Rosa Guerra, nacida en fecha desconocida y
fallecida en 1864, fue una de las escritoras que cumplió notable tarea en la
sociedad argentina teniendo en cuenta su capacidad de autodisciplina, el
control sobre el discurso público y su predisposición imaginativa para zanjar
diferencias culturales y raciales. Además de educadora y periodista fue una
referente para muchas generaciones de alumnos en el colegio de Miss Ana Bevans
del barrio de Belgrano, donde se formaron varios de nuestros próceres.
Guerra intentaba demostrar la importancia de la
labor femenina dentro de la sociedad, la necesidad de autodisciplina, el
control sobre el discurso público y la educación para ambos sexos.
Fue una adelantada para su época y se obligó
a utilizar el seudónimo de Cecilia
para llevar adelante su obra. Recibió la peor de las críticas por sectores
radicalizados que la trataron de “enferma”. Siguió adelante, era una luchadora,
una mujer con temple que proclamaba libertad.
Al corazón
¡Oh triste corazón! ¿Por qué
te quejas?
¿Por qué vives inquieto y
agitado?
¿Por qué suspiras y en tus
crueles ayes
Llamas la muerte con ahínco
tanto?
¿Por qué no eres feliz
corazón mío?
Dime, ¿no cabes en mi
estrecho seno?
¿Te sofocan en fin tan
crueles males,
Puedo yo arrancarte de mi
pecho?
¡Oh, memoria cruel, bárbara
suerte,
Memoria aciaga de pesares
tantos!
¿Y puedo yo vivir y el alma
mía
soportará una vida de
quebrantos?
¿No es mejor morir, y en la
fosa
Cubierto en polvo el
miserable resto
De un ser tan infeliz, dormir
tranquila,
En el seno apacible de los
muertos?
Amor ideal
A él
Eres tú cuyo esbelto y noble
talle,
Cuya cabeza erguida no
altanera,
Cuya preciosa frente y
hechicera,
Cuyos ojos de amor e
inteligencia llenos;
El mismo que yo veía en mis
ensueños
El bello ideal de la
imaginación mía,
La creación de mi ardiente
fantasía
Que tuvo amor por único
modelo.
Dime cómo viniste a este
suelo,
¿Es obra mía la existencia
tuya?
Aquí en mi mente, tu ideal
figura
Grabé yo misma en caracteres
bellos;
Un ser ya eras, sólo vital
aliento
Faltaba a tu existir y yo
quería
Infundirte un alma cual la
mía
Tierna, amorosa y de ardoroso
fuego.
Publicó un libro de poesías Desahogos del corazón, dedicado a Vicente Fidel López. Un drama en
verso Clemencia, dedicado a Bartolomé
Mitre. Un libro de lectura para niñas Julia o la educación, dedicado a Mariquita Sánchez. Fundó la revista Educación y el periódico femenino La Camelia en 1852, por el cual recibió
una oposición tan brutal que debió cerrarlo.
Utilizando el seudónimo
Cecilia colaboró en La Tribuna, La
Nación Argentina y El Nacional,
con ensayos periodísticos sobre la directa relación entre el atraso o progreso
de las naciones y el abuso ejercido contra las mujeres.
En
1860 publicó Lucía Miranda. Novela histórica,
convirtiéndose en la primera escritora argentina en tenerla como personaje
central. En su advertencia explica que la edita para “complacer el pedido del
público”. Lleva como prólogo una carta de Miguel Cané fechada en 1858 y una dedicatoria a su amiga Elena Torres.
Allí cuenta que debió apurar su aparición “a causa de estarse publicando otra
novela con el mismo título y con el mismo argumento”. Se trataba de la versión
de Eduarda Mansilla.
Aquí se
plantea el gran dilema sobre esta obra porque en rigor pareciera tratarse de
una competencia entre Rosa Guerra y Eduardo Mansilla. Novela histórica con el mismo argumento básico (la
conocida historia de la española cautiva por los indios timbúes en los primeros
años de la colonización del Río de la Plata), esas obras no sólo contribuyeron
a la evolución del género narrativo, renovando los cánones vigentes (los de la
novela sentimental), sino que, con ello, intentaron renovar además el
imaginario colectivo de la época, tanto en lo concerniente al concepto de
feminidad establecido como a lo relacionado con esa dualidad fundamental,
civilización vs. barbarie, que tanto determina política, cultural y literariamente el siglo XIX en Argentina y, en general,
en toda Hispanoamérica. De ahí que, aunque olvidadas por los manuales
canónicos, nunca reeditadas y casi imposibles de encontrar hoy, esas dos Lucía
Miranda, bien contextualizadas, puedan emerger como textos muy significativos
desde el punto de vista histórico-literario, fundamentalmente porque, leídos en
el marco del debate intelectual de su tiempo, los años inmediatamente
posteriores a la caída de la dictadura de Juan Manuel de Rosas en 1852,
funcionaron como el ‘puente’ o la transición entre los textos antidictatoriales
de la llamada Generación del 37. Facundo
(1845) de Domingo Faustino Sarmiento, El
matadero de Esteban Echeverría (escrito hacia 1839), Los misterios del Plata (1846) de Juana Manso o Amalia (1851-1855) de José Mármol, muy
determinados por la hostilidad hacia el régimen rosista, y los de la Generación
del 80, el grupo responsable del surgimiento de la modernidad en Argentina, que
tendrán ya intereses más amplios. Y además, porque rinden testimonio de otro
proceso cultural también muy relevante: leídos así, en su contexto, esos
trabajos se revelan como un desacato a los aspectos institucionalizados de la
relación entre géneros, que traducían una rígida separación entre las esferas
de actividad -el dominio masculino se identificaba con la esfera pública y el
femenino se limitaba a la privada-. Se publicaron con apenas un mes de
diferencia entre ellas: la novela de Eduarda Mansilla apareció por entregas en La Tribuna de Buenos Aires, entre mayo y
julio de 1860 (y más tarde como libro); y la de Rosa Guerra -escrita en 1858,
según una “advertencia” de la autora, para un certamen en el Ateneo del Plata
que no tuvo lugar, en junio de 1860, editada por la Imprenta Americana de
Buenos Aires y precedida por una elogiosa carta-, prólogo de Miguel Cané.
Rosa Guerra dialoga con las limitaciones o fronteras laborales
impuestas por los sectores de poder masculino en las mujeres y genera un
discernimiento que cuestiona la falta de
capacitación educativa femenina.
Las mujeres, al estar capacitadas científicamente, podían
fortalecer la unión familiar por medio de un nuevo ordenamiento laboral de
grandes remuneraciones a nivel moral y económico. La prensa femenina intenta
dilucidar las fronteras que dividían el accionar femenino del masculino al
abogar por un sistema de educación científico universal.
La edición de la revista La Educación fue un fracaso y dos meses después de su desaparición
Guerra retoma con La Camelia el campo
de la prensa femenina. En el encabezado de este semanario la autora aclara que
el mismo “tratará de todo”, premisa que se hace evidente en su primer artículo
editorial el cual elabora sobre el período rosista; entre esta variedad
temática se encuentran la regeneración política del país, la resurrección de la
patria argentina, los exiliados y la influencia de la mujer en la política,
entre otros puntos. A diferencia de La
Camelia, La Educación contó con
la protección del gobierno provisorio, el cual no sólo se subscribe al
periódico sino que también lo adopta como material de lectura. Lo cierto es que
la necesidad de Guerra de usar un seudónimo, Cecilia, sumado al hecho de que el semanario desapareció después de
su sexta emisión muestra la tensión vigente en el periodismo de entonces, el
cual todavía era considerado un privilegio masculino.
Guerra inaugura su discusión sobre esta
temática en el artículo editorial de su primer fascículo en donde brinda su
testimonio sobre el período rosista y su influencia en las mujeres: “En el
tiempo de la tiranía hemos experimentado la necesidad que tenemos que se nos dé
una educación capaz de bastarnos a nosotras mismas, a nuestras necesidades” (24
de julio de 1852). Las numerosas referencias a la reciente tiranía, todavía
viva y doliente en la memoria colectiva, articulan un discurso testimonial,
didáctico y correctivo que insiste en la necesidad de aprender de los errores
del pasado y en la urgencia de capacitar científicamente a las jóvenes para
poder asegurar su autoabastecimiento. La prensa femenina comparte el “optimismo
del siglo diecisiete de imponer a través de la ciencia una educación moderna
para generar el bienestar y la transformación material de la sociedad”
Las periodistas
argentinas insertan sus voces en los debates educativos públicos insistiendo,
ya en una temprana época, en la necesidad impostergable de implantar en el
espacio argentino un sistema de educación científico común y mixto con la
intención de modificar significativamente la dinámica social femenina. En los
imaginarios nacionales de las editoras y colaboradoras de las revistas y
periódicos literarios femeninos, la educación se consideraba, como señala
Michel Foucault en otro contexto, un sistema de dominación capaz de controlar
las conductas de los individuos y de someterlos a través del ejercicio de poder
hacia ciertas finalidades.
Su universalización
y su componente científico pretendía cambiar la personificación social de las
jóvenes al alejarlas del superficialismo y acercarlas hacia temáticas de mayor
trascendencia. Sin lugar a dudas, esta transformación ayudaría a establecer una
imagen más positiva en el exterior, específicamente en los Estados Unidos y en
los países europeos en donde, a diferencia de Argentina, la enseñanza de la
mujer no era “efímera ni superficial; no, [era] sumamente esmerada y científica”
(La Camelia 2 mayo 1852). La crítica extranjera conformaba una preocupación que
se reitera en la prensa femenina a partir de 1852, con el lanzamiento del
periódico La Educación. Aquí es donde
se comienza a reproducir la visión extranjera de la sociedad argentina y donde
se empieza a visualizar a la educación científica de la mujer como una avenida
que conducía a la recreación de la imagen argentina en el exterior. Rosa Guerra
ilustra la transformación que la educación científica podía generar en su carta
del 7 de agosto de 1852:
Entonces se hablará
en los salones como en los mas reducidos estrados, y aun en el hogar doméstico;
de historia, de geografía, de música, de poesía, de pintura, de autores de literatura,
de escritores de viajes, de etc. etc. De este modo no se criticará tanto por el
extranjero lo insulso é insignificante de nuestra sociedad reducida ha hablar
únicamente de modas y de tantas vulgaridades que ocurren en el interior de la
familia y que solo se deben tratar en el caso. Entonces se olvidará esa crítica
mordaz que hace el alma y el elemento de nuestras tertulias y sociedades.
Habiendo cosas serias y de interés de que ocuparse, no se pensará en sacar la
conversación de tal, ó tal persona; de esta, ó aquella familia; sus rentas, sus
economías, sus compromisos, su modo de vivir, etc.
La ciencia ponía fin al materialismo y a la crítica social interna del país, mejorando de esta manera el proceder de las mujeres y su concepción en el exterior. El conocimiento científico distanciaba a las jóvenes de las preocupaciones superficiales sobre su persona y generaba un cambio de actitud radical que posibilitaba su contribución en el proceso de construcción nacional. En el contexto europeo, la educación científica había generado mujeres célebres que se distinguían en diferentes ramos de las ciencias y que habían contribuido significativamente a la sociedad de su tiempo. En el discurso periodístico femenino se brindan pruebas convincentes de que la mujer poseía la habilidad de capacitarse “en todo género de ciencias” (24 julio 1852).
Rosa Guerra recrea
la versión didáctica en su novela “Lucía Miranda” con una esmerada narración de
Ruy Díaz de Guzmán como hechos de la “historia”. Le agrega dramatismo
explicando el proceso de escritura, cómo “veía” en su “ardiente imaginación” a
Gaboto, Nuño de Lara, Hurtado, Mangora y las diferencias culturales de ambos
grupos; vivienda, vestimenta, costumbres y el “desenlace sangriento”. Conmovida
por los acontecimientos, saca conclusiones y refiere “las desgracias de Lucia”
como ejemplo de los errores de la conquista.
Sitúa la acción en
Sancti Spiritu en 1527. Presenta a los españoles como valerosos, prudentes y
probos y a los timbúes como dóciles y amigables. Mangora “a pesar de ser
bárbaro”, posee condiciones
caballerescas por haber pasado tiempo al lado de los europeos. Sin embargo, no
se entienden. Cuando ella explica la relación conyugal o habla del amor
fraternal, cree que está enamorada de él.
Lucía tampoco percibe los sentimientos del cacique, le ofrece
presentarle una española para que se case.
La acción se va
encadenando por una serie de confusiones entre lo que se dice y lo que se
interpreta, errores tácticos y la dificultad para comunicarse que tienen dos
razas diferentes. Lucía no es clara,
manifiesta que no puede acceder a los reclamos amorosos por estar casada,
antepone el deber matrimonial, no dice que no lo quiere.
Los timbúes atacan
la fortaleza después de partir Hurtado a la expedición, preparan una estrategia
similar a la del caballo de Troya: llevan comida en son de amistad. Mientras
los españoles duermen, los asesinan. Mangora se lleva a Lucía, al creer que
ella está muerta, se convierte al catolicismo, pide perdón al Dios cristiano y
le ofrece su vida por la de ella.
Su hermano Siripo
lo sucede. Ejemplifica al brutal salvaje
que se obsesiona con Lucía en cuanto la ve. Decide “conquistarla” con su poderío
recién heredado, ella no sucumbe bajo ninguna circunstancia. El marido cae
prisionero, el cacique le perdona la vida con la condición de que no vea a su
esposa, a cambio le ofrece doncellas aborígenes.
Siripo no convence
a Lucía, tras tenderle una trampa, decreta que sea su concubina y la muerte de
Hurtado. Ellos se abrazan para morir juntos, reciben una descarga de flechas y
luego son llevados a la hoguera como “mártires de su deber, y del amor
conyugal”.
El planteo de
Guerra es doble. A los conquistadores
les faltó “la causa de la humanidad” y el proceder de los aborígenes fue
“infame”.
Presenta a la
belleza como una fatalidad: no deben ir mujeres hermosas en un proyecto
civilizador, “perturban” a quienes no pueden dominar las pasiones y no entienden
el deber matrimonial (si la mujer es infiel, quien pierde la honra es el
marido).
Al tomar la
palabra, aun con fines evangelizadores, la mujer se coloca en la escena
pública. Es necesario que tenga una adecuada educación para comprender peligros
y malentendidos y para sortear las ambigüedades discursivas que provoca el choque cultural. La cuestión de la
historicidad o ficcionalidad de la figura de Lucía Miranda es aún objeto de
controversia entre la crítica, que, en general, se divide en dos opiniones
contrarias: la que considera real el personaje e históricas sus peripecias -un
elemento más de la historicidad de la crónica de Díaz de Guzmán-, que no
tuvieron más tradición oral que la de los propios espectadores de los hechos; y
la que ve en Lucía Miranda un personaje legendario, cuya supuesta existencia se
debería a la imaginación novelesca del cronista, y la transmisión de su
historia, con múltiples versiones, a la tradición oral colectiva y uno de los
episodios cronísticos que mejor condensa buena parte de las tensiones que
atravesaron el proceso de conquista y colonización, lo que está en la base de
su valor apodíctico como «el mito de una cautiva blanca, que nace sobre la
abrumadora realidad de la cautiva india», en un intento de conjugar «el equilibrio
imposible entre las razones blancas y las razones indígenas»
En la trama original, Lucía es una española que provoca la «pasión desordenada» en uno de los caciques nativos, tras haber llegado a la región rioplatense en 1530 junto a su marido, Sebastián Hurtado, como integrante de la expedición al mando de Sebastián Gaboto que fundara el fuerte de Sancti Spiritus, el primer asentamiento español en el Río de la Plata. La pasión salvaje que la joven desata en el cacique Mangoré desencadena la ofensiva de los timbúes, la destrucción del fuerte y el asesinato de los españoles que lo ocupan, con el objeto de secuestrar a Lucía. Mangoré muere en la lucha y es su hermano Siripó quien la toma cautiva para obligarla a ser su mujer y, tiempo después, ejecutarla en la hoguera al descubrir que Lucía no le ama y que mantiene entrevistas secretas con su esposo Sebastián, que también será ejecutado. La coincidencia entre las dos autoras en escoger este personaje delata un interés fundado en algo más que el atractivo de esa historia de la cautiva española que había tenido ya, por otra parte, numerosas reescrituras en géneros muy diferentes (crónica, teatro, poesía) desde el siglo XVII: recuérdense, entre otros ejemplos ilustres, la tragedia Siripo (1789), atribuida al argentino Manuel José de Labardén.
La Lucía Miranda
de Rosa Guerra desarrolla la historia con unidad de acción, tiempo y lugar, en
apenas cien páginas, mientras que la novela de Eduarda Mansilla, mucho más
extensa, comienza en los años anteriores al viaje de su protagonista a América,
y las numerosas digresiones que emprende la autora para proporcionar el
trasfondo histórico de sus personajes llevan al lector a conocer las intrigas
de la Corte de Valladolid y la corona española en Nápoles, o a recorrer espacios
arquitectónicos cuidadosamente dibujados; casas, palacios y salones europeos
que constituyen el marco de civilización, elegancia y buen gusto del desarrollo
espiritual de la heroína, y que sirven de contraste a la geografía
desestructurada y salvaje del Nuevo Mundo que preside la Segunda Parte del
libro.
Paula Jiménez en el
prólogo de Lucía Miranda reeditado en 2011, nos recrea con este concepto:
El amor entre
el hombre y la mujer, el deseo, la triangularidad y la tragedia: un drama con
todos los condimentos necesarios para capturar la atención de una escritora de
su tiempo. Pero el pasional no fue el único atractivo. La tentación de narrar,
desde su lugar de mujer, la historia de una cautiva, debió haber estado en
primer orden. Los hechos fueron referidos por el cronista Ruy Díaz de Guzmán en
1612 y en ellos se basó Rosa Guerra para construir una ficción dos siglos y
medio después. Lo mismo hizo Eduarda Mansilla, quien publicó su propia versión
de Lucía Miranda, por entregas, en el diario “La tribuna”. Ambas producciones
salieron a la luz en 1860, en los albores de una década muy prolífica para la
literatura escrita por argentinas.
El
título de la obra de Guerra incluye la aclaración de “novela histórica”, pero
no se ha probado la verosimilitud de los acontecimientos y personajes a los que
Ruy Díaz de Guzmán aludió. Es muy probable que ante una especie de “vacío
histórico” Guzmán ha-ya recurrido a la creación de una ficción que reforzara la
imagen bárbara de los pueblos originarios contra la pontífica heroicidad de la
conquista. Pero la Lucía Miranda que con este libro se reedita da una sutil
vuelta de tuerca a esta suerte de “leyenda” situada en 1527.
La
historia reza que Espíritu Santo era el nombre de la fortaleza, construida en
la orilla del Río Carcarañá, que albergaba a los españoles seguidores de
Sebastián Gaboto. Entre estos españoles se encontraba el militar Sebastián
Hurtado y Lucía, su bellísima esposa. Tanto ella como su marido mantenían una
relación de amistad con el cacique timbú Mangorá, a quien la autora describe
así al comenzar la novela: “Tenía alta talla, y era de fuerte y nerviosa
musculatura, sus formas esbeltas; y aunque de color cobrizo como son todos los
indios, no tenía aplastada la nariz; sus ojos eran chispeantes, y en todo su continente
se conocía era dominado por pasiones fuertes y tiernas a la vez”. Guerra
presenta al cacique como un hombre de imagen seductora y sensual a la que no
desluce ni demoniza ni aun en los peores momentos. Y los peores momentos son
aquellos en que la pasión de Mangorá estalla y Lucía Miranda es atrapada por
este timbú enamorado que no puede poner freno a sus pulsiones. Esto sucede
durante un feroz ataque al Espíritu Santo planificado por el cacique, en el que
mueren miles de españoles y de indígenas. La fortaleza finalmente arderá en
poderosas llamas insufladas por un temporal que parece haber sido enviado por
la ira divina. La situación dramática crece de allí en más hasta llegar al más
terrible de los desenlaces para el matrimonio de Lucía y Sebastián. Pero Guerra
no cede completamente ante la victimización española y concluye: “Este infame
proceder de los Timbúes convirtió en odio la amistad de los españoles y su
pasada alianza; no les quedó otro partido que abandonar el Fuerte Espíritu
Santo (…) Con esta retirada quedó del todo evacuado el Río de la plata, término
fatal de tres expediciones, que deberían desalentar el espíritu de la conquista
(…) Es de presumir que si la causa de la humanidad hubiera entrado directamente
en el proyecto de estas empresas, hubieran sido menos desgraciadas”. Es
decir, a la vez que la escritora habla de barbarie para referirse a los timbúes
también observa la barbarie española que hubo encarado insensiblemente, “sin
humanidad”, el plan de la conquista. Con esta equilibrada conclusión Rosa
Guerra se sitúa en una línea fronteriza desde la que puede ver algo que ya
venía esbozándose a lo largo de la novela: lo bueno y lo malo mezclándose entre
sí, como las aguas de un estuario. Quizás sea éste un lugar y una mirada posible,
no divisoria y no binaria, para una cultura creada por mujeres. Haber diluido
la polaridad, la distribución predestinada de culpas e inocencias, es proponer
no solo un lente con el que mirar la historia política, sino también una clave
para leer la conflictiva emocional que atraviesa esta historia. Entre la
violencia y el deseo, podríamos decir, existe un correlato. Y el deseo también
se juega en una zona de impurezas, de incorrecciones, de peligrosidad, en donde
emerge, autónomo, lo indominable. Sólo los preceptos culturales logran, y no
siempre, aplacar su fuerza: “Si Sebastián no hubiera sido mi marido, yo habría
sido la esposa de Mangorá” , dice Lucía. Porque en las mujeres la batalla
entre la pulsión y la represión se resuelve, por lo general, de modos más
indirectos y si se incendian fuertes o se matan cuatro mil hombres -a menos que
seamos Margaret Tatcher- lo hacemos sublimatoriamente, por ejemplo, con el
poder transformador de la palabra.
La escritura de Lucía Miranda de Rosa
Guerra está humaniza-da, es decir, interceptada por el deseo y por sus
contradicciones, pero, merced a las ataduras de su época, a la vez mantiene
cierta fidelidad a la discursiva patriarcal y colonialista. Firmar con nombre
de varón (tal es el caso de Eduarda Mansilla, cuyo pseudónimo fue Daniel) o
identificarse con el discurso del opresor, son dos de las estrategias de
encubrimiento que han posibilitado a ciertas mujeres escribir y publicar en
medio de una cultura letrada masculinista. La autorizada palabra de los varones
(y su correlato en las instituciones hegemónicas) se ha arrogado el derecho de
legitimar la de las mujeres (y la de las minorías oprimidas). Desde allí puede
leerse la inclusión de una suerte de carta “aprobatoria” escrita por Miguel
Cané (padre), con la que nos encontramos ni bien abrimos el libro. Pero a
continuación damos con otra misiva, esta vez escrita por Guerra y dirigida a su
par, Elena Torres. Con esta, Rosa le dedica a Elena, su mejor amiga, Lucía
Miranda, novela histórica. La autora recuerda: “A tu voz tan deliciosa para mí,
trataba de componer mi semblante, secaba mis lágrimas, y me sentaba contigo en
las gradas de mármol de la galería, frente al río (…) Tú hacías tu crochet,
mirabas de vez en cuando a la puerta de hierro; yo te miraba (…) nos habíamos
comprendido”. Una alianza solidaria entre mujeres que no reproduce una
estructura vincular verticalista, sino que, por el contrario, genera un espacio
propio de realización personal. Una unión que, según leemos en la carta, ha
impulsado en Guerra la emergencia de la escritura misma. Quizás debamos
adjudicar a esta misma sororidad entre las amigas, la decisión de Rosa Guerra,
y también de Mansilla, de contar esta historia y de acercarse, por
identificación, a la compleja sensibilidad de Lucía Miranda.
A partir de lo expuesto, el texto de Lucia Miranda de Rosa Guerra es un
proyecto sociopolítico romántico donde no solo se "imagina" la
posibilidad de una nueva forma de entender la formación de la nación, nuevas
feminidades y masculinidades, sino que noveliza la posibilidad de un sujeto
romántico de mujer capaz de proponer una nueva ideología con la que construir
la nación y que redefine los imaginarios culturales que configuran la nación.
La creación de un proyecto alternativo de construcción de nación apunta lo que
pudo haber sido y no es. Es decir, muestra que la posición que su sociedad da a
las mujeres es social, no esencial al sexo femenino. Pero también es una
estrategia para plantear una propuesta a sus contemporáneos que, sin recurrir a
la denuncia, abre las puertas a otras posibilidades y, sobre todo, instituye a
una mujer como "mártir" de la patria en un papel de fundadora
nacional.
Si con los paratextos Guerra crea sujetos de
mujer relacionados con segmentos socioculturales (novelista, novelista
nacional, mujer que sabe que debe educar a otras mujeres, creadora romántica),
con la novela que escribe crea una protagonista que es un sujeto romántico
idealista pero a la vez Rosa Guerra se inscribe como una escritora romántica
idealista al hacerse interprete del archivo histórico legendario de la nación
argentina y proponer una nueva ideología de construcción nacional.
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