"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

jueves, 2 de junio de 2011

BICENTENARIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL


LA CORTA EXISTENCIA DE JUAN PALAZZO

En el amplio proceso de transformación social que vivió nuestro país después de aquella época de acumulación generada a partir de 1889, en donde se vivieron situaciones desparejas entre distintos sectores, la realidad cotidiana mostró un panorama de enorme contraste y exclusión. Durante los primeros treinta años del siglo XIX, la población aumentó vertiginosamente con el caudal de inmigrantes que ingresaba al territorio, las tierras se valorizaron y la oligarquía tradicional se enriquecía día a día. A cambio de esta bonanza, la pobreza y la escasez parecían ser su  contracara. El aporte de hombres y mujeres llegados del Viejo Mundo, fue uno de los ejes fundamentales en la dinámica de la organización nacional. La corriente de extranjeros que acudían a estas tierras al amparo de generosos planes  y de amplias normas constitucionales resultó impresionante. Esta política trajo aparejada a corto plazo un impacto decisivo en la sociedad argentina puesto que se creó un factor de movilidad social y se incorporaron nuevos hábitos e ideas. La economía coqueteaba con la cría primitiva del ganado destinado a la exportación y al consumo interno.


Aunque la Argentina seguía siendo un país predominantemente ganadero, la agricultura comenzaba a cobrar cierta envergadura. La cultura del “granero del mundo” transformó a la nación en un país exportador de cereales, determinando una baja en los precios del mercado interno británico, pues Inglaterra se convertiría en su mejor cliente al obtener pan más barato para sus obreros en los graneros argentinos. La otra pata del crecimiento lo constituyó la actividad industrial cuyo centro económico y social estaba en Buenos Aires. Nacían las fábricas, talleres con operarios recibiendo salarios miserables, pequeños obrajes  y con ello la cultura de la conciencia clasista. Sin embargo, la prosperidad de nuestro país se basaba en el abundante crédito extranjero. Para compensar el déficit se recurría a préstamos y a que el capital usurero financiara las deudas del Estado pero, de este modo, se acumulaba una deuda cada vez mayor que generaría una desocupación incontrolable. Con terreno fértil, la oligarquía alcanzó en la segunda mitad del siglo XIX su mayor cohesión y poderío. Mientras esa minoría se llenaba los bolsillos, la otra gran parte de la población se quedaba sin oxígeno.
La situación de la masa trabajadora a principio del siglo XX no era de prosperidad. Con salarios paupérrimos y condiciones de vida  inhumana, la protesta no se hizo esperar. Todo presagiaba un tiempo de violencia que obviamente se disparó durante la década.  Tan solo unos años antes, en julio de 1899, existían 40.000 personas sin actividad productiva. Esa cifra, en 1901, se había triplicado.
Como respuesta a tanta desigualdad, el tema social se vería reflejado en una literatura que dejó de lado el romanticismo y se decidió por la influencia de un naturalismo zoliano – “el novelista sólo debe ordenar lógicamente los hechos”- sin olvidarse de los grandes realistas de principios de siglo: Balzac y Stendhal. Se plantea entonces la necesidad de una obra justiciera donde un grupo que bien pueden ser caracterizados como protoboedistas,  alcanza su espacio recurriendo al arquetipismo de los personajes y desvistiendo situaciones vivenciales de una realidad nacida en el conventillo, el taller, el arrabal, el prostíbulo, los cafetines y en los lugares “non sanctus” de la ciudad. La obra navega en un mar emocional que golpea a la conciencia. Son textos viscerales, excedidos en muchos casos de un moralismo de tono redentor y con final trágico e insalvable. Los escritos apurados  por estos cultores tenían la letra acostumbrada a la polémica y teñida su intención  por la conducta primaria de esa gran masa de inmigrantes desclasados en Europa. Repentinamente Buenos Aires se llenó de extranjeros. Los suburbios que antes eran territorio de negros o mulatos pasaron a ser un depósito humano de gallegos, calabreses, sicilianos, napolitanos y judíos quienes configuraron esa tipología que quedó sellada con la identidad de los compadritos, matones o guarangos y que dibujaron la extracción más baja de la sociedad. La lucha despareja por alcanzar un lugar se vería reflejada en cada palabra. Las personas más cultas tenían su mirada puesta en la Europa aristocrática. Los jóvenes de las familias pudientes iban a estudiar y a prepararse al Viejo Mundo, mientras que la ralea desprotegida e inculta daba gritos desesperados en medio de una prosperidad colonialista.


En este aspecto el rico aporte de los cronistas es fundamental para tomar referencia de una época llena de humillaciones y fracasos. Nos detenemos en Santiago Rusiñol(1861-1931), escritor, dramaturgo y pintor español quien desarrolló con gran éxito una obra relevante en la literatura y el arte de su país. Visitó la Argentina en 1910 y dejó un libro impregnado de observaciones e irónicas conclusiones. Un breve texto de Un viaje al Plata nos permite rescatar una reflexión crítica sobre  nuestros intelectuales. Dice el catalán: “No hemos visto ningún país, de todos los que conocemos, en que los artistas y los poetas alejen más el espíritu de su tierra natal. Por cada escritor que vaya vestido con las tradiciones de la pampa, hay cientos que viven con Verlaine, con Baudelaire, con el señor Pelletan, con D’Annunzio, con los decadentes, y sueñan desde su rancho con chez Maxim; por cada pintor que pinte el Paraná, hay veinte que pintan el Sena, y por cada autor dramático que arranque la vida de su pueblo, cincuenta la arrancan de otros dramas, y se ven Guignoles y se ven Ibsens, enfriando el fuego de la tierra; como Verbenas y Revoltosas contrarrimando las danzas tristes de estas llanuras desoladas.
Esto hace que el poeta, acaso en ninguna parte, es tan poeta como aquí; porque canta solo, como los pájaros, porque canta por cantar, porque su alma reacciona contra el peso y el materialismo.”
En 1884 Lucio Vicente López publica La gran aldea, con el agregado de Costumbres Argentinas y una expresión de augurio: "Dedicado a Miguel Cané, mi amigo y camarada"; novela que marca a toda la  generación del 80. En ella aparece la Buenos Aires soñada, con una ciudad refinada y cosmopolita, donde las veladas en el Colón, los paseos por Palermo y las reuniones en  Club de Progreso eran el pasatiempo ideal para un sector relajado de la sociedad. Era el Buenos Aires del reino del dinero, de la abundancia, de la prosperidad. Para la misma época, Eugenio Cambaceres arremete con Pot-pourri (1881), su obra temprana, que lleva un subtítulo inquisidor Silbidos de un vago,  mostrando la realidad de los otros sectores, con historias de adulterios conyugales en el seno de una comunidad hipócrita. Si bien el texto es de trama despareja, no es menos cierto que la crítica apunta a la sociedad coetánea. A pesar de las imperfecciones, los señalamientos tienen buen propósito. Cambaceres con su crítica pretende mostrar la actitud de los ilustrados hombres del 80 respecto  de los inmigrantes como fenómeno social.
La oligarquía en el poder aceptaba cuanto convenía a sus intereses inmediatos, los asimilados a la nueva estructura al no integrarse y participar de las actividades institucionales de la nación, permitieron  que la aristocracia terrateniente nativa siguiera rigiendo los destinos políticos del país. De esta forma los extranjeros que llegaron a la Argentina en esa época se asimilaron muy poco a la vida nacional, de allí las fracturas y el abismo entre una y otra.
Como hemos venido documentando, nuestro objetivo apunta a  revalorar la tarea de una enorme cantidad de escritores que no siempre son reconocidos.


Es el caso de Juan Palazzo (1893-1921) autor de un único libro La casa por dentro (1921), donde  se advierte todo el talento de este hombre que supo reflejar la dureza y el sufrimiento del conventillo, en el vivió y soportó las carencias y necesidades junto a varios artistas que conformaron el grupo de pintores y escultores que se fusionaron  como consecuencia del salón de los rechazados. Esos rebeldes se integraron bajo la aureola de “Artistas del Pueblo”. Entre sus exponentes rescatamos a  José Arato, Abraham Vigo, Guillermo Facio Hébecquer, Agustín Riganelli, Adolfo Bellocq y Santiago Palazzo, entre otros.
Juan Palazzo fue un hombre oscuro, taciturno, melancólico. Su vida estuvo signada por la enfermedad. Desde pequeño se vio sometido a constantes broncoespasmos que lo dejaban al borde del desmayo. Nunca vigiló su  salud y al llevar una existencia bohemia su debilitado organismo cayó paulatinamente en desgracia. Fue el protegido de esta colonia de obreros del arte que conformaron una cooperativa donde el pacto y la palabra eran como un mandamiento bíblico: “el que vende una obra, ayuda al resto”, esa fue la consigna. Gracias al apotegma Agustín Riganelli solventó la edición de La casa por dentro, una edición proletaria de la que no quedan rastros. Eran artistas con urgencia, alejados del paisajismo europeo tradicional, comprometidos con la lucha obrera y formados en bibliotecas de izquierda al calor de las obras de Tolstoi. Partían de la figuración y de una temática  ligada al trabajo. En gran medida todo fueron preboedistas y sembraron la conciencia de un realismo crítico que arrastró a otros grupos.
La casa por dentro es una obra testimonial donde el autor nos llama a la reflexión y hasta se desgarra con un pedido de auxilio: “Yo quiero aislarme. Por eso me voy. Necesito luz, descanso, silencio, olvido. Necesito esto y mucho más. Por eso me voy. Como los borrachos, siento ganas de repetir: por eso me voy”.  
La despedida era parte de su enfermedad. Ya la tuberculosis había hecho estragos y su final estaba golpeándole la espalda. El clima de la ciudad, la promiscuidad del conventillo, la alimentación descuidada y una creciente recurrencia al alcohol para mitigar su malestar, hace que sus cercanos amigos decidan internarlo en el Sanatorio Santa María, en la sierra cordobesa. No está a gusto, extraña los rincones porteños, se enoja con los médicos, se fuga,  es rescatado por otros internos y finalmente, después de una lucha atroz, fallece en total soledad a lo 28 años.
Resulta sumamente extraño que esta figura no haya tenido mayor trascendencia. Manuel Gálvez es uno de los pocos que en la revista Nosotros se atreve a un comentario: “Tengo la sensación que la novela argentina ha perdido tal vez el único hombre capaz de una obra genial”. En rigor, La casa por dentro es una acuarela que resiste al tiempo. Mi patio. Miseria. Un visitante nocturno. Reducción. El vecchio. La noticia. El castigo. Bohemia triste. La separación. Me voy.  Son los títulos de estos relatos breves que integran la obra. El lector no debe esperar de ellos un beneficio secundario. Son todos escritos que sacuden, que despiertan la necesidad de ponerse en el lugar del otro.


Hoy podría decirse que si uno cambia los escenarios y los revela ante la problemática de nuestra actual sociedad, los textos de Palazzo tienen la cotidianidad del presente. Con solo mirar a esas familias que claman por viviendas y seres perdidos en la ciudad en busca de un alimento, el paralelismo nos lleva a un final patético: el diferente nunca encuentra su espacio.
La casa por dentro tiene una didáctica convincente porque cierra el círculo de un costumbrismo crítico junto a la obra de otro cautivo como Luis Pascarella y su novela corta  El Conventillo, subtitulada por el autor Novela de costumbres bonaerenses. En ambos casos estamos hablando de un “darwinismo social” y de una lucha entre el conventillo de clase baja y el conventillo de la calle Florida. En el primero nos encontramos con la muestra lacerante de una vida problematizada, en el otro, con el conventillo transformado en vivienda de castidad en donde las miserias humanas se ocultaban  en los floreros de Baccarat.
El libro fue editado por  la imprenta López. La obra en su gran mayoría circuló por bibliotecas populares ligadas a grupos de izquierda. 
A noventa años de aquella experiencia, mostramos tres ejemplos del borrado texto que forma parte de una historia  tristemente sepultada cuyo duelo todavía sigue latente.   

Mi patio
A Albino Chiariello, intenso, individual y estremecedor paisajista de extramuros.

Yo también tengo mi patio, un patio pintoresco y humilde, alegre y sombrío; un patio que en las tardes invernales se sume en penumbra y durante la primavera resplandece de luz.
Yo siento por mi patio un apego orgánico, que aumenta con los años. Es una especie de íntimo cariño, como el que sentimos por un rostro familiar, por un objeto querido, por el retrato de un ausente, por la voz templada y afectiva que oímos de la madre al regresar de un largo viaje...
Lo quiero, porque en él aprendí a caminar, porque ha sido el sitio de mis primeros juegos y el mudo testigo de las nacientes ilusiones. Lo considero mío, porque allí pasé horas gratas y feas, felices y trágicas. No en balde transcurrieron veinte años, la mitad de una existencia. En cuatro lustros ocurren grandes acontecimientos y se ven muchas cosas; una vida santa, que cierra los ojos con la resignación del cristiano; otra vida pura, que agoniza poco a poco en el cuarto silencioso; otra más, tenaz y fuerte, que se quiebra a pesar de todo. ¿Hay algo de mayor intensidad que esto? Luego, el mundo de sensaciones cotidianas, simpáticas y siempre nuevas. Oír, al levantarse, pasos que se alejan, murmullos de voces, correrías de niños. Contemplar la casa a distinta hora y en diversa estación. Sentir el placer de estar solo y en compañía. Pasar, en fin, por una escala de matices sensoriales, que en conjunto constituye la vida.
Por lo tanto, emotivamente, para mí vale más que una mansión señorial.
Esta noche el patio aparece blanco. Mientras los demás duermen, yo lo miro extasiado. La luna derrama una transparente claridad, que es gris de escarcha en la ropa tendida; capullo de seda en los intersticios de las hojas; nieve, nieve pura, pero cálida, en los cuadrados que tapiza el suelo. Por los rincones vagan las sombras. Algunas se alargan, finas, traslúcidas; otras cortadas; otras curvas; otras densas, voluminosas.
La magnolia que sirve de centro y en cuya copa anidan gorriones, surge gigante, extraña, esquelética, reflejando en el paredón el zigzag de su ramaje. Las plantas, húmedas de rocío, se abisman en la sombra y parpadean en la láctea lunar. Las puertas cerradas, se dirían de ermitas o celdas conventuales. En sus vidrios blanquea la cortina de la gente pobre. Los postigos, sin embargo, atajan el claror nocturno. Pero en mi pieza penetra, porque la he abierto de par en par, ansioso de verla siquiera un instante envuelta en rica magnificencia.
Es la hora del conticinio, la hora del general silencio. Nadie lo turba, nadie anda. Todos yacen en la cama, entregados al descanso, que es el egoísmo del único bienestar que gozan. Sólo a intervalos interrumpe el silencio las armónicas campanadas de un gran reloj cercano, cuyos golpes suenan en el fondo acompasados y lentos: pam, pam, pam. Luego, otra vez la calma, el misterio, la idealidad.
Esta noche mi patio es la poesía misma. Nunca termino de acariciar con los ojos su aspecto subjetivo. Principalmente el octogonal aljibe y esas sábanas que caen de las cuerdas, serenas, amplias como velas desplegadas. ¡Qué fresca sensación producen las ropas tendidas! ¡Cuánta pureza y blancura! ¡Cómo atraen en la honda quietud de la alta noche y en un patio original como el mío!
Yo estoy solo, y lo mismo que el inmortal poeta de las Noches,
Plego mi boca y callo,
Para escuchar en silencio,
Mi corazón hablar bajo.
Yo estoy solo, y siempre quisiera que mi soledad fuera así, mezcla de esperanza, de afirmación y ensanchamiento emocional. Yo estoy solo, y velo por lo otros, tristes seres de caras afligentes y miradas pálidas, que viven en la penuria. Mi aliento es para ellos, mi espíritu los acompaña, porque son parte de mi existencia. En cada corazón anhelaría depositar una luz que los guíe eternamente. En cada cueva desearía que entrara una nubecilla de luna. Mas, ved; los postigos permanecen herméticos y todos duermen ajenos a mi lirismo. No quieren saber nada de estas cosas. Pero yo respeto esa indiferencia. Que duerman dichosos...


La noche avanza, el alba se aproxima. Mientras el día viene, de súbito, bruscamente, oigo que un hombre tose, tose fuerte, bramando, con sacudidas espasmódicas capaces de romper las entrañas. Sus arranques me taladran los oídos. Y me pongo a pensar. He ahí otro árbol que cae y ya no sirve para nada; otra vida inútil que aguarda a la Ingrata.
Mi
patio es así, pintoresco y terrible, luminoso y sombrío, alegre y trágico. De día lo anima el ir y venir de vecinos. De noche se recoge. En verano es algo que causa solaz y en invierno nubla los ojos, atrista el alma y hasta provoca la tos. A veces me parece el paraíso y otras el luctuoso patio de un hospital.
Por todo esto yo lo amo

El castigo

Nina era fea, petiza, rechoncha. Tenía cabellera abundante y pecas en la cara, dientes anchos y nariz gruesa, ojeras pálidas y ojos cargados de malicia, de deseo. Chapurreba un francés callejero y festivo, y conocía ciertas casas de huéspedes en las que hombres y mujeres fuman, charlan, gritan, beben. La madre la solía llevar para los trasiegos de la cocina, evitando en esa forma la promiscuidad, ya que la niña gustaba ir a los biógrafos, jugar a la rayuela con gente de pantalones, tocar el timbre de las puertas señoriales, y en ausencia del portero, subir en ascensor hasta el último piso. Y claro, en esos sitios aprendía otras cosas. La niña sonreía a los pensionistas como pudiera hacerlo la más experta ramera, leía almanaques prohibidos y cantaba coplas picarescas. Pero el encierro duró poco. Un hombre de la casa le había ofrecido dinero, y como Nina desconocía el arte de rehusar a tiempo, lo aceptó muerta de risa. A una indicación penetró en el cuarto, siempre riéndose. Al salir, gemía dolorosamente, contrayendo los labios, oprimiendo los puños y echando el torso hacia atrás...
La madre llegó a su lado.
-Mamá; me caí. ¡Uf! ¡Uf!
En realidad parecía hallarse en la situación de los que al dar un tropiezo caminan con los tacos.
Pero la madre se opuso a que en adelante la acompañara. Y quedó en casa. Desde entonces trató, buscó de soliviantar el peso de su imaginación febril. Sus trece años imponían respeto y ninguno fijaba la atención en sus pantorrillas redondas, en sus labios gruesos, en sus senos abultados a fuerza de trapos, en su aire procaz y felino, lujurioso y arrogante de verdadero marimacho. Imposible. ¡Con una chica! No obstante buscaba, imperiosa, segura del éxito. Primero tentó a un muchacho de la pieza próxima a la suya. Este le mostró la espalda. Después fue a picotear a otra puerta. Se trataba de un joven pálido y triste, extremadamente triste. Nina lo aturdía con preguntas equívocas que el mozo esquivaba a tiempo. Un día lo atropelló de veras.
Desenfundando las manos de los bolsillos, la miró severo
-Váyase, pronto ¡me entiende!
Nina tuvo miedo y enderezó hacia el fondo, cabizbaja, pasito a paso, mientras al alejarse repitió una canción de tonada lenta, que llegaba como un aire sofocante:
Adiós mi amor
No vuelvo más;
desecho tu favor
de astuto montaraz.
Pero no tardó mucho en encontrar a su igual. Llamábase Mariano. Era un muchachote bizco, tan presuntuoso como sin suerte en sus conquistas femeninas. Atollado en el umbral de la casa inmediata, hociqueaba a cuantas mujeres veía. En ese trabajo lo conoció Nina. Nina lo acariciaba siempre con una larga y significativa mirada. Mariano sonreía orgullosamente, encogiendo el ojo enfermo. Ambos se deseaban, sin ocultarlo. No hubo preámbulos. El dijo lo que pretendía, y ella mantuvo serena la vista como quien conoce ya el negocio. Se encogió de hombros y le repuso con una voz fría y hueca:
-Bueno; acepto.
Fue la misma tarde, en el cuarto de baño, sobre el húmedo y duro pavimento. Un acre olor a jabón turbaba sus sentidos. Ebrios de goce, se besaron, se abrazaron, se mordieron. Sonó una queja, sonó un estridente ¡ay, animal! Luego cruzó el aire una risa atropellada y cínica. En seguida se oyó un amistoso bofetón y varias frases que en vano pretendían ahogar: -estate quieta; -si quiero; -cállate, hija de... -mejor, mejor -vos también sos una putita; -¿acaso te pido dinero? Malo, ingrato; -es en broma, tomá un beso...
Y la carcajada estrepitó de nuevo. Madama Margot que cerca de allí escuchaba todo, juntó las palmas elevándolas misericordiosamente. Ya en el patio, se enfrentó con el padre. Sus ojeras lilas se tornaron pronto rojas y la mirada de sus tremendos ojos abiertos cayó al suelo mendigando perdón.
-¿Me llamaste, papá?
-¿Quién? ¿Yo? ¡Qué esperanza!
En los días siguientes, la voz gruñona del padre horadaba la calma del anochecer.
-Nina, Nina, ¿dónde estás?
Después, a paso dormido, iba y volvía del fondo satisfecho de su estéril pesquisa. Cachazudamente entraba en la cocina de madera, como un alto y fantástico pajarraco en su covacha. Era el divertido buscar a la mocosa y no hallarla y luego pelar las papas, mientras en la sartén la grasa canturreaba dando saltitos y el humo de la leña hendía los agujeros de su nariz. Bastante advertido de que su hija gustaba despatarrarse con Mariano, prefería fingir desconocimiento, a fin de desconcertar a la gente, mofándose de la mofa, riéndose de la burla y de los moralescos comentarios, comentarios que aprovechaba como necesario vivificante, cuando la murria y el chocho temor de estar solo, lo hundían en la silla, en medio de la sombra nocturna. Pero, a su pesar, cambió de actitud. Le habían robado cinco pesos argentinos y tres napoleones. La culpa cayó sobre Nina. Nina acusó a su hermano. Este provocó el escándalo, pregonando furibundamente lo que era público y notorio, como dicen los procuradores. Entonces el viejo se hizo el víctima, el inocente que recién cae en las cuentas. Por contrariedad conyugal más que por otra cosa, renegó de su sangre materna, de sus instintos precoces y pérfidos, y para saciarse del todo, derramó su bilis yendo de puerta en puerta.
-Mi hija ¿sabe? es una zorra. Me robó los napoleones; me vendió un pantalón flamante, de rayas negras; y no conforme con eso, se llevó el bandolín ¡si señor, el bandolín sonoro! Me dejó unas cuerdas ¿para qué las preciso?
Después desaparecieron otros objetos. Mariano y Nina escapaban en dirección al hipódromo. El padre, fuera de sí, subía las escaleras para ir a insultar a la familia de él. Lo trataba de ratero cobarde. El muy sinvergüenza no sólo había enseñado a su chica hacer la porquería, sino también a robar en casa. Ya era demasiado.



A la noche arrinconaba a Nina, llenándola de improperios. ¡Arrastrada! ¿No sentía temor? ¿Seguiría ella el camino que lleva a la perdición? ¿eh? ¿Qué había hecho de su platita, de su reloj, de las sábanas? Accionaba como una fiera que va a lanzarse encima de la víctima, pero la mirada imperturbable y recriminativa de la chica, lo detenían de súbito, bajando los brazos precipitadamente lo mismo que si fueran dos pesados martillos. El dinero que cargaba Nina tampoco era del padre. Ella lo sabía, y de ahí el embrollo.
Transcurrió un tiempo de aparente calma. Nina no se atrevía a revolver los cajones, segura de que así lograría alejar la desconfianza del viejo. Este desesperaba por sorprenderla y vengarse luego. Para eso había colocado diez pesos en el armario. A cada rato iba a ver. Una mañana no los encontró. La revisó de pies a cabeza. Igual que en los asaltos, el dinero había pasado a otra mano. Seguidamente atrapó a Mariano en la vereda. La punta azul del billete asomaba en un bolsillo del chaleco. No hubo reyerta.
La siguiente tarde, Nina no podía contener la risa. Reía al ver la gente, al saberse esposa, al pensar en el porvenir. Reía al recordar la inapelable e impostergable imposición paterna. Reía, reía y ya reía mucho a la sola idea de que en adelante no la fatigarían tanto, haciendo a sus anchas y en mejores condiciones el omnímodo acto sexual.


Un visitante nocturno
A José Revello Torre, amigo de corazón


Llegaba invariablemente a la misma hora, con la bolsa montada en hombro y una mano puesta en el bolsillo.
Era la suya una figura que movía a compasión: todo flaco, giboso, pigmeo. Un amplio sombrero escondía su cara de perfil afilado. Su pecho formaba un pequeño saliente oval.
Yo lo miraba noche a noche, en el oscura zaguán de casa, cuando hundía la cabeza en los cajones repletos de basuras, mientras sus manos ágiles y grandotas iban a la zaga de los papeles. A veces interrumpía de súbito la muy puerca rebusca, y apoyándose contra la puerta, comenzaba a toser, procurando, vanamente, contener los accesos bruscos. Era al principio una tos ronca, estallante; luego, entrecortada; después, débil, lenta, recóndita, muriente, cuyas variaciones al repercutir en el ámbito del corredor, parecían los bramidos lastimeros de un perro que llama en el reposo de la alta noche. De verdad, pobre hombre. ¡Cómo desesperaría al verse así, tan deforme, tan enfermo, tan poca cosa!
Más tarde supe su vida, vulgar como casi todas las vidas, pero plena la suya de sufrimientos. Era solo en el mundo, y nunca había conocido el calor de un corazón amigo, el afecto de la familia o el amor de una fulana que siempre encuentra cualquier hombre.
Vivía al margen, a la expectativa de las sobras que solían darle en los fondines. Aquí recibía un trozo de pan, allá una moneda o un cigarrillo. Durante el día ambulaba por los alrededores del puerto, en continuo codearse con borrados, con trajinados, con atorrantes, gentes que, como él, no representaban nada en la barahúnda del circo social. Tarde de la noche, se escurría por una angosta cortada, que en verano olía a género, a jabón exacerbante, a grasa, a cebolla frita, a tienda árabe. Allí tenía su rincón, en un ángulo de paredes que por lo menos le evitaba morirse de frío. Así siguió varios años, chapoteando el lodo de su existencia miserable, sin caer más, porque ya había caído por completo.
Estaba seco y enfermo del pulmón. Cada semana enflaquecía tanto, que era una enormidad. Para atender a su salud quiso someterse a un trabajo. Vano intento. Le faltaba el tuétano poderoso: la energía. Sus manos, tan grandes, no resistían el menor peso. Además, era enano, fragmentario. Todo iba en disfavor suyo. Entonces imitó el ejemplo de otros. Empezó a pisotear calles, especialmente las céntricas, mirando a diestra y siniestra los umbrales y rincones. En donde encontraba desperdicios, deteníase. A veces sentía repugnancia, otras veces no. ¡Ah!, pero el mal olor, el olor pestífero se respiraba en todas partes, lo mismo en la urna plomiza de la casa rica como en el largo baúl de los conventillos.
Al amanecer giraba hacia el Paseo de Julio, ya rendido, somnoliento, con la boca amarga y los labios secos. Allí, un hombre grueso, sucio, revisaba desconfiado la papelería; la pesaba y entre refunfuños y maldiciones, arrojaba la bolsa al carro. Desde arriba, otro hombre, también grasiento y ventrudo, vaciaba el lienzo y lo devolvía al papelero junto con unas monedas.
Siempre como siempre se oían insultos, regateos, amenazas.
Un centenar de hombres, en su mayoría escuálida y alcoholizada, llenaba la calle esperando turno. Permanecían inmóviles, algunos fumando; otros, estoicos, viendo fumar; otros con los ojos entornados; otros sentados en cuclillas; otros durmiendo; otros hablando con monosílabos; otros rascándose de abajo a arriba y viceversa; y cuando alguien irrumpía en quejas contra el tirano, todos despertando de ese ancestral embrutecimiento, alzaban los puños, rugían, aullaban, blasfemaban con el odio, el desprecio y la rabia del menesteroso, del desesperado, del vencido, del que jamás tuvo nada.
En ocasiones contendían entre ellos. Al menor descuido, desaparecía una bolsa. El ladrón andaba por ahí, escondiéndose, alejándose. El otro seguía sus pasos, le corría dando vueltas; se paraba, volvía a correr, hasta atraparlo. A la disputa de derechos, sucedía la violencia, triunfando el más fuerte.
Luego se desparramaban en grupos, hacia el río, hacia las bodegas, hacia sus escondrijos. El, con los compañeros, subía la cortada, entrando en la piecita de un conventillo.
Sin embargo, el tardío cambio no le ofrecía ningún encanto, ninguna mejora. Vivía en un cuartucho húmedo, de techo bajo y atmósfera sofocante. La implacable tos convulsionaba su cuerpo, robándole el sueño, la calma. No podía dormir mucho. A la hora despertaba sobresaltado, sudoroso, presa de fiebre, el cerebro débil, mientras el corazón tocaba a rebato en la insonora campana de su pecho. Entonces, su conciencia le decía incesante, inexorablemente, que dentro de poco iba a morir, sin tener a nadie a su lado. Los amigos de pieza dormían siempre, como animales, ajenos a su dolor. Y luego, en una ambulancia, llevarían sus restos y lo arrojarían a cualquier parte, basura de su última basura. Y luego de él no quedaría nada, nada... En esos instantes, le ardía la garganta y redoblaba la tos.


Las noches eran frías, terriblemente frías. El hombrecito venía con un pañolón al cuello, que le cubría mitad del rostro. Tiritando, se acercaba a los cajones. En seguida partía, desapareciendo ligero por la vereda desierta a esa hora.
-Usted está mal -le dije en una oportunidad.
-¡Cuándo me encontré bien! -exclamó con asombro y emoción.
Desde aquel momento, dejó de acudir noche a noche. A lo sumo aparecía cuatro o cinco veces por semana. Después menos. Después de cuando en cuando, como de escapada.
La última vez que lo vi, quiso conocer el fondo del caserón. Era una noche rumorosa, de luna, y los vecinos habían cerrado sus puertas. Adentro, miseria, afuera, la desnuda belleza del patio. A medida que avanzábamos, salían de su boca frases extrañas de júbilo pueril. La impresión exterior de las cosas le sugería ideas de bonanza, de estabilidad, de dulce contentamiento. Ante el parpadeo luminoso de las plantas y el hueco amplio del caserón, sus pupilas se dilataban, moviendo la cabeza con entusiasmo.
-Esto es un paraíso. ¡Qué lindo! ¡Qué bien se vive aquí! Si yo tuviera plata...
-No se crea- repuse. -Aquí la gente está casi en la misma situación que los presos en la cárcel. Allá, al menos no desesperan por la comida. Hay obligación de darla. Tienen pan, duro, pero lo tienen, ¡qué diablos! En cambio, si no se trabaja, se roba. Y éste es un arte difícil, que los vecinos ignoran.
Púsose triste y calló, algo avergonzado por el derrumbe de una falsa creencia muy arraigada en su espíritu.
Al irse, me estrechó con efusión la mano, y en seguida de echar una mirada larga, una de esas miradas tensas y trágicas que exteriorizan un gran dolor recóndito, prorrumpió a grito herido:
-¡En todos lados se sufre!
Terminaba el invierno. Como de costumbre, yo salía a la puerta. Mi espera, infundada, era el efecto del hábito.
Con el tiempo, a pesar mío, lo fui olvidando, lo eché a menos, hasta que finalmente sólo recordaba con precisión una tos seca y la sombra informe de su minúscula figura, agitándose en el oscuro zaguán de casa.