"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

viernes, 2 de noviembre de 2012


GERMÁN ROZENMACHER: EL NARRADOR EN SU VUELO NOCTURNO


Uno puede hacer múltiples interpretaciones sobre la muerte. Acaso ese círculo de misterio que encierra al ser humano en su final físico lleve a elucidaciones diversas y perversas. Se pueden sostener diferentes teorías, adherir a distintos pensamientos, coincidir con armadas filosofías, desdeñar conceptos básicos y pueriles, detestar a los que especulan con la vida; pero lo cierto es que cuando la muerte llega tempranamente, siempre sentimos una mayor desazón, y si ese proceso sin retorno es por “un error humano”, la pena resulta mayor. La muerte nos pone ante el espejo de nuestra debilidad y nos hace recordar todas las cosas importantes que construyen la existencia, pero por sobre todo, permanentemente nos señala que puede presentarse en cualquier momento, a la hora más inesperada, en el instante menos pensado. La muerte nos persigue, nos acompaña, nos obsesiona; solo cabe un recurso: hay que aceptarla y no reconocer lo estrictamente físico, también debemos admitir la otra muerte, la muerte del alma; ya que el fallecimiento físico no es más que expirar, pero ¿es acaso la única forma de morir? No. La muerte del espíritu es, tal vez, el mal más común del cual sufre la raza humana, al punto que ha llegado a ser una enfermedad. Es ese constante  sentir que no se es nada, el conocimiento que recuerda que no se es nadie y que no hay una razón para seguir viviendo; es el conformismo del día a día, ese sabor amargo en la boca por la monotonía. Antoine de  Saint-Exupery hacía mucho hincapié en el concepto de vuelo nocturno. Se refería al malestar extraño e inesperado que podía presentarse en el instante menos preciso. En ese vuelo circulaban las emociones y el quiebre de las mismas. Entonces la muerte podía acabar o motivar el deseo de seguir viviendo. Y ese misterio mueve a la fe y está mucho más allá de la comprensión, porque lo único real de la muerte, es que no sabemos nada de ella.
A Germán Rozenmacher (1936-1971) la muerte lo sorprendió tempranamente, tenía treinta y cinco años. Maldita, artera, inesperada, como todas las muertes jóvenes. La mañana del viernes 6 de agosto la térmica invernal congelaba los huesos en Mar del Plata. Por eso, por el frío, el cuentista había encendido la noche anterior las hornallas de la cocina del minúsculo departamento que ocupaba con su familia. Germán, preocupado por la salud de su hijo, olvidó ventilar debidamente el ambiente. Por una emanación de gas provocada por la mala combustión de la cocina, el lugar quedó viciando. Todo fue como un final de cuento policial. Germán y su hijo mayor, Juan Pablo (5) terminaron sin vida.
El grupo había llegado a la costa atlántica en plan de pasar un par de días de descanso mientras que el periodista terminaba unas notas ya pautadas. Un compañero de la redacción de  7 días le había prestado a Germán su departamento de la Avenida Colón. Durante el viaje Lucas vomitó dos veces y esa fue una llamada de atención para los padres. Cuando llegaron a la estación terminal del ferrocarril  el pequeño seguía molesto. Decidieron instalarse, el departamento estaba helado. Germán encendió las hornallas de la cocina para calentar el ambiente. Lucas seguía irritado, tuvo como una convulsión. Entonces decidieron acudir al hospital. En la guardia el médico revisó a Lucas y le aconsejó a la pareja que quedara el niño en observación. Germán y Juan Pablo se fueron al departamento a descansar y Amelia se quedó al cuidado de Lucas en el nosocomio. El dramaturgo prometió a su esposa volver a las 9 de la mañana. Eran las 11 y no llegaba. Amelia inquieta le dice al médico que la ausencia le resultaba muy rara, Germán era muy puntual. El médico que tenía dudas sobre el diagnóstico de Lucas le responde: “Yo la acompaño”. Lo que sigue es la tragedia. Cuando llegaron al departamento la realidad los superó. En rigor, esos síntomas confusos que advirtió el facultativo en Lucas, habían sido el resultado de una intoxicación sumado al malestar del viaje. Amelia Figueiredo, relata los momentos previos al desenlace: "Recuerdo que en el viaje de ida en tren a Mar del Plata, Germán me mostró el libreto de Sordos ruidos oír se dejan, un espectáculo de cabaret político que había escrito para el actor Oscar Martínez".


Germán Rozenmacher estaba muerto -relata Mariano Crespo-. Certero; neto, el cable de agencia no dejaba lugar a dudas. El redactor quedó estupefacto. Miró la máquina de escribir. Titubeó. Levantó el cigarrillo del cenicero que flanqueaba a su máquina de escribir, porque allí, en el diario, casi todos fumaban. Al menos todos los que lo rodeaban. Aspiró fuerte y saboreó el humo. Buscó la mirada de los otros. Dolidos, tanto como él. Impactados. “No puede ser”, repetían. Era. Germán Rozenmacher había muerto. Eso decía el cable. Decía, también, que junto a él había muerto Juan Pablo, su hijo mayor.

“Tomáte el día, si querés”, escuchó Roberto Cossa que le decía su jefe. Él, nuevamente, clavó sus ojos en la máquina. Las teclas se le desdibujaron. Una lágrima, tal vez, intentaba jugarle una mala pasada; dijo que no, enseguida dijo que no, que se quedaba; y se sentó a escribir.

La nota se publicó al día siguiente, en la contratapa del diario La Opinión. Así Roberto “Tito” Cossa se despidió de su amigo Germán Rozenmacher.

“…Nada hay que quede más a contramano a Germán que la muerte, nada más absurdo que tener que escribirle a él una nota necrológica, a uno de los tipos más vitales y sanguíneos que yo haya conocido. Como es absurdo que, entre él y yo, la muerte no haya sido más que una de las tantas bromas que solíamos tirarnos en los ocho años que nos conocimos.”

“Y es trágico que Germán no haya podido elegir su muerte, como eligió su literatura, como eligió en la vida. Seguramente habría muerto peleando, o discutiendo en un café.”

“Germán Rozenmacher era un escritor. Muy a pesar suyo, como muchos de nosotros. Hacía tiempo que había descubierto la inutilidad de la literatura y se asume cada vez más como militante, como un hombre que sabía que su destino estaba ligado a otros hombres que nada sabían de sus libros ni de sus obras de teatro. Su mayor preocupación en estos últimos tiempos era justamente esa: hacer del escritor un hombre útil a su pueblo, a la gente que trabaja.”

A Rozenmacher se lo conoce por su cuento Cabecita negra que ha sido leído como una vuelta de tuerca de Casa tomada de Cortázar, pero todo el resto de su obra ha quedado en el limbo de los autores olvidados. Cabecita negra fue escrito en 1961 y publicado en 1962.  Jorge Álvarez lo reedita con total éxito. El cuento que da nombre al libro, escenifica con realismo crítico la mirada sobre la nuestra estructura social que aparece con la llegada de los “negritos del interior” y  refleja con gran veracidad las relaciones racistas que establecieron la clase media de Buenos Aires con las nuevas clases de trabajadores procedentes de las provincias. El protagonista del cuento es el Señor Lanari, un comerciante de Buenos Aires que posee una ferretería, hijo de inmigrantes. El Señor Lanari sufre de insomnio y decide salir a la calle a las tres de la mañana. Y allí la ve. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida, sola y perdida. Inmediatamente después un policía se acerca y pretende detener al Señor Lanari por alterar el orden en la vía pública. El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante. ­Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente. Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de  Plaza Congreso. Ahora sentía la misma vejación, la misma rabia.

A partir de ese momento el Señor Lanari se sentirá invadido por los dos cabecitas negras, y el cuento relatará su experiencia como si se tratara de una pesadilla en la noche.




Guillermo Sacomanno nos describe claramente la trayectoria del cuento: Cabecita negra no es sólo uno de los cuentos excepcionales de la literatura argentina. Su prosa directa, firme, avanza sin parar involucrando al lector en su tensión. Este podría ser, de sus méritos, el más evidente. Y no está mal, nada mal para un escritor de veintiséis años, estudiante de letras y periodista, que se banca publicar ese cuento en un volumen con el mismo título y lo distribuye con su compañera por las librerías de Corrientes. Pero Cabecita negra va más allá. Porque debe leerse en la misma línea que unos pocos textos ejemplares de nuestra historia literaria. El matadero, para empezar. Casa tomada, también. Y contemporáneo a su escritura, Esa mujer. Brecht escribió que un fascista es un pequeño burgués asustado. Y eso es el señor Lanari, un ferretero próspero que una noche se topa con la chusma, una piba y un cana que violarán su respetable intimidad de clase media. Con un filo despiadado Rozenmacher eviscera tanto el reaccionarismo de una clase que se presume cara pálida, ilustrada y bien pensante y la enfrenta con la barbarie.  Según Alvaro Abós, escritor, amigo y compañero de militancia en la revista Compañero, a Rozenmacher lo golpearon las asperezas: “Por judío, incomodaba a algunos peronistas que sospechaban al sionista. Por peronista, incomodaba a ciertos judíos. Por defender a los palestinos, fue tachado de traidor. Por peronista defraudaba a la izquierda y era insoportable para la derecha. Por revolucionario, para los amantes del orden”.

La vigencia de este cuento es notoria. Hoy cuando el proceso social de clases va transformando la interculturalidad cotidiana,  la interpretación  del relato nos hace revivir ciertos momentos despiadados  y crueles que parecían olvidados.  Los “Lanari”  aparecen enmascarados, ocultos en las redes sociales, mezclados con  los grupos más  disociados, negando el desarrollo de una estructura polémica y crítica que transita hacia una mejor calidad de vida.

Rozenmacher fue un obstinado. Con  ese librito  apasionado, resultado de una edición que él mismo armó, salió a conquistar la calle Corrientes ayudado por su  mujer. Era verano, pero igual recorrió las librerías ofreciendo su “cabecita negra”. Así consiguió que la edición de 2000 ejemplares editada por el sello Anuario que encubría una edición de autor, estuviera en los anaqueles de las casas de libros.  Para la época su forma de proceder  era bastante común, los jóvenes se movían por  la calle Corrientes con sus libros y revistas literarias y se detenían en los quioscos de diarios  que gentilmente accedían a mostrar las publicaciones. Esta aventura era parte de la mística literaria. 
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       
Cabecita Negra

 A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciéndole escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.

El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.
­

-Quiero ir a casa, mamá ­lloraba­. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
 El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
  
- ­¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? ­la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
     
-­A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.
  
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
   
- Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen         barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
­-Viejo baboso- ­dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía adelante­-.Hacéte el gil ahora.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.

-Vamos. En cana. 

El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.

- Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? ­Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.

- Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos?- ­ dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

- Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer­ dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.

De pronto se acercó al agente que era un cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.

-Señor agente- ­le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
 

-­Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto.­Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró­. Vivo ahí al lado ­gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.

El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

-­Dame café­- dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca, Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
   
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
­

-Qué le hiciste- ­dijo al fin el negro.

 ­Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de. . .­el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
   
Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpear]o, a patear]o en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:­

Este no es, José. ­Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida humillada del otro y vio que se detenía bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fín, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada", trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.


Su hermana, la psicopedagoga Hilda Rozenmacher  cuenta que nuestro padre, Abraham Rozenmacher, era cantor en la sinagoga de Uriburu y Sarmiento. Germán y papá discutían mucho pero se querían y se respetaban. Mi hermano tuvo una educación religiosa, iba a ser rabino y estaba dispuesto a emigrar a Israel en la década de 1950. Pero cuando llegó el momento, mis padres no lo dejaron ir. El estudió la carrera de Letras en la UBA y fue amenazado por la gente de Tacuara. Era muy amigo de los hijos de Samuel Eichelbaum, Horacio y Edmundo”.

No siempre un escritor no da la posibilidad de plasmar su autobiografía, Germán en este caso nos permite llegar a su intimidad de la mejor manera: con sus propias palabras.




Rozenmacher, Germán ¿Qué quiere que diga? Como diría el marqués de Bradomín, soy feo, judío, rante y sentimental. Nací en el hospital Rivadavia - en el 36-  y mi cuna, literalmente, fue un conventillo, pero eso sí, en una sala grande de una casa de la calle Larrea. De mi padre, que canta y que alguna vez fue actor y anduvo en gira por las colonias de Entre Ríos, o por Santa Fe y otras partes, me viene la vocación que pueda tener, el ser artista. Me gusta cantar, soplar el trombón avara y la trompeta, pero como no sé tocar, me entretengo haciendo toda una orquesta con la boca. Aparte de Cabecita Negra y Los ojos del tigre (mi dos libros de cuentos), hay dos obras de teatro todas mías (Réquiem para un viernes a la noche y El caballero de Indias), otra en colaboración con Roberto Cossa, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik (El avión negro), y una versión escénica de El lazarillo de Tormes. Además de todo lo que tiré, que es realmente un vagón (dos o tres borradores de novelas, una pieza y varios borradores de otros espectáculos teatrales), aparte de infinitos cuentos que nunca fueron. Escribo con horario, todos los días, porque sino no se puede y ojalá dentro de muchos años, cuando ni usted ni yo estemos, alguien se acuerde de un cuento, o de alguna frase o aunque sea de un adjetivo de esos pocos felices que a uno le salen a veces -muy pocos en una vida- y entonces el lector diga: “Esto es verdad, esto está vivo todavía”. Si eso pasa yo, desde el purgatorio, voy a guiñar este ojo miope, sincero pero desconfiable, bastante agradecido. No creo que pase, pero, por las dudas, qué quiere que le diga, es una de las tantas mentiras que me ayudan a trabajar como una máquina, como un loco, hasta que se me acaben las pilas. Y siempre hablando de lo mismo. Porque será un lugar común, pero, ¿no tienen la impresión de que los autores escribimos siempre un solo libro a lo largo de todas nuestras páginas? Y es difícil hacerlo, no crea, porque el striptís al principio parece lindo, pero después... En fin, señores, más o menos, un poco por afuera, éste soy yo. Lo demás, para bien o para mal, está en los cuentos que van a leer.

Rozenmacher  estaba preparado para ser un gran escritor. Sin temor a equivocarnos hubiera alcanzado los méritos de Bernardo Verbitsky, de Bernardo Kordon o el mismo Osvaldo Soriano. Su narrativa golpeaba sin lugar a dudas y su preocupación por la problemática social ligada al desarraigo, la soledad y la discriminación, lo hubiera transformado en un referente destacado. Como intelectual transitó intensamente la contradicciones de su tiempo y vivió a fondo los conflictos de su época.

Eduardo Pogorile nos transmite  que: El escritor Alvaro Abós, que trabajó con Rozenmacher en el semanario político peronista Compañero en 1962, recuerda que 'Horacio Eichelbaum era el director y Germán, el jefe de la página cultural. Escribían también Juan José Hernández Arregui, Rodolfo Ortega Peña, Pedro Barraza y José María Rosa'. Abós prologó la última reedición de Cabecita negra en 1997 y cree que "en la prosa tersa de Germán se combinaban la tradición judía y el peronismo. Era una mezcla explosiva, el peronismo siempre fue para Germán el espacio de los perseguidos".

"Era un intelectual que tenía raíces muy hondas, Germán se hizo peronista en setiembre de 1955 al ver la represión de la Revolución Libertadora. Fue amigo de Rodolfo Walsh. Como él, creía que peronismo y revolución iban juntos. Pero nunca creyó en la lucha armada, menos aún luego de la muerte del Che en Bolivia, en 1967", dice Amelia Figueiredo.

Hacia 1964 Rozenmacher pasó de Compañero a la revista Así que dirigía el poeta Joaquín Giannuzzi. En sus palabras "era la publicación estrella de Héctor Ricardo García, con tres ediciones semanales y tirajes de 800.000 ejemplares. Combinaba la crónica policial y la política". En esa redacción, Rozenmacher escribía escritorio de por medio con Leónidas Lamborghini, Bernardo Kordon y Juan José Sebreli.

Para Roberto Cossa, que en aquellos años se encontraba con Rozenmacher en el Bar Ramos o en Gotán —el boliche de los hermanos Cedrón— la frase más poética y teatral de la generación del 60 "fue escrita por Germán en Réquiem.... Después que un padre judío maltrata a su hijo porque se va a casar con una católica, cuando el muchacho se está por ir de la casa, le dice "Llevá la bufanda".
 



En noviembre de 1970, Rozenmacher terminó El Caballero de Indias, posiblemente su obra mayor. El personaje central es un joyero de la calle Libertad que abandona sus negocios, convive con su amante y el marido de ella mientras se refugia en la fantasía de una religión universal —donde no faltan referencias al fenómeno del Marranismo judío— hasta terminar en el manicomio. Luis Brandoni recuerda: "Germán la leyó en la casa de Walter Vidarte, la oímos también Sergio Renán, Héctor Alterio y yo. Nos fascinó a todos".

Memorioso, Brandoni cuenta "Renán quiso estrenarla en el Teatro SHA, pero la rechazaron porque la comisión directiva de Hebraica, en esa época, creía que era incorrecto mostrar a un judío en conflicto con sus tradiciones. Yo creo que nadie fue tan judío y tan argentino como Germán".

Luego de su muerte y de los años oscuros que vivió la Argentina, Rozenmacher fue olvidado por el gran público. Pedro Orgambide adaptó algunos de sus cuentos para la televisión mexicana en la década de 1970.

El dibujante de El Eternauta, Solano López, ilustró Cabecita negra para el libro de Ricardo Piglia La Argentina en pedazos, en los años ''80.

Desde 1999 el Centro Cultural Ricardo Rojas entrega un premio para dramaturgos jóvenes con su nombre.

En alemán, Rozenmacher quiere decir "el hacedor de rosas". El entendía la literatura como un dolor. Al escribir, se quedó con las espinas, pero a sus lectores les entregó un perfume inolvidable

 

El gato dorado

 -¿Ahora? -preguntó el artista viejo volviendo la cabeza en el sótano, hacia el hueco de la escalera por donde bajaba el pálido resplandor del día.
El gato dorado, sedosamente dorado, de algún modo dijo: -Miau -lo que quería decir “Todavía no”, y siguió allí como un pequeño sol tibio esperándolo acurrucado bajo la escalera.
El artista volvió a enderezarse y siguió tocando en su piano, ante la gran bocina grabadora modelo mil nueve veinte que ya no se usaba en ninguna parte y que sólo podía encontrarse en el sótano de ese café, ese humoso café melancólico donde hombres silenciosos fumaban, jugando a las cartas y el humo opacaba los espejos ovalados de grandes flores incrustadas en los bordes, y una caja registradora con ángeles labrados en el hierro, como una antigua diligencia siempre inmóvil hacía simplemente tilín, tilín. Y había una gran balaustrada de madera que separaba el salón familias del resto del café melancólico y allí, a la hora del té, hombres y mujeres se hacían furtivamente el amor con los ojos, mesas con mantel de por medio, bajo el techo que era muy alto y entre las columnas.
Y al fondo del salón familias una escalera bajaba al sótano; y en el sótano, desconocidos que nunca dejarían de serlo grababan discos mientras el artista los acompañaba tocando despacio, en su piano amarillento.
 “Hoy es el día” pensaba mientras seguía el ritmo del jazz con el taco del zapato, y una banda de muchachos alrededor suyo tocaba su trasnochada música frenética que él acompañaba bastante mal, torpemente, porque él era mucho más lento que eso, y también más antiguo.
Miró de nuevo hacia la escalera:
-¿Ahora? -le preguntó con la mirada al gato dorado que apenas podía distinguir debajo de los escalones; pero esos ojos de sol invernal siguieron mirándolo obstinadamente sin contestarle.
Detrás, en la cola había un cantor de ópera que había sido famoso en su ciudad natal, una ciudad italiana de tercera categoría donde había cantado Lucía en el teatro municipal -un corralón con techo- y que ahora aquí, en Buenos Aires, era corredor de una compañía de vinos y grabaría un aria para poder escucharse los domingos a la mañana, en su vitrola, en la pieza de conventillo donde vivía con su mujer y sus hijos. Además había una vieja, ajada y medio dormida, que alguna vez había cantado milongas en una confitería del centro y que antes había sido la mantenida de un ministro y que grababa discos para llevarlos a una prueba en la radio que no se haría nunca, y también para escucharse, en la cama vacía, ahora que estaba sola y nadie quería vivir con ella. Y además, en la cola había dos muchachos que cantaban tangos y querían empezar a hacerse conocer. El pianista los acompañaba a todos. Tenía los ojos cerrados y las cejas alzadas y se mecía al compás, abandonado a sí mismo. “Me espera”, pensó. “Hoy será el gran día.” Por fin había llegado. Hoy sería. O nunca más. Temblaba, por dentro. Y respiraba hondo como ante algo ímprobo y final. Abrió los ojos y así, con las cejas alzadas parecía siempre a punto de llorar, o decir algo inexplicable. En realidad tenía húmedos ojos judíos pero no lloraba nunca, aunque siempre solía entrecerrarlos como si recibiera el sol de frente, o como si estuviera condenado a sentir cosas que jamás podrían ser del todo dichas, viviendo en una incomunicada zona inefable. O como si hubiera visto toda la tristeza del mundo, junta. Dentro suyo.
Volvía todas las tardes, cuando el sótano estaba cerrado para las grabaciones y sentándose al piano tocaba viejas canciones judías, rehaciéndolas a su manera, escribiendo la música, valses vulgares sin demasiado brillo ni talento.
De pronto, en medio de la grabación de los muchachos y sólo audible para él que lo estaba esperando escuchó un solo Miau y mirando hacia el costado -porque la escalera estaba a un costado-vio a su gato dorado que con los ojos fijos en él mudamente le decía: “Vamos”.
 Entonces, en medio de la pieza abandonó el piano, agarró su sobretodo, se caló el sombrero arrugado sobre sus desordenados y abundantes cabellos grises y sin despedirse -cosa muy extraña porque era sumamente respetuoso- subió despacio la escalera. Pasó frente a la caja y al estaño del mostrador, y la inmóvil diligencia de los ángeles labrados hizo tilín tilín despidiéndose y el patrón gritó:
 -¡Eh! ¡Adónde va, maestro! -allí todos lo llamaban maestro como si fuera Beethoven. Salió del café con la certeza del que sabe a donde va hasta que se detuvo, volviéndose, esperando, con la vista puesta en la salida por la que habían aparecido todos los integrantes de la orquesta que le gritaron:
-¡Eh! ¿Está loco, maestro? -después salieron el cantor de ópera y la vieja, y los dos cantores de tangos, y él se los quedó mirando, a ellos que, silenciosos lo miraban a él, con media cuadra de por medio, viéndolos allí, amontonados en la puerta del café, el disco a medio grabar, esperando en la mañana de invierno, mientras el viento soplaba entre las ramas resecas del árbol de la vereda y le agitaba los mechones grises que se escapaban por el sombrero.
Colándose majestuosamente pequeño entre los pies que obstruían la puerta salió el gato. Y entonces el artista empezó a caminar pensando que hoy era el gran día.
Caminaba delante y el gato lo seguía y eran como dos hermanos, caminando distanciados pero juntos, con los otros mirándolos irse y pensando en aquellos rumores que los hacían manteniendo larguísimas conversaciones, en el sótano, cuando el pianista tocaba para sí mismo por las tardes, con el fuego necesario para convocar a los ángeles y el gato lo escuchaba, acurrucado bajo la escalera, siempre.
El gato se trepaba a los árboles, husmeaba por los balcones y el artista sabía que volaba; algo lo alzaba y el gato, casi inmóvil, se dejaba arrastrar por el viento, como una hoja otoñal, dorada y leve, con el lomo encorvado, las patitas moviéndose, como nadando apenas, en el aire. Así hicieron varias cuadras y aunque el artista jamás se dio vuelta sabía que el otro estaba allí, tras él, por Sarmiento, solos y juntos, por las calles desiertas del invierno, hacia el hotel. “¿Realmente querrá este itinerario?” pensaba. En las esquinas esperaba que el otro lo alcanzara y cruzaban la calle juntos, uno largo, flaco y encorvado, con los ojos alucinados ardiéndole en la cara chupada, y el otro pequeño, tibio, intocable. El gato dorado era pura ternura, pero no se dejaba acariciar ni por toda la música del mundo. Era inalcanzable y cuando el artista intentaba tocarlo se le escapaba de las manos.
 -¿Ahora? -preguntó. Habían dejado atrás los largos faroles de la plaza del Congreso y el gato subía corriendo delante suyo las escaleras de la pensión, con la alfombra de terciopelo fijada a cada escalón por varillas de bronce; esquivando el escobazo de la mujer se metió en la pieza. Cuando el artista llegó -hacía treinta y ocho años que vivía con su mujer allí- ya lo encontró sentado en la cama lamiéndose una pata, sin mirarlo.
-Ya llegaste ¿eh? cretino -su mujer lo insultaba desde abajo, porque era pequeñita y siempre tenía una flor sobre el vestido de salir, de terciopelo, aunque de tanto usarlo para entrecasa eso ya ni se notaba. La mujer estaba enamorada del pianista sin remedio. Siempre lo insultaba por haberla enterrado allí desde hacía años, por su desamor, y por pasarse la vida tocando en bailes de mala muerte y en casamientos y en aquel sótano, mientras sus paisanos acumulaban dinero. El artista le acariciaba el cabello y su ternura trataba de acallarla. Había dejado de escucharla hacía mucho. No la odiaba, pero tampoco la amaba. El artista amaba al gato. Y no la oía desde que comenzaba a gritar al amanecer contra la miseria y la tristeza, mientras él se paraba tiritando descalzo sobre los mosaicos fríos y se vestía sintiendo anhelosamente todo aquello que desentrañaría junto al piano aquella tarde como lo había hecho desde que tenía memoria, cuando había descubierto su duro oficio de músico. Y por las tardes solía pensar en aquella otra época, antes de venir a Buenos Aires cuando era muy joven y tocaba el acordeón vagando por las calles de pequeños pueblos europeos.
Entonces tenía dos camaradas: el manso violinista pálido con su barba de rabino y el agobiado clarinetista con su largo capote que olía a vino y su gorro de visera. En el crepúsculo, cruzaban la llanura nevada de pueblo en pueblo, de chacra en chacra, sus tres sombras violetas fugitivas sobre la nieve, sus figuras oscuras recortadas contra el cielo, bailando y tocando para sí mismos, uno tras el otro en fila india, en la inmensidad de la llanura nevada, libres como pájaros, creando mundos efímeros e inapreciables, melodías como humo, tocando canciones más antiguas que sus propias memorias. Y en los pueblos tocaban en la calle, con judíos respetables con abrigos de cuellos de piel haciéndole corrillo y echando monedas en el gorro de visera. Aunque la mayoría de los judíos no fueran ricos y vivieran en la tristeza y la miseria y apenas juntaban algo de valor, algún pogrom oportuno se encargaba de arrebatárselo. Pero ellos traían la alegría. Y tocaban en las casas, en los casamientos y los bautizos, y les daban pan negro y un vaso de té, como pago. Y las madres les decían a sus niños: “Cuidado con los artistas, esos ‘shnorers’, esos ‘harapientos’ “, pero los amaban y les temían, porque ellos le daban nombre a todas las cosas y decían la verdad y esperaban, por todos, la edad dorada que terminaría con la opresión y la tristeza. Y el artista sabía que allí, por todo ese nevado país, miles y miles de judíos lo esperaban siempre y cuando estaba con ellos sentía que algo los fundía a todos, una honda alegría indestructible que florecía sobre el velado tono menor y atribulado de su música, una alegría en la que ellos lo necesitaban a él porque era la voz de todos; él, que era apenas un artista niño, un rey harapiento; él, que era el corazón del mundo.
Después los pueblitos ardieron. El humo oscureció el cielo. Todo aquello empezó a morir. Mil años de vida judía en Europa oriental empezaron a morir. Huyó a Buenos Aires. Y aquí vendió su acordeón porque ya nadie lo escucharía por las calles. Descubrió aquel sótano. Después los diarios idish le dijeron que allí todo había terminado.
Ahora componía y componía, sudando dentro de sus baratas y gruesas camisas a cuadros, en el sótano, y solía tocar su música para sus paisanos, cuando lo llamaban para algún casamiento. Pero cada vez las tocaba menos, porque sus paisanos se iban muriendo.
-¡Llegó! -dijo la cordial voz de bajo del sastre, su vecino de gran nariz enrojecida de frío-. Venga a tomar un vaso de té. -Había asomado la cabeza por la puerta-. ¿Qué lo hizo venir tan temprano, hoy? -dijo hablando en idish. Porque todos hablaban idish. El sastre, la mujer, el artista.
Entró en la pieza del sastre que tenía un empapelado floreado con manchas de humedad y en la araña ardía una sola lámpara. Por el balcón se veía un cartel colgado de la baranda, sobre la calle: “Sastrería Al Caballero Elegante, créditos, casimires, modelos de última moda, rebajas”. La sastrería era esa pieza de hotel.
 -¿Y cómo está mi gatito, mi “kétzele”? -preguntó el sastre. Su gatito, pensó el artista mientras, en el frío húmedo que destilaban las paredes, se calentaba las manos, largas, delgadas y arrugadas, con el vapor que salía por el pico de la pava, puesta sobre el calentador. Miró los vidrios de la ventana opacados por vahos de frío y apartó con el pie unos retazos de tela esparcidos por el piso. Ahora el sastre tomaba su té junto a la deshilachada cortina con flecos y apoyaba el vaso en los mosaicos, junto a la gran tijera, sentado en una silla baja de asiento de paja, con un saco sobre las rodillas. El artista trató de encender la modesta estufa que tenían a medias con el sastre, porque ellos tres eran los únicos judíos del hotel.
Sí. El otro le había regalado el gato cuando tenía figura de recién nacido y había llegado misteriosamente a su puerta. Ahora pensaba que eso era un signo, un preanuncio de lo que estaba ocurriendo, con ése, que ahora sabía que era un gato dorado, un ser mágico y leve que poseía lo maravilloso.
-Pero cuente, cuente las novedades. Cuente qué composiciones interpretó hoy al piano -la misma ceremoniosa y levemente irónica pregunta de todos los días al regresar. ¿Sería posible que hoy tampoco sucediera nada? Sin embargo era el día. Miró al gato. Se restregaba suavemente contra las piernas del sastre que le acariciaba el lomo.
-Bah, “veis ij vos”, qué se yo, una banda tocando foxtrots, y un cantor de ópera y unos “shkotzin”, unos muchachones con sus tangos, lo de siempre.-“Ketz” -dijo de pronto el sastre como hablando solo-. Gatos. Gatos eran aquellos los de la casa vieja -viejo hogar, “alter heim”, aquello que habían traído, como al crepúsculo, consigo. Y todos los días, antes del almuerzo tomaban té humeante con limón adentro y terrones de azúcar en la lengua y ya no estaban allí, en la calle Sarmiento, sino en algún nevado pueblo ya muerto.
-En el horno arde un fuego pequeñito” -canturreó el sastre hamacándose apenas- “y en la casa se está bien, y el rabino enseña a los niños a leer el Alef Beis” -siempre canturreaba eso y respetaba al artista porque lo llevaba al sótano y le hacía escuchar esa canción.
-He recibido carta de mi hija -dijo el sastre-. Siempre recibía cartas. La mujer, ávida de amor, le tenía envidia al sastre porque recibía cartas.
-Bah -dijo su cabeza pequeñita asomada a la puerta, con ese tono desilusionado que era el único que tenía.
 -¿Cuándo se casa? -preguntó. Era una pregunta sibilina, como cuando el sastre les pedía su parte para pagar el querosén de la estufa. La hija del sastre era maestra en un pueblo del interior y la mujer del artista la había querido casar infinidad de veces con algunos de los doctores, contadores públicos, ingenieros, toda la gente decente que ponía un aviso en el diario idish proponiéndose como maridos. “Hombre joven, buena presencia, contador público con estudio puesto y capital considerable busca mujer joven, distinguida, culta con fines matrimoniales. Seriedad y discreción. “Pero no había habido caso. Y hasta parecía estar por casarse con un “goy”, con un cristiano. Y entonces hablaba de ella como de un caso perdido y no dejaba pasar ocasión para pinchar al sastre.
 -El sábado podríamos ir al teatro -dijo el sastre atento a su tela, cosiendo, hamacándose como un estudiante talmúdico. Levantando la vista, recorrió todos los figurines que tenía pegados en la pared, modelos de moda en 1940, y la gran plancha de carbón con su olor a tela húmeda debajo, y la infinidad de ropa colgada en perchas de alambre, y el espejo y el maniquí descabezado con un saco sin mangas encima.
 -Habrá entradas gratis -miró de reojo al pianista con cierta infantil malicia-. Usted que tocó en la orquesta puede conseguirlas -teatro con orquesta compuesta por un piano, un violín, un saxofón, un acordeón, una trompeta, una mezcla inverosímil con un tambor, sobre todo una gran batería con muchos platillos, y un micrófono para que todo eso pudiera escucharse con claridad en la sala semivacía. Y galanes de cincuenta años que usaban faja para ocultar la panza.
 -¿Otra taza de té? -dijo el sastre. Y de pronto agregó-: En esta época, en la casa vieja, era verano.
 A veces, todavía, cuando estos temas se agotaban, hablaban de la guerra. En realidad siempre terminaban hablando de ella y de los crematorios. Suspiraban. El sastre, tomando el diario, preguntaba: -A ver, a ver, que noticias de Jerusalén llegaron hoy -y después leían el folletín en idish; echaban un vistazo a los titulares, enterándose lejanamente de lo que pasaba aquí, en esta ciudad donde vivían como exiliados, en este país y en esta calle que hacía decenas de años que conocían.
-Todo sube. Todos piden aumento -dijo el sastrecito meneando la cabeza. Ése era el tema que todavía no habían tocado.
 -Desgraciado -susurró la mujer que volvía de la otra pieza, trayendo el mantel y los cubiertos a la del sastre porque en la suya no había mesa.
 -Vamos, los dos a comer -dijo mientras se sacaba la flor del vestido y se la colocaba entre los cabellos. A veces se aburría de llevarla en el pelo y otras en el vestido. Y cambiaba, para variar.
 “¿Ahora?”, pensó el artista mirando al gato. Pero éste lo miró con la dulzura que tienen todos los animalitos, los amantes y los niños cuando acarician con los ojos. Ese mediodía comerían un almuerzo frugal. Pero esa noche cenarían juntos porque era viernes. Una fiesta. Una cena opulenta. La vieja fiesta de Israel. Esa noche la mujer prendería las velas y el sastre diría el “kidush” y bendeciría el vino porque al anochecer recibirían a la Novia, a la bendita y bendecida novia de la paz del Sábado y la mujer iría a la sinagoga casi vacía, para recibirla con una docena de viejos y viejas, rezando. Después comerían pescado, y cantarían suaves canciones jasídicas salpicadas de pequeñas alegrías, exactamente igual que en su pueblo muerto.
Entonces, de pronto, sin que él lo esperara, y viéndose ya resignado a que esa tarde no pasara nada, de pronto, el gato dijo:
-Miau.
El artista se quedó tieso. El aullido le erizó la piel, como si él ya fuera un felino. Y a ese olor, inexplicable y familiar y entrañable de los frugales almuerzos de los viernes que presagiaban la fiesta sabática, y que tenía algo que ver con el olor a ropa hacía mucho tiempo guardada que flotaba en la pieza, a ese olor, se unió ese corto, único, imperioso llamado.
-Miau -dijo por segunda vez el gato. Y el viejo se puso de pie. “Es la señal”, pensó. “Acaba de decirme que ya es la hora.”
 -¿Dónde vas, “shleimazl”; grandísimo infeliz? -dijo su mujer levantando la cabeza después de un instante de aturdida sorpresa.
 -¿Qué pasa? -dijo el sastre con la boca llena, sin levantar la vista, metiéndose un pedazo de pan negro en la boca y volviendo a tomar un gran trago de leche. “Es la hora, es el milagro, ahora, en nuestros días” pensó el viejo. Y salió de la pieza.
  “Te he esperado tanto”, dijo, “que hasta quizá supe que debías llegar así, entre las palabras de todos los días, y el presagio de la fiesta del viernes a la noche y el frío llenando de vapor los vidrios”.
 -Ya sé, “kétzele”, hermanito -dijo en voz alta mientras bajaba la escalera con el gato delante aunque nadie lo entendió porque hablaba en idish-. Vamos a irnos lejos, muy lejos, hacia un lugar profundo, profundo y sin fin -pero el otro no agregó nada más a lo dicho y así, de pronto, el artista supo que el gato comenzó a volar. Hacía noches que él guardaba el secreto. Él solo en toda la ciudad. Gatos; centenares de gatos volando sobre los techos de la ciudad sin que nadie más que él los viera. Bandadas de gatos bajo la luna, que volvían de algo o huían de algo, o volaban hacia algo, quizá, él no lo sabía muy bien, y que le recordaban vagamente una canción muy lenta, y simple y honda, que nunca había conocido, que era la que él había querido tocar desde que había nacido. Y supo que había descubierto la música que había estado buscando toda su vida y que sólo quería hacerla suya, hacerse ella y conocerla y después cerrar para siempre su piano amarillento y no tocar sus teclas nunca más. Gatos volando sobre la ciudad bajo la luna, arrastrados por el viento, enarcados los lomos, casi inmóviles los cuerpos, dejándose llevar, como hojas secas, cruzando silenciosamente, lejos, arriba suyo. Y la canción era como un humo, inapreciable, tan débil que parecía siempre a punto de deshacerse y poder ser destrozada por cualquier ráfaga, y sin embargo, interminable. Y el gato le había prometido enseñarle a volar con ellos, y al saber hacerlo sabría la música, toda la música. Durante días había estado esperando la señal, tensamente. Y por fin el día había llegado. Y el Día era ése. Y la canción sonaba a réquiem, quizá, no lo sabía; o a pequeña elegía, pero no podía saberlo; o quizá sonara a simple alegría de músico ambulante, o quizá hablara de su inexorable condena de crear, no sabía, no lo sabía. Y ahora volaría sobre la ciudad, sin agitar demasiado los brazos, abandonado al cielo, entre las estrellas y la tierra, como los ángeles, casi de pie, levemente, como si nadara a través del aire, como si algo lo arrastrara, una mano invisible, empujándolo por la nuca y él volando así, inclinado hacia adelante, altísimo, mirando hacia abajo, hacia la tierra, lejana. Y ya volaba, sin saber cómo, y escuchando esa música ya la estaba sabiendo, y ya volaba de modo casi igual y como lo había esperado, y de pronto el gato volvió la cabeza y lo miró. Pareció decirle vamos, pero simplemente dijo: -Miau. Por última vez. Y quizá descendió. Y empezó a correr, a escaparse. El gato huía, se deshacía de él, lo dejaba solo, solo. Y el viejo corría detrás. Corrieron, corrieron, corrieron, cuadras y cuadras. Uno tras el otro. A veces el gato levantaba el vuelo y hacía piruetas en el aire hasta que en un momento dado se paró, desafiante, en el medio de la calle, mirándolo venirse, venirse, venirse.
 -¡Cuidado, kétzele! -gritó desesperadamente el viejo, escondiendo la cara entre las manos crispadas para no ver.
El tranvía pasó por encima del gato dorado, deshaciéndolo. Después siguió viaje mientras algunos curiosos miraban al feo gato aplastado.
Sin embargo, no murió en seguida, sino que languideció, apenas unos segundos, en agonía, respirando cada vez menos. Hasta que se retorció en un espasmo y se detuvo todo. Y apenas hubo sangre sobre el cuerpo muerto.
-Almita -susurró el viejo como oración fúnebre-. Nunca supe quién eras. -Y dejó el cuerpecito frío.
 -Está muerto -dijo el viejo entrando en la pieza, mientras los otros dos se separaban de la ventana.
-Apenas salió -dijo por lo bajo el sastre, que había apartado el plato y ya no pudo comer más. La mujercita lloraba. Siempre lloraba, por cualquier cosa. Se quejaba como quien respira y era como si algo siempre le crujiera adentro-. Apenas salieron -dijo-. Y yo vi cómo quisiste detenerlo. Pero ahí, ahí, no pudo dar dos pasos, y frente al umbral, en la vía, está muerto.
 -Bueno -dijo el sastre despacio-, hermanitos, después de todo era un simple gato negro. Un vulgar y flaco gatito negro. Les traeré otro, les traeré otro.
El artista se puso el sobretodo raído, el sombrero por el que se escapaban los cabellos grises. Tomó las partituras. Se ató la bufanda y se cerró la camisa a cuadros gruesa y desteñida. Y salió.
En la escalera se topó con alguien.
-Era un alma tan callada… -dijo el viejo. Pero nadie lo entendió porque hablaba en idish. La mujer empezó a gritar de nuevo:
-¿Dónde vas ahora, “klezmer”, músico de tres por cinco, infeliz, pedazo de caballo, y en qué mala hora se me ocurrió casarme contigo? ¿Y cuándo vas a volver de tu maldito sótano? ¿Y por qué no terminaste la comida? -Le gritaba con los brazos en la cintura desde lo alto de la escalera.
 -…tan callada… -repitió el viejo.
 Pero ella tampoco entendió su estrafalaria explicación, aunque hablara en idish.
 Cruzó la tarde, el vagamente dorado sol invernal.



Rozenmacher en toda su obra siempre puso de manifiesto sus conflictos personales. Luchó contra una educación cerrada en el seno de una humilde familia judía del barrio de Once. Se reveló ante un padre que no creía en los libros y cuando ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras su progenitor no le habló por meses. Peor situación vivió cuando eligió como pareja a una católica quien fue desacreditada sin piedad.

Periodista, narrador, linotipista, dramaturgo, publicista, desde los 18 años la peleó y supo que su mejor amiga era la máquina de escribir.

Se levantaba tempranísimo, a las cuatro o cinco de la mañana, y escribía hasta el mediodía. "El decía que aunque no le saliera nada había que sentarse frente a la máquina de escribir", confiesa Amelia Figueiredo.

Incansable. Pues era capaz de terminar una nota y enseguida empezar un cuento. Una foto, de las tantas que atesora su mujer, resulta ilustrativa: en una redacción, de las que ya no quedan, la jornada ha finalizado; todas las máquinas están volcadas sobre su frente, casi todas las sillas están arriba de las mesas. Germán Rozenmacher está sólo. Humea un cigarrillo entre sus dedos, sus ojos ganados por las letras que se van imprimiendo sobre el papel.
Su pasión por el trabajo no le impidió hacerse tiempo para estudiar y graduarse en Letras; fue así como conoció a su mujer.

El periodista Enrique Raab -desaparecido en 1976-, implacable crítico de sus trabajos, escribió: "Su gran cabezota redonda, su estatura imposible, su gordura descomunal pero misteriosamente armoniosa se deslizaban todos los días de la redacción a su casa, con libros estrafalarios que devoraba con delirio talmudista".

Así siempre. Amaba el periodismo y escribió cientos de artículos, algunos de ellos memorables. Cuando los sabía buenos, le pedía a su mujer que los guardara. Varios de ellos están editados en libros.

Hizo 12.000 kilómetros junto con el fotógrafo Eduardo Frías recorriendo los caminos patagónicos, a bordo de un Citroën cero kilómetro que la propia compañía les había entregado. "Ese viaje le cambió la vida"."Esa soledad, la inmensidad, el abandono". Expresa Amelia Figueiredo.

Los reportajes fueron publicados en el semanario Siete Días Ilustrados, en una serie de cuatro entregas, en 1968. Ese mismo año realizó un extenso reportaje en las Islas Malvinas: era la primera vez que un periodista argentino desembarcaba en el archipiélago luego de que un grupo de jóvenes desviara hacia ellas un avión de Aerolíneas Argentinas dos años antes, en lo que se conoció como "Operativo Cóndor".

Todas sus notas fueron ilustradas con grandes y bellas fotos, como solía ocurrir en las revistas de editorial Abril, a la cabeza de cuyo cuerpo fotográfico -hoy ya mítico- se encontraba Francisco "Paco" Vera, organizador de ése, el primer departamento de fotografía moderno del país.

Dice Roberto Cossa: "Germán era un tipo entrañable, era un tipo coherente en su vida, un laburante: vivía de una manera modesta, laburaba y escribía... Y apasionado. A veces nos peleábamos... No hasta el punto de quitarnos el saludo, pero agarradas teníamos. Era sanguíneo: se ponía todo colorado, y así se reía, y así cantaba. Un ser excepcional".
Rozenmacher  ejerció en periodismo en Compañero, Así, Panorama, Siete Días y Crónica.

A partir de la represión de la Revolución Libertadora en 1955, Rozenmacher comienza a participar activamente del peronismo, opción política que se ve reflejada en algunos de sus cuentos. El escritor al igual que otros escritores, en ese momento, adhirió al peronismo; pero desde un costado crítico. Su militancia transitó siempre la proscripción. Junto a Rodolfo Walsh creía que peronismo y revolución eran lo mismo aunque rechazaba la violencia.  Dice Alvaro Abós: “Sobre Rozenmacher las demandas eran intensas, porque no era indiferente lo que hiciera o escribiera. De allí las asperezas que lo golpearon. Por judío, incomodaba a algunos peronistas que sospechaban al sionista. Por peronista, incomodaba a ciertos judíos. Por defender a los palestinos fue tachado de traidor. Por peronista, defraudaba a la izquierda y era insoportable para la derecha. Por revolucionario, para los amantes del orden”.

Hoy si hablamos de Rozenmachar es porque su literatura está claro que molesta. No lo decimos con desazón porque el autor recorre el mismo camino que muchos escritores a los que cuesta redescubrir. En este aspecto adherimos a la opinión de Daniel Divinsky. "Es que en la Argentina hacen falta avales, alguien de renombre que diga que fulano es un genio, como Cortázar con Marechal".

Rozenmacher tiene una literatura dividida. Sus notas periodísticas son verdaderos ensayos de una realidad crítica, su cuentos el espejo de una sociedad que va cambiando vertiginosamente y sus obras de teatro una muestra de su capacidad creativa.

En 1964 se estrenó su obra teatral Réquiem para un viernes a la noche, referida a los conflictos familiares de un joven judío que decide adherir fervorosamente a los valores nacionales del país en el que nació.

En 1966 publicó Los ojos del tigre, relacionado con la cuestión judía, las raíces de las personas y la soledad.



En 1970 terminó su obra de teatro El Caballero de Indias, considerada su obra mayor, nuevamente sobre las raíces judías. El teatro SHA se negó a montar la obra considerando que no era adecuado que una institución judía difundiera una obra que mostraba a un judío en conflicto con sus tradiciones. La pieza fue finalmente estrenada en  1982 por Luis Brandoni

Junto con Roberto Cossa, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik formó parte de un grupo de autores que revolucionaron la escena argentina en los principios de la década del sesenta. De esa época es El avión negro (1970) que se presentó en el teatro Regina. También una versión escénica de El Lazarillo de Tormes  prevista para adolescentes, que subió a escena en 1971 y el libreto de Sordos ruidos oír se dejan (1971), un espectáculo de cabaret político. 
También  ese año se edita sus Cuentos Completos.
  
 En los años sesenta cuando la vida cultural se ponía en escena, comienza una etapa de modernización en el teatro con la irrupción de escritores y directores que dinamizan los escenarios de la resistencia: Roberto Cossa, Griselda Gambaro, Eduardo Pavlovsky, Carlos Somigliana, Ricardo Halac, Julio Mauricio, Alberto Adellach, Ricardo Talesnik, Oscar Viale, Sergio De Cecco, Juan Carlos Gené, Humberto Costantini, Jorge Petraglia, Francisco Javier, Carlos Gandolfo, Agustín Arezzo, entres otros. Convocados por el director teatral Augusto Fernández se habían reunido varios dramaturgos en ciernes. El pequeño departamento daba a la calle Sánchez de Bustamante. El motivo de la reunión era la lectura de las obras de dos de ellos. Cuando le llegó el turno a Rozenmacher se quedaron atónitos.

Desde el inicio los descolocó: cuando tomó la posta, comenzó haciendo la música que imaginaba para su obra, pero de una manera particular: la interpretó con la boca. "Me gusta cantar, soplar el trombón a vara y la trompeta, pero como no sé tocar, me entretengo haciendo toda una orquesta con la boca", escribiría años más tarde.

Esa noche, ante el estupor de Emilio Jáuregui, Ricardo Halac y Roberto Cossa, Germán Rozenmacher leyó su primera obra teatral: Réquiem para un viernes a la noche. "Recuerdo que él empezó haciendo con la voz la trompeta, como sentía la música. No estábamos habituados a eso. ¿Qué es esto? ¿Cómo empieza? Lee, lee, lee... se termina la obra y quedamos todos impactados. Elogios. Después siguió Halac, ya ni me acuerdo qué era, pero no lo podíamos seguir", apunta Roberto Cossa.

Réquiem.. . se estrenó en junio de 1964 en el teatro IFT: tres temporadas en cartel, casi siempre a sala llena. Un éxito de la época.

Dos vertientes, entre las que se producían furiosas polémicas, marcaron el teatro de los años sesenta: realismo y vanguardismo. La primera vertiente, que había recibido el influjo de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, era el boom teatral del momento; el Instituto Di Tella fue la égida de la segunda.
"¿Quién hará la síntesis?", se preguntaba Rozenmacher por esos días, objetando el enfrentamiento. Y, a contrapelo de las prácticas de sus compañeros y amigos, iba al Di Tella.

"Lo que yo busco es expresar la verdad", decía casi con desesperación. Por eso, tal vez, no aceptó la dicotomía en boga durante la década.

"Crearon una conciencia artificial sobre el fenómeno, y en realidad no había ningún camino, ninguna escuela, ni nada; había un tanteo, simplemente, y no una bifurcación de rumbo en dos direcciones, como se empeñaban en establecer los gacetilleros", dijo Rozenmacher, apuntando a la crítica.

"No le quiero poner un rótulo a Germán. Era un poeta, un dramaturgo, y él mismo no se ponía rótulos. Lo que importaba en Germán era la energía dramática que tenía", dice Yirair Mossian, que dirigió Réquiem para un viernes a la noche en 1964.

Escribió también una adaptación de El Lazarillo de Tormes para quinceañeros, que se estrenó en 1971, y en colaboración -integrando el Grupo de Autores junto con Talesnik, Somigliana y Cossa-, El avión negro, que se presentó en el Teatro Regina en el setenta.

Respecto a esta obra el sociólogo Roberto Baschetti nos esclarece:

“El Avión Negro”, escrita por Cossa, Rozenmacher, Somigliana y
Talesnik, en la que Perón aparece como un fantasma o un producto de la
imaginación del protagonista –un muchacho ingenuo que toca el bombo- y
donde el propósito central del caudillo es frenar la lucha, traicionar las
promesas y abandonar a los ‘negros’ en el momento decisivo. La obra
teatral recrea la óptica de la desconfianza a Perón que alimentan las
izquierdas tradicionales, por más que no pueden negar que las condiciones
para la vuelta son cada día más posibles. Porque terminada la década de los
sesenta, una nueva generación política, con marcados componentes de clase
media, mucho de ellos hijos de antiguos adversarios de Perón, que se suma
a los viejos peronistas ‘combativos’, cree que la llegada del líder depende
estrictamente de la voluntad de lucha”
Pero más allá de esta interpretación “sui generis” dada por ciertos
intelectuales sobre el rol de Perón en las luchas nacionales, debe recordarse
que la Resistencia Peronista –con sus 18 años de lucha sin concesiones fue
el hecho de masas más importante de nuestra historia que luego de
muchos sacrificios, privaciones y persecuciones, logró el objetivo
propuesto: el regreso de Perón a la patria y a la presidencia de la Nación.
Y como parte de ese sueño hecho realidad, planeaba en el inconsciente
colectivo, aleteaba en miles de corazones, volaba en un sinfín de
pensamientos.  El Avión Negro. ¿De qué se trataba?
En 1955 después del golpe triunfante de la autodenominada “Revolución
Libertadora”, rápidamente rebautizada por las masas “Revolución
Fusiladora”, un mito surge y toma forma entre las grandes mayorías
obreras y populares proscriptas, reprimidas y hambreadas: El Avión Negro.
Esa aeronave con la que, según la ilusión popular, regresaría el General
Perón a la patria para encabezar la insurrección que lo depositaría
nuevamente en la Casa Rosada. Algunos hasta daban precisiones. El Avión
Negro iba a aterrizar en Tucumán y desde allí, desde el Norte, Perón iba a
encabezar la larga marcha de su pueblo, bajando hasta Buenos Aires, para
librar el combate final en aras de la victoria definitiva.

No pudo ver Caballero de Indias -para muchos, su mejor obra- y lo amargó bastante no poder estrenarla. Finalmente, doce años después de su muerte, se presentó en el Regina: fue el estreno más emotivo que presenció su esposa.

En la década del 80 Francisco Solano López, dibujante de El Eternauta, ilustró el cuento Cabecita negra  con adaptación de Eugenio Mandrini para ser incluido en el libro La Argentina en pedazos de Ricardo Piglia. Mientras que el director de cine Mario David realizó en el mismo período  una versión en video del cuento estrenada en el Teatro La Capilla.

Finalmente el Centro Cultural Ricardo Rojas instituyó en 1999 el Premio Germán Rozenmacher para dramaturgos jóvenes.



A manera de despedida queremos dejar testimonio de una de las crónicas periodísticas realizadas por Germán Rozenmacher para el semanario Siete Días Ilustrados. La misma fue realizada en julio de 1970.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           
¿REBELIÓN EN LA SELVA?


Chaco
La maldición del oro blanco

Pero si el drama del algodón parece desesperante, hay quienes viven en condiciones mucho más alucinantes que los colonos y cosecheros. La semana pasada, SIETE DÍAS se internó en el monte chaqueño por una picada abierta entre los quebrachos colorados, a 22 kilómetros de Los Frentones (un caserío plantado en el desierto, con ranchos de tablas y enormes cardones, cerca de la frontera con Santiago del Estero). Reinaba un silencio sólo interrumpido por el seco golpeteo de innumerables hachas invisibles; un chasquido monocorde al que respondía otro más lejano, como desgranando un código indescifrable.

Ramón Gilvera (47) estaba abriendo un claro en el monte; vestía una camiseta agujereada y una gorra pasamontaña. "Hace 3 meses que no nos pagan -informó-; pero nos dan alimentos en la tienda de obraje." Las manos de Gilvera conformaban un solo callo amarillento y estaban húmedas, como suele ocurrir con los enfermos de tuberculosis. "Yo tenía una cuñada aquí -dijo el hachero- y se enfermó; el médico dijo que era el Chagas y la mandaron a Buenos Aires. Como ve, sólo se consiguen enfermedades, pero plata... A veces nos querían pagar con cheques de fecha adelantada pero es como si no nos pagaran. Nosotros podemos sacar unos 450 pesos por día, cuando trabajamos; a veces, hasta 600, pero como no se ve un centavo, de quinientos hacheros que había quedaron cien." El trabajo de Gilvera comienza a las 4 de la mañana y se prolonga hasta el anochecer. En verano, el azote se llama calor, mosquitos y garrapatas. En invierno, fríos de cinco grados bajo cero. En cualquier estación Gilvera come una sola vez al día; el menú es invariable: tortilla santiagueña, hecha con harina y grasa (la harina cuesta 45 pesos el kilo; la grasa, 110), y vino (110 pesos el litro). Confiesa que le gustaría manejar una motosierra: "esa máquina que realiza el trabajo de diez hacheros juntos". Los únicos vínculos de Gilvera con el resto del país son una radio a transistores ("para seguirlo a Boca") y su postura política ("Yo soy de Perón. Desde que lo rajaron, todo se vino abajo y estamos cada vez peor"). Una lírica funcionaria que acompañaba a SIETE DÍAS empalmó el razonamiento del hachero con un pronóstico personal: "Perdé cuidado, Ramón, que esas manos que hacen sangrar las tuyas, algún día van a sangrar". Gilvera la miró, con una sonrisa: "¡Uh!... para entonces ya no voy a existir".

El mundo del hachero no puede abstraerse del panorama general del drama chaqueño.
 

En Resistencia, el meticuloso ingeniero agrónomo José Yurkevich (42, tres hijos), asesor de la Asociación de Productores Forestales, esgrimió esta comparación: "Del mismo modo que no hay política algodonera, tampoco existe planificación forestal. Es cierto que los hacheros viven muy mal, pero los 200 obrajes no están mucho mejor. No tienen dinero para pagar jornales dignos -explicó Yurkevich-; en el Chaco, siempre se dependió de las empresas industrializadoras de tanino, que fijan los precios sin preocuparse de los problemas del obrajero".

El más agresivo de los portavoces obrajeros es Miguel Cury (30, dos hijos), gerente de la Asociación dé Productores Forestales: "Aquí hay algo más profundo que la situación espantosa en que vive el hachero -explicó-: es preciso descubrir las causas. Todo se debe al enfrentamiento entre productores argentinos e industrias extranjeras". Para el quijotesco Cury "existen cuatro grandes empresas tanineras, de las cuales sólo una cuenta con cierto capital nacional". Además de denunciar la acción de La Forestal, acusó al ex canciller Nicanor Costa Méndez, "quien será próximamente el personero de una empresa de capitales ingleses". Según Cury, varios políticos de Buenos Aires, de diversa extracción, están vinculados a las empresas tanineras. Acusaciones al margen, Cury propone "humanizar el trabajo del monte; para lo cual es preciso atacar las causas: el obrajero es sólo el intermediario ante las sociedades anónimas de tanino". Si se promoviera la capitalización de los obrajeros, las condiciones en el monte -según sostiene la Asociación de Productores Forestales- mejorarían rápidamente. Pero, como sucede en el ámbito de las cooperativas algodoneras, faltan dirigentes empresarios. "Algunos obrajeros son tan analfabetos como sus hacheros -arriesgó Cury-; empezaron con un par de carros y hoy ni siquiera llevan sus libros. Pero es innegable que esos hombres construyeron el Chaco y con ellos hay que trabajar. Porque ésta es la ley de la selva -poetizó el vocero patronal- y siete chanchos del monte tienen que unirse contra el cazador: la salida está en la integración de sociedades anónimas locales." Para el obrajero Carlos Palacios (46, seis hijos), la presión económica de las sociedades tanineras es feroz: "Nosotros pedimos 3.700 pesos por tonelada de quebracho y ellos nos pagan 3 mil: la atomización de los obrajes impide defender los precios. El Chaco, que posee la mayor reserva de maderas tánicas del mundo, tiene una legislación que favorece a las sociedades extranjeras; aquí ni siquiera se propicia la creación de algo muy elemental: secaderos de madera; además, no hay créditos que estimulen al productor", fustigó Palacios.

Mientras las fábricas tanineras apenas emplean a 1.500 trabajadores, los obrajeros controlan a 12 mil hacheros que, con sus familias, implican una población de 60 mil personas. Además -según los productores forestales-, el tanino no es el único destino que puede recibir la reserva maderera del Chaco: Ferrocarriles del Estado, por ejemplo, que requiere dos millones y medio de durmientes anuales, y los altos hornos de Zapla, que consumen enormes cantidades de carbón vegetal, pueden permitir que los ingresos madereros queden en la provincia. Con todo, la situación del hachero no es la más infernal de las que soportan los pobladores chaqueños. Ese privilegio le corresponde al aborigen.

DE ESPALDAS AL ESTADO

"Soy comandante Rojas -exclamó el mataco en los arrabales de El Pintado, un pueblo de escasos 70 habitantes, ubicado en medio del monte, a 500 kilómetros de Resistencia, sobre la frontera con Formosa-. Me llamo comandante porque sí, porque ese nombre me gusta." Lo cierto es que el comandante Rojas vive entre unas ramas cubiertas parcialmente por un toldo de arpillera. Junto a él, un pastor evangélico, Juan Alberto (30, cuatro hijos), también mataco, reveló a SIETE DÍAS: "Con esto (sacó una Biblia del bolsillo) yo no tengo miedo". No sabía leer, pero "por el Evangelio, nosotros no tomamos más y estamos tratando de curamos el dolor de pecho". En algunas regiones chaqueñas, el 70 por ciento de los indígenas sufre de tuberculosis y el promedio de edad es de 45 años; la situación de los tobas y mocovíes es prácticamente la misma.

A 40 kilómetros de El Pintado existe una de las misiones católicas más singulares de América latina; se denomina Nueva Pompeya y funciona en un viejo convento franciscano, con torre de ladrillos sin revocar, que fuera construido a fines del siglo pasado. El sacerdote Oscar Agustín Cervera descubrió el año pasado a unos 4 mil matacos que vivían ignorados entre los montes de El Impenetrable, una inmensa espesura selvática que se prolonga, al oeste, hasta Taco Poco, y al norte, hasta El Pintado. Actualmente, en ese remoto rincón del Chaco, entre yaguaretés, leones americanos, víboras de coral, bolicheros que imponen su ley, aborígenes que se dejan morir bajo un árbol por una picadura de serpiente, se movilizan dos monjas de la Congregación Hermanas del Niño Jesús, que viven en el viejo y semiderruido convento franciscano. Una de ellas, sor Guillermina, acababa de viajar a Buenos Aires para volver con víveres e implementos; quienes la conocen, la vieron siempre "de pantalones y botas y con una pistola al cinto para defender al monasterio y a sus indios de los animales salvajes". SIETE DÍAS dialogó con su compañera, la hermana María Teresa Odiard (27, entrerriana), quien lucía remera, blue-jeans y una gran cruz sobre el pecho. "El sentido de nuestra consagración está al servicio de Dios, pero a través del prójimo -dijo María Teresa-. Hace un año, este monasterio era un mero depósito del almacén vecino." Centro de alfabetización y de primeros auxilios, la Misión es, además, proveeduría de alimentos; "en 400 kilómetros a la redonda no hay nadie más que nosotras para ayudar a esta gente a convertirse en seres humanos, con orgullo de tales". Las aborígenes, en cuclillas, tomaban sol contra la pared de ladrillos sin revocar, frente a la plaza con juegos infantiles rodeada por un par de casas, la comisaría y la escuela. Más allá, amenaza el monte, enredado de vinales, una planta que es plaga y tiene espinas como puñales: "por donde pasa el vinal -dicen los lugareños- la tierra se vuelve árida y no crece más nada".

Este es el panorama del norte chaqueño; un mosaico de parajes aislados que agonizan porque ningún gobierno les ha prestado ayuda. En rigor, y salvando diferencias de paisaje y durezas climáticas, ésa es la situación de todo el Chaco.

Tal vez, y como respuesta a ese desinterés, una de las más estentóreas cachetadas que aplicó la comunidad chaqueña al Estado nacional se manifestó en la creación de la Asociación Gabriela Mistral. Un grupo de 200 colonos del partido de General Güemes, cuya cabecera es Castelli, la fundó en 1959; compraron una avioneta Cessna, construyeron por su cuenta 16 pistas de aterrizaje e instalaron equipos de radio en todos los rincones de El Impenetrable chaqueño donde hay habitantes

Todo lo hicieron prácticamente sin ayuda Oficial. Hace algún tiempo, la avioneta se destruyó en un accidente, un tornado pulverizó el hangar, pero el nuevo Cessna 172 que por fin lograron obtener del gobierno provincial reanudó la tarea y ya invirtió 2 mil viajes sólo en el traslado de enfermos. Única en su tipo en todo el país, la Asociación Gabriela Mistral ni siquiera obtiene gratuitamente el combustible para surtir a su aeroplano. Con mezcla de tozudez y resignación, el presidente de la Asociación, Ricardo Todero (43, tres hijos), admitió: "Estamos acostumbrados a que nadie nos tome en cuenta. Si no nos arreglamos solos, ¿quién lo va a hacer por nosotros?" Sin embargo, viento de fronda soplan en la provincia: una tormenta reveladora de males mayores estalló hace unas semanas, cuando la Federación Económica provinciana, con amenazas de apagones y planteos a la gobernación, logró la renuncia del director de Rentas, el porteño Luis María Peña, quien se obstinaba en cobrar puntualmente los impuestos.
 

"El gobierno admitió que la descripción de las dificultades financieras era acertada -reveló en Resistencia a SIETE DÍAS el contador José Ozich (27), subsecretario de Hacienda y flamante director de Rentas-. Por lo tanto, se ofrecieron planes de financiación pero no se anularon los cobros impositivos."
Actualmente, tanto la Federación como las autoridades provinciales consideran que esa crisis fue superada. Pero nadie ignora que la tormenta desatada en torno al ex recaudador de impuestos fue sólo un efecto. "Las soluciones de fondo hay que buscarlas a nivel nacional -aseguró el coronel (RE) Miguel Ángel Basail (55, cuatro hijos), gobernador provincial-. Tratamos, por nuestra parte, de diversificar la producción agrícola, reduciendo las áreas de plantaciones algodoneras para evitar que los stocks no puedan ser colocados en el mercado."

La gran crisis algodonera se inició -según el mandatario- hacia 1950; actualmente, no es posible competir en el mercado internacional. "Estados Unidos subvenciona a su agricultura con la industria, y Brasil cuenta con mano de obra más barata; en tal sentido, el Chaco tiene dificultades para la exportación", detalló Basail, quien se preocupó en exaltar el aumento en la producción de sorgo ("Este año se obtuvieron 400 mil toneladas") y otros cereales. Además, acusó a las hilanderías porteñas de manejar el mercado y remarcó la participación de especialistas chaqueños en la confección de las bases del Fondo Algodonero; "algo que servirá para subsidiar la exportación de excedentes, a fin de que no queden stocks de años anteriores, como sucedió con las 40 mil toneladas que nos sobraron de la cosecha pasada". También fustigó a las sociedades tanineras: "Hay que exigir a esas empresas que paguen lo que corresponde".
De las 800 mil toneladas anuales de madera que produce el Chaco, más de 300 mil están siendo drenadas por los consorcios explotadores de tanino: "Hay que formar empresas locales de cierta envergadura -aconsejó el gobernador- para defender los precios". Luego desplegó ante SIETE DÍAS su obsesión preferida: la erección de una planta de arrabio, un tipo de acero muy puro. Los yacimientos están en Brasil y Bolivia: Basail -cumpliendo casi con un ritual- mostró un trozo de mineral que había tomado de una barcaza que bajaba por el río Paraguay. "El país utiliza ahora 130 mil toneladas de arrabio y un estudio de mercado prevé un consumo de 270 mil para 1975. Hasta ahora se lo importa totalmente -aclaró el gobernador-. Para alimentar nuestra planta de arrabio necesitaríamos unas 200 mil toneladas de carbón vegetal que el Chaco puede producir sin ningún problema", aseguró Basail. Eso obligaría a talar los montes provinciales, sumando tierras a la agricultura y la ganadería y provocando la radicación de industrias.

Para costear la anhelada planta de arrabio -dos altos hornos- se necesitan unos 4 mil millones de pesos viejos; "ya se está integrando una sociedad anónima mixta, con absoluto control estatal, cuidando, además, que el capital privado sea netamente argentino". El plan suena factible, como el proyecto de emplazar una usina hidroeléctrica en colaboración con Corrientes (para explotar energéticamente los Saltos del Apipé) o el de construir carreteras que vinculen al Chaco con el Atlántico (vía Brasil) o el Pacífico (vía Chile). Pero lo cierto es que, por ahora, las urgencias exigen salidas más inmediatas. Resistencia se ha convertido en una cabeza de Goliat que repite, en la provincia, el mismo mecanismo centralizador -con su cordón suburbano- que, con respecto al país, cumple la Capital Federal. En tanto, los chaqueños buscan soluciones provinciales que frenen el éxodo casi imparable. Para monseñor Di Stefano es necesario "que el slogan Radicación de Capitales sea suplantado por el más auténtico de Formación de capitales sociales de productores en base a las cooperativas zonales".
 

Para el chaqueño medio, la disyuntiva es de hierro: en la estación Retiro, Cesáreo Melgar (46, tres hijos), ex colono, confesó a SIETE DÍAS, apenas arribado a la Capital Federal: "La gente le pone un precio al sacrificio. Me aguanté el clima, las enfermedades, me aguanté todo. Pero tengo que comer, ¿no? Y entonces dije basta. Y aquí me tiene". Acurrucado junto a sus bártulos, sus hijos, su esposa y acosado por el tumulto y los empujones de la estación terminal, Melgar se atrevió: "Dígame, señor, ¿no sabrá de algún trabajito?".


EL EDITOR AGRADECE AL DIBUJANTE DANTE BERTINI LA ILUSTRACIÓN ESPECIALMENTE REALIZADA PARA HOJAS DEL ABANICO. 


2 comentarios:

  1. Y EL DIBUJANTE, Y A VECES TAMBIÉN ESCRITOR, BERTINI, TE AGRADECE ESTAS NOTAS TAN SUCULENTAS, justas, esclarecedoras.
    Si los realistas y los ditellianos de hubieran entendido, si Florida y Boedo hubieran dialogado sin prejuicios...

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    1. Muchas gracias Dante Bertini en mi nombre y en el todos los que integramos el grupo ABANICO. Ustedes son una parte importante. Lo nuestro sencillamente un recordatorio.

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