"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

viernes, 29 de noviembre de 2013

JULIO SÁNCHEZ GARDEL: EL PROVINCIANO DEL TEATRO

                                                                                                                                                                   

                        
Como muchas de las expresiones artísticas de nuestro país, el teatro no logró desprenderse hasta finales del siglo XIX de la dependencia europea. La influencia española, italiana y francesa gobernaban los elencos que ofrecían un gran repertorio universal con artistas de renombre y fama mundial. Las carteleras también se llenaban de zarzuelas, bodeviles y piezas fáciles que se organizaban en el “género chico”. El público que pertenecía a un sector acomodado de nuestra sociedad, se veía reflejado en esa suerte de fantasía que no lograba despertar la verdadera raíz del ser nacional. Por varias décadas se careció no solo de un teatro alimentado de obras telúricas, tampoco de elencos integrados por artistas criollos que pudieran interpretarlas sin falseamientos de ninguna índole a los autores locales, y mucho menos de un espectador que acompañara este despertar.

A diferencia de la narrativa y la poesía, no puede verse por entonces un teatro en base a autores nativos por la carencia de elencos compuestos por intérpretes nacionales. Sin embargo, logran afirmarse algunos destellos como es el caso que anima a los Podestá, para encauzar la pantomima de Juan Moreira que obtiene una mayor resonancia cuando Pepe Podestá agrega al juego mímico los parlamentos sacados de la novela de Eduardo Gutiérrez. De esta manera, los personajes, además de cumplir su cometido, poseen voz y lo que dicen es entendido por todos porque, entre tanto texto ajeno, la aventura gauchesca es bien conocida y refiere a algo propio.

De todos modos, el esfuerzo y  propósito de los Podestá no cuaja de inmediato y por ello no es decisiva ni determinante la realidad artística. Lo demuestran las permanentes andanzas ambulatorios que deben transitar por diversas plazas de Argentina y Uruguay, que son zonas que recorren con su circo criollo de “dos partes”: la primera, dedicada a las pruebas circenses; la segunda, ofreciendo la interpretación del “drama gauchesco”, con el tramo inicial cubierto por entero con el Juan Moreira, de Gutiérrez, y luego alternándolo con otras piezas, de intencionalidad semejante.




Habría que esperar hasta 1890 para hablar de un despertar con  presagio de suceso nacional que producen las representaciones de Juan Moreira en una esquina de Buenos Aires ¿Qué significa y qué pasa con Juan Moreira, melodrama gauchesco- policíaco, para que pueda haber sido considerado, equivocadamente, desde luego, fundador del teatro nacional? Siguiendo el hito mayor que significó el Martín Fierro de José Hernández, Eduardo Gutiérrez, periodista de pluma ágil y muy diestro en la creación folletinesca, entre 1879 y principios de 1880 publica en La Patria Argentina una serie de episodios que novelan la vida maltratada y muerte por la espalda del gaucho Juan Moreira. El personaje había existido y mucho se documentó Gutiérrez al respecto, pero después da rienda suelta a la novelería aventurera y, mezclando realidad y ficción, logra trazar una figura que pertenece al mito y la leyenda. Moreira pudo ser “vago y malentretenido” como lo calificaban los prontuarios policiales, y guardaespaldas de políticos de distinto bando, pero su personalidad trasciende, gracias a Gutiérrez, como la de un ser acosado por la justicia injusta y prepotente que le hace perder todo, hasta su vida.

En este camino de aventura, imaginación llana e inocencia creativa, el Circo de los hermanos Carlo encargó a Eduardo Gutiérrez la adaptación del Juan Moreira  para ser presentada como espectáculo ecuestre-gauchesco-circense. El papel principal estuvo a cargo de José Podestá, un trapecista y popular payaso, quien más tarde perfeccionó la adaptación de Gutiérrez que consistía en un mimodrama, convirtiéndolo a Juan Moreira en el drama con el cual se inició el teatro argentino con temas de espíritu nacional apoyados en la figura del gaucho, confirmando todo un ciclo en la literatura no sólo argentina sino también uruguaya. Las obras del ciclo gauchesco situaron su acción en la Pampa y trataban acerca de los abusos e injusticias sufridos por los gauchos, la defensa de valores sociales y los conflictos con las autoridades, debido a la desigualdad social. La obra se representó por primera vez el 2 de julio de 1884.




En 1892, aun en la Capital federal, los Podestá intentan realizar una temporada en el Pasatiempo, teatrillo dedicado a representaciones populares de variada índole. Alcanzan a dar 52 funciones en 42 días. Allí estrenan El mono Pancho, de Féliz Sáenz y Los óleos del chico, sainete en un acto con varios cuadros y apoteosis del popular payador y autor NemesioTrejo.                                                                                   
Pero la situación económica imperante es mala y la tentativa de los Podestá resulta un fracaso. Con los bártulos a cuestas se van forzados a retomar a la vida trashumante. Cruzan el río y actúan en Montevideo y después de dar 51 funciones regresan para continuar su gira por Argentina.

Mas tarde, el realismo se estableció con Florencio Sánchez (1875-1910), que aunque nacido en Uruguay ganó su prestigio internacional en Argentina con obras como Barranca abajo (1905). Samuel Eichelbaum (1894-1967) es otro de los autores de más fuerte personalidad en el teatro argentino de principios del siglo XX, quien llevó la crudeza del naturalismo al teatro con una fuerza dramática excepcional como puede apreciarse en La mala sed (1920), Un guapo del 900 (1940) y Dos brasas (1955).



                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       
Sin duda  la cronología sobre la historia del teatro argentino merecería de nuestra parte un mayor empeño y dedicación, pero debemos reconocer que nuestra mirada está focalizada en rescatar la vida y obra de autores que el paso del tiempo ha dejado de lado por múltiples circunstancias. Por ello esta breve introducción -incompleta por cierto-,  nos permite ambientarnos en el clima escénico y colocar sobre el escenario a Julio Sánchez Gardel, uno de los grandes dramaturgos de quien muy pocos se acuerdan. Este catamarqueño nacido el 15 de diciembre de 1879 era hijo de Luis Sánchez y Josefa Gardel, un matrimonio clásico que vivía con cierta holgura. Su tierra natal estará presente en casi toda su obra dramática, aunque no siempre lo puntualice. El autor fue un escritor delicado y renuente a la grosería gratuita, aún cuando sabía ser crudo en sus expresiones si la situación dramática lo requería. Sánchez Gardel prefería insinuar maliciosamente antes que hacer la mención descarnada. Casi nada se sabe de su primera infancia, aunque se puede decir que el futuro dramaturgo era un niño retraído y de pocas palabras. Realiza sus estudios primarios y secundarios sin altibajos en su ciudad natal y es allí donde despierta su vocación: organiza en el Colegio Nacional un grupo filodramático estudiantil. Una vez finalizado el ciclo intermedio la familia decide que el joven debe viajar a Buenos Aires para “conocer la gran ciudad”. Era común en los hogares más o menos pudientes del interior del país, no tanto por los valores culturales en sí que pudieran significar, como por lo que pudiera representar, de manera tangible, para la sociabilidad de una argentina finisecular en acelerada transformación, que los jóvenes accedieran a espacios de importancia en Buenos Aires. No todos los provincianos que llegaban a la gran urbe obtenían el título tan ansiado por las respectivas familias. Así es como en los cenáculos artísticos y literarios de la Capital Federal figuraban jóvenes que partieron de sus hogares en procura del título de abogado o médico, en ese orden, y a veces no pasaron las primeras materias de derecho o medicina. Algunos cumplieron el sueño de sus mayores, y una vez recibidos, retornaban a su tierra para ser personajes de relevancia o se quedaban definitivamente en Buenos Aires, atrapados y absorbidos por un medio colmado de tentaciones y promesas. Para el caso ¿cómo comparar una urbe como Buenos Aires, en plena fermentación por el aporte multitudinario y aluvional de los inmigrantes, con la lejana Catamarca, con su placidez, y las largas siestas al pie del cerro siempre vigilante como el Acasti?

Julio deja su tierra en medio de esa lucha interna donde se entremezcla la liberación y el desarraigo y pisa la ciudad portuaria con la mochila del “pajuerano” y el peso del muchacho de tierra adentro. Decide estudiar abogacía pero poco a poco se da cuenta que no es su deseo litigar. En sus futuras obras dramáticas aparecerán muchos estudiantes provincianos. Unos triunfan y otros fracasan. Son jóvenes que huyen de una vida provinciana aplastante, donde no hallan cauce a sus proyectos. Muchos, sin embargo, regresan al terruño, añorando la quietud. Se advierte que la ciudad gigante los agobia y paraliza. En ese aspecto Sánchez Gardel desnuda en sus personajes sus propias emociones.

Jorge Lafforgue puntualiza que “el hecho es que Sánchez Gardel vivió el conflicto entre Buenos Aires e Interior, bajo el ángulo del Proceso y sus negaciones de la vida auténtica, del espíritu, del amor –términos que se asimilaban muy fácilmente-, lo que reprodujo en sus obras y, en consecuencia, no es aventurado pensar que trató de darle una respuesta. ¡Buenos Aires! ¡Cómo enceguece y trastorna tu resplandor a estas pobres provincias que aún no saben vivir solas! exclama consternado el Abuelo (escena IV de acto tercero de Los Mirasoles) Y podríamos entonces agregar, de acuerdo con lo hasta ahora visto: estas provincias no saben vivir solas porque desdeñan –o quizá no sienten, en tanto para sentir es necesario haber padecido su falta– esos inestimables tesoros que preservan del tropel materialista, esos ensueños del alma. Estas provincias-mirasoles no saben aún que el sol de Buenos Aires puede ser una mala luz. Pues la luz verdadera, la de la conciencia, la que encierra el amor, esa luz está más allá del tráfago urbano y de la quietud provinciana: en el fondo mismo de cada individuo”.

Sánchez Gardel además de su calidad como  dramaturgo tuvo una fina sensibilidad por la música en todos sus aspectos, amante de Beethoven, Chopín, Liztz y Mussorgsky junto a tonadas, zambas y chacareras de nuestro folklore.

El joven catamarqueño debió luchar a poco de instalarse en Buenos Aires con el fantasma de su compatriota  Ezequiel Soria. Ya por entonces el autor era conocido y con cierto prestigio además de querido dentro del teatro propio más popular de la época, que era el “zarzuelismo criollo”. Soria - tío de Sánchez Gardel- había llegado unos años antes y ya se había ganado un lugar, mientras que Julio debió pelear el sustento diario con un puesto en la oficina clasificadora de Correos y otro en el departamento de antropometría de la Policía, sumado a contadas participaciones como cronista el  La Argentina y en los diarios El País y El Tiempo.

A fines de abril de 1904, en el Teatro de la Comedia, Sánchez Gardel da a escena su primera obra titulada  Almas grandes y que en realidad no promete demasiado. No escapa a nadie que la influencia de su pariente fue decisiva para la aceptación. La crítica local poco aportó, no así la del periódico La ley de su provincia: Julio Sánchez Gardel: Este distinguido joven catamarqueño acaba de ser aclamado como autor nacional en el teatro de la Comedia. Aunque no conocemos Almas gemelas, nos hacemos eco de las críticas teatrales para saludar desde la patria chica en entusiasta aplauso al joven escritor, incitándole a seguir en su obra para mayor prestigio de su nombre. Pero recién varios años después su nombre comenzará a ganar prestigio cuando irrumpe con Los mirasoles (1911) y La montaña de las brujas (1912).

Entre 1905 y 1910 el autor muestra una serie de obras tempranas  que lamentablemente no logran despertar al público que está pendiente de las piezas de Florencio Sánchez  y Gregorio de Laferrère.

En 1907 el dramaturgo estrena Las dos fuerzas, sobre un tema polémico y tabú para la época: el divorcio. Este desenlace con su complicada casuística, se prestó siempre a los más diversos enfoques, desde la farsa hasta la tragedia. La acción transcurre en un ambiente lujoso y elegante, al principio en un escritorio y luego en una sala amueblada con suntuosidad de fin de siglo.

Sánchez Gardel vive intensamente todo ese clima intelectual de rebeldía y protesta  que está presente en las calles. A decir de Vicente Martínez Cuitiño, el joven catamarqueño es por entonces un mocetón de aspecto taciturno y andar solemne que, como absurdo para la etapa, actúa en el mundo teatral, se llama Sánchez y no es Florencio. La situación, algo discriminatoria, resulta muy molesta porque sirve para la burla. Se llega a aludir a él nombrándolo como “Sánchez el malo”, en contraposición con “el bueno” que es Florencio.




Su vida afectiva es silenciosa, en Catamarca había quedado su novia la que finalmente será la compañera de vida. Sánchez Gardel era un joven alto, un tanto encorvado, de paso tranquilo, con una incipiente miopía que lo obligaba a entornar los ojos, aumentando su aire melancólico. El dramaturgo será siempre un hombre introvertido. Hay quien lo recuerda haberlo visto sentado en un café con el comediógrafo Ricardo Hicken, cada uno con su vaso en la mano, durante largas horas, sin pronunciar palabra, con la vista perdida en un punto remoto. Parecían sumidos en inacabable diálogo telepático. Cada uno encerrado en su abismo, en su mágico mundo.

En 1910, Sánchez Gardel estrena La otra un poema dramático en un acto sin ninguna repercusión. Insiste con Después de misa, una comedia de costumbres en un acto que corre igual suerte.

La hora de la verdad le llega al norteño con el estreno de su obra Los Mirasoles. Para muchos fue un hallazgo, para su autor un reencuentro, un regreso a los lugares comunes y caminos desandados. El consenso de la crítica fue unánime y el público llenó el teatro noche tras noche. Sánchez Gardel había hallando por fin su veta. Por la frescura de esta obra, el nombre del catamarqueño quedaría incorporado para siempre a la historia de la dramática nativa. Los mirasoles es un texto de equilibrio. Su autor parece haber arribado en su trayectoria a un lapso de fugaz serenidad. El conflicto capital-provincia ha limitado sus aristas. Para el autor este tono de “alegre patio provinciano” y cerros con sus riscos es la mejor demostración de un regreso al seno materno, donde siempre se sintió protegido y feliz.

Después del milagro, Julio Sánchez Gardel entrega La montaña de las brujas, poema trágico en tres actos que se estrena en el Teatro Nuevo. En esta pieza los escasos personajes hacen que la acción no se disperse, que se condense en ese pequeño grupo de seres toda la impetuosidad que emana del paisaje. Tres años después Pablo Podestá le sube a escena El zonda otro poema trágico que fue un fracaso. Quizá Sánchez Gardel no atinó a trasponer airosamente la distancia que media entre la concepción de un tema o un asunto dramático y su realización escénica.

En 1909 se había casado con Sara Tapia un soporte de enorme importancia para el desarrollo personal del autor. Con ella pasó los mejores y peores momentos. No tuvieron hijos y el bienestar económico que fue logrando sólo le sirvió para comprar una casa en Témperley donde vivió hasta el final de sus días.

En Sánchez Gardel el amor a la patria chica seguirá teniendo su peso a pesar de la distancia. Se explican así su constante vuelta al terreno natal, sus nostalgias y sus sátiras, a veces materializadas en personajes antagónicos dentro de una misma obra. Contra este mundo provinciano, con sus extremos de prepotencia y pusilanimidad, más de uno de sus personajes debe enfrentarse. Ya vemos de cuántas cosas se salvó el autor al verter en sus figuras dramáticas tanta impotencia y angustia. Otro rasgo significativo es que el autor ha desarrollado más su estructura en la creación de personajes femeninos que masculinos, sobre todo en sus obras de ambiente provinciano, y un dato también para tener en cuenta, se destaca la figura de personas mayores.

Poco a poco Sánchez Gardel acusa el impacto de sus constantes derrotas. La etapa final de su producción se caracterizó por el empeño en mantener la mirada pueblerina. Llega a darse cuenta que la ciudad lo había fagocitado, le ha quitado  el oxígeno y descubre que ya emprendía la pendiente inexorable.

El 17 de mayo de 1916 reaviva su temple con La llegada del batallón, con trazos bastante gruesos logra reflejar  la llegada de un regimiento a un pueblo provinciano. Seguidamente en 1918 otra comedia en tres actos lo devuelve al escenario, se trata de El príncipe heredero donde nuevamente aparece un patio provinciano. La obra queda como una nueva frustración de Sánchez Gardel. Durante cinco años no da muestra de vida teatral hasta que aparece Perdonemos nueva comedia en dos actos. Esta vez el patio servirá de marco a la figura de Don Severo, especie de patriarca lugareño, cuyo consejo es la ley para los vecinos que a él acuden.

Vicente Martínez Cuitiño lo descubre por esos años y nos proporciona una imagen no muy grata. Lo ve sentado en un café de Corrientes y Paraná, y detalla a un hombre cincuentón, de anchas espaldas, cuello corto, rostro abotagado y mirada nostálgica y buena que se llenaba de estrellitas errátiles al atravesar el cristal bicóncavo de una muchacha. Es lo que le sucede a Azucena al asomar, en el patio de “los mirasoles” la figura del doctor Centeno.

Entramos en la etapa final de su carrera donde se incluye El dueño del pueblo (1925), sainete provinciano en 1 acto, allí se rescata al personaje del “grotesco”, La quita penas (1927) una comedia de poco brillo y El cascabel del duende (1930) otra pieza de costumbres provincianas de 1 acto y 4 cuadros escrita en colaboración con Alberto Casal Castel.




Los últimos años de su vida los pasa de manera recoleta, alejado del ruido de la ciudad, despertando cada día en su casa-quinta de Témpeley. Allí entre las dalias que le traían el recuerdo de los alegres patios floridos de su tan lejana Catamarca, el autor solo se entrega a una vida de descanso. Era otra persona, su retiro voluntario lo transformó en un “sobreviviente” y su nombre ya no era mencionado como antes, incluso las publicaciones debían estar obligadas a recordar que Sánchez Gardel era el gran autor de Los mirasoles. En compañía de su esposa y de su querido perro Mirasol pasó sus últimos días. Le llegó su hora el 18 de marzo de 1938 cuando todavía no había cumplido los sesenta años. El velatorio se efectuó en la Casa del Teatro. Todos los diarios señalaron su capacidad e integridad moral. “Obtuvo sus éxitos -dijo La Nación- sin aceitar la puertas fáciles de la complacencia, de la risa, de la adulación y de la vulgaridad”.

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