"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

sábado, 28 de diciembre de 2013

RICARDO MOLINARI: EL IMAGINARIO


Ricardo Eufemio Molinari (1898-1996), fue el poeta de la amplia llanura tapizada por el enorme cielo dispuesto al silencio, el cantor de nuestros ríos, de los atardeceres granadinos pincelados con nubes y pájaros, arrasados por los vientos del sudoeste. A este paisaje argentino lo pobló de luz metafísica, lo iluminó de historia y de tiempo, lo habitó con su voz personal y entrañable. Amó como pocos la naturaleza: en todos sus poemas hay algo siempre infinitamente nuestro, árboles, aves, pastos, caballadas, veranos, ríos "abrasados por el sol y la soledad sombría". En medio de nuestra poesía rica y diversa, su obra tiene la estatura de las cumbres más altas: es uno de esos cuatro o cinco nombres que sobreviven a través de todo un siglo, indemne a los cambios y a los juicios versátiles de las épocas.

Al contrario que muchos de sus contemporáneos, Molinari niega la fructuosa porosidad del arte de vanguardia, que él concibe como mero pasatiempo literario o distracción poética. Su lírica se dispone, pues, alrededor de tres vértices. En primer lugar, la efusión íntima ante el paisaje argentino. En segundo, la presencia de lo que Alonso Gamo define como «mundo de la madrugada», es decir, una experiencia límite entre el sueño y la vigilia en que el autor alcanza, a semejanza del místico, la revelación de algunas verdades ontológicas. Y, por último, la devoción por los clásicos y el gusto por la armonía de la lengua castellana.

Su obra, incesante y sostenida, fue imponiéndose gradualmente, sin apuros ni pausas. Influyó, sin duda, en muchos de los poetas que integraron la generación de 1940, pero no ha sido suficientemente reconocida por promociones posteriores, más atraídas por modelos europeos y norteamericanos. Es que, como decía Eduardo Mallea respecto de ciertos escritores, Molinari nació sin mito, ese mito que hace inexplicables muchos triunfos y que va aliado a extravagancias, psicopatías o accidentadas peripecias biográficas. Por otra parte, despreció el afán publicitario. De ahí que, pese a ser uno de los más altos poetas hispanoamericanos, no haya sido objeto, internacionalmente, de distinciones espectaculares, aunque su nombre ocupe siempre un lugar distintivo, en cualquier buena antología del continente.

Un sentido dramático de la existencia recorre buena parte de su obra. La sutileza de la palabra hallada, cierto ritmo sincopado extraído del cancionero hispano-lusitano y las grandes imágenes espaciales conviven en sus versos. A la métrica tradicional le infundió una cadencia propia; al verso libre lo explayó en largas e infinitas sugestiones.

Ricardo Molinari  es un autor de quien pudiera decirse carece de biografía, no sólo porque apenas haya trascendido dato alguno de su existencia, sino porque su poesía parece brotar al margen de aquella, sin dejarse contaminar por el impúdico confesionalismo de algunos de sus compañeros generacionales y sin impregnarse de los trazos deshumanizados del arte de vanguardia.

Era un hombre acostumbrado a los espacios abiertos. Nacido en Villa Urquiza, por entonces un lugar poblado de quintas y vecinos trabajadores; desde allí la poesía de Molinari se acercó a las vanguardias que se debatían entre los célebres grupos de Florida y Boedo, para hacer más sorprendente el adjetivo y más afinadas las imágenes, antes que para aprender el ingenio y el estruendo.

Francisco Luis Bernárdez recuerda que en las terturlias con Leopoldo Marechal y Jorge Luis Borges, en los años veinte, aquel muchacho mudo y sonriente sufría cierta impaciencia al llegar determinada hora. Era la hora en que salía el último tranvía para Villa Urquiza. "¿Qué hacer de nuestras vidas, María del Pilar?", podía escribir por entonces en medio de versos delicados y engañosamente simples que hablaban de árboles y nubes.

Mantuvo siempre un bajo perfil que sin duda no lo benefició. Su figura de anti-héroe  sumado a su estética melancólica no le impidió sin embargo llegar a tutearse con los grandes sin hacer alharaca.


Había nacido el 20 de marzo y quedó huérfano a los cinco años. Se crió con su abuela materna, Bartola Delgado de Molinari, uruguaya, en una antigua casa. Dejó sus estudios para dedicarse a la poesía; su formación la debe, por una parte, a los clásicos españoles (de ahí su predilección por el romance, las coplas, el soneto) y a la poesía francesa, en la cual erigió como maestro a Mallarmé, que insufló a su siempre luminosa expresión cierto arrevesamiento sintáctico, cierto gusto por palabras recónditas, poco usuales.


De joven integró el grupo generacional más destacado de nuestro siglo XX literario: el que se reunió en torno de la revista Martín Fierro, junto con Borges, Marechal, Girondo, Mastronardi, González Lanuza, Nalé Roxlo.


Publicaba en ediciones privadas un libro tras otro. Fueron tal vez setenta, hechos con el placer de lo artesanal. Así lo entendió la crítica cuando en 1975 aparecieron sus obras completas bajo el título Las sombras del pájaro tostado. En el agua fluida de ese largo poema se encuentran a veces algunas palabras sólidas, pero en general la lectura de Molinari deja la sensación de que no se leyó estrictamente nada -nada que pueda contarse, recordarse- y que se ha tenido una experiencia que impresionó en un lugar profundo.

"Vivo en mi mundo extraño,/ alegre y firme/ como un dormido." Recordado tardíamente como un tipo de cara oscura y pelo de algodón, de palabras que se veían en el aire seguidas de puntos suspensivos, pero de ojos negros analíticos, fue lo que la prensa descubrió cuando se enteró, en 1985, que en una clínica internado después de un accidente, intentaba reponerse el poeta al que muchos consideraban uno de los grandes de América, de la primera mitad del siglo, a la par de cualquiera que se mencione. El crítico inglés J. M. Cohen dijo que esos hombres eran cuatro: el chileno Pablo Neruda, el peruano César Vallejo, el mexicano Octavio Paz y Ricardo Molinari.


Al igual que Jorge Luis Borges tendería a la reflexión metapoética en detrimento de las contingencias de la moda literaria. Molinari poco dado al guiño displicente y al malditismo bohemio que aureolaba a sus coetáneos, frecuentaría los ejemplos del renacimiento español y del romanticismo francés e inglés, y desconfiaría «del culto absorbente de las novedades en el que se marcaban los anhelos de sus camaradas; la engañosa dinámica que confundió a tantos martinfierristas, empeñados después en la corrección de sus orígenes poéticos»

SAGAS
I
A veces presiento que mi ser ha sido una
lanilla suelta, una corta brisa remota, un
hombre solitario en una familia.
Con el verano venían mis tíos a saludarnos,
altos y serenos y asentaban sus manos grandes,
el silencio, sobre mi cabeza y me miraban como
a un montón de días desiertos y olvidados. Al
marcharse apretaban mi cuerpo con los suyos,
sombríos y en la mudez, y partían igual a la luz
por las dunas. Un día, siempre es un día la tarde.

II
Por octubre comenzaban a florecer los lirios
silvestres en el pantano, y los esperaba durante
las otras estaciones frías y lluviosas. Las pequeñas
flores que ninguno recogía me saturaban
de una sutilísima transparencia alegre de piadosa
reverencia satisfecha. Veía pasar los pájaros y
llevar las nubes, y mi sombra con las horas.
De noche todo lo pensaba, y entretenía: la claridad
de la luz de la luna espejada en mi cuerpo,
sin movimientos e intensamente lejano y extraviado.
Tanto demoré en volver, que no entiendo y alejo,
y encierro igual a una tormenta dorada
sobre las hoscas llanuras, con la noche, la arena
y los vientos silbadores y vagabundos.




Oportuno resulta transcribir la mirada de Alfredo Lemon sobre la obra de poeta. El crítico abunda en una serie de detalles de enorme significación en su trabajo La voz poética de Ricardo Molinari.

Desde El imaginero, escrito en 1927, la dicción de este autor romántico de fina percepción, se aparta del simbolismo puro y comienza un proceso de despojamiento de cuanta cosa superflua y enunciativa podía tener la lírica de nuestro país hasta el momento. Apartándose del modernismo y del ultraísmo, se desprende de todo lo accesorio aunque no deja de utilizar a la metáfora como herramienta primordial de la escritura. Se exige a sí misma, consiguientemente, quedarse en lo esencial, en lo sustancial de las cosas, en lo óntico de los conceptos, pero sin perder de vista el matiz acústico y musical de verbos y sustantivos perspicazmente ordenados. En ese sentido Molinari es un poeta visual que mediante su palabra refleja los sonidos y símbolos del mundo y del universo: "En su esfera abstraída, pena, espada de cielo o fábula de viento amargo;/ amor hermoso de otro día, largo/ en su estío; en su noche de aire, nada".

Su creación reposa en las verdades profundas y escondidas tras los disímiles rostros y aristas de lo bello: "Huellas sin camino, cuello alado de tanta tarde inmensa en el desierto,/ con su paloma abierta, descendida".

Su dicción es precisa y contundente, su voz denota la necesidad inquietante de nombrar el paisaje, las estaciones, los cantos y leyendas tradicionales de la pampa infinita; reflejos de una cultura popular que quiere celebrarse con refinamiento: "Espacio estéril, cielo sin sol. Qué gozosa muerte es tu anhelo de agua y tierra apretada,/ de tu cielo sin ángeles; tu cielo sin huida/allí, donde mi voz está callada, con el borde deshecho, con la frente sin tarde: clavel, rosa desolada".

Adviértese también que en el artista el pasado no es mera nostalgia ni el presente una connotación realista de las circunstancias ni el futuro o lo que él querría que ocurriese, una vana esperanza, una cosa que desvanece el deseo; sino que es puntualmente la necesidad de aprehender lo que le sucede en su entorno vivencial, expresiones lúdicas en la página en blanco: "Mañana estaré de nuevo solo,/ sin un amigo que me acompañe,/ sin ninguna persona cerca de mi muerte./Me cerraré la gabardina y me pondré a escuchar mi reloj; la poesía estéril que me entretiene,/ la que no gusta a nadie: ¿a quién le agrada una fábula de arena, una cavidad en el agua, un desierto más?...".

Exactitud en función de lo indefinido, realismo en función de la vaguedad, carnalidad en función de la ensoñación; así labora la dinámica de la forma el celebrante cósmico, logrando la fascinación justa de su canto, prolongando el sentido oculto y la significación de lo nombrado, alimentando la pluralidad de interpretaciones en el lector.     

"Cuando pienso que nunca he de volver al frío, qué ganas me llevan de talar un árbol;/ de quebrar el ala de un pájaro, para que disfrute de un amor enloquecido". Y : también: "Yo quisiera ser diferente: huir, salir de la ceniza. Si pudiera,  qué viento hermoso movería tu soñar..."  

Las imágenes se acumulan entre  deseos y súplicas, entre muerte y memoria. Si la transfiguración de la  realidad se nutre de la voluntad de  adherir al destino, convirtiendo lo  inevitable en acto libre, este proceso se trasunta en Molinari nítidamente: "Yo estaba desesperado como si ya no quedara otra vida, como si el mundo fuera plano y mi sueño estuviera apretado contra una pared./ Sí, el amor, la carne, el triste sueño. Yo no quería morir".

De los diversos temas que trata su obra, elegiremos el del tiempo, que como bien refieren los estudiosos, aparece en forma reiterada. Desde siempre y a través de una constante, su daga subrepticia se hace presente. Ello puede apreciarse de manera más puntual en las últimas composiciones, como si el vate , hubiera querido eternizar la palabra desde un reflejo ineludible del propio destino existencial: "La melancolía se arrincona mientras digo tu nombre en la tibia penumbra de la tarde./ Aprieto mis manos y vuelvo./Los cantos áridos del viento me acompañan./ Todo está lejos  y perdido, tarde es el tiempo ya./ Nada tan hondo como tu ausencia, suavidad hallada lejos en las alas opacas de mi corazón". Se pretende conjugar -y conjurar-, el mundo interno del poeta con las diferentes circunstancias de la vida. Días, siglos, retornos, heridas, fugas; son los distintos matices de una conciencia trágica que reflexiona ante el fluir de las cosas. Molinari sabe que el hombre es mortal y que el cuerpo está supeditado a los cambios y embates del devenir. Desde esa perspectiva alude: "Estoy nostálgico, lejano y ya no me veo en la fuga de mis venas".

Igualmente poemas como Unida noche (1957) o Dentro de mi morada (1990) se siente el transcurrir del reloj vital como un gran interrogante o una gran duda: "¡Oh tiempo, ya sin vivir, sostenido y acabado! ¡Oh, inmóvil y lejano sueño todavía!". Finalmente, con la llegada de la adultez y la sabiduría de los maestros, puede escribir versos impecables como los que siguen: "Ya estoy cumplido de estar vivo, he crecido hasta la vejez, me distraigo en ausencias y te nombro, poesía". Como se observa, Molinari contiene las virtudes de los grandes profetas de Occidente, al perfilar la plenitud metafísica del hombre frente a la creación. Peregrino y sacerdote del absoluto, sereno y pulcro, su tono literario deja entrever un resabio de melancolía que se filtra por los repliegues de lo cotidiano. Vista en la perspectiva de un tiempo ansioso, descreído y solo, su poesía se distingue inmediatamente de las demás, no sólo por su jerarquía estética, sino por su sentido espiritual, su originalidad expresiva y libertad anímica: "Mañana cuando venga el sol para llevarse la nieve de encima de los hombros,/ mi rostro estará despierto hacia el oeste,/ donde tus ojos se abren sin verme; donde la luz lleva un aire de brazo que se despide, como tu piel desnuda que ya sabe que no vuelvo".

Contra lo previsible, la voz de Molinari perdura en lo más alto y depurado de nuestra poesía contemporánea. Entre la de sus coetáneos, sólo la de Borges y tal vez la de Mastronardi o la de Juanele Ortiz, poseen similar belleza e idéntico rigor. "Y estoy soñando en el vacío, la velada sombra de la vida, igual a una paloma./ Quizá me esté yendo de todo. Quiero los vientos que deshojan en marzo y se vuelven al atardecer..."

León Benarós también dejó su semilla y nos ilustra sobre la poesía de Molinari.

La poesía de Ricardo E. Molinari es única y personalísima, no sólo en las letras argentinas, sino aun en todo el ámbito del habla hispánica. Es muy difícil definirla en términos dialécticos. Sólo es posible aproximarse a su esencia mediante también poéticas alusiones. Se parece a una rama florida, al verdor de un sauce, al vuelo de una gaviota, a una nube de verano. En lo esencial, es celebratoria, gozosa y exultante, pero con recatado pudor. Su nostalgia, su eventual melancolía, nunca se descomponen en el gesto. Carece de teatralidad. Poesía de extrema pulcritud, su idioma es límpido, sin permitirse vulgarismos, pero incorpora a veces, con medida, una voz regional que da color al paisaje.

Sus exclamaciones, sus contenidos momentos de dolor íntimo, se asordan, ajenos al escándalo, para hacerse depurada y límpida intimidad.

A su propio sentir une una especie de adoración por la naturaleza desnuda y prístina, como purificada de presencia humana, o en su recién nacida inocencia. Así, ríos, árboles, nubes, son nombrados como si se los invocara por primera vez, con nombre que diríamos adánico.
Ninguna vulgaridad ensombrece la poesía de Molinari, pero su aristocracia artística no es insolente, sino cordial, humana y comunicativa.
Poesía acompañante si las hay, pero sin descender a la fácil y superficial comunión o al mero sentimentalismo. Escrita para sí y para las gentes, se duele y conduele con el común, pero sin concesiones ni gestos.
Tan universal como profundamente argentina, aborda temas como la muerte de Juan Facundo Quiroga y, en hermosísimo romance, rodea lo popular de una altísima dignidad lírica, elevando lo histórico a fábula de sensibilidad acendrada y trascendente.

Esta poesía se halla tan alejada de toda grandilocuencia como del fácil sentimentalismo.
Lo cósmico, lo perenne, se dan en ella con la pureza y naturalidad con que las cosas se nombran por primera vez.

El tono celebratorio -que exalta los ríos, los árboles, las nubes, las gaviotas-, confiere a la poesía de Molinari cierto carácter de recatada pero férvida oración, cierto agradecido acento por la belleza del mundo. Un mundo -por supuesto-, todavía no agraviado por los desechos del consumismo.




En 1933 Molinari viaja a España, donde conoce a Alberti, Lorca, Altolaguirre, José María de Cossío, Moreno Villa y Gerardo Diego. Este viaje, en que Molinari actuó como nexo entre los poetas de las «dos orillas» (el 27 español y el 22 argentino), implicaría un cambio en su obra. De este modo, su acervo literario se enriquecería con el legado de la métrica del Siglo de Oro y de la lírica de los Cancioneros medievales, que conformaban el sustrato cultural de los poetas españoles contemporáneos.

Algunos rasgos de la personalidad lírica de Molinari pueden relacionarse con los de tres autores españoles coetáneos, Lorca, Alberti y Gerardo Diego. El argentino resulta emparentable con ellos debido a la utilización recurrente de ciertos símbolos, a la renovación evocadora o esencializada de tópicos y géneros poéticos, y a su peculiar dialéctica entre el neopopularismo y la poesía pura, a medio camino entre la cadencia de la canción popular y la inclinación al ensimismamiento.


Molinari traba amistad con Lorca en 1934, gracias al viaje que éste hace a Argentina. El poeta, quien a partir de sus «horas españolas» de 1933 ya había conocido el panorama poético peninsular y disfrutaría de un notable predicamento dentro del grupo del 27.

En la conexión lírica entre Molinari y Lorca, cabría distinguir tres ámbitos fundamentales: poemas que Molinari compuso con el autor granadino y que aparecen firmados conjuntamente o contienen dibujos de Lorca; aquellos otros en que se advierten unas imágenes concomitantes, dado el trasiego entre los mundos creativos de los dos poetas, y, finalmente, las composiciones que Molinari escribió a la muerte del amigo, y bajo su «advocación». En las últimas, al tiempo que se pliega a las convenciones de la poesía fúnebre.

La colaboración entre Molinari y Lorca se ejemplifica en dos piezas: Una rosa para Stefan George (1934), firmada por ambos y con un dibujo del español, y El tabernáculo, de ese mismo año, atribuida únicamente a Molinari y con cinco ilustraciones originales de Lorca. La primera, que fluctúa entre los temas eternos de la caducidad, el amor y la muerte, es el emocionado tributo que estos autores le rinden al alemán Stefan George (1868-1933). Su homenaje no se ciñe a las pautas de la poesía «de circunstancias», panegírica o funeraria, sino que se erige como una reflexión sobre la perdurabilidad de la existencia y la necesaria resignación ante la muerte, síntesis de la individualidad humana. En El tabernáculo, Molinari refleja una de sus principales obsesiones, el retorno a lo idílico perdido, y no se sustrae a la utilización de metáforas funambulistas e imágenes de cariz superrealista, se diría que salidas de un cuadro de Dalí, que más tarde desaparecerían de su quehacer poético.

Pero la relación entre los mencionados poetas no se limita a este trasvase amistoso, ni tampoco a un dudoso influjo mutuo o a una similar educación literaria. La poesía de Molinari se resiste a la mimesis a causa de su peculiar discurso elegíaco, que sacrifica la variedad de imágenes en aras de la configuración de un universo cerrado sobre sí. En cambio, Lorca carece de una digna descendencia lírica no tanto por la ausencia de una entonación o de unos tropos imitables como, precisamente, por el sello propio de los mismos. El estilo centrífugo del granadino, a imagen de Saturno devorando a sus hijos o del devastador canto de las sirenas en la mitología griega, condena a sus herederos a espurios y vacuos esfuerzos emulatorios sobre su falsilla estética. Como señalaba a este propósito Luis García Montero, «es muy difícil utilizar las referencias de García Lorca sin caer en el pastiche lorquiano, en un epigonismo poco enriquecedor».




A pesar de ello, el diálogo entre Molinari y Lorca supera los escollos de la anécdota y se extiende a una consonancia ambiental o atmosférica. Así, la humanización panteísta de una naturaleza emotiva, que se encuentra en las Canciones (1927) o en el Romancero gitano (1928), reaparece en los grandes frescos paisajísticos que Molinari pinta en «Oda al mes de noviembre junto al Río de la Plata» (El huésped y la melancolía 1946), «Oda» (ibidem) u «Oda al viento grande del Oeste» (Unida noche, 1957). No obstante, la áspera cosmogonía existencial que el argentino traza en su poesía es ajena al predominante sensorialismo lorquiano, que se manifiesta a través de la «vivificación del paisaje, de las cosas, de conceptos y abstracciones». Julio Arístides, por su parte, destacaba de la poesía de Molinari la presencia de círculos de transferencia mítica, en tanto que donación del yo al Ser universal, y que retorno al fondo subjetivo.

Del mismo modo, en las composiciones del primer Lorca hay unos símbolos genesíacos -la luna y el viento, inflamados de presagios, en «Nocturnos de la ventana» o en «Canción de jinete»- que Molinari transpone y adapta a su producción poética. Esta vinculación simbólica surca desde los «Romances» a la memoria del caudillo Juan Facundo Quiroga, localizados en un entorno nocturno y fantasmal, hasta su último libro, El viento de la luna (1991), donde la alusión lorquiana se explicita ya en el propio título. El viento, símbolo proteico del reino interior del argentino, tiene a su antagonista en la luna, que adquiere un valor, en cuanto augur negativo o sombra de la muerte, muy próximo al que gustara de atribuirle Lorca.

Con respecto a Lorca se ha asumido habitualmente la coexistencia del genio andaluz que Vivanco calificara como «poeta dramático de copla y estribillo» y del exaltado poeta vanguardista, deudor del hermetismo de una cosmovisión surreal. Pero no es menos cierto que su rebeldía vanguardista no excluye la efusión íntima e, incluso, sentimental, y que su lírica popular participa más de la adivinación poética -a la manera de Fábula y signo (1931), de Pedro Salinas, o de Perito en lunas (1933), de Miguel Hernández- y del juego neogongorino de sus contemporáneos -las Décimas del Cántico (1928), de Jorge Guillén; Cal y canto (1929), de Alberti, o Fábula de Equis y Zeda (1932), de Gerardo Diego- que del españolismo labriego, costumbrista al fin y al cabo, del primer Ramón Basterra (La sencillez de los seres, 1923), o del andalucismo profundo de Fernando Villalón.

Así pues, mientras que en la obra del español se tiende a distinguir entre una poesía neopopularista (la de Canciones y de Romancero gitano) y vanguardista (la de Poeta en Nueva York), en Molinari, a pesar de la distancia estilística y cronológica que media entre su Cancionero de Príncipe de Vergara (1933) y sus «Odas a la Pampa» (Unida noche), es imposible establecer una polaridad semejante. Esto se debe a que, si bien Lorca parece presentar dos dicciones según el tono de sus poemas, y plegar su imaginario a dichas diferencias tonales -símbolos andalucistas y folclóricos en Romancero gitano, símbolos maquinistas y futuristas en Poeta en Nueva York-, Molinari se esfuerza por mantener una sostenida urdimbre simbólica. Su tensión entre diversos registros no se plantea, de esta forma, como oposición entre dos mundos y referentes distintos, sino como complementación de un universo total, como las múltiples teselas que han de confluir en un único mosaico lírico.

La sombra de Lorca muerto se proyecta, por otra parte, en tres poemas de Molinari: «Casida de la bailarina» (Elegía de las altas torres, 1937), «Elegía y casida a la muerte de un poeta español» (El huésped y la melancolía) y «Elegía a la muerte de un poeta» (Mundos de la madrugada, 1943). Aquí, conforme a su talante, el argentino desdeña por igual la emanación personal y el homenaje destinado a forjar la leyenda del español. Si Molinari, como decía Eduardo Mallea de ciertos escritores, nació sin un mito que perviviese sobre él, Lorca, con su muerte, asimilaría la capacidad mitogenética de su poesía a su vida, y obligaría a reinterpretar aquélla al socaire de sus trágicas circunstancias. Este desplazamiento metonímico, como ocurre con tantas mistificaciones críticas, a la vez que dificulta el análisis de los versos lorquianos, contribuye a divinizar a su demiurgo.

En las dos primeras composiciones citadas, Molinari no renuncia al canto de despedida al amigo, pero, frente a la gradación hacia las postrimerías, la ultravida o la escatología característica del Barroco español,
respeta la elegancia elocutiva de la clasicidad. En ellas, la figura espiritualizada de Lorca se asocia con la simbología de la paloma, pura e indefensa. En esta representación ascensional incide Aleixandre, en su semblanza de Los encuentros, cuando evoca al poeta-niño Lorca, fabulador y capaz de sufrimiento: «Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron».

No en vano el mismo Lorca, en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, publicado en 1935, había opuesto a la fragilidad de la paloma el poder destructor del leopardo («ya luchan la paloma y el leopardo»), en un planto alejado de las estampas coloristas de «La fiesta nacional», de Manuel Machado, del estilo fragmentario de La suerte y la muerte (Poema del toreo), de Gerardo Diego, y del epigonismo de «Citación fatal», de Miguel Hernández, acerca de la muerte del mismo Sánchez Mejías. Más tarde, escribiría el granadino una «Casida de las palomas oscuras» (Diván del Tamarit, 1936), en que la paloma alude expresamente a la muerte.

En «Elegía a la muerte de un poeta español», la muerte se identifica con el olvido, un olvido singularizado (el de Lorca), pero también colectivo (el de la nación española). Aunque Molinari trata de compatibilizar la visión lúdica del Lorca poeta con la de una España sufriente, la composición carece de la entonación conativa y de la vocación testimonial o denunciatoria de la poesía social. Por ello, a diferencia de los poemas que Cernuda dedica a Lorca -«A un poeta muerto (F. G. L.)» (Las nubes, 1943) y «Otra vez, con sentimiento» (Desolación de la Quimera, 1962)-, en los que no falta el compromiso ético ni la virulencia expositiva, Molinari prefiere adjuntar una lectura metafísica, en que la muerte es intensificación de la soledad terrena, y en la que subyace una consolatio cristiana de textura evangélica.

Donde Cernuda expresa su rencor hacia un pueblo «hosco y duro», que no comprende a las almas superiores, y se queja de la apropiación institucional del poeta -que conlleva la conversión de su voz en lo que Mallarmé denominaba «palabras de la tribu»-, Molinari apostrofa la pérdida del amigo. A pesar de estas divergencias, resulta iluminador comprobar la similitud de las imágenes con que ambos se refieren a Federico. Si en el poema de Cernuda «A un poeta muerto (F. G. L.)», Lorca es nombrado «clara flor» y «rosa eterna», en «Casida de la bailarina» es «rosa del cielo», en «Elegía y Qasida», «azucena dulce», y en «Elegía a la muerte de un poeta español», «lirio dulce».




Al contrario de lo que sucediera con Lorca, apenas han trascendido las circunstancias en que nació la amistad entre Molinari y Alberti, si bien sabemos que ambos poetas se conocieron en el contexto del viaje de Molinari a España y que su conversación lírica se prolongaría durante más de cincuenta años. Lejos de fructificar en unos textos conjuntos, su diálogo se limitaría a diversas calas simbólicas en sus respectivos universos poéticos, aunque la prueba de que éstos no ignoraban sus mutuas producciones reside en el hecho de que Alberti le dedicase al argentino su «Metamorfosis del clavel» (tercera parte de Entre el clavel y la espada, 1941), a lo que correspondería Molinari al ofrecerle Una sombra antigua canta (1966).

La afinidad entre los dos poetas se percibe, inicialmente, en el parentesco tonal que tiene Marinero en tierra (1925) con algunas de las primeras composiciones de Molinari. Sin embargo, la recurrencia simbólica del mar potencia en el bonaerense una lectura trascendente, en tanto que sucedáneo de eternidad, que en Alberti sólo parcialmente puede subsumirse. Mientras que en el español predomina la visión nostálgica de un puro mundo marino, que se enuncia mediante el deseo del poeta de poseer su belleza natural -«Salinero», «Pregón», «Desde alta mar»- o de alcanzar una libertad baudeleriana -«Canción 49», «Mar»-, para Molinari el mar es sustancia onírica -«El sueño» (Días donde la tarde es un pájaro, 1951)-, espejo de la fugacidad del tiempo -Nunca(1933)-, culminación o punto de término, a la manera manriqueña -«Oda a los viejos y grandes ríos» (El alejado, 1943) u «Oda al mes de noviembre junto al Río de la Plata» (El huésped y la melancolía)-. La polisemia de este símbolo apunta, en resumen, a la búsqueda de un imposible adanismo o de una edad dorada intuida por el hombre, pero inexistente a la postre, que se desvanece en un anhelo de desdoblamiento. De hecho, Gabriela Susana Puente observa en los poemas del argentino la expresión metafórica de una carencia, como proyección «de la necesidad de ser otro».

El mecanismo del correlato objetivo, procedimiento sublimado de este desdoblamiento, rige el tapiz angélico de Sobre los ángeles (1929), de Alberti, construido, se diría, sobre las ruinas de la individualidad psíquica de su autor. Mucho se ha discutido acerca de la genealogía surrealista de esta obra. Aunque consensuada como prototipo del surrealismo español, aún perdura la opinión de que «el surrealismo de Alberti parece más fruto de una deliberada actitud mimética que de una honda convicción interior»36. Pero, ya que es obvio que la disonancia entre el surrealismo francés y el español estriba en un distinto planteamiento del control del yo sobre la creación poética (automatismo psíquico en el mundo francés, convicción de la labor creadora en el español), difícilmente puede comprenderse Sobre los ángeles si no es en el marco de un «surrealismo interiorizado». Así, el abandono al parpadeo onírico y al metaforismo caótico, lindante a veces con la imagen visionaria -en acepción bousoñiana-, es un abandono siempre relativo, y alguna vez extrañamente consciente.

Hay también en los versos de Molinari un amplio mundo angélico, que se divide entre unos ángeles con encarnadura humana (mundo vertical y terrestre) y unos heraldos divinos que pueblan el lugar bíblico que Milton habilitara en su Paraíso perdido (mundo horizontal y aéreo). Al contrario que los ángeles de Juan Ramón Jiménez, reducidos a mero esqueleto cromático, y que los de Lorca, cuya sensualidad pagana no se despega de la iconografía católica, las figuras celestiales de Molinari, como se ha dicho de las de Alberti, adquieren una dimensión simbólica al tiempo que «acuden a la pura plasticidad del signo, en una combinación que une ímpetu juvenil y gracia popular».

En la poesía de Molinari, el ángel luzbeliano se confunde con el vuelo y la elevación, con las nubes y los pájaros, y, vestido de ropajes humanos, ensambla con el sentir de la transitoriedad de la vida. En Hostería de la rosa y el clavel (1933), donde el autor aún explora el destello intuitivo próximo a las iluminaciones rimbaudianas, el ángel es proyección alucinada de la vigilia del poeta. Igualmente, en las formas angélicas de «El exiliado» (Días donde la tarde es un pájaro), «Oda a un ángel de la tarde» (Unida noche), «¡Toma, oh tiempo, estas llamas!» (Un día, el tiempo, las nubes, 1964) y «Oda a un instante del otoño» (ibidem) palpita el yo del autor, cuya preeminencia se subraya mediante un cierto pathos neorromántico y énfasis lírico. De distinto sesgo es «Elegía a la ciudad de Esteco» (El alejado), poema de ruinas que coincide tanto con los tópicos morales del Barroco (ubi sunt?, vita brevis, memento mori) como con un sensorialismo pagano que brota de la descripción de la exuberante naturaleza americana y de la utilización de un léxico criollo. Nos hallamos, pues, ante el arquetipo del «ángel de las ruinas», que sugiere una restitución, a través del hecho poético, de la creación demiúrgica, y una interpretación del itinerario angélico como un impulso hacia esa eternidad sin Dios que tan bien supo plasmar en sus Proverbios William Blake.

Por otra parte, los ángeles-hombres aparecen como seres indefensos, imbuidos de los temores comunes, y recuerdan al «ángel con grandes alas de cadenas» de Blas de Otero (Ángel fieramente humano, 1950), aunque sin su áspero desgarro existencial. A diferencia de la interpretación tácita y casi secreta, según el ejemplo de Valéry, que proponen los ángeles molinarianos, los de Alberti transmiten un mensaje no tanto de nihilismo cuanto de desengaño, en un sentido literal. Esto es, el desvelamiento de la oquedad vital engarza con la crítica, más o menos cifrada, del materialismo del hombre moderno, y tiñe algunos de sus poemas («El ángel tonto», «Los ángeles crueles» y «El ángel avaro») de un vago contenido social.

No es de extrañar que Gerardo Diego, conocedor de la germinación simbólica del ángel en la lírica molinariana, esbozara, años más tarde, el siguiente retrato del autor argentino: «Ricardo Engel [el "Engel" es invención poética de Diego] Molinari es una de esas criaturas afortunadas [...] que no es que lleve dentro un ángel, sino que él mismo lo es, sin dejar de ser hombre».


Gerardo Diego, que se convertiría en uno de los más amplios difusores de la obra de Molinari, es, tal vez con José María de Cossío -a quien el argentino visitaría en la Casona de Tudanca-, el autor más apreciado por el bonaerense de entre sus contemporáneos españoles. Gerardo Diego comparte con el creador de El imaginero el repliegue sentimental y el rechazo a la adhesión emotiva. No obstante, aquél esgrime, en sus primeros textos, un ideario estético relacionado con la intrascendencia del arte y con la alacridad, tal y como había propugnado Ortega y Gasset acerca del arte deshumanizado de la Vanguardia, con el que Molinari nunca llegó a comulgar.

La trayectoria poética del español puede erigirse en síntesis de las dos tendencias artísticas que confluyen en el momento generacional, y que operan como línea estética divisoria a lo largo de todo el siglo XX. Nos referimos a una poesía pura y a una poesía humana o, en palabras de Diego, a una poesía absoluta y a una poesía relativa. Este tránsito del yo al nosotros, sin embargo, no resulta en el santanderino una evolución forzada por las circunstancias vitales o nacionales, según ocurriría con algunos de los poetas sociales de la inmediata posguerra, ni tampoco una renuncia a sus principios estéticos, sino la natural derivación de estos últimos.

El Creacionismo de Gerardo Diego, como el de Larrea, parte de la atracción hacia el prototipo de poeta-Dios encarnado, en buena medida, por Vicente Huidobro. El movimiento creacionista, importado a España cerca de 1918, se obstina, frente a la imitación de la naturaleza, en la producción de una realidad nueva y autónoma, mediante una imagen múltiple en los aledaños del cubismo de las artes plásticas. Los primeros ejercicios poéticos de Gerardo Diego, destinados a «hacer florecer la flor en el poema», no presentan el signo coyuntural propio del Ultraísmo o del Surrealismo más canónicos, pero denotan el esfuerzo de un arte laboriosamente construido, hecho «adrede». No es sino a partir de Versos humanos (1925) cuando se atempera este impulso, en cuanto que la matriz vanguardista se funde con la temporal o humana. Con Alondra de verdad (1941), su poesía «gana en idealismo lo que pierde en ritmo y en alegría elemental». Un idealismo que, frente a la jovialidad de los diversos ismos, es ya necesidad estética y existencial.

Aunque no es posible distinguir en la obra Molinari un corpus creacionista, el autor se aproxima a la vertiente menos programática, y por tanto más personal, de esta corriente en el mencionado cuaderno Hostería de la rosa y el clavel. Esta composición abre un camino de reflexión metapoética que manifiesta, junto a reminiscencia de una vibración hermética, heredera del Altazor huidobriano, unos primeros síntomas de despojamiento expresivo, que se ligan con una experiencia de alumbramiento místico y de perfección espiritual.

La progresión lírica de Gerardo Diego y de Molinari se concreta en el tratamiento de los símbolos por parte de ambos autores. En «Paisaje ciudadano» (Evasión, escrito en 1919 aunque publicado en 1958) y en «Ventana» (Manual de espumas, 1924), Gerardo Diego reescribe un universo circense, «macerado por la paradoja»41, como deseaba Ramón del humorismo vanguardista. Molinari también plasmaría este flirteo con las formas de vanguardia en composiciones de juventud como «Poema a la niña velazqueña» (El imaginero). Más tarde, esta perspectiva se metabolizará en el mundo literario de sus creadores. Basta con observar el distinto enfoque que recibe un mismo símbolo, el de las nubes, en «Nubes» (Manual de espumas) y en «Hablan las nubes» (Alondra de verdad), de Diego, o en Cuaderno de la madrugada (1939) y «A unas nubes» (Un día, el tiempo, las nubes), de Molinari. Si en los primeros poemas el símbolo amuebla el espacio lírico y favorece la invención metafórica de sus autores, en los segundos entronca con una visión trascendente de la mutabilidad del alma, de la fugacidad del tiempo y de la reviviscencia del pasado.

Por otra parte, Molinari, que sabe de la querencia de Diego por la lírica tradicional, le dedica a éste el cuaderno Cancionero de Príncipe de Vergara(1933), «Homenaje a Lope de Vega» (Un día, el tiempo, las nubes) y «La morada» (La escudilla, 1973). Así como el primero constituye una recreación de la poesía amorosa popular, que bebe del caudal del Romancero, el «Homenaje a Lope de Vega» es una pieza encomiástica en que Molinari reproduce la iconografía lopesca y asume el disfraz pastoril para abordar el panegírico del poeta barroco. En «La morada», el poeta se ciñe a la plantilla métrica (coplas de pie quebrado) y tópica (meditación sobre la brevedad de la vida) de las Coplas manriqueñas, y, pese a la escasa permeabilidad de este modelo, consigue evitar, gracias al escorzo de su dicción personal, el pastiche manriqueño.

Por último, «A Gerardo Diego» (El viento de la luna), escrito a la muerte del amigo, se aparta de la poesía sepulcral que, prolongando la tradición de los epigramas y de las estelas grecolatinas, Molinari había cultivado en sus «Inscripciones». Aquí, el argentino ahonda en los ingredientes de su ya conocido mosaico lírico, en detrimento de todo artificio retórico, vuelo irracional y verbalismo expansivo. La figura del poeta español, unida a la tierra que lo albergara, conecta con el más depurado simbolismo de Molinari. La invocación a la divinidad que culmina el poema es, en fin, un grito conmovido con que el autor, que intuye la inminencia de su propia muerte, trata de hallar consuelo en la esperanza de la vida ultraterrena.

En definitiva, el contraste de la poesía de Molinari con la de tres poetas españoles coetáneos nos permite tender un puente entre los autores del 27 español y el grupo argentino del 22 o «martinfierrista», aunque no pretendemos trazar aquí un mapa generacional, cuya cartografía suele confundir incluso a los más avezados geógrafos.

Al contrario que muchos de sus contemporáneos, Molinari niega la fructuosa porosidad del arte de vanguardia, que él concibe como mero pasatiempo literario o distracción poética. Su lírica se dispone, pues, alrededor de tres vértices. En primer lugar, la efusión íntima ante el paisaje argentino. En segundo, la presencia de lo que Alonso Gamo define como «mundo de la madrugada», es decir, una experiencia límite entre el sueño y la vigilia en que el autor alcanza, a semejanza del místico, la revelación de algunas verdades ontológicas. Y, por último, la devoción por los clásicos y el gusto por la armonía de la lengua castellana.


Esta propensión hacia la clasicidad, tanto en la forma (con el cultivo de sonetos, canciones, liras y romances) como en el fondo (con la recuperación de los principales topoi literarios), se alterna con el aliento elegíaco y con la modulación personal de largas tiradas métricas, que dotan de una nueva elasticidad a los versículos inventados por San Jerónimo para trasladar a la escansión latina la amplia respiración del verso hebreo. El autor, que ya se había aproximado a la prosodia cancioneril de los primeros poemarios de Dámaso Alonso (Poemas puros, poemillas de la ciudad, 1921), Alberti (Marinero en tierra, 1925) y Lorca (Romancero gitano, 1928), o, en el contexto latinoamericano, del mexicano José Gorostiza (Canciones para cantar en las barcas, 1925), se acerca, en sus obras de madurez, a Sermones y moradas (1930), de Alberti, La destrucción o el amor (1934), de Aleixandre, y Poeta en Nueva York (1940), de Lorca.

En esta encrucijada de tradición y modernidad, Molinari se muestra capaz de enlazar la mesura clásica de ciertos poetas barrocos -su biblioteca contenía primeras y raras ediciones de Bocángel o de Carrillo y Sotomayor- con la pulsión integradora de la última Vanguardia, y, de este modo, conectar dos mundos separados por la cronología (siglo XVII y siglo XX) y por el espacio (América y España). El argentino acrisolaría este doble influjo en su propia producción lírica, a menudo esparcida en ediciones muy cuidadas y minoritarias que, al tiempo que reflejan el pudor con que se consagraba a la creación lírica, ostentan el amor de quien las concibiese por el raro y amargo don de la poesía.



Rodolfo Alonso nos agrega su medular comentario cuando expresa que "No es casual, en nuestros días, para una sociedad que sólo aplaude el show o la frivolidad más absoluta, dejar de lado a un alto poeta o a un hombre capaz de definirse, en vida y obra, "Distinto, distante", como señaló Antonio Pagés Larraya. Y tal desapego por las personalidades hondas y apartadas podría considerarse, en realidad, la más despiadada autocrítica que esa sociedad puede hacerse a sí misma. Hace ya tiempo, y no poco irónica o desoladamente, André Malraux supo enunciar que "nuestra civilización vive en lo sensacional como la griega vivió en la mitología".

Pero el desencuentro de una figura como la de Molinari con los parámetros de su entorno, no se desprende sólo del creciente desinterés que le cupo, en los últimos tiempos, al único género que cultivó: la poesía, sino que viene quizás desde más lejos. En un comienzo, acaso desde la aparición de su libro inicial, que ya lo muestra en posesión de sus medios, el desenfoque fue tal vez percibirlo sobre todo como un diestro versificador enamorado de los clásicos castellanos cuando, de lo que realmente se trataba y se iba a ir apreciando cada vez más y más en el espléndido desplegarse de su escritura, esa vecindad era más bien con aquello que Dante Alighieri enunció cabalmente en su "Divina Comedia": la poesía es "la gloria de la lengua". Ese don que Molinari ponía de manifiesto ya desde un comienzo, esa "dicha del lenguaje" que Wallace Stevens ratificaría, a su vez, muchos siglos después del ilustre florentino y que, para nuestro poeta, nunca pudo ser en absoluto apenas técnica, meramente formal, tan sólo instrumental.

Concomitante con aquella inicial y premonitoria acogida favorable, fue la atribución de un único signo dominante: la melancolía. Pero una melancolía a la que se percibió tan omnívora como para incluir dominios muy alejados de la mera interioridad, con un alcance incluso sociocultural cuando no hasta geopolítico. Porque de la insoslayable errancia desdichada del hombre destinado a la muerte se llegaba a extrapolar, a modo de proyección perversa, también un destino manifiesto en negativo para toda una comunidad. Lo cual, entre otras cosas, hubiera venido a reivindicar, cuando no a justificar, de un modo u otro, aquel viejo y tal vez raigal "no te metás".

 De ambas desventuras parecieron nutrirse muchos miembros de la llamada generación del cuarenta, cuya desdicha quizás fundacional pudo ser precisamente adjudicarse como utopías valores que Ricardo E. Molinari ya había llevado a su máximo esplendor. Y que, con las generaciones subsiguientes, iban a cambiar de sentido. Ya sea desde la vanguardia como desde el oficialismo populista (que más tarde iba a llegar a mimetizarse con la cultura de masas), cuando no también por parte de los entonces todavía activos medios de izquierda, las percepciones de la personalidad de Molinari llegaron a hacerse negativas. No se alcanzaba a percibir la hondura y la originalidad, la encarnada evidencia de su moderna inmersión -hacia adentro, no desde el exterior- en las formas clásicas, no sólo de la literatura castellana sino también de los míticos cancioneros galaico-portugueses y de su propio, límpido folklore nacional. Se olvidaba, acaso, aquello que su compatriota Juan L. Ortiz supo precisar: "el canto viene de muy lejos, de muy lejos, y no muere".


Después de casarse, trabajó en el Congreso de la Nación hasta su jubilación. Molinari fue colaborador permanente del Suplemento Literario del diario La Nación.


La muerte suele resultar la última posibilidad de resonancia que les deja, hoy, la omnipresente sociedad del espectáculo, a los artistas exigentes o a los grandes retraídos. Ricardo E. Molinari fue sin duda ambas cosas y, en consecuencia, después que se aquietaron las leves ondulaciones necrológicas que provocó su fallecimiento, ocurrido el 31 de julio de 1996, se corría el grave riesgo de que su nombre rodara nuevamente hacia el olvido.






El imaginero, Buenos Aires, Proa, 1927
El pez y la manzana, Buenos Aires, Proa, 1929
Panegírico de Nuestra Señora del Luján, Buenos Aires, Proa, 1930
Delta, Buenos Aires, Ed. del autor,1932     
Nunca, Madrid, Ediciones Héroe,1933        
Cancionero de Príncipe de Vergara, Buenos Aires, Ed. del autor, 1933
Hostería de la rosa y del clavel, Buenos Aires, Ed. del autor, 1933
Una rosa para Stefan George, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934
El desdichado, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934
El tabernáculo, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934
Epístola satisfactoria, Buenos Aires, Ed. del autor, 1935
La fierra y el héroe (1933 y 1934), Buenos Aires, Ed. del autor, 1936
Nada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937
La muerte en la llanura, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937
Casida de la bailarina, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937
Elegías de las altas torres, Buenos Aires, Ed. de la "Asociación Cultural Ameghino" de Luján, 1937
Dos sonetos, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
Cinco canciones antiguas de amigo, Buenos Aires, Ed. del Angel Gulab, 1939
Elegía a Garcilaso, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
La corona, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
Libro de las soledades del poniente, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
Cuaderno de la madrugada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1940
Oda de amor, Buenos Aires, Ed. del autor, 1940
Odas a orillas de un viejo río, Buenos Aires, Ediciones de la Asociación Cultural Ameghino de Luján, 1940
Seis cantares de la memoria, Buenos Aires, Ediciones El uriponte, 1941
Mundos de la madrugada, Buenos Aires, Losada, 1943
El alejado, Buenos Aires, Ed. del autor, 1943
El huésped y la melancolía, Buenos Aires, Emecé, 1946
Sonetos a una camelia cortada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1949
Esta rosa obscura del aire, Buenos Aires, Losada, 1949
Sonetos portugueses, Buenos Aires, Ed. del autor, 1953
Oda, Buenos Aires, 1954
Inscripciones y sonetos, Tucumán, La torre en guardia, 1954
Días donde la tarde es un pájaro, Buenos Aires, Emecé, 1954
Romances de las palmas y los laureles, Buenos Aires, Ediciones El mangrullo, 1955
Cinco canciones a una paloma que es el alma, Buenos Aires, 1955
Inscripciones, 1955
Oda a la pampa, Buenos Aires, Ediciones de Federico Vogelius, 1956
Oda, manuscrita, 1956
Unida noche, Buenos Aires, Emecé, 1957
Poemas a un ramo de la tierra purpúrea, Montevideo, Cuadernos Julio Herrera y Reissig, 1959
Arboles muertos, Buenos Aires, F. A. Colombo-Castagna, 196C
Alfonso Reyes: elegía, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1960
Un río de amor muere, Buenos Aires, 1960
El cielo de las alondras y las gaviotas, Buenos Aires, Emecé, 1963
Oda a un soldado, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1963
Homenaje a Georges Braque, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1963
Un día, el tiempo, las nubes, Buenos Aires, Sur, 1964
Cuatro vidalas para una dama, Buenos Aires, Ediciones del autor. 1965
Una sombra antigua canta, Buenos Aires, Emecé, 1966
La hoguera transparente, Buenos Aires, Emecé, 1970
La escudilla, Buenos Aires, Emecé, 1973
Las sombras del pájaro tostado: Obra poética (1923-1973). Buenos Aires, Ediciones El mangrullo, 1975
La cornisa, Buenos Aires, Emecé, 1977
El viento y la lluvia, Buenos Aires, Corregidor, (1991)
Voz raigal de nuestra poesía (Antología), Corregidor, 1993


ESTAS COSAS

No sé, pero quizás me esté yendo de algo, de todo,
de la mañana, del olor frío de los árboles o del íntimo sabor
de mi mano. Pero estas llamas y la lluvia bajan por la tarde del día elevadas, con su trabajo cruel
y afanoso, con el terror de la primavera y el tiempo y la noche
vanamente disueltos en su impaciencia.
Yo sé que estoy mirando, extendido, sin atender
lo que el polvo y el abandono ocultan de mi cuerpo y de mi lengua. Una palabra, aquella
sonriente y terrible de ternura,
oscurecida por la razón y el mágico envenenamiento de la nostalgia;
sedentaria huye por un campamento, llamada y perseguida permanente,
sin alguna vez, devuelta entera y desentendida
al seno ardiente de la noche, al ser mayor e indestructible de la atmósfera.
Nada queda después de la muerte definido y elevado, ni la imagen voluntariosa
sobre los pastos crecidos y ondulantes, ni el pie
atropellado que dispara de su quemada historia intacta.
Sin clamor el rostro siente el húmedo temporal, el albergue perecedero
y la flor abierta en el vacío,
sin volver los ojos, va en su rapidez disuelto
y extrañísimo.
Soy el ido, el variante del cielo,
de la calle muerta en las nubes,
su entretenimiento como un pájaro.
¡Amor, amor! una brizna del sentido,
tal vez un día donde mis labios bebieron la sangre
y todas estas nieblas azotadas e irremediables, perdidas.
Decidido, toma, ¡oh noche!, mis secos ramos y llénalos de rocío brillante
y pesado, igual al de las hojas del orgulloso y reclinado invierno.
No sé, pero quizás me esté yendo de algo, de todo,
de la mañana, del olor frío de los árboles o del íntimo sabor
de mi mano. Pero estas llamas y la lluvia bajan por la tarde del día elevadas, con su trabajo cruel
y afanoso, con el terror de la primavera y el tiempo y la noche
vanamente disueltos en su impaciencia.



Deseamos a todos nuestros lectores un próspero año 2014 y los esperamos para seguir recordando a los grandes creadores de la literatura argentina.





viernes, 29 de noviembre de 2013

JULIO SÁNCHEZ GARDEL: EL PROVINCIANO DEL TEATRO

                                                                                                                                                                   

                        
Como muchas de las expresiones artísticas de nuestro país, el teatro no logró desprenderse hasta finales del siglo XIX de la dependencia europea. La influencia española, italiana y francesa gobernaban los elencos que ofrecían un gran repertorio universal con artistas de renombre y fama mundial. Las carteleras también se llenaban de zarzuelas, bodeviles y piezas fáciles que se organizaban en el “género chico”. El público que pertenecía a un sector acomodado de nuestra sociedad, se veía reflejado en esa suerte de fantasía que no lograba despertar la verdadera raíz del ser nacional. Por varias décadas se careció no solo de un teatro alimentado de obras telúricas, tampoco de elencos integrados por artistas criollos que pudieran interpretarlas sin falseamientos de ninguna índole a los autores locales, y mucho menos de un espectador que acompañara este despertar.

A diferencia de la narrativa y la poesía, no puede verse por entonces un teatro en base a autores nativos por la carencia de elencos compuestos por intérpretes nacionales. Sin embargo, logran afirmarse algunos destellos como es el caso que anima a los Podestá, para encauzar la pantomima de Juan Moreira que obtiene una mayor resonancia cuando Pepe Podestá agrega al juego mímico los parlamentos sacados de la novela de Eduardo Gutiérrez. De esta manera, los personajes, además de cumplir su cometido, poseen voz y lo que dicen es entendido por todos porque, entre tanto texto ajeno, la aventura gauchesca es bien conocida y refiere a algo propio.

De todos modos, el esfuerzo y  propósito de los Podestá no cuaja de inmediato y por ello no es decisiva ni determinante la realidad artística. Lo demuestran las permanentes andanzas ambulatorios que deben transitar por diversas plazas de Argentina y Uruguay, que son zonas que recorren con su circo criollo de “dos partes”: la primera, dedicada a las pruebas circenses; la segunda, ofreciendo la interpretación del “drama gauchesco”, con el tramo inicial cubierto por entero con el Juan Moreira, de Gutiérrez, y luego alternándolo con otras piezas, de intencionalidad semejante.




Habría que esperar hasta 1890 para hablar de un despertar con  presagio de suceso nacional que producen las representaciones de Juan Moreira en una esquina de Buenos Aires ¿Qué significa y qué pasa con Juan Moreira, melodrama gauchesco- policíaco, para que pueda haber sido considerado, equivocadamente, desde luego, fundador del teatro nacional? Siguiendo el hito mayor que significó el Martín Fierro de José Hernández, Eduardo Gutiérrez, periodista de pluma ágil y muy diestro en la creación folletinesca, entre 1879 y principios de 1880 publica en La Patria Argentina una serie de episodios que novelan la vida maltratada y muerte por la espalda del gaucho Juan Moreira. El personaje había existido y mucho se documentó Gutiérrez al respecto, pero después da rienda suelta a la novelería aventurera y, mezclando realidad y ficción, logra trazar una figura que pertenece al mito y la leyenda. Moreira pudo ser “vago y malentretenido” como lo calificaban los prontuarios policiales, y guardaespaldas de políticos de distinto bando, pero su personalidad trasciende, gracias a Gutiérrez, como la de un ser acosado por la justicia injusta y prepotente que le hace perder todo, hasta su vida.

En este camino de aventura, imaginación llana e inocencia creativa, el Circo de los hermanos Carlo encargó a Eduardo Gutiérrez la adaptación del Juan Moreira  para ser presentada como espectáculo ecuestre-gauchesco-circense. El papel principal estuvo a cargo de José Podestá, un trapecista y popular payaso, quien más tarde perfeccionó la adaptación de Gutiérrez que consistía en un mimodrama, convirtiéndolo a Juan Moreira en el drama con el cual se inició el teatro argentino con temas de espíritu nacional apoyados en la figura del gaucho, confirmando todo un ciclo en la literatura no sólo argentina sino también uruguaya. Las obras del ciclo gauchesco situaron su acción en la Pampa y trataban acerca de los abusos e injusticias sufridos por los gauchos, la defensa de valores sociales y los conflictos con las autoridades, debido a la desigualdad social. La obra se representó por primera vez el 2 de julio de 1884.




En 1892, aun en la Capital federal, los Podestá intentan realizar una temporada en el Pasatiempo, teatrillo dedicado a representaciones populares de variada índole. Alcanzan a dar 52 funciones en 42 días. Allí estrenan El mono Pancho, de Féliz Sáenz y Los óleos del chico, sainete en un acto con varios cuadros y apoteosis del popular payador y autor NemesioTrejo.                                                                                   
Pero la situación económica imperante es mala y la tentativa de los Podestá resulta un fracaso. Con los bártulos a cuestas se van forzados a retomar a la vida trashumante. Cruzan el río y actúan en Montevideo y después de dar 51 funciones regresan para continuar su gira por Argentina.

Mas tarde, el realismo se estableció con Florencio Sánchez (1875-1910), que aunque nacido en Uruguay ganó su prestigio internacional en Argentina con obras como Barranca abajo (1905). Samuel Eichelbaum (1894-1967) es otro de los autores de más fuerte personalidad en el teatro argentino de principios del siglo XX, quien llevó la crudeza del naturalismo al teatro con una fuerza dramática excepcional como puede apreciarse en La mala sed (1920), Un guapo del 900 (1940) y Dos brasas (1955).



                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       
Sin duda  la cronología sobre la historia del teatro argentino merecería de nuestra parte un mayor empeño y dedicación, pero debemos reconocer que nuestra mirada está focalizada en rescatar la vida y obra de autores que el paso del tiempo ha dejado de lado por múltiples circunstancias. Por ello esta breve introducción -incompleta por cierto-,  nos permite ambientarnos en el clima escénico y colocar sobre el escenario a Julio Sánchez Gardel, uno de los grandes dramaturgos de quien muy pocos se acuerdan. Este catamarqueño nacido el 15 de diciembre de 1879 era hijo de Luis Sánchez y Josefa Gardel, un matrimonio clásico que vivía con cierta holgura. Su tierra natal estará presente en casi toda su obra dramática, aunque no siempre lo puntualice. El autor fue un escritor delicado y renuente a la grosería gratuita, aún cuando sabía ser crudo en sus expresiones si la situación dramática lo requería. Sánchez Gardel prefería insinuar maliciosamente antes que hacer la mención descarnada. Casi nada se sabe de su primera infancia, aunque se puede decir que el futuro dramaturgo era un niño retraído y de pocas palabras. Realiza sus estudios primarios y secundarios sin altibajos en su ciudad natal y es allí donde despierta su vocación: organiza en el Colegio Nacional un grupo filodramático estudiantil. Una vez finalizado el ciclo intermedio la familia decide que el joven debe viajar a Buenos Aires para “conocer la gran ciudad”. Era común en los hogares más o menos pudientes del interior del país, no tanto por los valores culturales en sí que pudieran significar, como por lo que pudiera representar, de manera tangible, para la sociabilidad de una argentina finisecular en acelerada transformación, que los jóvenes accedieran a espacios de importancia en Buenos Aires. No todos los provincianos que llegaban a la gran urbe obtenían el título tan ansiado por las respectivas familias. Así es como en los cenáculos artísticos y literarios de la Capital Federal figuraban jóvenes que partieron de sus hogares en procura del título de abogado o médico, en ese orden, y a veces no pasaron las primeras materias de derecho o medicina. Algunos cumplieron el sueño de sus mayores, y una vez recibidos, retornaban a su tierra para ser personajes de relevancia o se quedaban definitivamente en Buenos Aires, atrapados y absorbidos por un medio colmado de tentaciones y promesas. Para el caso ¿cómo comparar una urbe como Buenos Aires, en plena fermentación por el aporte multitudinario y aluvional de los inmigrantes, con la lejana Catamarca, con su placidez, y las largas siestas al pie del cerro siempre vigilante como el Acasti?

Julio deja su tierra en medio de esa lucha interna donde se entremezcla la liberación y el desarraigo y pisa la ciudad portuaria con la mochila del “pajuerano” y el peso del muchacho de tierra adentro. Decide estudiar abogacía pero poco a poco se da cuenta que no es su deseo litigar. En sus futuras obras dramáticas aparecerán muchos estudiantes provincianos. Unos triunfan y otros fracasan. Son jóvenes que huyen de una vida provinciana aplastante, donde no hallan cauce a sus proyectos. Muchos, sin embargo, regresan al terruño, añorando la quietud. Se advierte que la ciudad gigante los agobia y paraliza. En ese aspecto Sánchez Gardel desnuda en sus personajes sus propias emociones.

Jorge Lafforgue puntualiza que “el hecho es que Sánchez Gardel vivió el conflicto entre Buenos Aires e Interior, bajo el ángulo del Proceso y sus negaciones de la vida auténtica, del espíritu, del amor –términos que se asimilaban muy fácilmente-, lo que reprodujo en sus obras y, en consecuencia, no es aventurado pensar que trató de darle una respuesta. ¡Buenos Aires! ¡Cómo enceguece y trastorna tu resplandor a estas pobres provincias que aún no saben vivir solas! exclama consternado el Abuelo (escena IV de acto tercero de Los Mirasoles) Y podríamos entonces agregar, de acuerdo con lo hasta ahora visto: estas provincias no saben vivir solas porque desdeñan –o quizá no sienten, en tanto para sentir es necesario haber padecido su falta– esos inestimables tesoros que preservan del tropel materialista, esos ensueños del alma. Estas provincias-mirasoles no saben aún que el sol de Buenos Aires puede ser una mala luz. Pues la luz verdadera, la de la conciencia, la que encierra el amor, esa luz está más allá del tráfago urbano y de la quietud provinciana: en el fondo mismo de cada individuo”.

Sánchez Gardel además de su calidad como  dramaturgo tuvo una fina sensibilidad por la música en todos sus aspectos, amante de Beethoven, Chopín, Liztz y Mussorgsky junto a tonadas, zambas y chacareras de nuestro folklore.

El joven catamarqueño debió luchar a poco de instalarse en Buenos Aires con el fantasma de su compatriota  Ezequiel Soria. Ya por entonces el autor era conocido y con cierto prestigio además de querido dentro del teatro propio más popular de la época, que era el “zarzuelismo criollo”. Soria - tío de Sánchez Gardel- había llegado unos años antes y ya se había ganado un lugar, mientras que Julio debió pelear el sustento diario con un puesto en la oficina clasificadora de Correos y otro en el departamento de antropometría de la Policía, sumado a contadas participaciones como cronista el  La Argentina y en los diarios El País y El Tiempo.

A fines de abril de 1904, en el Teatro de la Comedia, Sánchez Gardel da a escena su primera obra titulada  Almas grandes y que en realidad no promete demasiado. No escapa a nadie que la influencia de su pariente fue decisiva para la aceptación. La crítica local poco aportó, no así la del periódico La ley de su provincia: Julio Sánchez Gardel: Este distinguido joven catamarqueño acaba de ser aclamado como autor nacional en el teatro de la Comedia. Aunque no conocemos Almas gemelas, nos hacemos eco de las críticas teatrales para saludar desde la patria chica en entusiasta aplauso al joven escritor, incitándole a seguir en su obra para mayor prestigio de su nombre. Pero recién varios años después su nombre comenzará a ganar prestigio cuando irrumpe con Los mirasoles (1911) y La montaña de las brujas (1912).

Entre 1905 y 1910 el autor muestra una serie de obras tempranas  que lamentablemente no logran despertar al público que está pendiente de las piezas de Florencio Sánchez  y Gregorio de Laferrère.

En 1907 el dramaturgo estrena Las dos fuerzas, sobre un tema polémico y tabú para la época: el divorcio. Este desenlace con su complicada casuística, se prestó siempre a los más diversos enfoques, desde la farsa hasta la tragedia. La acción transcurre en un ambiente lujoso y elegante, al principio en un escritorio y luego en una sala amueblada con suntuosidad de fin de siglo.

Sánchez Gardel vive intensamente todo ese clima intelectual de rebeldía y protesta  que está presente en las calles. A decir de Vicente Martínez Cuitiño, el joven catamarqueño es por entonces un mocetón de aspecto taciturno y andar solemne que, como absurdo para la etapa, actúa en el mundo teatral, se llama Sánchez y no es Florencio. La situación, algo discriminatoria, resulta muy molesta porque sirve para la burla. Se llega a aludir a él nombrándolo como “Sánchez el malo”, en contraposición con “el bueno” que es Florencio.




Su vida afectiva es silenciosa, en Catamarca había quedado su novia la que finalmente será la compañera de vida. Sánchez Gardel era un joven alto, un tanto encorvado, de paso tranquilo, con una incipiente miopía que lo obligaba a entornar los ojos, aumentando su aire melancólico. El dramaturgo será siempre un hombre introvertido. Hay quien lo recuerda haberlo visto sentado en un café con el comediógrafo Ricardo Hicken, cada uno con su vaso en la mano, durante largas horas, sin pronunciar palabra, con la vista perdida en un punto remoto. Parecían sumidos en inacabable diálogo telepático. Cada uno encerrado en su abismo, en su mágico mundo.

En 1910, Sánchez Gardel estrena La otra un poema dramático en un acto sin ninguna repercusión. Insiste con Después de misa, una comedia de costumbres en un acto que corre igual suerte.

La hora de la verdad le llega al norteño con el estreno de su obra Los Mirasoles. Para muchos fue un hallazgo, para su autor un reencuentro, un regreso a los lugares comunes y caminos desandados. El consenso de la crítica fue unánime y el público llenó el teatro noche tras noche. Sánchez Gardel había hallando por fin su veta. Por la frescura de esta obra, el nombre del catamarqueño quedaría incorporado para siempre a la historia de la dramática nativa. Los mirasoles es un texto de equilibrio. Su autor parece haber arribado en su trayectoria a un lapso de fugaz serenidad. El conflicto capital-provincia ha limitado sus aristas. Para el autor este tono de “alegre patio provinciano” y cerros con sus riscos es la mejor demostración de un regreso al seno materno, donde siempre se sintió protegido y feliz.

Después del milagro, Julio Sánchez Gardel entrega La montaña de las brujas, poema trágico en tres actos que se estrena en el Teatro Nuevo. En esta pieza los escasos personajes hacen que la acción no se disperse, que se condense en ese pequeño grupo de seres toda la impetuosidad que emana del paisaje. Tres años después Pablo Podestá le sube a escena El zonda otro poema trágico que fue un fracaso. Quizá Sánchez Gardel no atinó a trasponer airosamente la distancia que media entre la concepción de un tema o un asunto dramático y su realización escénica.

En 1909 se había casado con Sara Tapia un soporte de enorme importancia para el desarrollo personal del autor. Con ella pasó los mejores y peores momentos. No tuvieron hijos y el bienestar económico que fue logrando sólo le sirvió para comprar una casa en Témperley donde vivió hasta el final de sus días.

En Sánchez Gardel el amor a la patria chica seguirá teniendo su peso a pesar de la distancia. Se explican así su constante vuelta al terreno natal, sus nostalgias y sus sátiras, a veces materializadas en personajes antagónicos dentro de una misma obra. Contra este mundo provinciano, con sus extremos de prepotencia y pusilanimidad, más de uno de sus personajes debe enfrentarse. Ya vemos de cuántas cosas se salvó el autor al verter en sus figuras dramáticas tanta impotencia y angustia. Otro rasgo significativo es que el autor ha desarrollado más su estructura en la creación de personajes femeninos que masculinos, sobre todo en sus obras de ambiente provinciano, y un dato también para tener en cuenta, se destaca la figura de personas mayores.

Poco a poco Sánchez Gardel acusa el impacto de sus constantes derrotas. La etapa final de su producción se caracterizó por el empeño en mantener la mirada pueblerina. Llega a darse cuenta que la ciudad lo había fagocitado, le ha quitado  el oxígeno y descubre que ya emprendía la pendiente inexorable.

El 17 de mayo de 1916 reaviva su temple con La llegada del batallón, con trazos bastante gruesos logra reflejar  la llegada de un regimiento a un pueblo provinciano. Seguidamente en 1918 otra comedia en tres actos lo devuelve al escenario, se trata de El príncipe heredero donde nuevamente aparece un patio provinciano. La obra queda como una nueva frustración de Sánchez Gardel. Durante cinco años no da muestra de vida teatral hasta que aparece Perdonemos nueva comedia en dos actos. Esta vez el patio servirá de marco a la figura de Don Severo, especie de patriarca lugareño, cuyo consejo es la ley para los vecinos que a él acuden.

Vicente Martínez Cuitiño lo descubre por esos años y nos proporciona una imagen no muy grata. Lo ve sentado en un café de Corrientes y Paraná, y detalla a un hombre cincuentón, de anchas espaldas, cuello corto, rostro abotagado y mirada nostálgica y buena que se llenaba de estrellitas errátiles al atravesar el cristal bicóncavo de una muchacha. Es lo que le sucede a Azucena al asomar, en el patio de “los mirasoles” la figura del doctor Centeno.

Entramos en la etapa final de su carrera donde se incluye El dueño del pueblo (1925), sainete provinciano en 1 acto, allí se rescata al personaje del “grotesco”, La quita penas (1927) una comedia de poco brillo y El cascabel del duende (1930) otra pieza de costumbres provincianas de 1 acto y 4 cuadros escrita en colaboración con Alberto Casal Castel.




Los últimos años de su vida los pasa de manera recoleta, alejado del ruido de la ciudad, despertando cada día en su casa-quinta de Témpeley. Allí entre las dalias que le traían el recuerdo de los alegres patios floridos de su tan lejana Catamarca, el autor solo se entrega a una vida de descanso. Era otra persona, su retiro voluntario lo transformó en un “sobreviviente” y su nombre ya no era mencionado como antes, incluso las publicaciones debían estar obligadas a recordar que Sánchez Gardel era el gran autor de Los mirasoles. En compañía de su esposa y de su querido perro Mirasol pasó sus últimos días. Le llegó su hora el 18 de marzo de 1938 cuando todavía no había cumplido los sesenta años. El velatorio se efectuó en la Casa del Teatro. Todos los diarios señalaron su capacidad e integridad moral. “Obtuvo sus éxitos -dijo La Nación- sin aceitar la puertas fáciles de la complacencia, de la risa, de la adulación y de la vulgaridad”.

jueves, 31 de octubre de 2013

ABELARDO ARIAS: LA LITERATURA DE TRECE LETRAS




Fue en Mendoza donde nací. Más que leer literatura empecé entusiasmándome con una historia universal en la que se me reveló Grecia con todo su arte. Sófocles, Eurípides, Esquilo, Aristófanes. También escribía un diarito familiar llamado "Las Noticias" que repartía entre mis conocidos. Cada tanto escribía teatro que hacía interpretar en casa por mis hermanas y ver por un público reducido compuesto por amigos. Recién después de los veinte o veintiún años me puse a leer seriamente cuando, mientras estudiaba derecho en Buenos Aires (que después abandoné), me empleé en la biblioteca de la Facultad. Entonces descubrí a otros: Montaigne, Gide, Proust. De Montaigne me interesa el sentido de la vida expresado con tanta profundidad y tanta simplicidad. No es como otros filósofos que para dar una idea del mundo usan un lenguaje críptico y complejo. Por eso sostengo que uno debe escribir las cosas más difíciles de la manera más fácil. Para que el lector saque lo que pueda de acuerdo al tamaño de la reja de su arado. El que lo hunde a más profundidad sacará más, claro. Pero también hay que darle la oportunidad al que tiene una reja pequeña. El valor de un texto es que pueda aceptar varias lecturas, varios lectores. Algo de eso debe haber ocurrido con "Álamos Talados", que aun después de más de treinta años, se sigue leyendo. Lo escribí cuando tenía veinticinco años y es una novela autobiográfica como casi siempre sucede con las primeras obras de un autor. En pocos días se hicieron tres ediciones, corría el año 42; debe haber sido el inicio de la época en que empezaron a descubrirse nuevos escritores argentinos. Hasta entonces nadie los leía, usted sabrá, salvo los grandes como Lugones, Gálvez, Larreta. Con el título sucedió algo raro: un amigo descubrió que contenía trece letras igual que el número de letras de mi nombre y apellido. Así que por cábala, desde entonces, me dediqué a titular todos mis libros con trece letras. Fíjese en "Inconfidencia", que trata sobre el Aleijaidinho y escrita por Abelardo Arias, todas son palabras con ese número clave, 13. De todos modos, esto no es más que una excusa para seguir comunicándome con la gente. Alguna vez se ha dicho que la literatura, el libro, iba a ser desplazado, enterrado por la cibernética y todas esas invenciones. Sin embargo, todavía (lo seguirá siendo) es el cómodo e íntimo vínculo de comunicación. Sin prisa, sin urgencia, sin interferencia. El libro es el acto inteligente de mayor intimidad, acaso el único, del hombre moderno.
Desde que recuerdo quise escribir, viajar y amar. Elegí nacer en San Rafael de los álamos, junto al río Diamante, en cuyas aguas se mezclaran mis cenizas.

Resulta difícil precisar a  Abelardo Arias (1908-1991) en el marco de una línea autoral, por tratarse de un escritor multifacético. Es la de Arias una producción que adquiere relieve propio dentro del panorama nacional, precisamente en un momento en que la novela y el cuento argentino intentaban exhibir una creciente madurez e importancia, hecho que comenzó a gestarse a partir de 1940 y alcanzó plena significación con la denominada "Generación del '50 o del '55". En una primera aproximación descriptiva a esta promoción literaria, podemos apuntar también la preocupación por la realidad y por el problema "existencial", la influencia de la novelística norteamericana en cuanto al aspecto formal, y -como señala Noé Jitrik- una peculiar actitud hacia la historia, con intensidad de búsqueda. En este terreno advertimos la numerosa presencia de escritores del interior como es el caso de Daniel Moyano, Luis Franco, Manuel Puig o Antonio Di Benedetto, que tanto diera que hablar y de quien seguramente nos ocuparemos en una próxima entrega. Del mismo modo, los años '60 verán resurgir formas literarias que, generadas en distintas zonas, tematizan la propia región, pero no desde la perspectiva del regionalismo anterior; vale decir, que se prescinde del color local y del lenguaje característico de la zona, para abundar en cambio en una voluntad de descubrimiento y de exploración del entorno y con el filtro de una poderosa preocupación formal. En esta nueva perspectiva de "lo regional" se ubica la figura y la obra de Abelardo Arias.
También resulta paradójico en este escritor original, el hecho de que gran parte de su producción literaria haya sido escrita lejos de Buenos Aires y embarcado. Confiesa el autor: Es cierto, la mayoría de mi obra la he escrito en camarotes o cubiertas de barcos cargueros griegos y en medio del mar. Siento durante la travesía que no soy un pasajero sino un tripulante más, un hombre de a bordo, sometido a los avatares del trayecto, del trabajo cotidiano, de la soledad, del profundo laconismo que casi siempre los embarga. En un carguero uno no se siente inclinado al ocio sino al trabajo, a la febril actividad que se ve alrededor durante todo el día. Un carguero no es uno de esos paquebotes suntuosos ideales para la distracción o la sociabilidad. Me siento contagiado y escribo así, diez horas, sentado en algún sitio de la proa, y alcanzo muchas veces en travesías de cincuenta o sesenta días a concluir el primer original manuscrito de una novela de trescientas páginas.
Sucede que un carguero es algo fascinante: se sabe cuándo parte pero nunca adonde va o adonde permanecerá anclado durante días. Esos barcos son como taxi fletes del mar: van adonde los llama un télex urgente o imprevisto. Son como barcos sin destino, es como si el azar los gobernara, son los últimos navíos románticos en la era tecnificada donde todo es perfectamente programado.

Esta literatura de travesía lo llevó al novelista a mirar los temas argentinos desde otro ángulo: Sí, he escrito "Minotauro Amor" o "Polvo y Espanto", por ejemplo, a bordo de barcos con nombres tan exóticos como Nikinái o Atenai. Precisamente, "Polvo y Espanto", la concluí en los mares de Grecia. Fíjese, cuan aparentemente contradictorio resulta ser el proceso de creación: la parte de "Cuaderno Federal", tan nuestra, tan de caudillos y pampas y barbarie, la terminé de escribir apoyado en una columna dórica del Partenón. Yo mismo, mientras borroneaba alguna frase sobre las páginas de un cuaderno, me preguntaba si no era curioso que un argentino estuviera allí en mil nueve setenta y tantos, imaginando escenas de una Argentina de mil ochocientos y tantos en un templo de hace dos mil años, cuna de toda una civilización. Sin embargo, ese libro fue traducido al griego (quizás ha de ser el único caso de un autor argentino) y fue comprendido. También aquí, cabe preguntarse, cómo pudo ser comprendido si se trata de un tema histórico particular de un país y de una situación social tan diferente. Cómo un pueblo como el griego, apegado e inmerso en la tragedia clásica, pudo adentrarse en "Polvo y Espanto" esencialmente argentina. Cuando pregunté, en Atenas, a algunos críticos o lectores, ellos me respondieron que si bien obviaban o perdían ciertos detalles anecdóticos o puramente folklóricos, sentían que el personaje, por ejemplo, tenía la imagen arquetípica del caudillo americano tal como ellos la fantaseaban. Finalmente, toda novela, en esencia, es como una tragedia griega: tiene sus dramas, sus pasiones, sus muertes. Eso es lo que trasciende de todo texto literario si no es gratuito.



Abelardo Arias nació en Córdoba el 10 de agosto de 1908, fue  el quinto de los ocho hijos de una tradicional familia mendocina. Su padre -militar de carrera- cumplía funciones en distintos destinos del país y en uno de esos traslados se encontraba en Córdoba cuando su esposa da a luz antes de que la familia se radicara en San Rafael, luego en la capital mendocina y más tarde en Buenos Aires.

Abelardo se convierte en un estudiante precoz. Aprende a leer en su casa antes de ir a la escuela y en las aulas llamó la atención por sus conocimientos. Leía vorazmente. Realiza los primeros estudios en San Juan, más tarde asiste al Colegio Normal y finalmente completa sus estudios secundarios con los Hermanos Maristas.

En 1927 se radica en la Capital Federal. Inicia la carrera de Derecho que posteriormente abandonará para de dedicarse a la literatura. En esos años, su vida se ve llena de dificultades económicas. Hace trabajos a pedido y trata de ingresar en algún diario. A través de un amigo presenta crónicas de viaje en las editoriales pero todas son rechazadas. Desilusionado acude al diario La Razón para ocupar un puesto vacante. Fracasa. Como última jugada, antes de regresar a Mendoza, inventa una crónica titulada  Paráfrasis en un poema-Partenón y la lleva al diario La Nación. Dos semanas después lo llaman y le comunican que se incorpora como redactor en el suplemento literario del diario. En ese medio trabajará hasta su muerte.

Con la estabilidad económica asegurada se dedica a escribir en plenitud. En 1937 ya tiene terminado su primer libro Álamos talados, un trabajo autobiográfico de enorme sensibilidad. Álamos talados, reconocido por el propio autor como una historia de familia, nace del recuerdo de los años de su infancia entre los viñedos mendocinos. Alberto, con su frescura y rebeldía, se asombra ante el descubrimiento del cuerpo y del amor; pero inevitablemente debe enfrentarse con el mundo adulto: la hipocresía, el poder, la injusticia.
Construida con técnicas cinematográficas y gran fuerza poética, la novela profundiza en los personajes a través de dos ejes fundamentales: el amor y la amistad.




En Álamos talados, Arias evoca personajes de diversas clases sociales. Está presente la clase alta, la de los terratenientes que marcaron la conquista viviendo en un fortín hasta que pudieron doblegar a los indígenas. Así ve a su familia Alberto, el muchachito  crítico: Por momentos, la abuela arreglaba parsimoniosamente los pliegues de su vestido, que caían sobre el almohadón de raso granate en el cual, a manera de escabel, reposaban sus botinas de fieltro. Desde mi escondite, la escena resultaba solemne: la galería con sus esbeltos pilares, unida a la escalinata del estrado, le daba ambiente cortesano, que destruía el abigarrado montón de campesinos esperando turno para acercarse a la señora. Ella tendía su mano de venas azuladas con tan graciosa aquiescencia, que dejaba en quienes la recibían sentimiento de gratitud por el gesto benévolo.

La clase alta, representada fundamentalmente por los abuelos, se mostraba en general bondadosa con los criollos y los inmigrantes, aunque había excepciones. Don Ramón Osuna sentía desprecio soberano por los gringos, como él llamaba a cuantos no hablaran el castellano. Desprecio que alcanzaba a toda idea que de ellos proviniera. No quiso alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca el arado rompió sus tierras.

La diferencia entre terratenientes e inmigrantes es señalada por uno de los personajes: Doña Pancha aún no podía comprender cómo abuela había recibido, ‘con aire de visita’, a uno de esos gringos bodegueros, decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella no podía entenderlo y menos disculparlo. Entre tener una viña y tener bodega para hacer vino había un abismo infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se había constituido guardián insobornable de esa separación.

Cuando las penurias económicas obligan a la anciana señora a talar los álamos, allí estaba un inmigrante, posibilitando que el lector saque conclusiones sobre la personal postura del autor: Con el pie en el estribo de su auto rojo, el turco hacía anotaciones en una libreta. Uno, tras otro, caían los álamos de mi adolescencia.

Los extranjeros –turcos, españoles, italianos, ingleses, franceses- son retratados en distinta forma. Algunos evocados como seres altaneros; otros, son descriptos por Arias con admiración, tal es lo que sucede con el calabrés contratista de la viña: Batista –su apellido me resultaba cómico y no pude aprenderlo nunca- había llegado de Italia cuando era muchacho, treinta años atrás. Varios cuarteles de viña se habían plantado bajo su vigilancia y la dirección de un cura, el padre Camurri, que, amén de sus misas, calzaba botas y salía a dirigir el trazado de los viñedos. Aquí se evidencia cómo el sentimiento de la clase alta hacia los inmigrantes depende de que ellos estén o no subordinados a ella. Por otra parte, el comentario acerca del apellido del italiano trasluce cierto desdén hacia quienes provenían de países distantes.

Los criollos, que se agrupan bajo la protección de la señora y sus descendientes, ven como algo degradante el trabajo en la viña, pues nacieron para domar potros y para hacer tareas que exijan valor y destreza: “ ‘Los criollos no somos muy guapos pa’ estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son cosas pa’ los gringos y las mujeres –había dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas son cosas di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto y la faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, ‘y no le hacían asco a juerciar un poco’ ”.

Frente a la adversidad, los criollos descreen tanto de los conocimientos de los patricios cuanto de las innovaciones de los gringos. Ante la incredulidad de uno de los señores, que la ve marcar una cruz en el suelo: “Que se ría el dotor –arguía la Pancha-, más pior le fue al gringo ‘e las Paredes, el que s’hizo una torre altaza, todita llena de palarrayos pa’espantar el granizo y, no bien la terminó, la misma tarde, la pedrera le taló las viñas... Ai tienen lo que sacó ese descreído con su torre de Davell”.

Hay, también, personajes marginales, como el ebrio Modón, cuya existencia infrahumana se describe y justifica: “Estaba descalzo, los pantalones sujetos por una faja de lana colorada y arremangados hasta la mitad de la canilla; la camisa sucia y deshilachada se perdía en la maraña de la barba grasienta, donde la tierra formaba una pasta oscura alrededor de los labios agrietados”.


En 1942   Arias publica la novela Álamos talados, con la cual obtiene el Primer Premio Municipal de Buenos Aires, el Premio de la Comisión Nacional de Cultura y, en Mendoza, el premio Agustín Álvarez.  Cinco años después lanza la novela La vara de fuego que continúa el desarrollo autobiográfico de Alberto, protagonista de Álamos talados. Mientras esta narra una experiencia infantil dentro del ámbito campesino que da el contorno propio, La vara de fuego concreta las repetidas confrontaciones de un adolescente hondamente sensual que busca una realidad amorosa. El lugar novelístico ahora es Buenos Aires. La obra concluye con una visión social realista que parece retomar la línea de autores como Mármol, Cambaceres, Martel o Payró.

Abelardo Arias, en alguna entrevista manifestaba que todo escritor debe comenzar su vida literaria escribiendo un libro de versos y como en su caso salteó esa etapa inevitable, todo ese lirismo se volcó en su primera novela.

Así, con esta sentida evocación del tránsito de la niñez a la adolescencia que es Álamos talados, hecha por un narrador protagonista con algunos rasgos autobiográficos, y sobre todo en ese tono entre poético y nostálgico, se advierte la filiación de Arias respecto de una línea expresiva que viene de los años '40, en la que inscriben también otras memorias de infancia como El río distante de Vicente Barbieri, línea caracterizada -entre otras notas- por la evocación lírica de la infancia como un espacio y un tiempo privilegiados, idílicos, mediante la reformulación del cronotopo edénico, junto con la conciencia aguda del paso del tiempo.

De allí ese tono nostálgico, herido por la temporalidad y la inevitable caducidad y transformaciones que introduce en todo: la naturaleza y los hombres.

Ese tópico del Edén evocado en las primeras páginas es retomado luego, con una connotación distinta.

Es ya un paraíso perdido, tanto espacial como temporalmente, como veremos en este texto, en el que los elementos del paisaje alcanzan una dimensión simbólica que da asimismo razón del título.

Y cuando el escritor retorne, años después, al escenario entrañable de su primer libro, en otra novela también de escenario mendocino como es La viña estéril, lo hará ya con una perspectiva y una madurez distinta, asociada con el desorden estructural y la peculiar configuración del tiempo, que ya no es la de la linealidad infantil sino la compleja percepción de una personalidad madura en cuya memoria se entretejen recuerdos y experiencias, desengaños y remordimientos en una caótica revulsión que la escritura de Arias logra plasmar de modo admirable.

Transcurre el año 1952 y  viaja por Francia, Suiza e Italia. Estudia literatura contemporánea en París como becario del gobierno francés. A su regreso reúne una serie de crónicas de viajes en forma de diario que titula París-Roma, de lo visto y lo tocado. En 1955 vuelve a Europa, pasa por Francia, Suiza e Italia. En medio de esta travesía se mete de lleno con su notable novela: El gran cobarde publicada en 1956. Sergio Renán más tarde adquirió los derechos para incluirla en un ciclo de grandes novelas que realizó en el canal estatal ATC Televisora Color en 1987.




Junto a Renato Pellegrini funda la editorial Tirso en 1956. Después de una serie de diferencias con la Editorial Sudamericana logra publicar Las amistades peligrosas de Roger Peyrefitte.

Ya en 1957 decide regresar a Europa, su espíritu de viaje indomable no lo deja fijo en ningún lugar. Recorre Francia, Suiza, Italia y Bélgica y  publica su segundo libro de relato de viaje: Viaje latino. Realiza su primer viaje a Grecia y embriagado por la mística helénica nace la idea de escribir sobre el Minotauro. Publica De la torre de fuego a la niña encantada (itinerario argentino).

Se estrena en 1959 su comedia romántica Nuestro viaje, en el Teatro Universitario de Buenos Aires.

Catrano Catrani quien fuera director de cine y productor ítaloargentino, realizó la versión cinematográfica de Álamos talados. Se formó como cineasta en su país de origen, estudiando en el Centro Sperimentale de Cinematografía de Roma. Emigró a la Argentina en 1937 y se radicó en Buenos Aires. La versión fílmica contó con la actuación de Ubaldo Martinez y fue realizada en San Rafael y en la ciudad de Mendoza.

A principio de junio de 1959, se concluyó la  película en colores y cinemascope rodada íntegramente en Mendoza. Fue producida y dirigida por Catrano Catrani y el guión  realizado por Abelardo Arias y Antonio Di Benedetto.


En 1942, un joven Abelardo Arias, escribió su primera novela titulada Álamos talados con la ilusión de rodar la película basada en aquellas páginas. Varios años después, se reunió con Antonio  Di Benedetto y realizaron el libreto.


A principios de 1959 llegó a Mendoza Catrano Catrani con su equipo para filmar la cinta en cuestión. Fue la primera película que se rodó totalmente en cinemascope y ferrania color en 35 mm en Mendoza.

Los actores principales fueron Ubaldo Martínez y la española Pepita Meliá. A estos se sumaban los actores José Luis Suárez -quien hacía su debut en cine-, Aldo Braga, y los mendocinos Lilian Amaya y Emilio Guevara. También en roles secundarios se destacaron artistas como Tito Pagés, Manuel Antón, Ricardo de Rosas y Gabriel Lesser, entre otros.


Años antes de su muerte, comentaba Abelardo Arias que durante el rodaje experimentó una sensación muy especial: Por momentos me imaginaba vivir, dentro del acto, el tiempo ido. En cierta manera realizaba la teoría de la relatividad de Einstein y creía ser de nuevo adolescente”. Y agregaba: “Semejante sensación me produjo, también las escenas de San Rafael y en la centenaria casa de la señora Carola Molina de Baca en Rodeo de la Cruz”.

En las escenas de cierto riesgo para los actores, no se utilizaron dobles. La anécdota más sobresaliente fue en una de las tomas que rodó el actor Ubaldo Martínez, quien tenía que dejarse llevar por la creciente del río Diamante.

El director Catrani captó una escena espectacular. Al finalizar con esa toma, Martínez salió del río lleno de lastimaduras, por lo que tuvo que ser atendido por un médico.

El equipo de producción partió en junio hacia Buenos Aires y la película fue estrenada casi un año después, más precisamente el 5 de mayo de 1960 y tuvo gran repercusión en las salas de todo el país.




Publica en 1962 Ubicación de la escultura argentina en el siglo XX (ensayo). Trabajo que recibe el Primer Premio Municipal de Ensayo y el  Premio Palas Atenea del Instituto Argentino de Cultura Helénica.

Arias es un autor enfermizo, acostumbrado al trabajo de corrector y decididamente crítico con su obra: He llegado a escribir y reescribir siete versiones de una misma novela; multipliqué trescientas páginas por siete y calculé el trabajo. De pronto en este proceso aparece un síntoma inequívoco de que algo ya no anda: el autor empieza a sentir repulsión por lo que está haciendo. Cada vez que se sienta a terminar una frase es como si ya no tuviera más jugo; se aburre. Es un aviso de que la obra ya está terminada. También le sucede a un pintor: él sabe cuándo ya no puede seguir dando una sola pincelada más sobre un cuadro sin el riesgo de arruinarlo y perderlo.

Escribí una veintena de libros, la mayoría con bastante éxito, algunos agotados varias veces. Sin embargo, no alcanza para vivir de la literatura. ¿Sabe por qué?, porque las tiradas de libros en Argentina son reducidas. En Estados Unidos, aun en Brasil, se multiplica en varias veces la cantidad de cualquier libro argentino. Sucede que, paradójicamente, somos un pueblo lector y leemos y consumimos, por ejemplo, libros mexicanos, chilenos, peruanos. A ellos, claro, les conviene. Pero a los escritores argentinos allá no se los consume, no existen mercados latinoamericanos como el nuestro. Y eso limita la posibilidad de que un escritor argentino de éxito viva de ese éxito. Así tenemos que, salvo tres o cuatro excepciones, la literatura no es una fuente natural de recursos. Por ahora esto es así, quizá hasta que otros pueblos aprendan a leer como el argentino.

Como señala Antonio Requeni,  de haber nacido Abelardo Arias  en Francia o en Italia su trascendencia sería, seguramente, mayor. No es la primera vez que afirmo que El gran cobarde, por ejemplo, es una de las mejores novelas escritas en nuestro país, porque, a diferencia de otros buenos relatos argentinos, no es una obra 'para consumo interno' sino de proyección universal.


Incursiona en una pasión oculta. En 1963 da a conocer Los vecinos su parábola radioteatral. Publica en 1964 Límite de clase una novela por la que obtiene el Premio del Fondo Nacional de las  Artes y el Primer Premio Municipal de Prosa. Es condecorado por el gobierno de Italia con la Medaglia Culturale.

Regresa a la aventura: viaja invitado por lo gobiernos de Francia, Gran Bretaña, Italia, Grecia, Alemania Federal y Bélgica.

Publica Arias una de sus mayores obras: Minotauroamor, por la que recibe el Premio Nacional de Literatura. El análisis del discurso en Minotauroamor de Abelardo Arias, permite al lector acceder a una serie de conceptos acerca del hombre y de las realidades que le conciernen: el amor, la amistad, la belleza, el arte, el poder, entre otros. Si bien estos planteos alcanzan a todos los personajes, los mismos son focalizados, especialmente, en relación con los dos protagonistas: el Minotauro y Teseo. De hecho, Abelardo Arias ha declarado que lo que le impulsó a escribir esta novela fue, precisamente, un interrogante vital que lo asediaba: cuál era la verdadera condición del hombre moderno. El escritor mendocino parecía advertir, ya en ese entonces, una marcada degradación de los valores que han sido sostén de nuestra cultura e intenta despertar la conciencia de sus coetáneos a través de estas magníficas páginas.

Minotauroamor, es una novela que se presenta ante el lector organizada en dos planos. Esta estructura ha sido claramente marcada ya desde el nivel tipográfico: la mayor parte de la obra está escrita en un tipo normal y algunos párrafos, en bastardilla o cursiva. Precisamente estos párrafos son los que se separan, aparentemente, del relato principal, narrando otra historia, con otros personajes, acciones y ejes espacio-temporales. Por muchos años fue común que los lectores eligieran ignorar este otro relato, de menor extensión, ya que el texto principal resulta perfectamente legible sin él. Sin embargo, esta lectura empobrece la obra, razón por la cual este trabajo se propone demostrar, a partir del análisis de los rasgos que unen y diferencian estos dos planos de la novela, que el significado total es más que la suma del significado de cada parte y, evidentemente, más que el significado de una parte.

En esta novela, un narrador en tercera persona, presenta al Minotauro encerrado, como en el mito clásico, en el laberinto de Creta. Asterio ha emprendido ya, al comienzo de la novela el camino del autoconocimiento. Por ello, el lector se enfrenta, del mismo modo que el resto de los personajes, con un Minotauro que, lejos de ser dominado por su instinto, logra someterlo al imperio de su “razón”. El  lector asiste, entonces, de la mano del narrador, al proceso de humanización y espiritualización que marca la trayectoria vital/textual del personaje. Se trata de un personaje que desde un primer momento se cuestiona acerca de su función, una función que le es impuesta desde afuera, por los hombres que se valen de su “monstruosidad” en beneficio propio y lo “obligan” a matar en las pruebas de tauromaquia. Estas pruebas consistían en un acto público donde los rehenes debían exhibir sus condiciones en el intento de “dominar al Minotauro”. Era un acto preparado, un espectáculo -en el más moderno de sus significados-, que nada tiene que ver con la noción de rito que caracteriza al mito original, donde cada rehén se ve expuesto, en soledad, al ataque imprevisto del Minotauro, así como cada hombre se ve acosado, de repente, en su vida, por su costado más irracional e instintivo. De este modo, la figura que se va desprendiendo del Minotauro a lo largo de toda la novela, lejos de asimilarse a la que nos proporciona el mito helénico, se aleja de él para terminar configurando a un personaje humanizado Ahora bien, frente a esta figura ennoblecida del monstruo se nos presenta la figura.





Vuelve a su diario de viaje con la publicación de Grecia en los ojos y en las manos.

En 1968 nos sorprende con La viña estéril. Como bien expresa Marta Castellano, en la novela "La Viña Estéril" (1968), del escritor mendocino Abelardo Arias, se verifica un interesante proceso de elaboración del discurso narrativo, a partir de la recurrencia de un procedimiento que se basa en el juego con las distintas dimensiones temporales; este fenómeno da indicios de una cosmovisión particular que se relaciona con una mentalidad mítica, y se condice con la clave religiosa del texto.
Abelardo Arias antepone a su novela los siguientes epígrafes, uno de André Gide y el otro de Novalis: "El futuro me interesa más que el pasado; más aún que aquello que no es de mañana ni de ayer, pero del que siempre se puede decir que es hoy". Y también: "El amor es el objeto final de la historia universal, el amén del universo".
A partir de estas citas se hacen presentes dos grandes temas estructurantes del texto: el amor y el tiempo, que podríamos considerar como los grandes asuntos de la literatura universal. Sin embargo, como el mismo Arias señala a propósito de "Álamos Talados" (en la "Encuesta a la literatura argentina contemporánea" de CEAL, 1982), "Todo novelista de verdad tiene un solo tema, un leit-motiv, el mío es el desencuentro", y ese desencuentro genera todo el desarrollo y organización interna de la novela, vale decir, los movimientos de ascenso y descenso que experimentan sus protagonistas (en relación con la imagen mítica del axis mundi y otros símbolos de verticalidad) y, concomitantemente, el encuentro amoroso y su simbolización en el complejo metafórico del Jardín Edénico. Pero la novela es la "historia de un desencuentro", y el dualismo y la dinámica de los opuestos se imponen sobre cualquier búsqueda de armonía. En "La Viña Estéril" se narra una turbia pasión amorosa que destruye a una familia tradicional de San Rafael (los Aranda). Pasión estéril por cuanto no sigue los cauces de un amor auténtico y, sobre todo, porque quienes la experimentan huyen, abandonan la tierra madre, la única capaz de sustentar y dar fruto. Ya desde el comienzo se perfilan dos isotopías o campos semánticos: en primer lugar, la sensualidad de los Aranda, y en un plano más general, todo lo referido al sexo (hasta el despertar equívoco de la sensualidad adolescente); y, en relación con éste, un segundo campo semántico que gira alrededor de la idea de vientre, procreación, fertilidad, tierra madre. Ambas series confluyen en Diana, la mujer causa de perdición y de muerte, la "viña estéril", por cuanto se entrega al sexo sin amor: "Cepas machorras. Muy lindas, no hay que negarlo, pero nunca cuajan... ¡Son como muchas mujeres!". Y a partir de esta metáfora, de raigambre bíblica, es posible adentrarnos en la interpretación del texto.
También en "La Viña Estéril" acaece un terremoto en el que la protagonista busca -quizá inconscientemente- su redención: trata de salvar a un niño de entre los escombros de su vivienda; de este modo intenta pagar una culpa que se relaciona con su moralmente reprobable conducta y con dos enigmáticas muertes ocurridas por su causa: la de su padre y la de uno de los peones que compartieron sus escarceos sexuales. Las verdaderas circunstancias de estos sucesos constituyen un ominoso secreto que determina permanentemente la conducta del personaje y que se devela sólo al final de la novela.
Estos motivos mencionados se asocian  con las ya mencionadas imágenes míticas del axis mundi, en el sentido de un eje que conecta el mundo superior con el inferior, y del Jardín del Edén, en tanto espacio privilegiado en que se produce una modificación de las categorías de tiempo y espacio, dando lugar a lo que podría denominarse un cronotopo edénico. Así, el proceso de ascenso y descenso se relaciona con el alejamiento y deseo de reencuentro con la tierra. Ella constituye el único punto de apoyo que permitirá intentar un nuevo ascenso, análogo al que se representa a través de la imagen mítica de la Escala de Jacob: no ya como álamo perecedero sino a favor de la integridad de una personalidad adulta y firme en el caso de Alberto Aldecua, protagonista de "Álamos Talados".
Si bien ya desde su epígrafe la novela "La Viña Estéril", de Abelardo Arias, llama la atención sobre el tema del tiempo, la acción narrativa no presenta mayores complicaciones temporales; por el contrario, se desarrolla linealmente (al menos en apariencia) a través de un lapso de unos pocos meses, cuya cronología -si bien no explícita- se puede deducir fácilmente a partir de ciertos indicios significativos (por ejemplo la referencia a las faenas agrícolas estacionales o los cambios en la vestimenta de los personajes).
Hay sólo un desajuste temporal o anacronía: la novela se inicia con un pasaje en letra bastardilla, visión apocalíptica del terremoto y sus consecuencias para la protagonista, Diana; este microrrelato es extrapolado de lo que constituye, mucho después, una suerte de clímax novelístico por su incidencia en el desarrollo de la fábula. Este segmento narrativo podría considerarse una prolepsis, por cuanto anticipa un acontecimiento ulterior al momento en que se narra el relato primero; su sentido sólo se capta totalmente cuando se lo reitera; sólo entonces se advierten esas implicancias mítico-simbólicas ya aludidas. También el paisaje de alta montaña, en su soledad, elementalidad y pureza, se asocia al cronotopo edénico, retrotrae al Edén perdido: "Quedaron así un rato, los ojos devorados, muelle impresión de infinito. El mundo debía estar naciendo. La primera pareja". Así como la naturaleza se asocia a esa suerte de matrimonio ritual que evoca el del Edén, la falsedad de los encuentros amorosos mantenidos por la protagonista con ocasionales compañeros requieren, dentro de la construcción novelística, una escenografía complicada, artificial, "culturizada", verdadera parodia demoníaca del desposorio de Adán, la hierogamia sagrada original.
Del mismo modo, la naturaleza acompaña el despliegue de las vidas humanas; son nuevamente los álamos los que ofician como símbolo: "El chirrido de una lechuza le raspó los nervios bajo el entrecejo. Un miedo extraño, sin raíz racional. La enhiesta alameda la cercaba, negro telón de foro teatral; tendría que alzarse o rasgarse como el velo del Templo. Y, sin embargo, ella sabía cómo se reflejaba el sol, la luz, en cada hoja de álamo, según mostrara el anverso o reverso. Su propia vida". Significativamente, la alusión a la ruptura del velo del Templo, imagen de catástrofe, símbolo del desquiciamiento cósmico que acompañó la muerte del Hijo de Dios el Viernes Santo, acaece justo antes del terremoto que destruye Pueblo Aranda y lastima a la protagonista. El movimiento telúrico se asimila a un cedazo: "Ya podía mirar ese paisaje desdibujado por la capa de polvo denso y plomizo que flotaba en el aire, comenzaban a surgirle estrías rojas hacia el naciente. La tierra habría decidido preguntarse: -Veamos qué hay de cierto en estos seres humanos [...]".

Entre 1969 y 1970 Abelardo Arias recorre varios países: Gran Bretaña, Francia, Italia, España, Holanda, Alemania Federal, Dinamarca, Austria, Bélgica, Grecia, El Líbano, India y Chipre. Publica Viajes por mi sangre.

En 1971 obtiene el Premio Nacional de Literatura, el Premio del Rotary Club, el premio Libro del Año y la Pluma de Plata del PEN Club, por su obra Polvo y espanto. Esta novela, ambientada en el siglo XIX dominado por los caudillos, da la palabra con igual intensidad a las dos voces en cuya lucha se construyo nuestro modelo de país. La minuciosa documentación histórica, el detallismo geográfico, la rigurosidad y riqueza del vocabulario empleado, son el marco de la verosimilitud donde tiene lugar un relato en el que se entretejen amor, honor, traición, coraje y muerte.
El perfil psicológico y espiritual de los protagonistas, el caudillo Felipe Ibarra y una joven de estirpe patricia, supera los estereotipos ideológicos-políticos, humanizando así el proceso histórico. La novela fue llevada al cine en 1987, por el realizador Anibal Unset, con la actuación de Héctor Alterio y Rodolfo Ranni en los roles protagónicos.




La incursión de Arias en la temática histórica es una faceta que debemos resaltar. No soy pocos los autores que abordan  en sus textos la problemática, pero en el caso del autor mendocino, su análisis y documentación  es exquisita. Tanto en Polvo y espanto como en Él, Juan Facundo (1995), Arias nos presenta una visión crítica y descarnada.
De algún modo saldada la deuda, a través de estos dos textos, con su entorno comarcano, la narrativa de Arias se irá extendiendo, en círculos cada vez más abarcadores, al ámbito nacional.
En ambas, la acción gira alrededor de la figura de un caudillo: Felipe Ibarra, de Santiago del Estero, en el primero de los textos, y Juan Facundo Quiroga, de los Llanos de la Rioja, en el segundo.

Lo que se rescata asimismo en cada caso es la búsqueda de ecuanimidad, a través de la compulsa de documentación histórica, cuyas fuentes se declaran en el caso de Él, Juan Facundo.

En relación con la primera de las novelas, si bien el autor no menciona explícitamente los documentos que le sirvieron de base, éstos han sido rastreados y expuestos por Lorena Ivars en un artículo titulado Los personajes de Polvo y espanto: historia y ficción: la investigadora destaca la similitud existente entre los datos aportados por Arias y las tres versiones que Agustina Palacio de Libarona, protagonista del primero de los dos "Cuadernos" en que se divide la obra, hiciera de su destierro en el Bracho.

Esta documentación histórica "de primera agua" se formaliza artísticamente en una estructura perspectivística, que es, en sí, significativa de la intentio auctoris: mientras la primera parte, titulada "Cuaderno unitario", se focaliza, como ya se dijo, a partir del per-sonaje femenino que resulta víctima de las rencillas de banderías políticas, en particular de la animosidad hacia su marido, odio no exento de celos del caudillo Ibarra, la segunda parte, o "Cuaderno federal", bucea en el interior de Felipe Ibarra para darnos, si no una justificación al menos una explicación de los móviles de su conducta.

Quizás menos lograda artísticamente pero igualmente interesante, sobre todo porque parte de la acción transcurre en Mendoza, es la segunda de las novelas mencionadas; en ella, historia y tradición se unen para realizar una suerte de refutación del Facundo de Sarmiento.

En efecto, todo el texto gira alrededor de la figura del caudillo riojano, de quien se tratan de destacar especialmente los aspectos positivos; así, los episodios que mancharon su fama, como el de la Severa Villafañe (narrado por Sarmiento) aparecen apenas aludidos.

Ciertamente, no es el narrador quien juzga, sino que se limita a mostrar. Así por ejemplo, destaca a través de hechos el carácter religioso de Facundo, quien fuera discípulo y amigo del presbítero Castro Barros, así como su profundo conocimiento de la Biblia, o el amor por su esposa, pero al mismo tiempo se mencionan su descontrolada pasión por el juego y sus sanguinarias reacciones.

Una de las claves de este texto novelístico está dada, como se dijo, por el manejo de documentos históricos -muchos de ellos silenciados por la "historia oficial"- pero también por la recurrencia a otras fuentes, como los cantares que pervivieron en la tradición oral, acerca de la figura del caudillo.

Este verdadero tesoro de poemas, que dan cuenta del imaginario popular y su visión de Quiroga, aflora en las coplas colocadas a modo de epígrafe en los distintos capítulos, como la siguiente: "Quiroga me dio una cinta / y Rosas me dio un cordón, / por Quiroga doy la vida, / por Rosas el corazón" y también en la recreación de leyendas que hablaban de la supuesta invencibilidad del caudillo merced a las "ayudas" sobrenaturales que recibía, por ejemplo, de su caballo moro, o la ferocidad de sus huestes de capiangos.

En función de esta estatura legendaria del personaje, el autor delinea un nuevo símbolo para contraponer al del tigre acuñado por Sarmiento: Quiroga vencedor de un toro, pero -paradójicamente- Minotauro él mismo, con todo lo que ello implica dentro de la narrativa de Arias de fatalidad y de terrible ternura: víctima y victimario en un período particularmente violento y difícil de la vida argentina.

De este modo, el personaje alcanza una estatura heroica que se completa con el aura legendaria que rodeaba su persona y que se sustenta en su valor proverbial, probado en mil combates, cuya narración vívida nos proporciona el texto novelesco.

En los párrafos finales se encuentra resumida la intención de Arias al encarar, con su propia visión, el relato de momentos especialmente conflictivos de nuestra historia patria.

En todo caso, lo que mueve su pluma es esa intención de búsqueda de que hablaba Jitrik; en última instancia, lo que se inquiere es por el destino de la patria después de tantas inútiles luchas fratricidas, hechas a favor o en contra de abstracciones o eslóganes vacíos: "¿Muertos en nombre de qué civilización?, ¿en contra de qué barbarie? [...] ¿Argentinos muertos en razones de qué conquista? ¿tras qué ideal de país?" (p. 82).

En la novela, a pesar de la pretendida objetividad que parece sugerir la lista bibliográfica de obras históricas consultadas, es notable la asunción de una perspectiva ideológica ya desde el comienzo.

Aunque historia y tradición prestan sus voces para la construcción polifónica del texto, en realidad (a favor de esa selección intencionada) predomina un discurso que asume la defensa del personaje, homogéneo en su intención, que no admite grietas ni discusiones, porque la literatura, a través de las imágenes que crea, puede llegar a ser más convincente que la verdad histórica.

Y ese poder persuasivo está en proporción directa con el genio del escritor: por eso la extraordinaria perduración que la imagen de Facundo creada por Sarmiento ha tenido en el imaginario colectivo argentino.

En cuanto al narrador mendocino, podemos decir que Abelardo Arias recrea vívidamente, con gran maestría narrativa, en sus novelas históricas de temática nacional, aquella etapa de anarquía y contiendas domésticas que tuvieron por protagonistas a unos hombres enardecidos, apasionados por su país o por su terruño, a menudo heroicos y por momentos crueles, en cuyos enfrentamientos y odios se cifra una de las claves principales de la dramática historia argentina.

Pero hay algo más que una sólida reconstrucción histórica: Aristóteles proclamaba el valor y la universalidad de la poesía, en cuanto ésta imita las acciones no tales como son, sino como podrían verosímilmente ser.

Así, cada uno de los textos de Arias instaura, además de los hechos, todo un orbe de valores éticos, valores tales como el coraje, el amor, la amistad, que se aspira a imponer por sobre el desencuentro y el odio entre hermanos.

Y tal es, en suma su legado como escritor, más aún, como argentino, a una tierra que amaba entrañablemente y que todavía lucha por alcanzar su ser, en esa comunidad de objetivos y de esfuerzos que definen una auténtica patria.




Arias ya comienza a sentir malestares cognitivos, son llamadas de atención que derivarían en el Mal de Parkinson. No se amilana, sigue viajando por Grecia, Yugoslavia, Rumania, Turquía y Egipto. Una nueva novela aparece en 1973 se trata De tales cuales.
Ya en 1974 confirma su nuevo itinerario argentino con IntenSión de Buenos Aires  y un año más tarde publica su diario de viaje Talón de perro. Durante 1976 presenta Antonio Sibilino, escultor un trabajo de investigación y crítica, recibe el Premio Fundación Dupuytren y aparece su novela Aquí fronteras.

Su hablar se va pausando, es casi cauteloso; como si pensase cada palabra por temor a pisar lo desconocido. Abelardo Arias trata en lo posible de que la enfermedad que padece no le impida la comunicación natural con sus interlocutores. A pesar de la dificultad, que torna su habla de un matiz inevitablemente moroso, la conversación no lo detiene y va creando a su alrededor una atmósfera estimulante.

Por ahora no más viajes en cargueros inciertos o anónimos, no más itinerarios signados por el azar y el misterio (un puerto desconocido de Grecia, una bahía insignificante en el Oriente). Sólo me gratificará leyendo por sí acaso, alguno de mis varios libros de viajes: "Grecia en los ojos y en las manos", "París-Roma, de lo visto lo tocado", "Intención de Buenos Aires", "Talón de Perro".

Durante 1979 publica Inconfidencia (El Aleijaidinho)  y en 1980 recibe la Orden de la Inconfidencia otorgada por el Estado de Minas Gerais.

Se lo ve desgastado, silente, poco expresivo. Sin embargo con enorme esfuerzo comienza a trabajar sobre su libro Él, Juan Facundo, obra que llevará ocho años de elaboración.

En 1988 se lo reconoce con el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores.

La Editorial Celtia edita en 1990 Las Páginas escogidas de Abelardo Arias, un voluminoso tomo antológico con prólogo de Syria Poletti (en el cual aparece una autobiografía del autor)

Fallece el Buenos Aires el 27 de febrero de 1991. Siguiendo sus deseos las cenizas son arrojadas al Río Diamante.

Cuatro años después la editorial Galerna publica su novela póstuma Él, Juan Facundo.





Abelardo Arias fue colaborador de La Nación, Clarín, La Razón, Los Andes (de Mendoza), La Capital (de Rosario) y La voz del Interior (de Córdoba). También colaboró en publicaciones literarias como Versión, editada por la Biblioteca Pública General San Martín, y Égloga, entre otras.

Como muchos autores argentinos la obra de Abelardo Arias descansa pacientemente en los anaqueles de las bibliotecas. Nada peor que el olvido y el terrible velo de la indiferencia que cubre sin piedad la memoria. Volver a leer a Abelardo Arias es una necesidad que debemos poner en práctica. Hagámoslo posible.