Alberto Barrio fue ladrón. Tenía nueve años y siempre lo mandaban al
almacén de Las Heras y Azcuénaga. Una mañana fue a comprar una latita de
azafrán. El almacén estaba desierto. Había olor a lavandina y a garbanzos, a
jabón y a queso, un olor mezclado y limpio y, aunque afuera la mañana brillara
amarilla de sol, allí parecía la hora de la siesta por las cortinas de lona que
cuidaban las sombras y el fresco.
Como en una tarea secreta, don José apilaba con geométrica precisión una
torre de tabletas de chocolate Águila. Ante la mirada estupefacta de Barrio
levantaba una torre hueca de amarga delicia, edificio que no guardaba otro
tesoro que sus propios muros.
Al día siguiente volvió al almacén. Había mucha gente y aceptó con
gratitud la espera. Primero contempló la torre. Después se acercó a ella. Por
último la tocó. Sintió un súbito escalofrío cuando sus dedos,
involuntariamente, comprobaron que una tableta estaba suelta. Era fácil sacarla
sin que la torre se derrumbara. Lo atendieron, pagó y se fue.
La batalla duró un mes. La fascinación y la ceguera del peligro lo
pasearon por el placer y la angustia. A veces, sentía el secreto como una
riqueza. A veces se le resolvía en catástrofe: lo sorprendían robando, lo
perseguían, lo apresaban, no volvía a ver a su madre ni a sus hermanos, le
ponían un uniforme y lo condenaban a la soledad y silencio.
Sucesivas correcciones de su conducta lo convirtieron en presidiario, en
beatífico renunciante a la tentación, en gozador exclusivo de chocolate, en
dadivoso repartidor de barritas entre sus hermanos. Creyó -con confusión- que
pensar el mal era igual que ejercerlo, que la tentación era el pecado mismo.
Que después de haberlo pensado, robar o dejar de hacerlo no modificaba su
responsabilidad. No desestimó la posibilidad de que adivinaran su proyecto y lo
arrestaran. Durante un mes, cada día, vio la pila, se cercioró de la presencia
de la tableta suelta, leyó en la cobertura la incomprensible aseveración de que
el peso neto era de media libra, hizo sus compras y regresó a su casa. No
llevársela era casi tan terrible como robarla. Elaboró varios planes: emplear
una bolsa; valerse del amplio bolsillo del impermeable; usar una tricota.
Visitó febrilmente una serie de horrores: don José lo veía por un espejo cuando
ponía el paquete en la bolsa; o se le caía del bolsillo del impermeable; o una
mujer lo delataba al verlo cometer el robo.
Y así lo cometió una y mil veces sin soslayar la delectación del riesgo
que lo hacía dar bruscos saltos en la cama mientras robaba y volvía a robar la
golosina. Y una y mil veces desechó la horrible idea para recobrar la calma que
le permitiera la tregua del sueño.
En el colegio empezó a dibujar torres octogonales que guardaban su
secreto. Con delirante fantasía llegó a verse escondido detrás del mostrador
durante una noche entera, concretar el robo y no tener después cómo salir del
negocio. Para ese momento, denunciada su ausencia, la policía lo buscaba. Hasta
que de pronto un vigilante entraba en el almacén y bajo el poderoso foco de la
linterna policial era sorprendido con el chocolate en la mano. Y vuelta otra
vez a la odiada y temida prisión con el uniforme y la soledad.
Una mañana, la madre repitió el encargo: una latita de azafrán El
Riojano. La reiteración del hecho, sumada a la fortuita coincidencia de que ese
día también había un sol muy pleno, se le manifestó a Barrio al principio como
un signo inextricable. Pronto lo interpretó como el fin de su condena: debía
robar la tableta.
Pidió el azafrán. No estaban sino el almacenero y él en el local. Barrio
se encontraba junto a la pila y pensó fugazmente que almacén debería llamarse
el lugar donde se encuentra el alma. El viejo se agachó detrás del mostrador.
Barrio tomó la tableta y la largó por la abertura de su camisa. El paquete se
deslizó contra su pecho y quedó retenido por el cinturón. En el momento en que
el objeto robado recorría su piel, el almacenero se levantaba. "¿Qué
más?", preguntó el hombre. "Nada más", respondió el ladrón.
Con las piernas flojas, que no obedecían a su voluntad sino a su
costumbre, salió del almacén. Se metió en su casa. Desde la puerta de la calle
hasta la de su departamento se alargaba un estrecho y profundo corredor. También
por allí lo llevaron de memoria sus piernas. Apenas aceptó la realidad de que
el corredor estuviera desierto cuando, antes de meterse en el departamento, se
volvió seguro de ver a los mil veces imaginados vigilantes. Entregó el azafrán
a su madre y se encerró en el baño. Primero se lavó las manos y la cara. No
quiso mirarse en el espejo por miedo de haber cambiado de rostro.
Se sentó en el borde de la bañadera y sacó el paquete que se había
calentado por el contacto con su cuerpo. Lo abrió cuidadosamente. Primero, la
cobertura amarilla que ostentaba la imagen de un águila con las alas
desplegadas, después el papel plateado. pero no había chocolate. Era una
tableta de madera.
Después de Oncativo
Al cumplirse cincuenta días de la batalla de Oncativo, en el atardecer
del 16 de abril de 1830, la descarga simultánea de cinco fusiles quemó la vida
de un soldado del vencido ejército de Facundo.
Fusilado de espaldas y con los ojos cubiertos por un pañuelo negro,
quedó abrazado a un árbol al que estaba atado con tientos.
Cuando sintió el golpe único de los cinco tiros, aflojó las manos atadas
y advirtió que de ellas se desprendía algo parecido a una arena que hubiera
estado escondida entre sus dedos y que tenía una calidad de cosa ajena y venerable.
El fusilamiento se debía a un crimen. Hasta el momento de cometerlo, el
hombre compartía el calabozo con un compañero de armas.
Después de Oncativo, un sargento del general Paz los había enlazado en
la persecución y, como si el lazo fuera el símbolo de la unión a que los
sometería el destino, los dos cayeron en el reducido recinto de un calabozo de
muros de adobe provisto de dos catres y del aparente consuelo de una ventana
enrejada que, por su altura, ni dejaba ver el cielo.
Hacía dos días, comprobada la culpabilidad del hombre, el coronel Puch
–en la ocasión al mando del batallón rezagado en un villorrio, cerca del lugar
del combate, donde reparaban carruajes y atendían heridos y prisioneros–
ordenó: “Mañana, al amanecer, me lo fusilan”. La orden la recibió el sargento
Bermúdez, el mismo que había apresado al reo y a su compañero. Puch partió esa
noche para reunirse con Paz.
En el amanecer del 16 de abril lo desnudaron de la cintura para arriba,
lo obligaron a abrazar el árbol y lo ataron con tientos. El hombre esperaba la
ejecución, pero Bermúdez pareció olvidarse de la orden. Pasó la mañana.
Los soldados hablaban de caballos. Bromeaban y reían. Hicieron asado.
Uno se empecinó con la guitarra y repitió un centenar de veces la misma
cantilena. De vez en cuando sonaban cajas y cornetas. A la siesta todo se
aquietó. Algunos pájaros se oían y nada más. El hombre seguía esperando la
muerte.
No era fácil discernir si la demora en la ejecución respondía a un rasgo
de piedad o de crueldad por parte del sargento. Menos que nadie el que estaba
atado al árbol sabía si se le estaba retrasando piadosamente la muerte o si se
le estaba prolongando inútilmente la agonía.
Al despertar de la siesta el sargento Bermúdez llamó a un muchacho que
podía leer y le entregó un grueso cuaderno. Sabía que el coronel Puch había
tomado la decisión del fusilamiento después de leer esas páginas. Y sabía
también que el coronel (hombre más bien piadoso que justo) tenía una sensación
de asco después de la lectura. Tanto que, antes de subir a la galera, volvió a
llamar a Bermúdez y en voz muy alta, para que varios lo oyeran, completó la
orden: “Fusílelo de espaldas”.
El mozo leyó el cuaderno. Tenía un montón de cuentos. A veces, Bermúdez
reía abiertamente. Otras, se quedaba muy serio. Por fin, llegaron a las últimas
páginas. Bermúdez se las hizo releer tres, cuatro veces. Le dijo al muchacho
que dejara la lectura y cebara unos mates.
Como a la hora, y como si al fin hubiera comprendido, gritó el nombre de
cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, agregó. Los situó a quince varas del
hombre abrazado al árbol y le vendó con su propio pañuelo los ojos. El reo
pidió morir viendo. Sin contestar, el sargento se apartó y con la mirada nomás
ordenó el fuego. Volvió a acercarse, le sacó el pañuelo y le plantó su largo
cuchillo por atrás de la clavícula.
Las últimas páginas del cuaderno
decían así:
“Después de Oncativo, como después de cualquier batalla, el aire quedó
sucio y confuso. La pólvora y la muerte dejan, en esos casos, una isleta del
olor del infierno. Los vencidos se van huyendo y los que obtuvieron la victoria
se quedan con una oscura nostalgia. Lo que cualquier soldado sabe, siempre, es
que la victoria no se diferencia demasiado de la derrota.
“El sargento Bermúdez se encontraba entre los voluntarios que
acompañaron a La Madrid en persecución de Quiroga, a quien quería darle caza
como si se tratara de un animal. No era ajeno a ese odio el amargo recuerdo que
tenía La Madrid de la batalla del Tala: los de Quiroga lo habían dejado por
muerto, baleado, tajeado en quince partes y pisoteado por los caballos.
“Los voluntarios se desperdigaron en la persecución. El sargento
Bermúdez se había quedado solo y, al fin, con el caballo cansado, al paso, se
metió en un pajonal que le llegaba a los estribos.
“De pronto, dos hombres se pusieron a correr ante los ojos azorados del
sargento. Sin dudar, Bermúdez apuró su caballo y preparó el lazo. Fermín
Alcácer y Javier Vega salieron atados del pajonal. Ya sueltos, sin hablarles,
el sargento los hizo andar delante de su caballo. Lentamente hacia el campo de
batalla.
“Sirva para describir al sargento lo siguiente: Vega y Alcácer iban casi
arrastrándose de sed. Era el atardecer. Les preguntó desde el caballo si querían
agua. Los prisioneros contestaron con los ojos. Bermúdez sacó un chifle del
recado y se los alcanzó. Después que bebieron hasta la última gota, el sargento
los recriminó riendo: ‘Podrían haberme preguntado si yo quería’, y taqueando al
zaino se les acercó y los rozó con la vaina del sable. ‘Preferible que lleguen
vivos los prisioneros’, dijo riendo.
“Vega sintió vergüenza y, mirando al sargento desde abajo, dijo:
‘Disculpe, señor; he sido torpe’.
“Siguieron en silencio. Cada uno iba pensando en las muertes que habían
ganado ese día. Pensaron en la victoria y en la derrota. Recuperaron los ojos
de los hombres que habían lanceado. Vieron el anca de un caballo cortada de un
sablazo. Volvieron a envolverse en una ola de polvo que apenas permitía distinguir
al que querían matar. Oyeron gritos, insultos, toses y gemidos. La noche se
cerraba. ‘Las órdenes de ese bruto de La Madrid’, pensó Bermúdez.
“Vega más bien pensó en todo, en la belleza y en la monstruosidad de la
batalla; en que tal vez toda belleza es algo monstruosa y en que, de algún
modo, toda monstruosidad encierra belleza. Los tres hombres se parecían en el
cansancio y en el sueño, pero al fin todo se les olvidó cuando divisaron, a lo
lejos, las luces de los fogones. Ya estaban acercándose otra vez al lugar del
combate. Vega sintió que ser prisionero era peor que haber muerto. Bermúdez y
Alcácer pensaron que, al fin, iban a poder dormir.
“Antes de llegar se oyeron guitarras y voces. Estaban inventando coplas
para festejar la victoria. Bermúdez pasó entre fogones y algunos lo vivaron con
discreción. Todo el mundo bebía y los animales recién carneados se doraban al
fuego.
“Había terminado el entierro de los muertos y empezaba la fiesta. Los
heridos estaban apartados, junto a las carretas, y se les llevaba alcohol como
consuelo.
“Bermúdez desensilló, palmeó el zaino y lo llevó de la crin a beber de
un balde. Después, también él se hundió en el mismo balde a beber y lavarse,
como si el agua fuera olvido para tanta atrocidad cometida con su sable y con
sus manos.
“A Vega y a Alcácer los dejó con los heridos. Al rato les llevó
ensartados en la punta de su largo cuchillo dos pedazos de carne asada.
“Ya con los de su escuadrón se quedó a oír los cuentos de la batalla,
como si él no hubiera participado y, mientras bebía y comía, hacía preguntas
para informarse de ese hecho ajeno y lejano que le parecía un cuento.
“A los tres días, Vega y Alcácer fueron conducidos a un villorrio de las
cercanías de Córdoba. Habían arrastrado hasta allí los carruajes maltrechos,
los animales y los hombres heridos, prisioneros y la parte del ejército que
quedaría a cargo de recomponer armas y material. La operación estaba a cargo
del coronel Puch, salteño, creo; enérgico y callado.
“Los prisioneros iban, como los soldados, montados y sin ser objeto de
trato distinto. Se les daba de comer igual que a todos; dormían juntos, y les
hubiera bastado decir que se pasaban al ejército de Paz para que todo siguiera
igual y se les olvidara la condición de presos. Pero Alcácer y Vega no se
pasaron y, al llegar al villorrio, sin consulta, fueron conducidos a un
calabozo que tenía dos catres y apenas una ventana enrejada –más que nada un
consuelo– que, por la altura, ni permitía ver el cielo.
“El resto de los prisioneros fue a parar a otras partes. Algunos se
pasaron a Paz; otros hicieron de ordenanzas de oficiales; uno se hizo asador, y
otro quedó libre en la tropa porque sabía tocar la guitarra.
“Vega y Alcácer tenían un guardiacárcel viejo, buen hombre, abuelo de muchos
nietos, muy amigo del sargento Bermúdez. Los atendía bien y a la hora. Hablaba
siempre con sus presos: les contaba batallas y, como era domador, les enseñaba
asuntos de caballos.
“Vega le pidió al viejo que le consiguiera papel y algo con qué escribir.
Al cabo de un par de días le llevó un grueso cuaderno y pluma. A partir de ese
momento Vega se pasó las horas escribiendo.
“Alcácer era analfabeto, robusto, recóndito y observador. Dejaba pasar
las horas tendido en el catre cavilando y acariciándose las cejas de un color
azulado de tan negro.
“Venga escribía historias, describía fiestas, mujeres, trabajos, paseos,
peleas. Escribía siempre en primera persona y, después, le leía a su compañero.
Pero Alcácer, al oír las historias sentía un invariable malestar. Con el tiempo
advirtió que Vega era libre, que podía crear viajes, y hasta amores a pesar de
estar como él reducido a los límites de un estrecho calabozo. Le pareció hasta
justo sentir rencor. Especialmente cuando se declaraba a sí mismo que Vega era
dueño del mundo, de sus contingencias, mientras él tenía que permanecer cercado
en los límites de su estrecha realidad.
“En sus sueños, el analfabeto, en el íntimo lenguaje de sus sueños,
descifró que Vega era dueño de todo lo que él no poseía, que era la imagen de
su prisión: Vega se le convirtió en los muros y las rejas que lo encerraban.
Pensó en matarlo. Sabía que hacerlo le costaría ser fusilado.
“En sus lentas horas de odio, con paciente resentimiento, mientras se
acariciaba las cejas echado en el catre, elaboró un plan de asesinato que lo
excluyera de toda sospecha.
“Una mañana Alcácer le propone a su compañero de calabozo que escriba un
cuento con el siguiente argumento: ‘Después de Oncativo, dos soldados del
ejército de Quiroga apresados por un sargento de Paz van a parar a un mismo
calabozo. Uno llama al guardiacárcel –un viejo domador que siempre les habla de
caballos–; aduce un malestar físico. El encargado de custodiarlos tiene
familiaridad con los presos. Hombre mayor que ha vivido numerosas batallas, los
trata como a hijos. Lo llama, pues, uno de los presos. El viejo entra en la
celda confiado, porque allí la prisión más que nada es formal. Pero el que ha
aducido el malestar lo estrangula. Después, como es más fuerte, reduce a su
compañero. El asesino pide auxilio y acusa a su compañero de haber matado al
viejo’.
“Vega manifiesta que eso no es un argumento sino una simple enumeración
de hechos. Alcácer insiste en que lo escriba. Vega dice que lo hará para
iniciarlo en el placer de imaginar tramas a fin de que la prisión se le haga
más soportable. Pero no escribe el cuento, aunque simula hacerlo.
“El analfabeto insiste en que se lo lea. El escritor finge la lectura
del presunto texto escrito, como siempre, en primera persona. Oído el cuento,
Alcácer finge un malestar y llama al viejo. Cuando entra el guardiacárcel, lo
estrangula. Después reduce a Vega y pide auxilio.
“Cuando llegan unos hombres de Paz al calabozo el asesino acusa a Vega
de haber matado al viejo domador. Dice, además, que la prueba, la confesión
misma del asesinato, se encuentra escrita en el cuaderno. Pero en mi cuaderno
–yo soy Vega– no figura el cuento urdido por Alcácer, que podría haber pasado
por confesión, sino esto que acabo de escribir.”
Cuando Bermúdez oyó por tercera o cuarta vez la historia, la comprendió.
Primero pensó en desobedecer las órdenes del coronel Puch y matarlo a
culatazos. Después, tal vez por pereza, pensó que nada era mejor que ver brotar
en la espalda del asesino cinco súbitas manchas con sólo alzar el mentón y
mirar de un modo que se pareciera a una orden. Entonces le pidió al muchacho
que le había releído la historia que le cebara unos mates.
Mateó en el vacío, sin que se le ocurriera nada. Como a la hora gritó el
nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, dijo. Y mientras se
acercaba al árbol empezó a aflojarse el pañuelo negro que llevaba atado al
cuello.
¿POR
QUÉ NUNCA?
¿Por qué nunca se habla
de la oscuridad de la boca?
¿Dónde suena la música que se sueña?
¿No será que, a veces, las pieles, por su cuenta,
se enamoran y esclavizan el hueso y su médula?
Y así hay mil preguntas
que le dan sentido a todo.
Axioma: lo obvio nunca es verdad.
Otro axioma: la gran riqueza
es inventar preguntas.
de la oscuridad de la boca?
¿Dónde suena la música que se sueña?
¿No será que, a veces, las pieles, por su cuenta,
se enamoran y esclavizan el hueso y su médula?
Y así hay mil preguntas
que le dan sentido a todo.
Axioma: lo obvio nunca es verdad.
Otro axioma: la gran riqueza
es inventar preguntas.
AL PRIVILEGIO DE PODER DECIR
Al privilegio de poder decir
la sutil transparencia del plano,
la fatal coincidencia del punto,
la equilibrada velocidad del círculo,
se opone, a quien oficia el verbo,
la imperturbable serenidad del silencio.
Al fin se sabe
que en el secreto fondo de las cosas
yace, en yacimiento de milenaria esencia,
la ígnea verdad líquida de luz,
la verdad inasible
sino por la presencia del amor.
*
En otra realidad
cuyo espacio es de piedra,
estamos socavados,
en hueco y en vacío,
sin tiempo, pero con nuestro rostro verdadero:
es la forma acabada de nuestra libertad,
el resultado final de nuestros actos.
De la astucia del zorro
o el sagaz zigzagueo de la liebre
se deduce una ciega mecánica
más vulnerable, ciertamente,
que la aparente torpeza del ángel
cuando atraviesa cristales sin saberlo.
Más eficaz, más práctica,
la inocencia crea con fatal sabiduría
una realidad más diáfana.
*
Extraños valores representan
astros y religiones, circunstancias
y libertad,
si uno tiende a pensar
que es objeto de tales representaciones.
Convenga acaso
no sentirse humano sino
en cuanto las palabras
son sólo cargas dedicadas
a la serena y ardiente contemplación
de cuanto entrañan.
*
Si un ciervo
se extraviara en el bosque
adoraría cada árbol
como si fuera
la clave de su libertad
o su destinada tumba.
*
El barco vacío
-ahora que amanece sobre la playa-,
dócilmente cede,
sin reparos,
al movimiento del agua.
Así estar en el mundo,
aún después de la inteligencia
que todo considera.
Optar por el modo del barco
a fin de integrarse
en la armonía.
*
De la amenidad festiva
que sugiere el mundo a los sentidos
precaverse
con la fiesta interior
de proponerle al mundo
el sinsentido del azoramiento.
Dios se oculta en sus huellas.
la sutil transparencia del plano,
la fatal coincidencia del punto,
la equilibrada velocidad del círculo,
se opone, a quien oficia el verbo,
la imperturbable serenidad del silencio.
Al fin se sabe
que en el secreto fondo de las cosas
yace, en yacimiento de milenaria esencia,
la ígnea verdad líquida de luz,
la verdad inasible
sino por la presencia del amor.
*
En otra realidad
cuyo espacio es de piedra,
estamos socavados,
en hueco y en vacío,
sin tiempo, pero con nuestro rostro verdadero:
es la forma acabada de nuestra libertad,
el resultado final de nuestros actos.
De la astucia del zorro
o el sagaz zigzagueo de la liebre
se deduce una ciega mecánica
más vulnerable, ciertamente,
que la aparente torpeza del ángel
cuando atraviesa cristales sin saberlo.
Más eficaz, más práctica,
la inocencia crea con fatal sabiduría
una realidad más diáfana.
*
Extraños valores representan
astros y religiones, circunstancias
y libertad,
si uno tiende a pensar
que es objeto de tales representaciones.
Convenga acaso
no sentirse humano sino
en cuanto las palabras
son sólo cargas dedicadas
a la serena y ardiente contemplación
de cuanto entrañan.
*
Si un ciervo
se extraviara en el bosque
adoraría cada árbol
como si fuera
la clave de su libertad
o su destinada tumba.
*
El barco vacío
-ahora que amanece sobre la playa-,
dócilmente cede,
sin reparos,
al movimiento del agua.
Así estar en el mundo,
aún después de la inteligencia
que todo considera.
Optar por el modo del barco
a fin de integrarse
en la armonía.
*
De la amenidad festiva
que sugiere el mundo a los sentidos
precaverse
con la fiesta interior
de proponerle al mundo
el sinsentido del azoramiento.
Dios se oculta en sus huellas.
CUIDADO
Cuidado,
porque si bien obramos en un presunto tiempo,
en un tiempo que presumiblemente
se deshace en olvido,
lo que fue es, y lo que es será:
Todas las rosas de la historia
oran en ascendente aroma,
y la sangre del cuchillo homicida
fluye en forma incesante.
Nacidos de morir:
entonces,
las horas son de la dimensión del ojo
en el que cabe el mar,
y cada palabra, en lugar de mención
es el cuerpo en que habita lo nombrado.
Nadie que no haya muerto sabe.
porque si bien obramos en un presunto tiempo,
en un tiempo que presumiblemente
se deshace en olvido,
lo que fue es, y lo que es será:
Todas las rosas de la historia
oran en ascendente aroma,
y la sangre del cuchillo homicida
fluye en forma incesante.
Nacidos de morir:
entonces,
las horas son de la dimensión del ojo
en el que cabe el mar,
y cada palabra, en lugar de mención
es el cuerpo en que habita lo nombrado.
Nadie que no haya muerto sabe.
FINALIDAD
Que el pulidor de diamantes
frote hasta que el mineral
desaparezca,
y así la ausencia
se convierta en metáfora
de la transparencia.
*
Por distintos caminos
somos un mismo rostro,
el mismo desamparo,
el mismo nombre.
Hay playas vacías
donde el sol cae confuso
en forma de castigo o de consuelo,
pero estamos preparados
para esa confusión
y en ella nos gozamos.
Voltear los muros entre
las cosas y sus nombres:
que sea
como nadar el pez,
o perfumar el bosque,
o ladrar el perro,
o volar el pájaro.
*
Desconfiar de la belleza
no es un principio malsano
si se advierte que toda manera de espanto
reviste tanta hermosura
como las repugnantes y prestigiosas rosas.
*
Digamos:
Dejaré las pieles del orgullo
en cada caso. Dejaré de crecer.
Reduciré mis límites
al que impongan mis párpados.
Me quedaré en secreto.
Que nada me atestigue ni me nombre;
que obtenga el olvido ajeno y propio
a fin de poder seguir haciéndolo,
no tanto para hallar
como para que sea
la búsqueda lo hallado.
frote hasta que el mineral
desaparezca,
y así la ausencia
se convierta en metáfora
de la transparencia.
*
Por distintos caminos
somos un mismo rostro,
el mismo desamparo,
el mismo nombre.
Hay playas vacías
donde el sol cae confuso
en forma de castigo o de consuelo,
pero estamos preparados
para esa confusión
y en ella nos gozamos.
Voltear los muros entre
las cosas y sus nombres:
que sea
como nadar el pez,
o perfumar el bosque,
o ladrar el perro,
o volar el pájaro.
*
Desconfiar de la belleza
no es un principio malsano
si se advierte que toda manera de espanto
reviste tanta hermosura
como las repugnantes y prestigiosas rosas.
*
Digamos:
Dejaré las pieles del orgullo
en cada caso. Dejaré de crecer.
Reduciré mis límites
al que impongan mis párpados.
Me quedaré en secreto.
Que nada me atestigue ni me nombre;
que obtenga el olvido ajeno y propio
a fin de poder seguir haciéndolo,
no tanto para hallar
como para que sea
la búsqueda lo hallado.
HAY
UNA SOLA LIBERTAD
Hay una sola libertad rescindible:
la que impone la irracional sabiduría.
Saber someterse, pues, cuando llega
el dictado de quietud.
Porque la fácil cesión a la tentación de obrar
puede ser como si una paloma, por afán de belleza,
decidiera estallar
para convertirse en lluvia de plumas.
la que impone la irracional sabiduría.
Saber someterse, pues, cuando llega
el dictado de quietud.
Porque la fácil cesión a la tentación de obrar
puede ser como si una paloma, por afán de belleza,
decidiera estallar
para convertirse en lluvia de plumas.
LA CONSIDERACIÓN DE LOS MILAGROS
La consideración de los milagros
obliga a una desconfianza razonable.
Más vale el simple asombro,
la inocente incredulidad
y hasta la sabia indiferencia
que la deformación de lo cotidiano
por manía admirativa.
El torpe riesgo es, si no,
que, de pronto, el agua,
en vez de agua de beber
se haga Diluvio o Bautismo.
Las extensas terrazas
de la casa que jamás fue construida;
las vides ocres que no fueron plantadas;
el tiempo anterior al primer instante;
la ciudades no creadas;
el contrasueño, el revés de la realidad;
lo que no es objeto de olvido o nostalgia;
lo que no existe ni existió
ni en horas ni en geografía:
De todo eso se nutre y muere,
allí reposa,
sobre eso obra esta forma de ser que somos:
una mera posibilidad
ante infinitas renuncias.
obliga a una desconfianza razonable.
Más vale el simple asombro,
la inocente incredulidad
y hasta la sabia indiferencia
que la deformación de lo cotidiano
por manía admirativa.
El torpe riesgo es, si no,
que, de pronto, el agua,
en vez de agua de beber
se haga Diluvio o Bautismo.
Las extensas terrazas
de la casa que jamás fue construida;
las vides ocres que no fueron plantadas;
el tiempo anterior al primer instante;
la ciudades no creadas;
el contrasueño, el revés de la realidad;
lo que no es objeto de olvido o nostalgia;
lo que no existe ni existió
ni en horas ni en geografía:
De todo eso se nutre y muere,
allí reposa,
sobre eso obra esta forma de ser que somos:
una mera posibilidad
ante infinitas renuncias.
LA
EXPERIENCIA DE PAZ
Hay una sola libertad rescindible:
la que impone la irracional sabiduría.
Saber someterse, pues, cuando llega
el dictado de quietud.
Porque la fácil cesión a la tentación de obrar
puede ser como si una paloma, por afán de belleza,
decidiera estallar
para convertirse en lluvia de plumas.
la que impone la irracional sabiduría.
Saber someterse, pues, cuando llega
el dictado de quietud.
Porque la fácil cesión a la tentación de obrar
puede ser como si una paloma, por afán de belleza,
decidiera estallar
para convertirse en lluvia de plumas.
NOCHE
La numerosa realidad se borra
en el aire vacío.
Todo pierde su nombre
en la unidad secreta,
y la esencialidad de cada cosa
se recarga
al lúcido amparo de las sombras.
*
Consiste en crear una ventana:
súbitamente surgirá un paisaje
único, infinito,
y el misterio trepará a los ojos.
*
El hacedor de esferas
sueña
que ha de haber otra forma
que contenga y represente todo,
pero sabe
que ese sueño es parte de su oficio.
*
Cuando no hay respuesta
primaria,
ni racional,
ni emocional,
la solución es esa.
*
Volveremos, cada vez,
hasta agotar el ser que somos
para que, de pura vida,
podamos adquirir el sentido
de nuestros nacimientos repetidos.
*
Todo está preparado
para la ceremonia.
Falta el protagonista.
*
La sabiduría de las piedras,
capaces de volar si las arrojan
o de estar, para siempre,
quietas sobre el planeta
atestiguando el cuidadoso
proceso del tiempo
que las pule con su invisible sustancia.
en el aire vacío.
Todo pierde su nombre
en la unidad secreta,
y la esencialidad de cada cosa
se recarga
al lúcido amparo de las sombras.
*
Consiste en crear una ventana:
súbitamente surgirá un paisaje
único, infinito,
y el misterio trepará a los ojos.
*
El hacedor de esferas
sueña
que ha de haber otra forma
que contenga y represente todo,
pero sabe
que ese sueño es parte de su oficio.
*
Cuando no hay respuesta
primaria,
ni racional,
ni emocional,
la solución es esa.
*
Volveremos, cada vez,
hasta agotar el ser que somos
para que, de pura vida,
podamos adquirir el sentido
de nuestros nacimientos repetidos.
*
Todo está preparado
para la ceremonia.
Falta el protagonista.
*
La sabiduría de las piedras,
capaces de volar si las arrojan
o de estar, para siempre,
quietas sobre el planeta
atestiguando el cuidadoso
proceso del tiempo
que las pule con su invisible sustancia.
OFICIO Y FINALIDAD
Repetir una y otra vez
aquello de que se carece
a fin de que a fuerza de insistirlo
quede creado:
dibujar en el aire
hasta que el sonido del rasgo
se convierta en silencio.
Y así, cada piedra contenga su rostro;
y cada instante de sordera contenga su voz;
y cada partícula de oscuridad
revele el sol de su presencia,
y cada gota de muerte
devenga semilla.
Se trata de buscar la palabra
para callarla.
*
Tiende al silencio la palabra,
a fundirse en la bruma que la envuelve,
y el ejercicio del verbo
tiende a enmudecer al practicante.
Así, la mano en el agua
devendrá transparente,
y el pájaro es única forma del aire.
aquello de que se carece
a fin de que a fuerza de insistirlo
quede creado:
dibujar en el aire
hasta que el sonido del rasgo
se convierta en silencio.
Y así, cada piedra contenga su rostro;
y cada instante de sordera contenga su voz;
y cada partícula de oscuridad
revele el sol de su presencia,
y cada gota de muerte
devenga semilla.
Se trata de buscar la palabra
para callarla.
*
Tiende al silencio la palabra,
a fundirse en la bruma que la envuelve,
y el ejercicio del verbo
tiende a enmudecer al practicante.
Así, la mano en el agua
devendrá transparente,
y el pájaro es única forma del aire.
TORRES
PARA EL SILENCIO
Eso se quiere,
lo que no está escrito,
la ausencia de la palabra,
un modo de estar
que no requiera signos
ni exija armar esta torre de voces.
En tanto, sin embargo,
inevitablemente,
es preciso valerse
de estas significaciones
parecidas a sombras
y a perfumes de sueños,
como si se tratara
del descanso previo
y del ejercicio previo
y necesarios
para dar la batalla final.
Porque debemos entregarnos
quietos, y en silencio.
lo que no está escrito,
la ausencia de la palabra,
un modo de estar
que no requiera signos
ni exija armar esta torre de voces.
En tanto, sin embargo,
inevitablemente,
es preciso valerse
de estas significaciones
parecidas a sombras
y a perfumes de sueños,
como si se tratara
del descanso previo
y del ejercicio previo
y necesarios
para dar la batalla final.
Porque debemos entregarnos
quietos, y en silencio.
Crítico de arte, poeta y
cuentista, Ángel Bonomini (1929-1994) no es un escritor demasiado conocido en
nuestro país a pesar de contar con numerosos seguidores. Admirado por Borges y Bioy Casares, sus relatos suelen
participar por igual de lo fantástico y lo real, introduciendo a menudo un
componente onírico que los hace perfectamente reconocibles.
Acceder a los libros de Bonomini,
tanto a sus cuentos como a su obra poética, se había vuelto tarea difícil a tal
punto que se lo considera un autor de culto.
Prosista de estilo sobrio, riguroso, despojado de adornos innecesarios, a Bonomini se lo recuerda como el último
representante de lo que en Argentina se conoció como literatura fantástica.
Hace unos años, en una mesa redonda realizada en la Feria del Libro de
Frankfurt, los escritores Luisa Valenzuela, Pablo De Santis, Ana María Shua y
Elbio Gandolfo se refirieron al género fantástico de esta manera:
De Santis habló de "la historia de una obstinación, de un experimento,
de la reelaboración de fábulas", en un intento por definir algo que se
presenta como inabarcable, y que termina siempre "en un fracaso".
"El fracaso parece ser una de las reglas", insistió el
escritor y dijo que antes se dio "el relámpago de la iluminación cuando
muere el padre de Borges y la literatura entra en el momento más luminoso de
todos: Borges vuelve a lo más remoto, al objeto mágico (El Aleph)".
En los mejores cuentos de Borges, señaló De Santis, "el consuelo de
encontrar algo maravilloso no llega a ser suficiente para nosotros. En los
últimos aparece el hechizo, una palabra que no admite mediación".
Otra de las formas de lo fantástico, trabajada por Adolfo Bioy Casares,
"es la recuperación de mujeres muertas o perdidas. El construye la figura
de un narrador distraído como en `El perjurio de la nieve`, donde una familia
repite siempre el mismo día. El cuento se centra en quién es el culpable de
romper esta situación", ejemplificó.
Después Cortázar piensa lo fantástico "como una puerta que se abre
a otros mundos, el personaje vive otra cultura y simultáneamente aparece en dos
momentos de la historia. En cambio para Silvina Ocampo -contrastó De Santis-
"lo fantástico se abre para adentro".
Hablando de porcentajes, Shua dijo que nuestra literatura tiene uno
altísimo de este género, tanto que llega a los autores de novelas realistas:
"Estos escriben sobre la ciencia ficción y otros temas emparentados con lo
fantástico".
"Esto sucede por el peso de la tradición, los argentinos no
sentimos que nuestra realidad sea mágica, más kafkiana que `garcia
marquezca`", arriesgó.
Y continuó tratando de definir, "ese humor raro, lo absurdo tocando
lo cómico, todas las categorías se confunden en el género fantástico. Una
narrativa de lo imposible que admite todas las técnicas".
"Es difícil para un autor escapar a la
tentación de lo fantástico que se filtra en todo", resumió.
En nuestra literatura este género "suele ser marginal, la historia
secundaria que sostiene la principal. Rara vez convoca al terror, suscita
incomodidad", apuntó.
Para Borges, indicó la escritora, "el universo es un lugar extraño,
indescifrable al que la palabra no puede aludir. Cortázar divide la realidad,
debajo de lo cotidiano ocurre algo misterioso".
Gandolfo
mencionó, entre otros nombres, "a Abelardo Castillo que profundiza a
Cortázar; Angélica Gorodischer usa el fantástico para literatura feminista y
Piglia, en `La ciudad ausente`, como un elemento más", sin olvidarme de Ángel Bonomini el mimado de Bioy
y Borges.
Luisa Valenzuela exclamó: "Me tranquiliza lo que dijeron en esta
mesa, pensaba en lo fantástico que viene con Poe, del horror que extrañamente
hemos dejado atrás".
Lo aterrador desde la experiencia de la dictadura militar "no lo
sentimos más como tal, ahora es más natural, aparece desde los laterales de la
mente, desde los sueños".
La escritora recordó que de pequeña su hermana le contaba cuentos de
terror para que comiera: "En un cuento hay niños que llegan a una casa
abandonada y en el piso de arriba se sienten los pasos de una mujer sin cabeza,
muerta de un hachazo, que buscaba venganza: mi literatura es la búsqueda de
saber el final de este cuento".
"Yo creo que hay un desvío de lo
fantástico en la Argentina", analizó al referirse al último libro de De
Santis donde "los vampiros son libreros de viejo, coleccionistas que viven
en lugares ocultos, que intentan no responder a la sed primordial, porque van a
ser condenados y utilizan un elixir, para evitarlo".
Ángel Bonomini nace en Buenos Aires el 13 de octubre de 1929. A los 18 años publica
su primer libro de poesías, Primera
enunciación, género que profundiza en las siguientes tres obras: Argumento del enamorado, Las leyes del júbilo y El mar. Si bien luego de la publicación
de estos cuatro títulos Bonomini se inclinó más sostenidamente por el cuento,
nunca abandonó por completo la poesía, publicando en 1982 Torres para el silencio y en 1991 De lo oculto y lo manifiesto.
Su debut en el género fantástico se produce en 1972 con el libro de relatos Los novicios de Lerna, que mereció el
primer premio municipal; el autor obtuvo también la beca Fullbright y en 1974,
el premio de la Fundación Lorenzutti, esta última distinción, por su labor como
crítico de arte, que ejercía en el diario La
Nación, matutino al que había ingresado como periodista al regreso de una
larga temporada en los Estados Unidos, donde se desempeñó como traductor en la
revista Life en español.
A Los novicios de Lerna, le siguen El libro de los casos (1975), Los
lentos elefantes de Milán (1978),
Zodíaco (1981), Cuentos de amor (1982), Historias
secretas (1985) y Más allá del puente,
editado en forma póstuma en 1996.
En 1983, su cuento Memoria de Punkal fue seleccionado entre los ocho mejores enviados
desde los países de lengua española al Primer Concurso Internacional Juan
Rulfo, organizado en París por el Ministerio de Cultura de Francia y la Casa de
la Cultura de México. Por su parte, Jorge Luis Borges seleccionó, su cuento Iniciación del miedo entre 2700 trabajos
presentados a un certamen del género.
Ángel Bonomini murió en 1994.
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