ABANICO LATINOAMERICANO
PEDRO LEMEBEL
Nace en
Santiago a mediados de la década del ´50. Pedro Lemebel es escritor, artista
visual y cronista. Cada fase (o actuación) de su identidad creadora (o
performativa) está trazada sobre el paisaje de la cultura chilena de la
resistencia desde una distinta transformación suya. Como Pedro Mardones
(su nombre paterno) había obtenido el primer premio del Concurso Nacional de Cuento Javier Carrera en 1982, y su primer libro de relatos, Los incontables, es
de 1986. En una entrevista, ha reconstruído esa primera transformación: El
Lemebel es un gesto de alianza con lo femenino, inscribir un apellido materno,
reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti (1997).
La transitoriedad del género como protocolo
discursivo subrayará, como un flujo de investigación poética, la otra escena, la
del género como sexualidad transgenérica, fluída y antiprotocolar. En efecto, en
los años 80, cuando la literatura había sido marginalizada por los aparatos de
la dictadura (un período que según Carmen Berenguer hace volver a la palabra
oral, al recital, a los nuevos recintos de una comunicación posible), Pedro
Lemebel y Francisco Casas fundan el colectivo de arte "Yeguas del Apocalipsis"
(1987). En una actividad que fue a la vez paródica y sediciosa, estos escritores
convertidos en actores de su propio texto, en agentes de una textualidad en
devenir (ni dada ni por hacerse, pura transición burlesca), desencadenaron desde
los márgenes (desde la homosexualidad pero también desde el bochorno
irreverente) una interrupción de los discursos institucionales, un breve
escándalo público en el umbral de la política y las artes de lo nuevo. Su
trabajo cruzó la performance, el travestismo, la fotografía, el video y la
instalación; pero también los reclamos de la memoria, los derechos humanos y la
sexualidad, así como la demanda de un lugar en el diálogo por la democracia. Quizás esa primera experimentación con la plástica, la acción de arte...fue
decisiva en la mudanza del cuento a la crónica. Es posible que esa exposición
corporal en un marco político fuera evaporando la receta genérica del
cuento...el intemporal cuento se hizo urgencia crónica..., recuenta Lemebel.
Entre 1987 y 1995, "Yeguas del Apocalipsis" realizaron por lo menos quince
eventos públicos. Ese último año, Lemebel publica su primer libro de crónicas,
La esquina es mi corazón.
Esta nueva transformación del
artista/escritor no será, sin embargo, un mero proceso de alguien en busca de su
mejor expresión o su voz más personal. Esa mitología lírica no se aviene con el
caso de una figura hecha en cada instancia de su actuación tanto por su medio
como por su público. Lemebel ha radicalizado la "metamorfosis" del artista
romántico en el "travestismo" de identidades del artista postmoderno. Por lo
mismo, no nos extraña ya que el deslumbrante barroquismo del hombre de la
esquina roja (el paseante de paseo escandilazado) se transfigure, en su
siguiente libro, Loco afán, Crónicas del Sidario (1996), en un relato
ensayístico crítico y festivo, entre la anotación de filósofo volteriano (Pedro
por su casa) y el humor carnavalesco que no deja piedra sobre piedra (Pedro
desfundante). En ese proceso performativo de la escritura intersticial (hecha
entre géneros, entre medios, entre públicos) las crónicas más recientes de
Lemebel están dictadas por el tiempo y la voz suscintas de la radio (tiene a su
cargo el programa de crónicas "Cancionero" en Radio Tierra).
Lo más patente es el carácter postmoderno
del quehacer (o quedeshacer) de Pedro Lemebel, empezando por su radical
cuestionamiento de la sociedad neoliberal, donde se reproduce una ideología
represiva; y siguiendo con su práctica desbasadora de los dualismos
estructurantes de la normalidad excluyente. Pero lo más original de su trabajo
está en la vehemencia de su ejercicio de la diferencia. Esto es, en su
formidable capacidad y talento para generar la hibridez. Quizá el travestismo
que baraja identidades operativas, el carnaval que canjea escenarios
equivalentes, los géneros que se ceden la palabra gozosa, la performance que es
una ocupación de espacios monológicos y la sexualidad espectacular que no se
ahorra ninguno de sus nombres, se configuran en esa hibridez, que es el eje de
la escritura misma. Un escritura de registro tan metafórico como literal, tan
hiperbólico como social, y cuya fusión (o fruición) es de una aguda poética
emotiva. Guadalupe Santa Cruz ha dicho que Lemebel escribe con "la espléndida
tinta de la mala leche." Escribe con desamparada ternura; o sea, con minuciosa
ferocidad.
Lo notorio de esta escritura es el
barroquismo. O su variante lúdica, que Severo Sarduy llamaba, con autoironía, lo
pompeyano. Porque se trata aquí no de un barroco de la proliferación de lo
inmanente, donde el objeto es generador de la abundancia; sino de una
gestualidad barroquizante, cuya traza viene y va de la oralidad. El barroco es,
por ello, la forma elocuente del coloquio, como si la realidad sólo pudiese ser
comunicada en su reelaboración, ligeramente absurda o cómica, vista con la
distancia irónica que merecen los espectáculos de íntima discordia. Aunque
Lemebel ha dicho que detesta a los profesores de filosofía ("Me cargaba su
postura doctrinaria sobre el saber, sobre los rotos, los indios, los pobres, las
locas"), la conversación a que nos concita no está exenta del filosofar de la
época, hecho desde las afueras, en los límites institucionales; en ese "borde
con encaje," que reconoce como la cornisa de su arte.
Foucault
anota en su Historia de la sexualidad que un interlocutor le protesta a Sócrates
traer a la conversación ejemplos extremos. Aún más extremado, Lemebel podría
haberle provisto a Foucault de mejores ejemplos sobre la indiferenciación
genérica, que ya entretuvo a Lezama Lima en su Paradiso a propósito de la
androginia original platónica. Ejemplos que, en el barroquismo reflexivo y el
sincretismo oral del chileno, desafían a la taxonomía sexual; ya que en estas
crónicas des-urbanizadoras se nos habla de locas, colizas, maricas, maricones,
homosexuales, transgenéricos, travestis, pero todos ellos/ellas son equivalentes
en la nomenclatura "gay," la que rehúsa la normatividad modernamente impuesta
como diferenciación sexual.
Pero lejos de cualquier complacencia en la
generalización de las diferencias (que las convierte en mera acusación, por
ejemplo, en las por otra parte estremecedoras memorias póstumas de Reinaldo
Arenas), Lemebel desarrolla en su barroquismo de sobretono popular una certera
resistencia al rigor taxonómico, que así como cartografía el espacio de la
sexualidad, busca imponer un lenguaje de la contabilidad. En la crónica chilena
del fin de siglo, este filósofo natural nos dice que las estadísticas son otro
lenguaje de la burguesía modélica, del capitalismo como programa único y del
triunfalismo economicista. Ese discurso es una ocupación y un vaciado del
futuro; o sea, una negación de los más jóvenes, de los muchachos pobres que
recorren la esquina: "Herencia neoliberal o futuro despegue capitalista en la
economía de esta "demosgracia." Un futuro inalcanzable para estos chicos...Por
cierto irrecuperables, por cierto hacinados en el lumperío crepuscular del
modernismo... Oscurecidos para violar, robar, colgar si ya no se tiene nada que
perder y cualquier día lo encontrarán con el costillar al aire... Nublado futuro
para estos chicos expuestos al crimen, como desecho sudamericano que no alcanzó
a tener un pasar digno. Irremediablemente perdidos en el itinerario
apocalíptico..."("La esquina es mi corazón").
Por eso, en Censo y conquista Lemebel
propone una subversión popular no contra el poder establecido sino contra su
funcionalismo mecánico, el censo. Escribe: Hay que ponerse la peor ropa,
conseguir tres guaguas lloronas y envolverse en un abanico de moscas como
rompefilas, para evitar los trámites del sufragio.
Como siempre, el fluir cotidiano se le
torna hipérbole, espectáculo, apocalipsis, en un proceso de inducciones (lógica
socrática y sobremesa metódica): De esta manera, las minorías hacen visible su
trágica existencia, burlando la enumeración piadosa de las faltas. Los listados
de necesidades que el empadronamiento despliega a lo largo de Chile, como
serpiente computacional que deglute los índices económicos de la población, para
procesarlos de acuerdo a los enjuagues políticos... Una radiografía del
intestino flaco chileno expuesta a su mejor perfil neoliberal, como ortopedia de
desarrollo. Un boceto social que no se traduce en sus hilados más finos, que
traza rasante las líneas gruesas del cálculo sobre los bajos fondos que las
sustentan, de las imbricaciones clandestinas que van alterando el proyecto
determinante de la democracia.
La crítica, por lo tanto, se sostiene en la
puesta en duda que reinicia una práctica popular de resistencias. La matemática
de la marginalidad, nos dice el cronista, no sirve a la pobreza, sino todo lo
contrario. Y de esa premisa, como si leyera en el texto natural de su tiempo
permanentemente travestido, concluye con una pragmática latinoamericanista, de
remoto origen nietzcheano y cierta entonación deleuziana: Acaso herencia
prehispánica que aflora en los bordes excedentes, como estrategias de contención
frente al recolonizaje por la ficha. Acaso micropolíticas de sobrevivencia que
trabajan con el subtexto de sus vidas, escamoteando los mecanismos del control
ciudadano. Un desdoblaje que le sonríe a la cámara del censo y lo despide en la
puerta de tablas con la parodia educada de la mueca, con un hasta luego de
traición que se multiplica en ceros a la izquierda, como prelenguaje tribal que
clausura hermético el sello de la inobediencia.
En verdad, si el mundo incaico fue
burocrático y decimal, el mapuche no fue ni federal ni frentista, para evitar
que el estado le exigiera reciclarse y no demorar más la modernidad; por
añadidura, y aunque nuestros países están llenos de conservadores que no tienen
nada que conservar, el mercado como espacio de libertad se torna irrisorio para
quienes no tienen nada que vender o comprar. Y, en fin, las estadísticas
demuestran con sus promedios que en el papel siempre somos menos pobres de lo
que en realidad somos. De cualquier modo, quizás los pueblos marginales (los
flujos de migrantes, de excluídos, de jóvenes expulsados del sistema) sean ya
indocumentables, apenas un cálculo proyectivo entre los que nacen y los que
mueren, esa contabilidad del mapa neoliberal.
Así, como si fuera ya tarde para las
taxonomías y los censos, Lemebel acude al barroquismo en un gesto
característicamente latinoamericano: la cultura de la resistencia responde no
con la economía de la nominación puritana sino con el exceso de la renominación
metafórica; no con la simetría apolínea de la forma armónica, sino con la
hibridez informalista y el "salto por el ojo de la aguja" (propuesto por
Vallejo, retomado por Lemebel). Responde también con el sobredecorado, el
rizado, la voluta. Pero no solamente resiste y responde, también reapropia con
apetito y crea con hambre. Como el último "filósofo autodidacta" (que en la
carencia humana aprende a leer la escritura de su tiempo, asi como el viejo
filósofo aprendía a leer en la naturaleza la escritura divina), Pedro Lemebel
nos enseña a reconocer también la fuerza de esas reapropiaciones y de esas
hambres. Desde ellas, piensa el presente como un proceso irresuelto, hecho en
las restas de la violencia pero así mismo en las sumas de la pasión.
Todavía en su última transformación, Pedro
Lemebel se nos aparece convertido ahora en cronista anti-criollista (porque el
criollismo latinoamericano es una apoteosis del lugar común, una representación
complaciente y acrítica, que en Chile y en Perú lo asume ahora el
entretenimiento televisivo). Y ha sido aún más explícito al descartar los
teletones populacheros entregados a preparar el hot-dog o la empanada más
grandes del mundo con el propósito deportivo de ingresar al disparate de los
récords, el Guinness. Con el mismo espíritu crítico con que refuta el censo,
rebate ahora la competencia nacionalista del super-sandwich como metáfora de un
Chile del primer mundo. Como Carlos Monsiváis, que en los tiempos del gobierno
de Carlos Salinas denunció los costos de la retórica primermundista para un país
que se precipitaba, más bien, en las evidencias; Pedro Lemebel fustiga
directamente la implicancia política de esta patética apuesta triunfalista.
Escribe: "Había que demostrar el "milagro económico" chileno en las veinte mil
piruetas del Libro de Guinnes. El despertar de un país que se levanta con
orgullo de garrapata triunfal y que dejó atrás al Tercer Mundo. Una fonda del
extremo sur que renovó su escabeche tricolor por el pollo rost beef y las
hamburguesas sintéticas de los mall, pub, shopping, donde se remata el hambre
consumista. Una hilacha de país que mira sobre el hombro a sus vecinos pobres.
La Meca dollar del continente que habla de tú a tú con el Mercado Común Europeo.
El ejemplo neoliberal para los indios piojosos de Latinoamérica... Por eso se
hizo el "completo" más largo, que medía veinte kilómteros de tula alemana por la
carretera. Casi de mar a cordillera, el hot-dog gigante dividió al país entre
chucrut y ketchup. Y se necesitaron tantos huevos para la mayonesa, que se
llevaron camionadas de gallinas a Investigaciones donde las picanearon con
electricidad para que pusieran más rápido..."
"Para no
ser menos, otra aldea famosa por los dulces empolvados se inscribió con un
alfajor monumental donde se ocupó todo el azúcar que necesita una población para
endulzar su mísero desayuno de un mes... "
"Para justificar los aires fanfarrones de
estas competencias, se dice que la venta del producto va en ayuda de alguna
Teletón, un hogar de huérfanos, algún asilo de ancianos, que reciben las cuatro
chauchas de esta limosna publicitaria. Todo se va vendiendo, trozado, repartido
y consumido por el apetito grosero que proclama su eructo populista de amor a la
patria." ("Un país de récords," en Punto final, Santiago, octubre de
1997).
Pero cito esta crónica en extenso para
ilustrar no sólo la vehemencia satírica sino algo más importante del trabajo del
autor: la disputa por el lugar de la cultura popular. En efecto, esas ceremonias
de pantagruelismo municipal, que en los Estados Unidos son una práctica
semirural regionalista (las ferias compiten por el cerdo de más peso, el zapallo
más gigantesco, etc.), parecen más bien una manipulación mediática de la cultura
de la plaza pública; y el derroche que exhiben resulta un ritual no sólo
dispendioso sino vacío. Reveladoramente, el cronista acera su sarcasmo porque ya
no se trata solamente del espectáculo y la trashumancia; se trata ahora del
espacio de la cultura popular, de por sí marginalizado, de pronto ocupado por
estas ceremonias de contrasentido.
No es casual, entonces, que esta crónica
chilena apuntale una economía simbólica de la preservación cultural (que asegura
la función nutritiva de la memoria popular) y de la comunicación horizontal (que
gesta el diálogo democratizador de la plaza pública, de su versión callejera).
Tampoco es casual que coincida en ello con gestos paralelos de Carlos Monsiváis
y Edgardo Rodriguez Juliá, los otros grandes cronistas de la postmodernidad
latinoamericana, que Jean Franco sumó, con justicia, a Lemebel, el tercio
incluído de este triunvirato de elocuencia y bravura.
Estas puestas en duda de las
clasificaciones de la estadística y del gigantismo banal de la competencia, son
más que simples críticas al archivo estatal y su programa; son verdaderas
disputas por la construcción de la objetividad. Su valor político está situado
en lo cotidiano específico, su valor cultural afirmado en el espacio abierto de
la plaza pública, su persuasión moral planteada como transparencia crítica.
Estas adhesiones y pertenencias vienen de lejos, reverberan en estos gestos
ligeramente pintureros, y siguen de largo en pos del lector.
Dicho de otro modo, Pedro Lemebel es un escritor
que, extraordinariamente, dice lo que piensa.
Dice más, claro, porque la marginalidad herida
aduce también lo suyo en estas crónicas de desamor. Su segundo libro, Loco afán,
Crónicas de Sidario (1996) es aún más inquisitivo, y si bien abandona el
barroquismo preciosista del epíteto y la hipérbole, gana en inmediatez y
familiaridad. Se trata, ahora, de la urgencia del deseo (que construye una vida
alterna a la normatividad) y de la muerte por sida (que borra la inmunidad como
si tachara al lenguaje mismo). Entre el espectáculo del deseo y la ceremonia de
la muerte, buena parte de estas crónicas registran la lucha por sostener el
lugar desde donde tanto el placer como la agonía puedan ser vistos de frente,
procesados por un diálogo afectivo y maduro. Pero si ello forma parte de la
estrategia proposicional de la crónica (donde el agente del relato convoca otra
temporalidad, hecha en la duración del espectáculo), lo que no podríamos prever
es el humor con que el cronista sería capaz de rizarle el rizo a la
Parca.
Así, en esta apoteosis del deseo (de "loco
afán") emergen dos otros rasgos de la escritura de Lemebel: primero, su
capacidad para el grotesco; y, segundo, su búsqueda de un exceso expresivo,
capaz de exorcisar la densidad semántica y privilegiar el acuerdo elemental
sobre los hechos. Como Luis Rafael Sánchez, Lemebel hace del grotesco una "épica
descalza," es decir, una lírica con calle. Como en la prosa porosa del
puertorriqueño, varias hablas orales se interpolan en la crónica del chileno: el
eros tiene esa vehemencia de voces henchidas, escanciadas y silabeadas, que
cruzan en voz alta su arrebato tenso, su juego retórico y tentativo. Ese juego
demanda el exceso, fractura la mesura, arriesga los límites. Recorriendo, así,
lo patético pero también lo cómico, el lenguaje abre lo público en lo privado, y
viceversa; porque la crónica es el género de los entrecruzamientos (analogías de
lo diferente), de la hibridez (antítesis de lo semejante), de la mezcla
(travestismo de lo uno en lo otro). Contra la normatividad burguesa que
territorializa los espacios cerrados contra los abiertos, los privados fuera de
los públicos, la apoteosis lemebeliana es carnavalesca (rebajadora), relativista
(escéptica) y celebratoria (religadora).
En "Los mil nombres de María Camaleón" (un
nombre de por sí emblemático del poeta de los mil colores y ninguno), leemos lo
siguiente: "Así, el asunto de los nombres, no se arregla solamente con el
femenino de Carlos; existe una gran alegoría barroca que empluma, enfiesta,
traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad a través del sobrenombre.
Toda una narrativa popular del loquerío que elige seudónimos en el firmamento
estelar del cine. "
Y luego: "En fin, para todo existe una
metáfora que ridiculiza embelleciendo la falla, la hace propia,
única."
Todo lo
cual sugiere que el nombre multiplicado dirime en el cuerpo del lenguaje la
probibición del cuerpo transgresivo: contra la reducción del habla que lo
condena, sanciona, persigue y victimiza, este derroche nominal transfiere este
cuerpo a la zona acrecentada de significación permutante, donde la identidad es
una máscara y el sujeto una mascarada. Las palabras que sobredicen le dan una
ruta sustitutiva, no sólo compensatoria, donde hasta lo grotesco es decorado y
mejorado. La cultura del margen se acrece en ese trabajo restitutivo.
Otra crónica, El último beso de Loba
Lamar narra la muerte de una loca sidosa, y para alarma del lector se trata de
una de las muertes más cómicas de la literatura más trágica. Las amigas peleando
con el rigor mortis para que la cara de la difunta venza a la muerte con el
gesto de un beso, suma el grotesco, el exceso y la comedia. Esto es, el
barroquismo festivo de Pedro Lemebel renombra a la muerte desde el eros
nomádico.
Pedro Lemebel nació en Santiago de Chile en
1955. Desde pequeño conoce los avatares de una vida despareja donde las
necesidades y la exclusión lo golpean profundamente. Dedicado a la plástica, su
carrera como docente se ve frustrada por su condición de homosexual. Vive al límite
y todo lo hace con enorme pasión. Crea en 1987 el colectivo artístico Las Yeguas del Apocalipsis. Publica en
1995 el libro de crónicas La esquina es
mi corazón y con renovado éxito de crítica, en 1996, Loco afán (aparecido también en España). En 1998 aparece De perlas y cicatrices. En 1999 obtiene
la beca Guggenheim y en 2002 edita la novela Tengo miedo torero, llevada al teatro en 2005. Durante la primavera
de 2003 publica Zanjón de la Aguada.
En 2004 fue invitado a la Universidad de
Harvard como conferencista. Recientemente y mientras se recupera de un cáncer
de laringe, el escritor presentó en Buenos Aires Háblame de amores, compuesto de 55 crónicas donde están presentes
entre otros, Mercedes Sosa, Camila Vallejo y Fernando Noy.
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