"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

jueves, 31 de octubre de 2013

ABELARDO ARIAS: LA LITERATURA DE TRECE LETRAS




Fue en Mendoza donde nací. Más que leer literatura empecé entusiasmándome con una historia universal en la que se me reveló Grecia con todo su arte. Sófocles, Eurípides, Esquilo, Aristófanes. También escribía un diarito familiar llamado "Las Noticias" que repartía entre mis conocidos. Cada tanto escribía teatro que hacía interpretar en casa por mis hermanas y ver por un público reducido compuesto por amigos. Recién después de los veinte o veintiún años me puse a leer seriamente cuando, mientras estudiaba derecho en Buenos Aires (que después abandoné), me empleé en la biblioteca de la Facultad. Entonces descubrí a otros: Montaigne, Gide, Proust. De Montaigne me interesa el sentido de la vida expresado con tanta profundidad y tanta simplicidad. No es como otros filósofos que para dar una idea del mundo usan un lenguaje críptico y complejo. Por eso sostengo que uno debe escribir las cosas más difíciles de la manera más fácil. Para que el lector saque lo que pueda de acuerdo al tamaño de la reja de su arado. El que lo hunde a más profundidad sacará más, claro. Pero también hay que darle la oportunidad al que tiene una reja pequeña. El valor de un texto es que pueda aceptar varias lecturas, varios lectores. Algo de eso debe haber ocurrido con "Álamos Talados", que aun después de más de treinta años, se sigue leyendo. Lo escribí cuando tenía veinticinco años y es una novela autobiográfica como casi siempre sucede con las primeras obras de un autor. En pocos días se hicieron tres ediciones, corría el año 42; debe haber sido el inicio de la época en que empezaron a descubrirse nuevos escritores argentinos. Hasta entonces nadie los leía, usted sabrá, salvo los grandes como Lugones, Gálvez, Larreta. Con el título sucedió algo raro: un amigo descubrió que contenía trece letras igual que el número de letras de mi nombre y apellido. Así que por cábala, desde entonces, me dediqué a titular todos mis libros con trece letras. Fíjese en "Inconfidencia", que trata sobre el Aleijaidinho y escrita por Abelardo Arias, todas son palabras con ese número clave, 13. De todos modos, esto no es más que una excusa para seguir comunicándome con la gente. Alguna vez se ha dicho que la literatura, el libro, iba a ser desplazado, enterrado por la cibernética y todas esas invenciones. Sin embargo, todavía (lo seguirá siendo) es el cómodo e íntimo vínculo de comunicación. Sin prisa, sin urgencia, sin interferencia. El libro es el acto inteligente de mayor intimidad, acaso el único, del hombre moderno.
Desde que recuerdo quise escribir, viajar y amar. Elegí nacer en San Rafael de los álamos, junto al río Diamante, en cuyas aguas se mezclaran mis cenizas.

Resulta difícil precisar a  Abelardo Arias (1908-1991) en el marco de una línea autoral, por tratarse de un escritor multifacético. Es la de Arias una producción que adquiere relieve propio dentro del panorama nacional, precisamente en un momento en que la novela y el cuento argentino intentaban exhibir una creciente madurez e importancia, hecho que comenzó a gestarse a partir de 1940 y alcanzó plena significación con la denominada "Generación del '50 o del '55". En una primera aproximación descriptiva a esta promoción literaria, podemos apuntar también la preocupación por la realidad y por el problema "existencial", la influencia de la novelística norteamericana en cuanto al aspecto formal, y -como señala Noé Jitrik- una peculiar actitud hacia la historia, con intensidad de búsqueda. En este terreno advertimos la numerosa presencia de escritores del interior como es el caso de Daniel Moyano, Luis Franco, Manuel Puig o Antonio Di Benedetto, que tanto diera que hablar y de quien seguramente nos ocuparemos en una próxima entrega. Del mismo modo, los años '60 verán resurgir formas literarias que, generadas en distintas zonas, tematizan la propia región, pero no desde la perspectiva del regionalismo anterior; vale decir, que se prescinde del color local y del lenguaje característico de la zona, para abundar en cambio en una voluntad de descubrimiento y de exploración del entorno y con el filtro de una poderosa preocupación formal. En esta nueva perspectiva de "lo regional" se ubica la figura y la obra de Abelardo Arias.
También resulta paradójico en este escritor original, el hecho de que gran parte de su producción literaria haya sido escrita lejos de Buenos Aires y embarcado. Confiesa el autor: Es cierto, la mayoría de mi obra la he escrito en camarotes o cubiertas de barcos cargueros griegos y en medio del mar. Siento durante la travesía que no soy un pasajero sino un tripulante más, un hombre de a bordo, sometido a los avatares del trayecto, del trabajo cotidiano, de la soledad, del profundo laconismo que casi siempre los embarga. En un carguero uno no se siente inclinado al ocio sino al trabajo, a la febril actividad que se ve alrededor durante todo el día. Un carguero no es uno de esos paquebotes suntuosos ideales para la distracción o la sociabilidad. Me siento contagiado y escribo así, diez horas, sentado en algún sitio de la proa, y alcanzo muchas veces en travesías de cincuenta o sesenta días a concluir el primer original manuscrito de una novela de trescientas páginas.
Sucede que un carguero es algo fascinante: se sabe cuándo parte pero nunca adonde va o adonde permanecerá anclado durante días. Esos barcos son como taxi fletes del mar: van adonde los llama un télex urgente o imprevisto. Son como barcos sin destino, es como si el azar los gobernara, son los últimos navíos románticos en la era tecnificada donde todo es perfectamente programado.

Esta literatura de travesía lo llevó al novelista a mirar los temas argentinos desde otro ángulo: Sí, he escrito "Minotauro Amor" o "Polvo y Espanto", por ejemplo, a bordo de barcos con nombres tan exóticos como Nikinái o Atenai. Precisamente, "Polvo y Espanto", la concluí en los mares de Grecia. Fíjese, cuan aparentemente contradictorio resulta ser el proceso de creación: la parte de "Cuaderno Federal", tan nuestra, tan de caudillos y pampas y barbarie, la terminé de escribir apoyado en una columna dórica del Partenón. Yo mismo, mientras borroneaba alguna frase sobre las páginas de un cuaderno, me preguntaba si no era curioso que un argentino estuviera allí en mil nueve setenta y tantos, imaginando escenas de una Argentina de mil ochocientos y tantos en un templo de hace dos mil años, cuna de toda una civilización. Sin embargo, ese libro fue traducido al griego (quizás ha de ser el único caso de un autor argentino) y fue comprendido. También aquí, cabe preguntarse, cómo pudo ser comprendido si se trata de un tema histórico particular de un país y de una situación social tan diferente. Cómo un pueblo como el griego, apegado e inmerso en la tragedia clásica, pudo adentrarse en "Polvo y Espanto" esencialmente argentina. Cuando pregunté, en Atenas, a algunos críticos o lectores, ellos me respondieron que si bien obviaban o perdían ciertos detalles anecdóticos o puramente folklóricos, sentían que el personaje, por ejemplo, tenía la imagen arquetípica del caudillo americano tal como ellos la fantaseaban. Finalmente, toda novela, en esencia, es como una tragedia griega: tiene sus dramas, sus pasiones, sus muertes. Eso es lo que trasciende de todo texto literario si no es gratuito.



Abelardo Arias nació en Córdoba el 10 de agosto de 1908, fue  el quinto de los ocho hijos de una tradicional familia mendocina. Su padre -militar de carrera- cumplía funciones en distintos destinos del país y en uno de esos traslados se encontraba en Córdoba cuando su esposa da a luz antes de que la familia se radicara en San Rafael, luego en la capital mendocina y más tarde en Buenos Aires.

Abelardo se convierte en un estudiante precoz. Aprende a leer en su casa antes de ir a la escuela y en las aulas llamó la atención por sus conocimientos. Leía vorazmente. Realiza los primeros estudios en San Juan, más tarde asiste al Colegio Normal y finalmente completa sus estudios secundarios con los Hermanos Maristas.

En 1927 se radica en la Capital Federal. Inicia la carrera de Derecho que posteriormente abandonará para de dedicarse a la literatura. En esos años, su vida se ve llena de dificultades económicas. Hace trabajos a pedido y trata de ingresar en algún diario. A través de un amigo presenta crónicas de viaje en las editoriales pero todas son rechazadas. Desilusionado acude al diario La Razón para ocupar un puesto vacante. Fracasa. Como última jugada, antes de regresar a Mendoza, inventa una crónica titulada  Paráfrasis en un poema-Partenón y la lleva al diario La Nación. Dos semanas después lo llaman y le comunican que se incorpora como redactor en el suplemento literario del diario. En ese medio trabajará hasta su muerte.

Con la estabilidad económica asegurada se dedica a escribir en plenitud. En 1937 ya tiene terminado su primer libro Álamos talados, un trabajo autobiográfico de enorme sensibilidad. Álamos talados, reconocido por el propio autor como una historia de familia, nace del recuerdo de los años de su infancia entre los viñedos mendocinos. Alberto, con su frescura y rebeldía, se asombra ante el descubrimiento del cuerpo y del amor; pero inevitablemente debe enfrentarse con el mundo adulto: la hipocresía, el poder, la injusticia.
Construida con técnicas cinematográficas y gran fuerza poética, la novela profundiza en los personajes a través de dos ejes fundamentales: el amor y la amistad.




En Álamos talados, Arias evoca personajes de diversas clases sociales. Está presente la clase alta, la de los terratenientes que marcaron la conquista viviendo en un fortín hasta que pudieron doblegar a los indígenas. Así ve a su familia Alberto, el muchachito  crítico: Por momentos, la abuela arreglaba parsimoniosamente los pliegues de su vestido, que caían sobre el almohadón de raso granate en el cual, a manera de escabel, reposaban sus botinas de fieltro. Desde mi escondite, la escena resultaba solemne: la galería con sus esbeltos pilares, unida a la escalinata del estrado, le daba ambiente cortesano, que destruía el abigarrado montón de campesinos esperando turno para acercarse a la señora. Ella tendía su mano de venas azuladas con tan graciosa aquiescencia, que dejaba en quienes la recibían sentimiento de gratitud por el gesto benévolo.

La clase alta, representada fundamentalmente por los abuelos, se mostraba en general bondadosa con los criollos y los inmigrantes, aunque había excepciones. Don Ramón Osuna sentía desprecio soberano por los gringos, como él llamaba a cuantos no hablaran el castellano. Desprecio que alcanzaba a toda idea que de ellos proviniera. No quiso alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca el arado rompió sus tierras.

La diferencia entre terratenientes e inmigrantes es señalada por uno de los personajes: Doña Pancha aún no podía comprender cómo abuela había recibido, ‘con aire de visita’, a uno de esos gringos bodegueros, decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella no podía entenderlo y menos disculparlo. Entre tener una viña y tener bodega para hacer vino había un abismo infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se había constituido guardián insobornable de esa separación.

Cuando las penurias económicas obligan a la anciana señora a talar los álamos, allí estaba un inmigrante, posibilitando que el lector saque conclusiones sobre la personal postura del autor: Con el pie en el estribo de su auto rojo, el turco hacía anotaciones en una libreta. Uno, tras otro, caían los álamos de mi adolescencia.

Los extranjeros –turcos, españoles, italianos, ingleses, franceses- son retratados en distinta forma. Algunos evocados como seres altaneros; otros, son descriptos por Arias con admiración, tal es lo que sucede con el calabrés contratista de la viña: Batista –su apellido me resultaba cómico y no pude aprenderlo nunca- había llegado de Italia cuando era muchacho, treinta años atrás. Varios cuarteles de viña se habían plantado bajo su vigilancia y la dirección de un cura, el padre Camurri, que, amén de sus misas, calzaba botas y salía a dirigir el trazado de los viñedos. Aquí se evidencia cómo el sentimiento de la clase alta hacia los inmigrantes depende de que ellos estén o no subordinados a ella. Por otra parte, el comentario acerca del apellido del italiano trasluce cierto desdén hacia quienes provenían de países distantes.

Los criollos, que se agrupan bajo la protección de la señora y sus descendientes, ven como algo degradante el trabajo en la viña, pues nacieron para domar potros y para hacer tareas que exijan valor y destreza: “ ‘Los criollos no somos muy guapos pa’ estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son cosas pa’ los gringos y las mujeres –había dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas son cosas di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto y la faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, ‘y no le hacían asco a juerciar un poco’ ”.

Frente a la adversidad, los criollos descreen tanto de los conocimientos de los patricios cuanto de las innovaciones de los gringos. Ante la incredulidad de uno de los señores, que la ve marcar una cruz en el suelo: “Que se ría el dotor –arguía la Pancha-, más pior le fue al gringo ‘e las Paredes, el que s’hizo una torre altaza, todita llena de palarrayos pa’espantar el granizo y, no bien la terminó, la misma tarde, la pedrera le taló las viñas... Ai tienen lo que sacó ese descreído con su torre de Davell”.

Hay, también, personajes marginales, como el ebrio Modón, cuya existencia infrahumana se describe y justifica: “Estaba descalzo, los pantalones sujetos por una faja de lana colorada y arremangados hasta la mitad de la canilla; la camisa sucia y deshilachada se perdía en la maraña de la barba grasienta, donde la tierra formaba una pasta oscura alrededor de los labios agrietados”.


En 1942   Arias publica la novela Álamos talados, con la cual obtiene el Primer Premio Municipal de Buenos Aires, el Premio de la Comisión Nacional de Cultura y, en Mendoza, el premio Agustín Álvarez.  Cinco años después lanza la novela La vara de fuego que continúa el desarrollo autobiográfico de Alberto, protagonista de Álamos talados. Mientras esta narra una experiencia infantil dentro del ámbito campesino que da el contorno propio, La vara de fuego concreta las repetidas confrontaciones de un adolescente hondamente sensual que busca una realidad amorosa. El lugar novelístico ahora es Buenos Aires. La obra concluye con una visión social realista que parece retomar la línea de autores como Mármol, Cambaceres, Martel o Payró.

Abelardo Arias, en alguna entrevista manifestaba que todo escritor debe comenzar su vida literaria escribiendo un libro de versos y como en su caso salteó esa etapa inevitable, todo ese lirismo se volcó en su primera novela.

Así, con esta sentida evocación del tránsito de la niñez a la adolescencia que es Álamos talados, hecha por un narrador protagonista con algunos rasgos autobiográficos, y sobre todo en ese tono entre poético y nostálgico, se advierte la filiación de Arias respecto de una línea expresiva que viene de los años '40, en la que inscriben también otras memorias de infancia como El río distante de Vicente Barbieri, línea caracterizada -entre otras notas- por la evocación lírica de la infancia como un espacio y un tiempo privilegiados, idílicos, mediante la reformulación del cronotopo edénico, junto con la conciencia aguda del paso del tiempo.

De allí ese tono nostálgico, herido por la temporalidad y la inevitable caducidad y transformaciones que introduce en todo: la naturaleza y los hombres.

Ese tópico del Edén evocado en las primeras páginas es retomado luego, con una connotación distinta.

Es ya un paraíso perdido, tanto espacial como temporalmente, como veremos en este texto, en el que los elementos del paisaje alcanzan una dimensión simbólica que da asimismo razón del título.

Y cuando el escritor retorne, años después, al escenario entrañable de su primer libro, en otra novela también de escenario mendocino como es La viña estéril, lo hará ya con una perspectiva y una madurez distinta, asociada con el desorden estructural y la peculiar configuración del tiempo, que ya no es la de la linealidad infantil sino la compleja percepción de una personalidad madura en cuya memoria se entretejen recuerdos y experiencias, desengaños y remordimientos en una caótica revulsión que la escritura de Arias logra plasmar de modo admirable.

Transcurre el año 1952 y  viaja por Francia, Suiza e Italia. Estudia literatura contemporánea en París como becario del gobierno francés. A su regreso reúne una serie de crónicas de viajes en forma de diario que titula París-Roma, de lo visto y lo tocado. En 1955 vuelve a Europa, pasa por Francia, Suiza e Italia. En medio de esta travesía se mete de lleno con su notable novela: El gran cobarde publicada en 1956. Sergio Renán más tarde adquirió los derechos para incluirla en un ciclo de grandes novelas que realizó en el canal estatal ATC Televisora Color en 1987.




Junto a Renato Pellegrini funda la editorial Tirso en 1956. Después de una serie de diferencias con la Editorial Sudamericana logra publicar Las amistades peligrosas de Roger Peyrefitte.

Ya en 1957 decide regresar a Europa, su espíritu de viaje indomable no lo deja fijo en ningún lugar. Recorre Francia, Suiza, Italia y Bélgica y  publica su segundo libro de relato de viaje: Viaje latino. Realiza su primer viaje a Grecia y embriagado por la mística helénica nace la idea de escribir sobre el Minotauro. Publica De la torre de fuego a la niña encantada (itinerario argentino).

Se estrena en 1959 su comedia romántica Nuestro viaje, en el Teatro Universitario de Buenos Aires.

Catrano Catrani quien fuera director de cine y productor ítaloargentino, realizó la versión cinematográfica de Álamos talados. Se formó como cineasta en su país de origen, estudiando en el Centro Sperimentale de Cinematografía de Roma. Emigró a la Argentina en 1937 y se radicó en Buenos Aires. La versión fílmica contó con la actuación de Ubaldo Martinez y fue realizada en San Rafael y en la ciudad de Mendoza.

A principio de junio de 1959, se concluyó la  película en colores y cinemascope rodada íntegramente en Mendoza. Fue producida y dirigida por Catrano Catrani y el guión  realizado por Abelardo Arias y Antonio Di Benedetto.


En 1942, un joven Abelardo Arias, escribió su primera novela titulada Álamos talados con la ilusión de rodar la película basada en aquellas páginas. Varios años después, se reunió con Antonio  Di Benedetto y realizaron el libreto.


A principios de 1959 llegó a Mendoza Catrano Catrani con su equipo para filmar la cinta en cuestión. Fue la primera película que se rodó totalmente en cinemascope y ferrania color en 35 mm en Mendoza.

Los actores principales fueron Ubaldo Martínez y la española Pepita Meliá. A estos se sumaban los actores José Luis Suárez -quien hacía su debut en cine-, Aldo Braga, y los mendocinos Lilian Amaya y Emilio Guevara. También en roles secundarios se destacaron artistas como Tito Pagés, Manuel Antón, Ricardo de Rosas y Gabriel Lesser, entre otros.


Años antes de su muerte, comentaba Abelardo Arias que durante el rodaje experimentó una sensación muy especial: Por momentos me imaginaba vivir, dentro del acto, el tiempo ido. En cierta manera realizaba la teoría de la relatividad de Einstein y creía ser de nuevo adolescente”. Y agregaba: “Semejante sensación me produjo, también las escenas de San Rafael y en la centenaria casa de la señora Carola Molina de Baca en Rodeo de la Cruz”.

En las escenas de cierto riesgo para los actores, no se utilizaron dobles. La anécdota más sobresaliente fue en una de las tomas que rodó el actor Ubaldo Martínez, quien tenía que dejarse llevar por la creciente del río Diamante.

El director Catrani captó una escena espectacular. Al finalizar con esa toma, Martínez salió del río lleno de lastimaduras, por lo que tuvo que ser atendido por un médico.

El equipo de producción partió en junio hacia Buenos Aires y la película fue estrenada casi un año después, más precisamente el 5 de mayo de 1960 y tuvo gran repercusión en las salas de todo el país.




Publica en 1962 Ubicación de la escultura argentina en el siglo XX (ensayo). Trabajo que recibe el Primer Premio Municipal de Ensayo y el  Premio Palas Atenea del Instituto Argentino de Cultura Helénica.

Arias es un autor enfermizo, acostumbrado al trabajo de corrector y decididamente crítico con su obra: He llegado a escribir y reescribir siete versiones de una misma novela; multipliqué trescientas páginas por siete y calculé el trabajo. De pronto en este proceso aparece un síntoma inequívoco de que algo ya no anda: el autor empieza a sentir repulsión por lo que está haciendo. Cada vez que se sienta a terminar una frase es como si ya no tuviera más jugo; se aburre. Es un aviso de que la obra ya está terminada. También le sucede a un pintor: él sabe cuándo ya no puede seguir dando una sola pincelada más sobre un cuadro sin el riesgo de arruinarlo y perderlo.

Escribí una veintena de libros, la mayoría con bastante éxito, algunos agotados varias veces. Sin embargo, no alcanza para vivir de la literatura. ¿Sabe por qué?, porque las tiradas de libros en Argentina son reducidas. En Estados Unidos, aun en Brasil, se multiplica en varias veces la cantidad de cualquier libro argentino. Sucede que, paradójicamente, somos un pueblo lector y leemos y consumimos, por ejemplo, libros mexicanos, chilenos, peruanos. A ellos, claro, les conviene. Pero a los escritores argentinos allá no se los consume, no existen mercados latinoamericanos como el nuestro. Y eso limita la posibilidad de que un escritor argentino de éxito viva de ese éxito. Así tenemos que, salvo tres o cuatro excepciones, la literatura no es una fuente natural de recursos. Por ahora esto es así, quizá hasta que otros pueblos aprendan a leer como el argentino.

Como señala Antonio Requeni,  de haber nacido Abelardo Arias  en Francia o en Italia su trascendencia sería, seguramente, mayor. No es la primera vez que afirmo que El gran cobarde, por ejemplo, es una de las mejores novelas escritas en nuestro país, porque, a diferencia de otros buenos relatos argentinos, no es una obra 'para consumo interno' sino de proyección universal.


Incursiona en una pasión oculta. En 1963 da a conocer Los vecinos su parábola radioteatral. Publica en 1964 Límite de clase una novela por la que obtiene el Premio del Fondo Nacional de las  Artes y el Primer Premio Municipal de Prosa. Es condecorado por el gobierno de Italia con la Medaglia Culturale.

Regresa a la aventura: viaja invitado por lo gobiernos de Francia, Gran Bretaña, Italia, Grecia, Alemania Federal y Bélgica.

Publica Arias una de sus mayores obras: Minotauroamor, por la que recibe el Premio Nacional de Literatura. El análisis del discurso en Minotauroamor de Abelardo Arias, permite al lector acceder a una serie de conceptos acerca del hombre y de las realidades que le conciernen: el amor, la amistad, la belleza, el arte, el poder, entre otros. Si bien estos planteos alcanzan a todos los personajes, los mismos son focalizados, especialmente, en relación con los dos protagonistas: el Minotauro y Teseo. De hecho, Abelardo Arias ha declarado que lo que le impulsó a escribir esta novela fue, precisamente, un interrogante vital que lo asediaba: cuál era la verdadera condición del hombre moderno. El escritor mendocino parecía advertir, ya en ese entonces, una marcada degradación de los valores que han sido sostén de nuestra cultura e intenta despertar la conciencia de sus coetáneos a través de estas magníficas páginas.

Minotauroamor, es una novela que se presenta ante el lector organizada en dos planos. Esta estructura ha sido claramente marcada ya desde el nivel tipográfico: la mayor parte de la obra está escrita en un tipo normal y algunos párrafos, en bastardilla o cursiva. Precisamente estos párrafos son los que se separan, aparentemente, del relato principal, narrando otra historia, con otros personajes, acciones y ejes espacio-temporales. Por muchos años fue común que los lectores eligieran ignorar este otro relato, de menor extensión, ya que el texto principal resulta perfectamente legible sin él. Sin embargo, esta lectura empobrece la obra, razón por la cual este trabajo se propone demostrar, a partir del análisis de los rasgos que unen y diferencian estos dos planos de la novela, que el significado total es más que la suma del significado de cada parte y, evidentemente, más que el significado de una parte.

En esta novela, un narrador en tercera persona, presenta al Minotauro encerrado, como en el mito clásico, en el laberinto de Creta. Asterio ha emprendido ya, al comienzo de la novela el camino del autoconocimiento. Por ello, el lector se enfrenta, del mismo modo que el resto de los personajes, con un Minotauro que, lejos de ser dominado por su instinto, logra someterlo al imperio de su “razón”. El  lector asiste, entonces, de la mano del narrador, al proceso de humanización y espiritualización que marca la trayectoria vital/textual del personaje. Se trata de un personaje que desde un primer momento se cuestiona acerca de su función, una función que le es impuesta desde afuera, por los hombres que se valen de su “monstruosidad” en beneficio propio y lo “obligan” a matar en las pruebas de tauromaquia. Estas pruebas consistían en un acto público donde los rehenes debían exhibir sus condiciones en el intento de “dominar al Minotauro”. Era un acto preparado, un espectáculo -en el más moderno de sus significados-, que nada tiene que ver con la noción de rito que caracteriza al mito original, donde cada rehén se ve expuesto, en soledad, al ataque imprevisto del Minotauro, así como cada hombre se ve acosado, de repente, en su vida, por su costado más irracional e instintivo. De este modo, la figura que se va desprendiendo del Minotauro a lo largo de toda la novela, lejos de asimilarse a la que nos proporciona el mito helénico, se aleja de él para terminar configurando a un personaje humanizado Ahora bien, frente a esta figura ennoblecida del monstruo se nos presenta la figura.





Vuelve a su diario de viaje con la publicación de Grecia en los ojos y en las manos.

En 1968 nos sorprende con La viña estéril. Como bien expresa Marta Castellano, en la novela "La Viña Estéril" (1968), del escritor mendocino Abelardo Arias, se verifica un interesante proceso de elaboración del discurso narrativo, a partir de la recurrencia de un procedimiento que se basa en el juego con las distintas dimensiones temporales; este fenómeno da indicios de una cosmovisión particular que se relaciona con una mentalidad mítica, y se condice con la clave religiosa del texto.
Abelardo Arias antepone a su novela los siguientes epígrafes, uno de André Gide y el otro de Novalis: "El futuro me interesa más que el pasado; más aún que aquello que no es de mañana ni de ayer, pero del que siempre se puede decir que es hoy". Y también: "El amor es el objeto final de la historia universal, el amén del universo".
A partir de estas citas se hacen presentes dos grandes temas estructurantes del texto: el amor y el tiempo, que podríamos considerar como los grandes asuntos de la literatura universal. Sin embargo, como el mismo Arias señala a propósito de "Álamos Talados" (en la "Encuesta a la literatura argentina contemporánea" de CEAL, 1982), "Todo novelista de verdad tiene un solo tema, un leit-motiv, el mío es el desencuentro", y ese desencuentro genera todo el desarrollo y organización interna de la novela, vale decir, los movimientos de ascenso y descenso que experimentan sus protagonistas (en relación con la imagen mítica del axis mundi y otros símbolos de verticalidad) y, concomitantemente, el encuentro amoroso y su simbolización en el complejo metafórico del Jardín Edénico. Pero la novela es la "historia de un desencuentro", y el dualismo y la dinámica de los opuestos se imponen sobre cualquier búsqueda de armonía. En "La Viña Estéril" se narra una turbia pasión amorosa que destruye a una familia tradicional de San Rafael (los Aranda). Pasión estéril por cuanto no sigue los cauces de un amor auténtico y, sobre todo, porque quienes la experimentan huyen, abandonan la tierra madre, la única capaz de sustentar y dar fruto. Ya desde el comienzo se perfilan dos isotopías o campos semánticos: en primer lugar, la sensualidad de los Aranda, y en un plano más general, todo lo referido al sexo (hasta el despertar equívoco de la sensualidad adolescente); y, en relación con éste, un segundo campo semántico que gira alrededor de la idea de vientre, procreación, fertilidad, tierra madre. Ambas series confluyen en Diana, la mujer causa de perdición y de muerte, la "viña estéril", por cuanto se entrega al sexo sin amor: "Cepas machorras. Muy lindas, no hay que negarlo, pero nunca cuajan... ¡Son como muchas mujeres!". Y a partir de esta metáfora, de raigambre bíblica, es posible adentrarnos en la interpretación del texto.
También en "La Viña Estéril" acaece un terremoto en el que la protagonista busca -quizá inconscientemente- su redención: trata de salvar a un niño de entre los escombros de su vivienda; de este modo intenta pagar una culpa que se relaciona con su moralmente reprobable conducta y con dos enigmáticas muertes ocurridas por su causa: la de su padre y la de uno de los peones que compartieron sus escarceos sexuales. Las verdaderas circunstancias de estos sucesos constituyen un ominoso secreto que determina permanentemente la conducta del personaje y que se devela sólo al final de la novela.
Estos motivos mencionados se asocian  con las ya mencionadas imágenes míticas del axis mundi, en el sentido de un eje que conecta el mundo superior con el inferior, y del Jardín del Edén, en tanto espacio privilegiado en que se produce una modificación de las categorías de tiempo y espacio, dando lugar a lo que podría denominarse un cronotopo edénico. Así, el proceso de ascenso y descenso se relaciona con el alejamiento y deseo de reencuentro con la tierra. Ella constituye el único punto de apoyo que permitirá intentar un nuevo ascenso, análogo al que se representa a través de la imagen mítica de la Escala de Jacob: no ya como álamo perecedero sino a favor de la integridad de una personalidad adulta y firme en el caso de Alberto Aldecua, protagonista de "Álamos Talados".
Si bien ya desde su epígrafe la novela "La Viña Estéril", de Abelardo Arias, llama la atención sobre el tema del tiempo, la acción narrativa no presenta mayores complicaciones temporales; por el contrario, se desarrolla linealmente (al menos en apariencia) a través de un lapso de unos pocos meses, cuya cronología -si bien no explícita- se puede deducir fácilmente a partir de ciertos indicios significativos (por ejemplo la referencia a las faenas agrícolas estacionales o los cambios en la vestimenta de los personajes).
Hay sólo un desajuste temporal o anacronía: la novela se inicia con un pasaje en letra bastardilla, visión apocalíptica del terremoto y sus consecuencias para la protagonista, Diana; este microrrelato es extrapolado de lo que constituye, mucho después, una suerte de clímax novelístico por su incidencia en el desarrollo de la fábula. Este segmento narrativo podría considerarse una prolepsis, por cuanto anticipa un acontecimiento ulterior al momento en que se narra el relato primero; su sentido sólo se capta totalmente cuando se lo reitera; sólo entonces se advierten esas implicancias mítico-simbólicas ya aludidas. También el paisaje de alta montaña, en su soledad, elementalidad y pureza, se asocia al cronotopo edénico, retrotrae al Edén perdido: "Quedaron así un rato, los ojos devorados, muelle impresión de infinito. El mundo debía estar naciendo. La primera pareja". Así como la naturaleza se asocia a esa suerte de matrimonio ritual que evoca el del Edén, la falsedad de los encuentros amorosos mantenidos por la protagonista con ocasionales compañeros requieren, dentro de la construcción novelística, una escenografía complicada, artificial, "culturizada", verdadera parodia demoníaca del desposorio de Adán, la hierogamia sagrada original.
Del mismo modo, la naturaleza acompaña el despliegue de las vidas humanas; son nuevamente los álamos los que ofician como símbolo: "El chirrido de una lechuza le raspó los nervios bajo el entrecejo. Un miedo extraño, sin raíz racional. La enhiesta alameda la cercaba, negro telón de foro teatral; tendría que alzarse o rasgarse como el velo del Templo. Y, sin embargo, ella sabía cómo se reflejaba el sol, la luz, en cada hoja de álamo, según mostrara el anverso o reverso. Su propia vida". Significativamente, la alusión a la ruptura del velo del Templo, imagen de catástrofe, símbolo del desquiciamiento cósmico que acompañó la muerte del Hijo de Dios el Viernes Santo, acaece justo antes del terremoto que destruye Pueblo Aranda y lastima a la protagonista. El movimiento telúrico se asimila a un cedazo: "Ya podía mirar ese paisaje desdibujado por la capa de polvo denso y plomizo que flotaba en el aire, comenzaban a surgirle estrías rojas hacia el naciente. La tierra habría decidido preguntarse: -Veamos qué hay de cierto en estos seres humanos [...]".

Entre 1969 y 1970 Abelardo Arias recorre varios países: Gran Bretaña, Francia, Italia, España, Holanda, Alemania Federal, Dinamarca, Austria, Bélgica, Grecia, El Líbano, India y Chipre. Publica Viajes por mi sangre.

En 1971 obtiene el Premio Nacional de Literatura, el Premio del Rotary Club, el premio Libro del Año y la Pluma de Plata del PEN Club, por su obra Polvo y espanto. Esta novela, ambientada en el siglo XIX dominado por los caudillos, da la palabra con igual intensidad a las dos voces en cuya lucha se construyo nuestro modelo de país. La minuciosa documentación histórica, el detallismo geográfico, la rigurosidad y riqueza del vocabulario empleado, son el marco de la verosimilitud donde tiene lugar un relato en el que se entretejen amor, honor, traición, coraje y muerte.
El perfil psicológico y espiritual de los protagonistas, el caudillo Felipe Ibarra y una joven de estirpe patricia, supera los estereotipos ideológicos-políticos, humanizando así el proceso histórico. La novela fue llevada al cine en 1987, por el realizador Anibal Unset, con la actuación de Héctor Alterio y Rodolfo Ranni en los roles protagónicos.




La incursión de Arias en la temática histórica es una faceta que debemos resaltar. No soy pocos los autores que abordan  en sus textos la problemática, pero en el caso del autor mendocino, su análisis y documentación  es exquisita. Tanto en Polvo y espanto como en Él, Juan Facundo (1995), Arias nos presenta una visión crítica y descarnada.
De algún modo saldada la deuda, a través de estos dos textos, con su entorno comarcano, la narrativa de Arias se irá extendiendo, en círculos cada vez más abarcadores, al ámbito nacional.
En ambas, la acción gira alrededor de la figura de un caudillo: Felipe Ibarra, de Santiago del Estero, en el primero de los textos, y Juan Facundo Quiroga, de los Llanos de la Rioja, en el segundo.

Lo que se rescata asimismo en cada caso es la búsqueda de ecuanimidad, a través de la compulsa de documentación histórica, cuyas fuentes se declaran en el caso de Él, Juan Facundo.

En relación con la primera de las novelas, si bien el autor no menciona explícitamente los documentos que le sirvieron de base, éstos han sido rastreados y expuestos por Lorena Ivars en un artículo titulado Los personajes de Polvo y espanto: historia y ficción: la investigadora destaca la similitud existente entre los datos aportados por Arias y las tres versiones que Agustina Palacio de Libarona, protagonista del primero de los dos "Cuadernos" en que se divide la obra, hiciera de su destierro en el Bracho.

Esta documentación histórica "de primera agua" se formaliza artísticamente en una estructura perspectivística, que es, en sí, significativa de la intentio auctoris: mientras la primera parte, titulada "Cuaderno unitario", se focaliza, como ya se dijo, a partir del per-sonaje femenino que resulta víctima de las rencillas de banderías políticas, en particular de la animosidad hacia su marido, odio no exento de celos del caudillo Ibarra, la segunda parte, o "Cuaderno federal", bucea en el interior de Felipe Ibarra para darnos, si no una justificación al menos una explicación de los móviles de su conducta.

Quizás menos lograda artísticamente pero igualmente interesante, sobre todo porque parte de la acción transcurre en Mendoza, es la segunda de las novelas mencionadas; en ella, historia y tradición se unen para realizar una suerte de refutación del Facundo de Sarmiento.

En efecto, todo el texto gira alrededor de la figura del caudillo riojano, de quien se tratan de destacar especialmente los aspectos positivos; así, los episodios que mancharon su fama, como el de la Severa Villafañe (narrado por Sarmiento) aparecen apenas aludidos.

Ciertamente, no es el narrador quien juzga, sino que se limita a mostrar. Así por ejemplo, destaca a través de hechos el carácter religioso de Facundo, quien fuera discípulo y amigo del presbítero Castro Barros, así como su profundo conocimiento de la Biblia, o el amor por su esposa, pero al mismo tiempo se mencionan su descontrolada pasión por el juego y sus sanguinarias reacciones.

Una de las claves de este texto novelístico está dada, como se dijo, por el manejo de documentos históricos -muchos de ellos silenciados por la "historia oficial"- pero también por la recurrencia a otras fuentes, como los cantares que pervivieron en la tradición oral, acerca de la figura del caudillo.

Este verdadero tesoro de poemas, que dan cuenta del imaginario popular y su visión de Quiroga, aflora en las coplas colocadas a modo de epígrafe en los distintos capítulos, como la siguiente: "Quiroga me dio una cinta / y Rosas me dio un cordón, / por Quiroga doy la vida, / por Rosas el corazón" y también en la recreación de leyendas que hablaban de la supuesta invencibilidad del caudillo merced a las "ayudas" sobrenaturales que recibía, por ejemplo, de su caballo moro, o la ferocidad de sus huestes de capiangos.

En función de esta estatura legendaria del personaje, el autor delinea un nuevo símbolo para contraponer al del tigre acuñado por Sarmiento: Quiroga vencedor de un toro, pero -paradójicamente- Minotauro él mismo, con todo lo que ello implica dentro de la narrativa de Arias de fatalidad y de terrible ternura: víctima y victimario en un período particularmente violento y difícil de la vida argentina.

De este modo, el personaje alcanza una estatura heroica que se completa con el aura legendaria que rodeaba su persona y que se sustenta en su valor proverbial, probado en mil combates, cuya narración vívida nos proporciona el texto novelesco.

En los párrafos finales se encuentra resumida la intención de Arias al encarar, con su propia visión, el relato de momentos especialmente conflictivos de nuestra historia patria.

En todo caso, lo que mueve su pluma es esa intención de búsqueda de que hablaba Jitrik; en última instancia, lo que se inquiere es por el destino de la patria después de tantas inútiles luchas fratricidas, hechas a favor o en contra de abstracciones o eslóganes vacíos: "¿Muertos en nombre de qué civilización?, ¿en contra de qué barbarie? [...] ¿Argentinos muertos en razones de qué conquista? ¿tras qué ideal de país?" (p. 82).

En la novela, a pesar de la pretendida objetividad que parece sugerir la lista bibliográfica de obras históricas consultadas, es notable la asunción de una perspectiva ideológica ya desde el comienzo.

Aunque historia y tradición prestan sus voces para la construcción polifónica del texto, en realidad (a favor de esa selección intencionada) predomina un discurso que asume la defensa del personaje, homogéneo en su intención, que no admite grietas ni discusiones, porque la literatura, a través de las imágenes que crea, puede llegar a ser más convincente que la verdad histórica.

Y ese poder persuasivo está en proporción directa con el genio del escritor: por eso la extraordinaria perduración que la imagen de Facundo creada por Sarmiento ha tenido en el imaginario colectivo argentino.

En cuanto al narrador mendocino, podemos decir que Abelardo Arias recrea vívidamente, con gran maestría narrativa, en sus novelas históricas de temática nacional, aquella etapa de anarquía y contiendas domésticas que tuvieron por protagonistas a unos hombres enardecidos, apasionados por su país o por su terruño, a menudo heroicos y por momentos crueles, en cuyos enfrentamientos y odios se cifra una de las claves principales de la dramática historia argentina.

Pero hay algo más que una sólida reconstrucción histórica: Aristóteles proclamaba el valor y la universalidad de la poesía, en cuanto ésta imita las acciones no tales como son, sino como podrían verosímilmente ser.

Así, cada uno de los textos de Arias instaura, además de los hechos, todo un orbe de valores éticos, valores tales como el coraje, el amor, la amistad, que se aspira a imponer por sobre el desencuentro y el odio entre hermanos.

Y tal es, en suma su legado como escritor, más aún, como argentino, a una tierra que amaba entrañablemente y que todavía lucha por alcanzar su ser, en esa comunidad de objetivos y de esfuerzos que definen una auténtica patria.




Arias ya comienza a sentir malestares cognitivos, son llamadas de atención que derivarían en el Mal de Parkinson. No se amilana, sigue viajando por Grecia, Yugoslavia, Rumania, Turquía y Egipto. Una nueva novela aparece en 1973 se trata De tales cuales.
Ya en 1974 confirma su nuevo itinerario argentino con IntenSión de Buenos Aires  y un año más tarde publica su diario de viaje Talón de perro. Durante 1976 presenta Antonio Sibilino, escultor un trabajo de investigación y crítica, recibe el Premio Fundación Dupuytren y aparece su novela Aquí fronteras.

Su hablar se va pausando, es casi cauteloso; como si pensase cada palabra por temor a pisar lo desconocido. Abelardo Arias trata en lo posible de que la enfermedad que padece no le impida la comunicación natural con sus interlocutores. A pesar de la dificultad, que torna su habla de un matiz inevitablemente moroso, la conversación no lo detiene y va creando a su alrededor una atmósfera estimulante.

Por ahora no más viajes en cargueros inciertos o anónimos, no más itinerarios signados por el azar y el misterio (un puerto desconocido de Grecia, una bahía insignificante en el Oriente). Sólo me gratificará leyendo por sí acaso, alguno de mis varios libros de viajes: "Grecia en los ojos y en las manos", "París-Roma, de lo visto lo tocado", "Intención de Buenos Aires", "Talón de Perro".

Durante 1979 publica Inconfidencia (El Aleijaidinho)  y en 1980 recibe la Orden de la Inconfidencia otorgada por el Estado de Minas Gerais.

Se lo ve desgastado, silente, poco expresivo. Sin embargo con enorme esfuerzo comienza a trabajar sobre su libro Él, Juan Facundo, obra que llevará ocho años de elaboración.

En 1988 se lo reconoce con el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores.

La Editorial Celtia edita en 1990 Las Páginas escogidas de Abelardo Arias, un voluminoso tomo antológico con prólogo de Syria Poletti (en el cual aparece una autobiografía del autor)

Fallece el Buenos Aires el 27 de febrero de 1991. Siguiendo sus deseos las cenizas son arrojadas al Río Diamante.

Cuatro años después la editorial Galerna publica su novela póstuma Él, Juan Facundo.





Abelardo Arias fue colaborador de La Nación, Clarín, La Razón, Los Andes (de Mendoza), La Capital (de Rosario) y La voz del Interior (de Córdoba). También colaboró en publicaciones literarias como Versión, editada por la Biblioteca Pública General San Martín, y Égloga, entre otras.

Como muchos autores argentinos la obra de Abelardo Arias descansa pacientemente en los anaqueles de las bibliotecas. Nada peor que el olvido y el terrible velo de la indiferencia que cubre sin piedad la memoria. Volver a leer a Abelardo Arias es una necesidad que debemos poner en práctica. Hagámoslo posible.












1 comentario:

  1. Muy buen artículo para seguir leyendo a este escritor casi inhallable hoy en librerías. Incomprensible omisión para el escritor de Minotauroamor y Polvo y espanto. Gracias

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