero y acaudalado miliciano republicano, pionero de la
aviación civil, con quien había vivido un romance apasionado y posesivo, ocho
años antes.Él era casado y no cumplió con las siempre clásicas y falsas
promesas de divorcio. En el momento que realizó el disparo, el 27 de enero de 1941 a la salida del Hotel
Crillón de Santiago, María Luisa se encontraba en una situación de
desesperación, pues su prometido, el médico argentino Carlos Magnani, la había
dejado plantada para casarse con otra. Bombal, en un proceso extraño de
desplazamiento, descargó su contenida agresividad contra el primer hombre que
no le había correspondido. Sánchez no murió ni levantó cargos en su contra y
María Luisa, con una irresponsabilidad casi infantil, comentó: "al matarlo
a él quería matar mi mala suerte"."Me
arruinó la vida, pero nunca lo pude olvidar" afirmó María Luisa sobre su
relación con Eulogio años más tarde.
Sus últimos años
los pasó en la casa de reposo de Héctor Pecht. Sumida en el alcohol, visitaba
constantemente el hospital afectada por la permanente crisis hepática. María
Luisa Bombal falleció el 6 de mayo de 1980 en la ciudad de Santiago de Chile,
víctima de una hemorragia digestiva masiva.
La historia de María Carolina Geel es más cruel aunque llena de
los mismos lugares comunes. Ella no falló el tiro y fue procesada por
asesinato. Sin embargo, apenas pasó año y medio en la cárcel: Gabriela Mistral
y casi toda la "ciudad letrada" chilena rogaron al presidente Ibáñez
del Campo por un indulto. Durante su paso por la prisión, Geel escribió la novela CÁRCEL DE MUJERES. Los hechos imputados a Geel constituyen el
tópico de todo crimen pasional, la extraña coincidencia con Bombal es que ambos
suceden en el mismo escenario: el super exclusivo Hotel Crillón. Apenas
terminaron el servicio de te de las cinco de la tarde del 16 de abril de 1955 y
mientras Roberto Pumarino pagaba la cuenta, María Carolina sacó un revólver Baby de su cartera y descargó cinco balas a
quemarropa. Habían discutido fuertemente minutos antes, aunque siempre, en voz
baja. La última caricia fue de María Carolina: un beso tenue sobre los labios.
Inmediatamente llegó la policía y, por supuesto, la arrestan. Una foto de la
escena del crimen muestra a Geel elegantísima, con un abrigo de corte perfecto
y cuello volteado, y la mirada perdida en el vacío. Luego de su paso por la
cárcel y la publicación de la novela que es una visión descarnada sobre la vida
de las reclusas más que una confesión de parte, se reinserta en el complejo
mundo literario chileno. Geel como Bombal mueren algo olvidadas, tanto
por los críticos como por los cronistas rojos, la primera agenciándose algo de
dinero con algunas reseñas en El
Mercurio y la segunda de una
pensión exigua que le concedió Augusto Pinochet.
El libro más famoso que escribió María Carolina
Geel fue, precisamente, CÁRCEL DE MUJERES,
publicado en 1956 por editorial Zig-Zag.
La obra narra sus experiencias durante su año de encierro.
"Escriba, cuente, diga simplemente lo que sepa; porque
aunque se trate de usted misma, usted no lo sabe todo", le sugirió el
crítico literario Hernán Día Arrieta “Alone”
en el prólogo del texto.
Y así lo hizo. Por ejemplo, relató con lujo de detalles los
fogosos encuentros sexuales entre las internas, los dramas y la rutina diaria
tras las rejas.
Las historias provocaron estupor en la sociedad de la época.
Nunca se había redactado algo así.
Geel, taquígrafa de la Caja de Empleados Públicos y
Periodistas, se inició en las letras en 1946, con la novela EL MUNDO DORMIDO DE YENIA, cuyos
personajes muestran un inconmensurable mundo interior.
Siguió con EXTRAÑO
ESTÍO, de 1947, un relato sobre una Eva separada. Luego publicó SOÑABA Y AMABA EL ADOLESCENTE PERCES, en
1949, SIETE ESCRITORAS CHILENAS, también en 1949, EL PEQUEÑO ARQUITECTO, en 1956 y HUÍDA, en 1961.
Posteriormente incursionó en la crítica literaria. Sus textos
fueron publicados en diarios y revistas, como Crónica, El Mercurio, la
revista Atenea y el semanario PEC (Política, Estudios y Cultura).
Con el favor de doña Gabriela
"Respetuosamente suplicamos a V.E. indulto
cabal para María Carolina Geel que deseamos las mujeres hispanoamericanas. Será
ésta una gracia inolvidable para todas nosotras".
Con estas palabras, la escritora Gabriela Mistral, amiga de
la asesina, le ablandó el corazón al Presidente Carlos Ibáñez del Campo.
Escribió la solicitud el 14 de septiembre de 1956, mientras
ejercía su cargo de cónsul en Nueva York.
El Mandatario respondió rápidamente a la misiva: "Es de
enorme magnitud lo que Gabriela Mistral ha realizado por Chile, por lo que
sería incomprensible que el Presidente de la República no escuchase una súplica
nacida del corazón de nuestra gran escritora. Considere, pues, desde ya
indultada a María Carolina Geel. Con la cordialidad y admiración de siempre le
saluda su amigo y Presidente, para quien ha sido gratísimo el poder aceptar
esta petición tan humana y emotiva".
CÁRCEL DE MUJERES escrito en 1956 se
constituyó en el estandarte de una literatura testimonial narrada en carne viva
por una mujer que desafió a su destino, que actuó por impulso, que pagó en el
presidio su cuota de amor y que dejó para las nuevas generaciones un documento
único. No parece enriquecedor el pasaje del texto que habla sobre su decisión
traumática:
“Cuando
iba a partir, tuve la penetrante intuición de “algo”. Pensé que no regresaría.
Guardé el arma en el bolsillo y escribí un papel, dejando una suma de dólares a
determinada persona. Hubo un momento en que busqué cierto ridículo ante mí
misma e intenté ampararme en él, pero al pensarlo y reconocer la profunda
fatiga de mi ánimo, la certeza de que jamás, pese a haber vivido tanto, hallé
un ser íntegro y fuerte y de que mi propia jornada fue una sola frustración,
una disonancia, vi que yo estaba soportando unos días aciagos que no llegaría a
resistir más. Frente a ello el ridículo era una pobre cosa que no se sostenía a
sí mismo. Y no me salvó. Y allí, y llegué allí, y ante aquellos ojos vagos el acto
monstruoso estalló de mi ser y todo se precipitó, consumado. Para siempre. ¿Quién
comprenderá? Para siempre.
Si
puse un arma en el bolsillo, si cuando me dirigía hacia allá, por el camino me
asaltó la ansiedad de que no vería nunca más el hondo verde de la naturaleza,
el aire azul, las viviendas de los hombres y dije a aquel chofer que fuese más
lento, ¿iba yo ciertamente al encuentro de mi muerte? La libertad de morir había
sido cultivada, meditada por mí desde muchos “estados”, es decir, era ella la reserva
delicada de las tristezas que trajeron los años, el acto simple de una soledad
impenitente, la decisión justa que resultada de una incapacidad casi patológica
de estar entre los seres, la meta natural de esa grave y constante angustia de
no servir para nada ni para nadie ¿Iba pues, hacia el fin? Si iba, ¿Qué
transmutación animal degeneró mi voluntad? Quizás hay climas morales que al
saturar inficionan, y yo recuerdo mucho que el transcurrir de esas horas, de
esos días, era denso, atribulado y estaba como regido por las leyes mudas de la
muerte.
A menudo yo me sorprendo ensimismada, de pie, en el centro del cuarto, igual que muchos, seguramente, antes que yo; igual que hoy mismo muchos otros en las cárceles del mundo”.
A menudo yo me sorprendo ensimismada, de pie, en el centro del cuarto, igual que muchos, seguramente, antes que yo; igual que hoy mismo muchos otros en las cárceles del mundo”.
El libro no pasa por el espacio previsible
de la confesión y el arrepentimiento para llegar al perdón por su falta. De
hecho el texto evade de manera sistemática la palabra “asesinato”. Se trata más
bien de instalar el poder de la escritura como arma y estrategia para obtener
un determinado salvamento social. Pero más allá de las estrategias textuales,
la cárcel constituye un lugar de iniciación para la narradora. Iniciación
múltiple y compleja, pues la protagonista, escindida, experimenta la cárcel
como materia de escritura, a partir de su observación de las demás, y su
posición social – ella estaba en una sección especial del reclusatorio, el
pensionado- puede escoger, a su vez, la autoexclusión que le permite aislarse
de la convivencia diaria con las otras prisioneras. Habita así una cárcel
dentro de la cárcel y este juego de reclusiones le permite una ficción del
encierro que resulta más afín a la experiencia conventual que a la realidad
carcelaria.
María Carolina también atraviesa la
problemática de la vida de las internas y lo hace de una manera valiente porque
su texto sin ataduras prejuiciosas surge como un río de emociones contenidas.
El tema de la sexualidad invocado por la narradora aparece caracterizado en el
marco de una degradación ligada a lo corporal, desde luego que esta degradación
está unida a la sexualidad, una sexualidad que constituye la real iniciación
de la protagonista en la cárcel. La homosexualidad recorre los cuerpos de las
prisioneras y sumerge a la protagonista en la angustia de este nuevo saber. A
pesar de que se entiende el lesbianismo no como una opción, sino en tanto
perversión que otorga una especie de sobrevivencia afectiva frente a la
realidad carcelaria.
Así, CÁRCEL
DE MUJERES, es el resultado de una experiencia radical. Pero es también una
operación designada a escamotear las aristas que la narradora desea sortear.
Sin embargo, la escritura como práctica que se caracteriza por la ambigüedad
que portan sus signos deja entrever, con relativa facilidad, las fragilidades
en la construcción del relato que emprende. Allí se filtra la dirección de un
ojo voyerista que, en el centro de la descalificación, deja transcribir la
dimensión del deseo del encuentro con esa mujer que le resulta despreciable,
porque, quizás, es su propio deseo homosexual lo que desprecia y por eso se
encarniza no con la legitimidad de la diferencia, sino en el relato de una
obstinada desigualdad.
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