"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

viernes, 28 de diciembre de 2012



ABANICO LATINOAMERICANO
PEDRO LEMEBEL





Nace en Santiago a mediados de la década del ´50. Pedro Lemebel es escritor, artista visual y cronista. Cada fase (o actuación) de su identidad creadora (o performativa) está trazada sobre el paisaje de la cultura chilena de la resistencia desde una distinta transformación suya. Como Pedro Mardones (su nombre paterno) había obtenido el primer premio del Concurso Nacional de Cuento Javier Carrera en 1982, y su primer libro de relatos, Los incontables, es de 1986. En una entrevista, ha reconstruído esa primera transformación: El Lemebel es un gesto de alianza con lo femenino, inscribir un apellido materno, reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti  (1997).

La transitoriedad del género como protocolo discursivo subrayará, como un flujo de investigación poética, la otra escena, la del género como sexualidad transgenérica, fluída y antiprotocolar. En efecto, en los años 80, cuando la literatura había sido marginalizada por los aparatos de la dictadura (un período que según Carmen Berenguer hace volver a la palabra oral, al recital, a los nuevos recintos de una comunicación posible), Pedro Lemebel y Francisco Casas fundan el colectivo de arte "Yeguas del Apocalipsis" (1987). En una actividad que fue a la vez paródica y sediciosa, estos escritores convertidos en actores de su propio texto, en agentes de una textualidad en devenir (ni dada ni por hacerse, pura transición burlesca), desencadenaron desde los márgenes (desde la homosexualidad pero también desde el bochorno irreverente) una interrupción de los discursos institucionales, un breve escándalo público en el umbral de la política y las artes de lo nuevo. Su trabajo cruzó la performance, el travestismo, la fotografía, el video y la instalación; pero también los reclamos de la memoria, los derechos humanos y la sexualidad, así como la demanda de un lugar en el diálogo por la democracia. Quizás esa primera experimentación con la plástica, la acción de arte...fue decisiva en la mudanza del cuento a la crónica. Es posible que esa exposición corporal en un marco político fuera evaporando la receta genérica del cuento...el intemporal cuento se hizo urgencia crónica..., recuenta Lemebel. Entre 1987 y 1995, "Yeguas del Apocalipsis" realizaron por lo menos quince eventos públicos. Ese último año, Lemebel publica su primer libro de crónicas, La esquina es mi corazón.

Esta nueva transformación del artista/escritor no será, sin embargo, un mero proceso de alguien en busca de su mejor expresión o su voz más personal. Esa mitología lírica no se aviene con el caso de una figura hecha en cada instancia de su actuación tanto por su medio como por su público. Lemebel ha radicalizado la "metamorfosis" del artista romántico en el "travestismo" de identidades del artista postmoderno. Por lo mismo, no nos extraña ya que el deslumbrante barroquismo del hombre de la esquina roja (el paseante de paseo escandilazado) se transfigure, en su siguiente libro, Loco afán, Crónicas del Sidario (1996), en un relato ensayístico crítico y festivo, entre la anotación de filósofo volteriano (Pedro por su casa) y el humor carnavalesco que no deja piedra sobre piedra (Pedro desfundante). En ese proceso performativo de la escritura intersticial (hecha entre géneros, entre medios, entre públicos) las crónicas más recientes de Lemebel están dictadas por el tiempo y la voz suscintas de la radio (tiene a su cargo el programa de crónicas "Cancionero" en Radio Tierra).

Lo más patente es el carácter postmoderno del quehacer (o quedeshacer) de Pedro Lemebel, empezando por su radical cuestionamiento de la sociedad neoliberal, donde se reproduce una ideología represiva; y siguiendo con su práctica desbasadora de los dualismos estructurantes de la normalidad excluyente. Pero lo más original de su trabajo está en la vehemencia de su ejercicio de la diferencia. Esto es, en su formidable capacidad y talento para generar la hibridez. Quizá el travestismo que baraja identidades operativas, el carnaval que canjea escenarios equivalentes, los géneros que se ceden la palabra gozosa, la performance que es una ocupación de espacios monológicos y la sexualidad espectacular que no se ahorra ninguno de sus nombres, se configuran en esa hibridez, que es el eje de la escritura misma. Un escritura de registro tan metafórico como literal, tan hiperbólico como social, y cuya fusión (o fruición) es de una aguda poética emotiva. Guadalupe Santa Cruz ha dicho que Lemebel escribe con "la espléndida tinta de la mala leche." Escribe con desamparada ternura; o sea, con minuciosa ferocidad.


Lo notorio de esta escritura es el barroquismo. O su variante lúdica, que Severo Sarduy llamaba, con autoironía, lo pompeyano. Porque se trata aquí no de un barroco de la proliferación de lo inmanente, donde el objeto es generador de la abundancia; sino de una gestualidad barroquizante, cuya traza viene y va de la oralidad. El barroco es, por ello, la forma elocuente del coloquio, como si la realidad sólo pudiese ser comunicada en su reelaboración, ligeramente absurda o cómica, vista con la distancia irónica que merecen los espectáculos de íntima discordia. Aunque Lemebel ha dicho que detesta a los profesores de filosofía ("Me cargaba su postura doctrinaria sobre el saber, sobre los rotos, los indios, los pobres, las locas"), la conversación a que nos concita no está exenta del filosofar de la época, hecho desde las afueras, en los límites institucionales; en ese "borde con encaje," que reconoce como la cornisa de su arte.

Foucault anota en su Historia de la sexualidad que un interlocutor le protesta a Sócrates traer a la conversación ejemplos extremos. Aún más extremado, Lemebel podría haberle provisto a Foucault de mejores ejemplos sobre la indiferenciación genérica, que ya entretuvo a Lezama Lima en su Paradiso a propósito de la androginia original platónica. Ejemplos que, en el barroquismo reflexivo y el sincretismo oral del chileno, desafían a la taxonomía sexual; ya que en estas crónicas des-urbanizadoras se nos habla de locas, colizas, maricas, maricones, homosexuales, transgenéricos, travestis, pero todos ellos/ellas son equivalentes en la nomenclatura "gay," la que rehúsa la normatividad modernamente impuesta como diferenciación sexual.

Pero lejos de cualquier complacencia en la generalización de las diferencias (que las convierte en mera acusación, por ejemplo, en las por otra parte estremecedoras memorias póstumas de Reinaldo Arenas), Lemebel desarrolla en su barroquismo de sobretono popular una certera resistencia al rigor taxonómico, que así como cartografía el espacio de la sexualidad, busca imponer un lenguaje de la contabilidad. En la crónica chilena del fin de siglo, este filósofo natural nos dice que las estadísticas son otro lenguaje de la burguesía modélica, del capitalismo como programa único y del triunfalismo economicista. Ese discurso es una ocupación y un vaciado del futuro; o sea, una negación de los más jóvenes, de los muchachos pobres que recorren la esquina: "Herencia neoliberal o futuro despegue capitalista en la economía de esta "demosgracia." Un futuro inalcanzable para estos chicos...Por cierto irrecuperables, por cierto hacinados en el lumperío crepuscular del modernismo... Oscurecidos para violar, robar, colgar si ya no se tiene nada que perder y cualquier día lo encontrarán con el costillar al aire... Nublado futuro para estos chicos expuestos al crimen, como desecho sudamericano que no alcanzó a tener un pasar digno. Irremediablemente perdidos en el itinerario apocalíptico..."("La esquina es mi corazón").


Por eso, en Censo y conquista Lemebel propone una subversión popular no contra el poder establecido sino contra su funcionalismo mecánico, el censo. Escribe: Hay que ponerse la peor ropa, conseguir tres guaguas lloronas y envolverse en un abanico de moscas como rompefilas, para evitar los trámites del sufragio.


Como siempre, el fluir cotidiano se le torna hipérbole, espectáculo, apocalipsis, en un proceso de inducciones (lógica socrática y sobremesa metódica): De esta manera, las minorías hacen visible su trágica existencia, burlando la enumeración piadosa de las faltas. Los listados de necesidades que el empadronamiento despliega a lo largo de Chile, como serpiente computacional que deglute los índices económicos de la población, para procesarlos de acuerdo a los enjuagues políticos... Una radiografía del intestino flaco chileno expuesta a su mejor perfil neoliberal, como ortopedia de desarrollo. Un boceto social que no se traduce en sus hilados más finos, que traza rasante las líneas gruesas del cálculo sobre los bajos fondos que las sustentan, de las imbricaciones clandestinas que van alterando el proyecto determinante de la democracia.

La crítica, por lo tanto, se sostiene en la puesta en duda que reinicia una práctica popular de resistencias. La matemática de la marginalidad, nos dice el cronista, no sirve a la pobreza, sino todo lo contrario. Y de esa premisa, como si leyera en el texto natural de su tiempo permanentemente travestido, concluye con una pragmática latinoamericanista, de remoto origen nietzcheano y cierta entonación deleuziana: Acaso herencia prehispánica que aflora en los bordes excedentes, como estrategias de contención frente al recolonizaje por la ficha. Acaso micropolíticas de sobrevivencia que trabajan con el subtexto de sus vidas, escamoteando los mecanismos del control ciudadano. Un desdoblaje que le sonríe a la cámara del censo y lo despide en la puerta de tablas con la parodia educada de la mueca, con un hasta luego de traición que se multiplica en ceros a la izquierda, como prelenguaje tribal que clausura hermético el sello de la inobediencia.

En verdad, si el mundo incaico fue burocrático y decimal, el mapuche no fue ni federal ni frentista, para evitar que el estado le exigiera reciclarse y no demorar más la modernidad; por añadidura, y aunque nuestros países están llenos de conservadores que no tienen nada que conservar, el mercado como espacio de libertad se torna irrisorio para quienes no tienen nada que vender o comprar. Y, en fin, las estadísticas demuestran con sus promedios que en el papel siempre somos menos pobres de lo que en realidad somos. De cualquier modo, quizás los pueblos marginales (los flujos de migrantes, de excluídos, de jóvenes expulsados del sistema) sean ya indocumentables, apenas un cálculo proyectivo entre los que nacen y los que mueren, esa contabilidad del mapa neoliberal.


Así, como si fuera ya tarde para las taxonomías y los censos, Lemebel acude al barroquismo en un gesto característicamente latinoamericano: la cultura de la resistencia responde no con la economía de la nominación puritana sino con el exceso de la renominación metafórica; no con la simetría apolínea de la forma armónica, sino con la hibridez informalista y el "salto por el ojo de la aguja" (propuesto por Vallejo, retomado por Lemebel). Responde también con el sobredecorado, el rizado, la voluta. Pero no solamente resiste y responde, también reapropia con apetito y crea con hambre. Como el último "filósofo autodidacta" (que en la carencia humana aprende a leer la escritura de su tiempo, asi como el viejo filósofo aprendía a leer en la naturaleza la escritura divina), Pedro Lemebel nos enseña a reconocer también la fuerza de esas reapropiaciones y de esas hambres. Desde ellas, piensa el presente como un proceso irresuelto, hecho en las restas de la violencia pero así mismo en las sumas de la pasión.

Todavía en su última transformación, Pedro Lemebel se nos aparece convertido ahora en cronista anti-criollista (porque el criollismo latinoamericano es una apoteosis del lugar común, una representación complaciente y acrítica, que en Chile y en Perú lo asume ahora el entretenimiento televisivo). Y ha sido aún más explícito al descartar los teletones populacheros entregados a preparar el hot-dog o la empanada más grandes del mundo con el propósito deportivo de ingresar al disparate de los récords, el Guinness. Con el mismo espíritu crítico con que refuta el censo, rebate ahora la competencia nacionalista del super-sandwich como metáfora de un Chile del primer mundo. Como Carlos Monsiváis, que en los tiempos del gobierno de Carlos Salinas denunció los costos de la retórica primermundista para un país que se precipitaba, más bien, en las evidencias; Pedro Lemebel fustiga directamente la implicancia política de esta patética apuesta triunfalista. Escribe: "Había que demostrar el "milagro económico" chileno en las veinte mil piruetas del Libro de Guinnes. El despertar de un país que se levanta con orgullo de garrapata triunfal y que dejó atrás al Tercer Mundo. Una fonda del extremo sur que renovó su escabeche tricolor por el pollo rost beef y las hamburguesas sintéticas de los mall, pub, shopping, donde se remata el hambre consumista. Una hilacha de país que mira sobre el hombro a sus vecinos pobres. La Meca dollar del continente que habla de tú a tú con el Mercado Común Europeo. El ejemplo neoliberal para los indios piojosos de Latinoamérica... Por eso se hizo el "completo" más largo, que medía veinte kilómteros de tula alemana por la carretera. Casi de mar a cordillera, el hot-dog gigante dividió al país entre chucrut y ketchup. Y se necesitaron tantos huevos para la mayonesa, que se llevaron camionadas de gallinas a Investigaciones donde las picanearon con electricidad para que pusieran más rápido..."

"Para no ser menos, otra aldea famosa por los dulces empolvados se inscribió con un alfajor monumental donde se ocupó todo el azúcar que necesita una población para endulzar su mísero desayuno de un mes... "
 "Para justificar los aires fanfarrones de estas competencias, se dice que la venta del producto va en ayuda de alguna Teletón, un hogar de huérfanos, algún asilo de ancianos, que reciben las cuatro chauchas de esta limosna publicitaria. Todo se va vendiendo, trozado, repartido y consumido por el apetito grosero que proclama su eructo populista de amor a la patria." ("Un país de récords," en Punto final, Santiago, octubre de 1997).




Pero cito esta crónica en extenso para ilustrar no sólo la vehemencia satírica sino algo más importante del trabajo del autor: la disputa por el lugar de la cultura popular. En efecto, esas ceremonias de pantagruelismo municipal, que en los Estados Unidos son una práctica semirural regionalista (las ferias compiten por el cerdo de más peso, el zapallo más gigantesco, etc.), parecen más bien una manipulación mediática de la cultura de la plaza pública; y el derroche que exhiben resulta un ritual no sólo dispendioso sino vacío. Reveladoramente, el cronista acera su sarcasmo porque ya no se trata solamente del espectáculo y la trashumancia; se trata ahora del espacio de la cultura popular, de por sí marginalizado, de pronto ocupado por estas ceremonias de contrasentido.


No es casual, entonces, que esta crónica chilena apuntale una economía simbólica de la preservación cultural (que asegura la función nutritiva de la memoria popular) y de la comunicación horizontal (que gesta el diálogo democratizador de la plaza pública, de su versión callejera). Tampoco es casual que coincida en ello con gestos paralelos de Carlos Monsiváis y Edgardo Rodriguez Juliá, los otros grandes cronistas de la postmodernidad latinoamericana, que Jean Franco sumó, con justicia, a Lemebel, el tercio incluído de este triunvirato de elocuencia y bravura.

Estas puestas en duda de las clasificaciones de la estadística y del gigantismo banal de la competencia, son más que simples críticas al archivo estatal y su programa; son verdaderas disputas por la construcción de la objetividad. Su valor político está situado en lo cotidiano específico, su valor cultural afirmado en el espacio abierto de la plaza pública, su persuasión moral planteada como transparencia crítica. Estas adhesiones y pertenencias vienen de lejos, reverberan en estos gestos ligeramente pintureros, y siguen de largo en pos del lector.


Dicho de otro modo, Pedro Lemebel es un escritor que, extraordinariamente, dice lo que piensa.
Dice más, claro, porque la marginalidad herida aduce también lo suyo en estas crónicas de desamor. Su segundo libro, Loco afán, Crónicas de Sidario (1996) es aún más inquisitivo, y si bien abandona el barroquismo preciosista del epíteto y la hipérbole, gana en inmediatez y familiaridad. Se trata, ahora, de la urgencia del deseo (que construye una vida alterna a la normatividad) y de la muerte por sida (que borra la inmunidad como si tachara al lenguaje mismo). Entre el espectáculo del deseo y la ceremonia de la muerte, buena parte de estas crónicas registran la lucha por sostener el lugar desde donde tanto el placer como la agonía puedan ser vistos de frente, procesados por un diálogo afectivo y maduro. Pero si ello forma parte de la estrategia proposicional de la crónica (donde el agente del relato convoca otra temporalidad, hecha en la duración del espectáculo), lo que no podríamos prever es el humor con que el cronista sería capaz de rizarle el rizo a la Parca.
Así, en esta apoteosis del deseo (de "loco afán") emergen dos otros rasgos de la escritura de Lemebel: primero, su capacidad para el grotesco; y, segundo, su búsqueda de un exceso expresivo, capaz de exorcisar la densidad semántica y privilegiar el acuerdo elemental sobre los hechos. Como Luis Rafael Sánchez, Lemebel hace del grotesco una "épica descalza," es decir, una lírica con calle. Como en la prosa porosa del puertorriqueño, varias hablas orales se interpolan en la crónica del chileno: el eros tiene esa vehemencia de voces henchidas, escanciadas y silabeadas, que cruzan en voz alta su arrebato tenso, su juego retórico y tentativo. Ese juego demanda el exceso, fractura la mesura, arriesga los límites. Recorriendo, así, lo patético pero también lo cómico, el lenguaje abre lo público en lo privado, y viceversa; porque la crónica es el género de los entrecruzamientos (analogías de lo diferente), de la hibridez (antítesis de lo semejante), de la mezcla (travestismo de lo uno en lo otro). Contra la normatividad burguesa que territorializa los espacios cerrados contra los abiertos, los privados fuera de los públicos, la apoteosis lemebeliana es carnavalesca (rebajadora), relativista (escéptica) y celebratoria (religadora).


En "Los mil nombres de María Camaleón" (un nombre de por sí emblemático del poeta de los mil colores y ninguno), leemos lo siguiente: "Así, el asunto de los nombres, no se arregla solamente con el femenino de Carlos; existe una gran alegoría barroca que empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad a través del sobrenombre. Toda una narrativa popular del loquerío que elige seudónimos en el firmamento estelar del cine. "
Y luego: "En fin, para todo existe una metáfora que ridiculiza embelleciendo la falla, la hace propia, única."


Todo lo cual sugiere que el nombre multiplicado dirime en el cuerpo del lenguaje la probibición del cuerpo transgresivo: contra la reducción del habla que lo condena, sanciona, persigue y victimiza, este derroche nominal transfiere este cuerpo a la zona acrecentada de significación permutante, donde la identidad es una máscara y el sujeto una mascarada. Las palabras que sobredicen le dan una ruta sustitutiva, no sólo compensatoria, donde hasta lo grotesco es decorado y mejorado. La cultura del margen se acrece en ese trabajo restitutivo.


Otra crónica, El último beso de Loba Lamar narra la muerte de una loca sidosa, y para alarma del lector se trata de una de las muertes más cómicas de la literatura más trágica. Las amigas peleando con el rigor mortis para que la cara de la difunta venza a la muerte con el gesto de un beso, suma el grotesco, el exceso y la comedia. Esto es, el barroquismo festivo de Pedro Lemebel renombra a la muerte desde el eros nomádico.



Pedro Lemebel nació en Santiago de Chile en 1955. Desde pequeño conoce los avatares de una vida despareja donde las necesidades y la exclusión lo golpean profundamente. Dedicado a la plástica, su carrera como docente se ve frustrada por su condición de homosexual. Vive al límite y todo lo hace con enorme pasión. Crea en 1987 el colectivo artístico Las Yeguas del Apocalipsis. Publica en 1995 el libro de crónicas La esquina es mi corazón y con renovado éxito de crítica, en 1996, Loco afán (aparecido también en España). En 1998 aparece De perlas y cicatrices. En 1999 obtiene la beca Guggenheim y en 2002 edita la novela Tengo miedo torero, llevada al teatro en 2005. Durante la primavera de 2003 publica Zanjón de la Aguada.
En 2004 fue invitado a la Universidad de Harvard como conferencista. Recientemente y mientras se recupera de un cáncer de laringe, el escritor presentó en Buenos Aires Háblame de amores, compuesto de 55 crónicas donde están presentes entre otros, Mercedes Sosa, Camila Vallejo y Fernando Noy.



domingo, 2 de diciembre de 2012


HUMBERTO COSTANTINI: UN “CACHO” DE BUENOS AIRES


Jorge Luis Borges sentenció que “Buenos Aires es una ciudad para ser querida y ser vivida, no para comunicarla a otros”. “Algunos me han llamado poeta de Buenos Aires. Lo soy en el sentido de que he querido dar una expresión poética de la ciudad, pero no creo haberlo conseguido”. Borges afirmaba que Baldomero Fernández Moreno era quien mejor representaba esa visión de la metrópoli: “Piedra, madera, asfalto / si me enterrasen bajo el pavimento / Piedra, madera, asfalto / en una calle del centro / Piedra, madera, asfalto / Casi no estaría muerto”.

Con estas valoraciones que tienen una honda emotividad, resulta difícil encontrar la definición precisa sobre el habitante que hoy transita la ciudad y su correlato de identidad con el puerto. Desde lo sanguíneo, esa mezcla que se fusionó con las células  hemáticas de españoles, italianos, judíos, árabes y criollos, trajo una suerte de “nación irritable” como la definió Homero M. Guglielmini en Alma y Estilo. En ese aspecto, está claro en el sentido de que, como sudamericanos, priva en nuestras almas la excitabilidad o impresionabilidad elemental sobre las estructuras evolucionadas de orden reflexivo. En realidad, el porteño antepone lo sensible a lo conceptual; la sagacidad al examen lógico; la viveza al análisis sistemático y a la labor penosa; el impulso a la determinación madurada; la corazonada a los juicios deductivos. La certidumbre de fe y el presentimiento español se transformaron en el pálpito porteño, “vivencias internas que no requiere circunstancias o pretextos fuera de sí misma”, como expresa Guglielmini, pues decir yo tengo tal pálpito es zanjar todo discusión determinante. El pálpito es “el único piloto fehaciente en el caos de la vida porteña y el único cuya posesión premia el porteño”.

“Nadie ha maldecido a esta ciudad como merece”, escribió Francisco “Paco” Urondo a principios de los años ’60, en un breve ensayo sobre Buenos Aires que se extravió en el mundo silencioso de los archivos. “Todo el mundo está descontento con ella y protesta y sostiene que desgraciadamente no tiene remedio.”

Más allá de las afirmaciones a que deberíamos agregar la de  Noé Jitrik: “Me empeño en rescatar hechos vividos allí como si tuvieran una textura heroica, siento a partir de mi recuperación que penetro en las hondonadas de la ciudad y la reduzco a la medida del sentido de mi vida. Así, en esa operación, Buenos Aires pierde agresividad, su muchedumbre no asusta, el anonimato que esgrime protege”; sirvan esta líneas para intentar una semblanza descolorida y atípica, caminando por esa calle Corrientes que Bernardo Ezequiel Koremblit definió como la “calle de los milagros”. El relato  puede transformar este texto en diferenciado, malogrando los recuerdos de los memoriosos o desacreditando esa mística llorona a la que estamos acostumbrados, revelando cierta imagen caricaturesca de míticos personajes que tras la máscara carnavalesca de marcadas apariencias y alardes jactanciosos, mostraban un ser desnudo de alma. Aquellos críticos de una sociedad en transformación se preocuparon por advertir que esa Argentina portuaria tendría que encontrar su destino y debería alejarse del ropaje europeo. Sin embargo, la realidad no resultó ser tan fácil, el “estilo” fue más pregnante que la trascendencia y en la práctica las muestras de laboratorio  terminaron sin un análisis exhaustivo. La sociedad no es como uno desea, las vivencias y particularidades van modificando los modelos prefijados. Ni el tango, ni las grelas ocupan hoy el escenario porteño. Acaso Alberto Olmedo y Javier Portales sentados en un banco en plena calle Corrientes, dejando libre un espacio para que el transeúnte ocupe el centro de las miradas  y abrace a los personajes míticos, sea el testimonio más patético que la foto del celular registra piadosamente. Tal vez nos representen hoy las hordas de turistas, vestidos con atuendos tropicales, corriendo para alcanzar el bus turístico. Hay sin duda una nueva recalificación del ser porteño y no podemos negarlo. Por eso, cuando nos paramos y miramos atrás, observamos que las veredas están todavía con las pisadas frescas de muchos caminadores  de aspecto taciturno. Uno los detecta fácilmente, llevan un cuaderno en su mano que explota de poemas y relatos con historias cotidianas; son los narradores de cierta militancia que para el imaginario social de los sesenta postulaban al lenguaje como una forma revolucionaria de cambio. Derivados de la escritura social de Boedo izaban  la bandera de la vanguardia estética y política, creían convencidos que los libros tenían un valor que rivalizaba como bien de consumo con el perfume francés  e instaban el compromiso militante en el ámbito urbano.


Humberto Cacho Costantini (1924-1987) es un ejemplo de esos arrabaleros. Hablar sobre él es referirse a toda la generación que fusionó la pluma y el fusil, la revolución y la lucha. Poeta, dramaturgo, investigador y narrador, fue también médico veterinario, corredor de comercio, redactor publicitario y ceramista. Cantor y bailarín, conocedor de letras y de historias de tango. En las reuniones de amigos no faltaba una guitarra que acompañara su voz de reo en la milonga Che Marieta de Aldo Campoamor.
Aquí un poema suyo, escrito en 1973, donde Costantini rinde homenaje a uno de sus ídolos:

PICHUCO

¿A usted le asombraría
verlo tomar la posición del loto?
¿asumir la nirvana?
¿curar en sol mayor a los enfermos?

¿Usted diría que no
si tuviera un tachito con incienso?

Porque
¿quién lo va a discutir?
Si es ley antigua.
Si hay que zalameriarlo.
Protegerlo.

Porque
¿y si se disgusta?
¿Y si dice por ahí:
no le hago más variaciones a Recuerdo?

¿Y si en eso se va?
¿Y si agarra y se lleva
a Sur, a Barrio de tango y a María?

¿Usted se lo imagina?
¡Qué silencio!

Porque, está bien.
El dice que creció en Palermo.
Pero ¿y si no?
¿si vino del Olimpo?
¿Y si llegó muy pancho del infierno?

¿Y si un día lo viera
al abrir el estuche
en vez del bandoneón sacar la lira
y resultaba que era nomás Orfeo?

Por eso hay que cuidarlo.
Por las dudas.
Saberle los gruñidos.
Tocarle la papada.
Contemplarlo.
Quererlo.

Mire si se disgusta.
Si se embronca y se va.
Uh, ni pensar lo que sería el silencio.



Hijo único de inmigrantes judíos italianos, residió en el barrio de Villa Pueyrredón.  Joven aún se involucró en la militancia política, desde su época de estudiante se enfrentó con los fascistas de la Alianza Libertadora Nacionalista y militó en el Partido Comunista. Posteriormente se alejó por tener serias divergencias con la conducción burocrática y prosoviética. Consecuente con su «hacer lo recto...» fue su emotiva y profunda admiración hacia Ernesto Che Guevara. En los años setenta adhirió a la izquierda revolucionaria (Partido Revolucionario de los Trabajadores - Ejército Revolucionario del Pueblo), junto a otros escritores como Haroldo Conti y Roberto Santoro quienes, secuestrados por la criminal dictadura cívico-militar, aún permanecen desaparecidos. Cuando ellos se elevan desde sus historias, sus libros y su heroísmo, es imposible no detenerse a pensar en los dramas del país y en las heridas no cicatrizadas. Pero también, cuando esa generación asomó, se tuvo la certeza que se podía luchar por un cambio, por una idea y que lo único que se intentaba era romper con una historia nudosa.

Costantini fue un hombre que peleaba  con los sueños, tenía una formación de chico de barrio, su literatura desbordaba de personajes que uno solamente los veía en ese pequeño mundo, alejados del centro, preservados en su intimidad. Horacio González, ligado también al barrio de Villa Pueyrredón desde su infancia, rescata que no es fácil ubicar la obra de Costantini porque “desafía el modo en que se escribe la literatura argentina” y agrega: “En Villa Pueyrredón lo poco que conocíamos del debate de la literatura argentina, como destino barrial, sólo podía estar más cerca de Boedo que de Florida, aunque con los años se matizaría gradualmente”. Al releer los cuentos, González comprobó que aparece Villa Pueyrredón, tal como creía recordar, con dos colectivos sin los cuales no existiría el barrio: el 107 y el 217. “Villa Pueyrredón es un barrio sin destino literario, y sin embargo aparece en la literatura de Costantini, del cual no se habla mucho.”




Amante de la naturaleza y los animales, Cacho decide estudiar veterinaria. La carrera la vivió como una aventura, no tenía en claro si de esa profesión haría su medio de vida. Mientras tanto, escribe y espera publicar algún día. Una vez completado sus estudios, apuesta a ejercer la profesión en Lobería, en unos campos cercanos a la ciudad. Lo acompaña Nela Nur Fernández, su primera compañera, con quien tendría tres hijos: Violeta, Ana y Daniel.

En 1955 regresó a la capital.  Eran momentos duros y había que recurrir a todo tipo de estrategias para vivir. No olvida la literatura: escribe, corrige, vuelve a escribir diariamente, con una disciplina férrea, «atornillado a la silla», como solía decir. Su primer libro de cuentos, De por aquí nomás, se publicó en 1958 y a partir de allí una larga bibliografía que abarca todos los géneros literarios: novela, cuento, poesía, drama,  hasta su obra inconclusa: Rapsodia de Raquel Liberman en la cual, en tono bíblico, relata la gesta de una prostituta judía, esclavizada por la siniestra Zwi Migdal, quien se rebela contra este destino y deja su vida en ello.

En la solapa de la primera  edición de su primer libro, un Abelardo Castillo muy joven declaró que: “Costantini, pese a todo, es un caso singular. Todo cuentista, claro, todo escritor que narra el universo únicamente de a 10 páginas, lo es. Pero digo singular de otro modo, singular en su generación –Viñas, Beatriz Guido, Orgambide-, la que nos precedió, y donde los mejores, sólo escribían novelas, hacían literatura de evasión o eran poetas. Y donde los peores, si acaso escribían cuentos, nunca debieron hacerlo.”

Otras de sus pasiones fue el fútbol y algunos de sus cuentos tienen ese sabor de tarde de domingo.

INSAI IZQUIERDO

Pero dejá, pibe, qué me venís a preguntar por qué lo hice. A lo mejor un día, solito, te vas a dar cuenta. Ojalá que nunca, sabés, hay cosas muy fuleras. Además ya está hecho, qué te vas a amargar. Mejor rajá, en serio te lo digo. No ganás nada con quedarte, y de yapa te comprometés. Seguro que te comprometés, no viste los diarios. Ahí están, "insólita actitud antideportiva", "gesto indigno en un profesional". Y la hinchada, otra que gesto indigno, más vale no acordarse. Pero qué te voy a contar a vos si estabas ahí, la oíste. Como para no oírla estaba el asunto. Al que no oístes fue a don Ignacio. Ayer me llamó por teléfono, sabés.

Uh, lo hubieras oído. Le temblaba la voz. De entrada nomás me putió. Te anduve buscando para encajarte un tiro, me dijo. Me le reí. No se lo tome a la tremenda, don Ignacio, le digo. Cosas de viejo, vio. De viejo gordo y patadura, qué le va a hacer. Me volvió a putiar y colgó. Pero que el domingo me quería amasijar, ponéle la firma. El Cholo me lo vino a contar.

Que andaba echando putas por los vestuarios, hablando solo y manoteándose el sobaco. Y me podés creer, pibe, a mí no me importaba. Te juro que en ese momento no me importaba. Mirá, tenía ganas de volver y encontrarlo, reírmele en la cara, cargarlo, que sé yo. Estaba como loco, yo. Como en otro mundo. Fue el Cholo el que me sacó del estadio. De prepo, en cuanto terminó el partido. Me tiró un sobretodo sobre la camiseta y me metiò en su auto. Y a mí que me da por reírme, querés creer. Los nervios, supongo. Cruzaba las manos sobre el mate, así sabés, y gritaba gracias, gracias. Como en pedo, viste. Viste cuando estás en pedo y las cosas te patinan, y no te calentás por nada, bueno así. Pero vos no, vos no estás en curda, no es cierto. Entonces, decime qué hacés aquí. De veras, pibe, por qué no te vas. Que querés, hacerme ver que estás conmigo. Pero si ya sé que estás conmigo. Lo que pasa es que no te conviene. Cómo te lo tengo que decir. No salís más de la tercera, aunque seas un crack, aunque el sábado te metas cinco goles. No sabés lo que es don Ignacio, vos. Pensá si te llegan a ver en mi casa. No, del club no van a venir. Quién va a venir del club. Digo, periodistas, fotógrafos, vos sabés cómo son. Nos sacan juntos y después me contás la que se te arma.


Ayer nomás vinieron, ahí tenés. Y querés que te diga cómo los recibí, que plato, los recibí en piyama, medio en pedo, y regando las plantitas del patio. Ah, y con un funyi viejo que encontré por ahí, bien derechito sobre el mate. Les hubieras visto las jetas. Querían preguntarme, y ni sabían por dónde arrancar. Y yo, serio, sabés, con cara de jubilado, meta regar las plantitas y esperarlos. Al final me hacen la pregunta, y les digo que sí, que es cierto, que me retiro definitivamente del fútbol. Me arreglo el saco, toso y les largo: para atender mis negocios particulares. Entonces quieren sacarme una foto y me piden que me saque el funyi. No, les digo, el sombrero no, por el sol, me hace tanto mal el sol. Así, viejo, gordo y asmático, me puede agarrar una insolación, imagínense. Y me tiro chanta en una silla baja, resoplando y agarrándome la cintura. No Zatti, no nos haga eso, me dice el del Gráfico, y guarda la máquina. Buen pibe, una cara de velorio ponía. Así, como la que tenés vos ahora. Como la que tenías el domingo en la cancha, vos. No me vengas a decir que no, si te juné al salir del túnel. Llorabas che, o me pareció. Vamos pibe, que no es para tanto. Me ves cara de amargado a mí, vos. Y entonces. Es que vos no podés entender, sos muy pichón todavía.

Mirá, pibe, hay veces que el hombre tiene que hacer su cosa. A lo mejor es una sola vez en toda la vida. Como si de golpe, Dios te pasara una pelota, y te batiera, tuya, jugála. Entonces, qué vas a hacer, tenés que jugarla. Si no, no sos un hombre. Si no, no sos vos. Sos una mentira, un preso, qué sé yo. No sé cómo decirte. Como si en un cachito así de tiempo, se amontonara de repente todo el tiempo. Y entonces todo lo que vos hiciste, todo lo que vas a hacer no vale un pito, no interesa. Nada más que ese cachito de tiempo interesa. Nada más que ese cachitito así de tiempo interesa. Nada más que ese cachitito así de tiempo en que vos tenés tu pelota y estás solo, entendés. Claro, vos pensás que estoy un poco sonado.

Para peor lo de la insólita actitud y el gesto indigno. Pero no, no estoy sonado. Sí, ya sé que perdí cosas no me lo vas a decir a mí. Pucha si perdí. Pero no sé, a lo mejor algún día me vas a entender. Que querés más que un cuadro. Claro, uno empezó de abajo y fue subiendo. Ni se me pasaba por la cabeza jugar en otro lado. Eso que más de una vez me hicieron ver el paco. De River, de Méjico, del Real Madrid, y vos sabés que esto no es grupo. Pero a mí no me interesaba, aunque el club hubiera ligado en forma con la transferencia. Y yo nada, firme en el cuadro. Un año, y otro año. A que no sabés cuántos años. Ah, lo sabías. Sí, pibe, dieciséis años, nueve en primera, qué me decís. Claro que hubo momentos lindos, como si yo no lo supiera. Otra que lindos, gloriosos. Te acordás de aquella final con Independiente.

Dos a cero perdíamos. Íbamos por la mitad del segundo tiempo. En eso, Dalesio que me pasa la pelota sobre el banderín del córner. Primero se me vino Fuentes. Un jueguito de cintura y lo pasé. Entonces se me aparecen Liporena y Sambocetti a darme con todo. Nada menos que Liporena y Sambocetti, tipos con prontuario, te acordás. Cada nene había en aquella época que los zagueros de ahora son pastores evangelistas. La cuestión que me les voy a los dos, amago un centro con la derecha, y con la zurda le hago el túnel a Rodríguez. Camino dos metros, se la pongo en los pies a Díaz, y gol. Y sobre el pucho, el empate. Un tiro cruzado de Digregorio, y yo la mato con el pecho. Otra vez Sambocetti a la carrera como para estrolarme. Justo cuando lo tengo al lado, la subo de taquito y se la paso por encima. Ni la vio el rubio, pobre. Me adelanto, la vuelvo a agarrar de cabeza y bang, a la red.

Y a los cuarenta y tres minutos, pibe, la locura. Iglesias se la entrega con la mano a Mejeira, y Mejeira, de emboquillada, a mí, los dos al ladito del área nuestra. Yo camino unos pasos y se la vuelvo a Mejeira. Y él, lo mismo, un par un par de gambetas y me la devuelve. Yo la tomo de empeine, le hago la bicicleta no me acuerdo a quién, y otra vez se la vuelvo. Nos recorrimos la cancha de punta a punta. Así, a paseítos cortos, como dibujando. Él a mí, y yo a él. Llegamos casi a la puerta del arco. Yo amago un tiro esquinado, y de cachetada, otra vez a Mejeira. El gallego la empuja, y gol. Esa tarde, pibe, me trajeron en andas hasta la puerta de casa. Ahí fue que empezamos con lo de la bordadora, te acordás. Y claro que era lindo. Los pibes te miraban como a la estatua de San Martín. Los muchachos del café, puro palmearte y convidarte a la mesa. Hasta los hinchas de otros cuadros, sabés. Eso quién te lo quita. Tipos que te paraban por la calle. Muchachos que te seguían a muerte a todos los partidos. Y de pronto la guita, y la casa nueva. Y fotos en la tapa del Gráfico, en colores. Y a la tribuna que le daba por aplaudirme cada jugada, sabés lo que es eso. Y los de las revistas y las radios que te ponían al lado de Cherro y De la Mata. Y cada gol, que era una fiesta nacional. Te acordás, pibe, una vez armaron u muñeco que era una vieja bordando, y lo pasearon por toda Avellaneda. Después aquí en la puerta hicieron como una murga, y cantaban aquello de que vino la bordadora, te acordás. Cuántos años hace. Ocho decís, y sí, más o menos. Yo andaba por los veinticinco. Che, cuánto pesás vos. No, yo ya pesaba más, pero en aquella época no le hacía. Era otro fútbol. Qué tanto correr como un desesperado los noventa minutos. Decíme, hace falta, qué va a hacer falta. Pero, de golpe, a todos los directores técnicos les dio por ahí. Atletas por Europa. Y bueno, vos sabés, yo me aguanté como dos años de carreritas, y calistenia, y concentraciones. Pero don Ignacio ya me tenía entre ojo.

Claro, el quía se muequeaba la presidencia del club, y desde la comisión directiva, empezó con aquello de que había que renovar todo. Primero, la sede, después, las finanzas, y después, estaba cantado, la modalidad de juego, y por supuesto el equipo. Estilo europeo, decía. Fútbol europeo. Vos sabés cómo los embalurdó a todos con eso, no. Y ese año, en las elecciones, natural, don Ignacio Gómez, presidente. Lo primero que hizo, se trajo a aquel director técnico húngaro, cómo se llamaba, no me acuerdo. Y a mí me quisieron pasar a la reserva. Entonces me rajé. Te parece que yo lo iba a aguantar. Me apareció aquel contrato en Colombia, y a la semana estaba jugando en Bogotá. Cinco temporadas en Colombia, che

Que iba a hacer capote allá, cualquiera se lo palpitaba. Salvo dos o tres uruguayos y un argentino que había, los tipos jugaban un fútbol de la época de Colón. Y conmigo se enloquecieron. Sabés cómo me llamaban allá. La araña, me decían. A los dos meses de llegar le ganamos a Méjico, y ese año salimos campeones. Hicimos una gira por Europa, jugamos en el cuadrangular de Lisboa. Y nos peleamos dos campeonatos más. Los diarios, para qué te voy a contar, lo que menos decían era que yo era un fenómeno. Y los dirigents del club, sabés cómo m tenían. Fijáte, si yo me quedaba en Colombia, a lo mejor, todavía pero qué te vas a poner a pensar, si ahora estás aquí. Y vos sabés bien por qué estoy aquí.

Porque me fueron a buscar, te juro que a los cinco años me fueron a buscar, si no, yo no volvía. El húngaro ése, vos los viste, resultó un fracaso, y casi nos manda al descenso. Lo pusieron otra vez a Bruno, y don Ignacio se la tuvo que aguantar. Te imaginás la bronca que habrá tragado. Para colmo lo obligan a meterme a mí en el equipo. El, claro, tuvo que quedarse en el molde, porque, te imaginás, otra campaña desastrosa y chau presidencial. Y chau acomodo, y chau coima, y chau negocios con el gobierno. Así que el tipo hizo como si todo fuera cosa suya. Hasta lo declaró en los diarios, sabés. Que él personalmente había decidido mi inclusión para darle más fuerza a la línea de ataque, así dijo. Te das cuenta qué ñato, otra que ministro inglés. Así que para la gente, para los diarios, para todo el mundo, el responsable de mi vuelta era don Ignacio. Hasta a mí me la quisieron hacer trabar, fijáte vos.

Y a mí qué corno me importaba. La cuestión era que me habían ido a buscar, pibe, y entonces volví. Con treinta y cuatro encima volví. Pero contento, sabés. Volver a ser otra vez la bordadora. Y unas ganas de jugar en la cancha nuestra, y en la bombonera, y en la de River. Reírme un poco de estos atletas, y enseñarles lo que es el fútbol. Contento, aunque algunos diarios, al poquito de llegar nomás, me entraron a dar tupido.

Que estaba viejo, decían. Que estaba pesado. Que había sido un lamentable error incluirlo a Zatti, último exponente de un periclitado fútbol de filigranas, así pusieron. Me acuerdo bien porque leía eso, y pensaba, yo te voy a dar viejo, sí, te voy a dar último exponente. Vas a ver cuando agarre la pelota vos, y éstos y ése ni bien entren a no saber ni dónde tienen las patas. Esas cosas pensaba cuando me sacudían. Qué me iba a imaginar, pibe, que me iba a aparecer el viejo asunto de los meniscos. Fijáte si no es mala leche. Una caída pava en el entrenamiento, me revisan, y no hay vueltas, los meniscos salidos, tengo que operarme. Es, o no es mala lecha. Porque eso nomás fue lo que me mató. No, la operación no. De qué operación me hablás si quedé lo más bien de la operación. Quiero decir el descanso, el mes entero sin moverme, entendés, eso me mató. Yo tengo tendencia a engordar, siempre la tuve. Y un mes haciendo sebo, imagináte. Chupando un poco, fumando, comiendo en casa. Cuando volví al entrenamiento andaba con unos quilitos de más. Pero no era para hacer tanto escombro. Si jugué como siempre, y en la práctica me mandé un gol que mama mía. Hasta los muchachos me felicitaron.

Pero los diarios, dale con que estaba gordo, dale con que estaba jovato y que me agitaba al correr. De dónde carajo sacaban esas cosas los tipos, no sé. Me daba una bronca. Pero pensaba en la hinchada, y la bronca se me iba un poco, sabés. Vas a ver cuando Zatti se corte solo hasta el arco, pensaba. Vas a ver cuando el cemento se venga abajo al grito de dale bordadora. A la hinchada sí que no me la van a engrupir con lo de gordo asmático y último exponente. A lo mejor por eso estaba algo nervioso el domingo. Bueno, no nervioso, pero preocupado. Venir y reaparecer justo en una semifinal no es joda. Pero no fueron los nervios, ni la preocupación. Qué se yo lo que fue. La mufa, la mala suerte, andá a saber. De entrada nomás la pierdo boludamente frente a Rolandi. Después erro un tiro libre a dos metros del área que era como para colgar los botines. Después viene Kenny a marcarme de frente como un estúpido, y me la saca. Y después ya no lo veía. Es la verdad, qué te voy a macanear, si no veía una pelota. A vos no te pasa que alguna tarde no ves una pelota. Yeta, que sé yo, pero no la ves. Al principio te parece que es casualidad que otra jugada y te vas a rehabilitar. Pero después entras a correrla y a pifiar, y a descolocarte. Y no la ves, y no la ves. Y qué vas a hacer. Bueno, yo, el domingo andaba así. El único centro que me pasaron, que quedé corto en el pique, y la vuelvo a perder. Y ahí empezaron.

Dale gordo, compráte una motoneta, gritó uno y se fue como si lo estuvieran esperando. Porque al ratito se largaron todos, o a mí me parecía que eran todos. A dormir la siesta viejito, me gritaban. Vaya a regar las plantitas abuelo, me gritaban. Todo eso, y yo allí oyéndolo, sabés, tragándomelo todo, entendés lo que es eso. La hinchada me lo decía, nuestra hinchada. Como un campeonato era, a ver quién decía la cosa más chistosa.

En una de esas oigo algo de obeso, y de asmático, y me parece que me avivó algo. Me avivo de que por lo menos eso no lo habían inventado allí. Yo lo había leído, eso en algún diario y entonces quería decir que la hinchada, que mi hinchada, también se había dejado engrupir. O no se había dejado engrupir, y entonces todo lo que gritaban era cierto, yo era una especie de bofe. Porque, la verdad es que yo andaba cada vez peor. Ya ni me la pasaban, sabés, si parecía un poste. Es cierto que me agitaba un poco, pero no era eso. Era que sencillamente no la veía. Y tras que no la veía, los muchachos no me daban juego. Pero para ellos no les digo nada nada, está bien. Hay días que un tipo no anda, y no anda. Y entonces que vas hacer, vas a arruinar una jugada pasándosela, para qué, si igual sabés que el tipo la va a perder, de pura mala pata. Pero lo de la tribuna era alevoso. Hasta patadura me gritaron.

Patadura, a mí. Fue lo que más me dolió. Me acordaba de cuando me aplaudían cada gambeta, me acordaba del muñeco, y de la tapa del Gráfico, y te juro que lloré. Se me hizo como un nudo en la garganta y lloraba de bronca. Y era peor, porque con la bronca, y la desesperación por embocar un tiro, no veía ni medio. Qué decían en la radio. Está bien, no me digas nada, para qué, ya me imagino. Terminó el primer tiempo, y en el vestuario no hablé con nadie. Me quedé solo, amufado, con la garganta seca, y con aquél patadura golpeándome en los oídos como una locomotora. Cuando volvimos a la cancha, al subir el túnel, algo me pegó aquí con fuerza. Miré, y era una moneda. Me hice el gil, y al pasar te vi a vos prendido al alambre, y llorando, sabés qué pinta tenías. No me viste que te sonreí.

Bueno, empieza el segundo tiempo, y al rato, otra vez a chingarla, y otra vez los gritos, y las cosas jodidas, y las cargadas. Y claro, no me enderecé, por qué me iba a enderezar. Después vino el gol de ellos, y entonces, el apuro por igualar. Y a mí, con el apuro, se me vuelve a escapar una pelota servida, y vuelven los largá viejito, y a casa gordo, y sentáte asmático. Para peor la bronca esa que te enturbia la vista y no te deja ver nada. Ojalá que nunca lo pases, pibe, vos no sabés lo que es. Te gritan patadura, y a vos te vienen ganas de matarlos a todos. O si no, de morirte, en serio te lo digo. Porque después, ya ni la buscaba más. Ya ni esperaba que me la pasaran, qué sé yo.

Estaba ahí, parado, como un pavo, como una visita, como en otro mundo, decí que no. Si ya era un muerto yo, cuando de golpe, me apareció el tiro ese de Morante, vos lo viste. Todavía no sé por qué me la pasó. Se equivocó, a lo mejor. O lo salieron a marcar, y no le quedó más remedio. O a lo mejor de lástima, quién te dice. Lo que yo vi fue que Morante se la estaba por entregar al arquero, pero perdió tiempo y quedó tapado. Entonces me vio solo allí, junto al área chica, y apurado me la pasó. Un tiro corto, a media altura, justo para que yo se la devolviera de cabeza. Yo salto apenas, y en vez de cabecear, la paro con el pecho, la bajo, y la dejo morir quietita ahí en el pasto. Me acomodo para volvérsela en seguida, y en el momento que se la voy a entregar, no sé qué me pasa. Como una voz que me dijera, tuya, jugála.

Entonces, claro, sin saber bien por qué, la retengo. Y cuando Morante levanta el brazo pidiéndola, me hago el que no lo veo. Y en vez de devolvérsela, la amaso un poco, la toco, y empiezo a caminar para adelante. Allá, en la otra punta de la cancha, veía el arco contrario como si fuera un sueño, como si se terminara el mundo, allí una cosa de rara. Y yo, casi caminando, con la pelota pegada a los pies. Kenny, que estaba ahí cerca, marcándolo a García, me la vino a sacar como si se la sacara a un poste. Me ladeo apenas, sin soltar la pelota, le hago un movimiento de cuerpo, y Kenny queda pateando el aire, y se pasa de largo.

Oí algunos gritos, no muchos, desparramados por la tribuna. Y seguí. Entonces se vino otro, quién era, Rivas decís, si, me parece que era Rivas. Por atrás se me vino el loco, a toda carrera. Yo la paré, hice la calesita, no sé cómo me lo saqué a Ramos de encima, y me fui con la pelota. Ahí empecé a escuchar gritos pero gritos en serio, sabés. De toda la tribuna.

Dale, bordadora, solo, bordadora, escuché. Lo mismo que antes, cuando me llevaron hasta la puerta de casa. Pero la locura vino cuando lo pasé a Demarchi. Se me había prendido al lado con ganas de pecharme. Me paré en seco, Demarchi se descolocó, y yo empecé a trotar solo para el lado del arco. La oíste a la hinchada enloquecida. Querés que te diga una cosa, nunca la había oído gritar así, en serio, ni cuando la final con Independiente. Arriba Zatti, dale bordadora, todo el estadio gritaba, y parecía que reventaban las tribunas. Y yo engolosinado o abombado por esos gritos, cuando en eso, Righi que se me tira fuerte a los pies, y por poco no me la saca. A éste sí, te juro que no lo vi, qué sé yo, yo estaba de una manera especial, como sabiendo todo, como manejando todo. Y así, como en un relámpago, supe, la verdad es que supe que no me la iban a sacar. Mirá que se me tiró de planchazo, y yo, que casi sin mirar, me lo salto limpito por encima. Apoyo mal al caer, pero me quedo con la pelota, vos lo viste, no es cierto. Te juro que no sé cómo lo hice, pero salió. La tribuna se venía abajo. Ya ni sé bien cuántos pasé. A cuatro, o a cinco, me parece. A seis, me decís, sí, puede ser.

Me acuerdo bien que cuando el arquero se me tiró, yo me lo esquivé, y el tipo quedó en el suelo, pagando, y con el arco descubierto. Bueno, el delirio. Lo tenía ahí, para mí solo, al arco, sin que nadie tuviera tiempo a taparme. La oía a la hinchada gritando, ya enloquecida del todo con el gol que se venía. La oía, sabés, pero era como si la tuviera lejos. Como si no me gritaran a mí, sino a otro, cómo te puedo decir, a un tipo que yo no conocía. Y de golpe me pareció que todo eso de los gritos, y dale bordadora, y arriba Zatti, yo me lo estaba acordando o imaginando. Y que si paraba un cachito la oreja para escuchar mejor, iba a oír otra vez clarito, largá obeso, sentáte asmático. Todo eso me zumbaba en el mate cuando me arrimé hasta la entrada del arco. Me acuerdo que alcancé a mirar a la tribuna, y que, de golpe, me subió algo como una tremenda bronca. Porque la oí, te aseguro que la oí, la palabra patadura, como flotando sobre el cemento, por entre los gritos. Amasaba la pelota sobre la línea de gol, miraba y la bronca me crecía cada vez con más fuerza, se me apretaba en los dientes. Y en eso sentí, te juro que lo volví a sentir, el golpecito de la moneda aquí, lo mismo que al salir del túnel. Si, ya sé que no podía ser, pero yo, pibe, lo sentí, y justo cuando jugaba con la pelota por la línea. Entonces no sé qué me pasó. Campaneé a la tribuna, me reí, y de un guadañazo, tiré la pelota afuera, lejos. Tan lejos que el terremoto que venía de la hinchada, alcancé a verla llegar, picando, hasta el lateral izquierdo. Lo que no me gritaron.

Pechaban y querían voltear la alambrada para amasijarme. Todavía me parece estar oyendo el fulero crujir de los parantes, vos lo oíste. No faltó nada para que atropellaran, y pata que, en malón, se metieran en el campo. Más cuando al verlos así, furiosos, insultando y tirándome de todo, levanté la cabeza, me acomodé, y mandé un soberano corte de manga, tranquilo, mirando de frente a la tribuna. Y vos me preguntás por qué lo hice, dejá, pibe, ahora. Algún día lo vas a entender, qué sé yo, a lo mejor sos muy pichón todavía.


Esta suerte de relator deportivo intelectual lo muestra a Costantini en una faceta hondamente popular que lo acerca a muchos escritores preocupados por el deporte. En un texto muy esclarecedor, titulado Romance intelectual con la pelota, Hernán Brienza  nos ilustra:

La mala relación entre fútbol y literatura se inició en 1880 cuando el escritor británico Rudyard Kipling (1865-1936) despreció a ese deporte y a "las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan". Y prácticamente desde esa fecha el desencuentro se hizo sostenido. Sin embargo, el recorrido de una buena biblioteca demostrará que no faltaron las gratas excepciones: en los años 20, el peruano Juan Parra del Riego y el argentino Bernardo Canal Feijóo escribieron "Penúltimo poema del fútbol" y Horacio Quiroga publicó "Suicidio en la cancha", un cuento sobre el caso real de un jugador de Nacional que se pegó un tiró en el círculo central de la cancha. De aquellos tiempos es el primer relato totalmente ficcional sobre fútbol en el Río de la Plata: la novela del francés Henri de Montherlant Los once ante la puerta dorada. En 1923, nada menos que en su meláncolico libro Crepusculario, Pablo Neruda escribió el poema "Los jugadores", y 12 años después, "Colección nocturna", incluido en Residencia en la tierra. Durante el primer medio siglo hubo escasos coqueteos de la literatura con el fútbol —una aguafuerte de Roberto Arlt sobre el Seleccionado Nacional y poco más—; quien entró a saco lleno en el tema fue el uruguayo Mario Benedetti con su ya célebre cuento "Puntero izquierdo", escrito en 1955, y publicado en el libro Montevideanos.

El llamado boom de la literatura latinoamericana se acercó al mundo del fútbol, no sólo desde la escritura sino también desde las tribunas. Tras un partido entre Junior y Millonarios, Gabriel García Márquez declaró: "No creo haber perdido nada con este irrevocable ingreso que hoy hago públicamente a la santa hermandad de los hinchas. Lo único que deseo, ahora, es convertir a alguien". Y el salvoconducto del futuro Premio Nobel dio resultados. Aunque, en realidad, ya por aquella época había salido del placard un gran número de escritores que se reconocían como hinchas de fútbol: el poeta gaditano Rafael Alberti —quien escribió "Oda a Platko", dedicada al arquero húngaro del Barcelona—, Miguel Hernández, Miguel Delibes, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Jorge Amado, Augusto Roa Bastos, Ernesto Sabato, Rubem Fonseca, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Rivadaneyro y Alfredo Bryce Echenique.

Pero la literatura no sólo ha dado hinchas al mundo: también se ha enriquecido de ellos. Albert Camus, por ejemplo, aprendió cuando era arquero en Argelia que "la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Esto me ayudó mucho en la vida... Lo que más sé acerca de moral y de las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol". A la pelota se le debe, entonces, El mito de Sísifo, Los justos y La peste.

A partir de los años 60 y 70 la lista de escritores que se animaron a escribir sobre fútbol se acrecentó considerablemente: el poeta brasileño Vinicius de Moraes escribió un célebre poema al puntero Garrincha, el español Camilo José Cela, sus Once cuentos de fútbol, el mexicano Juan Villoro, un texto sobre el maracanazo —el día que Uruguay le ganó a Brasil la Copa del Mundo en el estadio Maracaná— titulado El hombre que murió dos veces, Humberto Constantini, su relato "Inside izquierdo", y Leopoldo Marechal, elige la tribuna de un River-Boca para lanzar la batalla del protagonista de Megafón o la guerra. Mientras tanto, en Europa, el austríaco Peter Handke ponía la piedra basal con su novela La angustia del arquero frente al tiro penal —que poco habla de fútbol, es verdad— pero tiene una de las definiciones más bellas de ese instante crucial en un partido.

Podría hablarse de muchísimos narradores, pero vienen a la memoria las insuperables páginas de Osvaldo Soriano y la riqueza de textos de Roberto Fontanarrosa para cerrar este capítulo.

Volvamos a Villa Pueyrredón, hace un año, por iniciativa de la agrupación vecinal “Gente de Barrio” y un proyecto presentado por la legisladora Laura García Tuñón, se dispuso la colocación de una placa en la Plaza Martín Rodríguez, ubicada entre las calles Habana, Argerich, Pareja y Helguera, que lleva el siguiente texto: "Hombre de barrio ciudadano de esta patria poeta de nuestra lengua, intraducible y nostálgico volviste del infame exilio aquí. Nuestro amor, nuestra memoria, nuestro homenaje para vos: Humberto Cacho Costantini". Queda en evidencia esta actitud del hombre fusionado y anclado a un pedazo de tierra propio, unido a  la cosmografía de un espacio escénico saturado de personas comunes que viven y se desarrollan en ese círculo privado alejados de un mundo pretencioso. Costantini era parte de esa “comunidad terapéutica” a la  que poco le importaba las rutas turísticas europeas. A Costantini le pesa el barrio y no lo vive como carga.



Rosana López Rodríguez aporta en este aspecto su opinión calificada: “A pesar de haber tenido mucho éxito internacional, sobre todo en la década del ’80, Costantini no es conocido ni divulgado en nuestro país”. “Los críticos- prosigue- suelen advertir que la obra de Costantini está atravesada por la preocupación social, una tradición que conecta al autor con el boedismo y el realismo socialista. En nuestra historia de la crítica literaria tanto boedismo como realismo socialista están considerados negativamente. El boedismo es determinista, pesimista, miserabilista”. “Después de trabajar con los textos de Costantini, si hay algo que no aparece es este pesimismo, este determinismo para con los destinos de sus personajes”, agregó López Rodríguez. “Costantini  se desvinculó del PC justamente por las discrepancias con el programa del estalinismo, con lo cual tampoco se puede acusar a su obra de estalinista ni de haber tenido un programa dirigido por el partido. Todavía hoy la palabra realista es mala palabra, porque al realismo se lo entiende en un sentido superficial de imitación, de copia, de reflejo. No es el verdadero sentido que tendría que tener la palabra realismo, que debe ser entendida como representación de la vida con todo el movimiento que esa vida implica.”

Es interesante  valorar al Costantini confesional. Al hombre que nos habla sin armaduras, sin subterfugios.  No siempre uno puede dimensionar a estos creadores que logran hacernos calentar la sangre con sus palabras. Apuntamos una reflexión que engrandece la figura del autor:

DECLARACIÓN JURADA

¿Qué pretendo yo con mi poesía? Bueno, es tan fácil macanear en este tipo de declaraciones ¿no? O esquematizar. O decir una cosa por otra. O desembuchar las ideas que uno tiene sobre estética, o sobre política, o sobre la filosofía del arte en general...Pero me parece que sin querer se me escapó algo que es cierto. La poesía sirve para no macanear. Eso es. La poesía y el cuento me sirven a mí para no macanear. De eso estoy seguro. Para ser auténtico, humildemente, trabajosamente auténtico. Contar como veo, como siento algunas cosas, tratar de que alguien las vea y las sienta igual que yo. Sin pretender enseñar, ni adoctrinar, ni contrabandear ideas. Y para eso tengo simplemente que hablar con mi propia voz. Cosa bastante difícil como lo sabe cualquiera que ande metido en este asunto. Pero una vez conseguido eso, una vez que a fuerza de un largo trabajo de búsqueda, de desprendimiento, de humildad, qué sé yo, uno cree haber encontrado, en el fondo del alma o de las tripas, esa voz, los conceptos "bueno" o "malo", "poema" o "no poema" pierden totalmente vigencia. Se habla de un modo verdadero o se macanea. Y se macanea cuando, vaya a saber por qué, no se puede encontrar la propia voz.

Cuando me veo obligado a escribir un artículo, o un ensayo, o esto que estoy tecleando ahora por ejemplo, tengo siempre la fulera sensación de que estoy macaneando. De que podría afirmar todo lo contrario de lo que digo con la misma compostura y la misma sinceridad. En la poesía y en el cuento eso no me pasa. Sé que hay una única forma para decir una única verdad. Y que lo demás es una pelea con las palabras hasta encontrarla.


YANQUIS HIJOS DE PUTA


En realidad
sólo quería decir
eso.

En realidad, la vida
es,
pongamos por ejemplo,
una manzana.

Entonces,
uno la mira, la toca,
le hace fiestas,
la besa, le habla,
tal vez
hasta dibuja manzanitas
imitándola.

La quiere así, manzana,
rica, pulposa, viva,
indescifrable,
sabia.

Si la quieren romper,
si viene
un bicho, por ejemplo,
un yanqui hijo de puta,
para ser más precisos,
a matarla,
ya no se puede hablar
así nomás de la manzana.
Hay que matar al bicho,
es necesario
odiarlo,
destruirlo.

Es casi obligatorio
decirle hijo de puta,
decirle yanqui hijo de puta
todos los días, religiosamente
y encontrar la manera
de acabarlo.

Por amor a la vida,
simplemente.

En realidad
tal vez
no me he explicado bien.
Si uno tiene,
pongamos por ejemplo,
un amor, una cosa
que le anda por la piel
por todas partes.
Digamos
Buenos Aires.
Digamos
un octubre, un poema, una muchacha.
O digamos la esquina
de Nazca y Tequendama
los domingos, a las seis de la tarde.

(Estoy casi seguro
que había una esquina así en Santo Domingo
que había un viejo,
una silla,
un cielo inverosímil,
muchachos que volvían del fútbol,
señoras apuradas,
bocinas, qué sé yo
y tal vez
hasta un tipo solitario
como yo
me miraba)

Si uno tiene un amor entonces,
eso que le camina por la piel,
decíamos,
y pasa algo,
ocurre
que viene el mal, la peste, una desgracia,
o para no ir más lejos
vienen
los marines
idiotas,
los cretinos mascadores de chicle,
odiadores de todo lo que crece,
y desembarcan.

Entonces
ya no se puede hablar así nomás,
hay que matar la muerte de algún modo,
hay que pelear con rabia,
destruirlos,
salirles al encuentro como sea
y además
decir, decir hijos de puta,
decir marine yanqui hijo de puta,
decirlo y masticarlo
y enseñarlo a los chicos
como a un rezo.

Por amor a la vida,
simplemente,
me parece.


 
EL FUTURO

Qué lindo era el futuro,
el futuro
del pizarrón de cuarto grado,
todo hecho con tizas de colores
y una confianza buena,
de las viejas,
de esas que ya no se consiguen
ni pagando al contado.

Era realmente lindo, lindo
aquel futuro
del pizarrón de cuarto,
había chicos decentes
tomados de la mano
chicos con las orejas limpias
y las medias derechas
y los dientes seguramente cepillados.

Juro que era lindísmo
el futuro
del pizarrón de cuarto grado
Había toros, libélulas y ríos
había trenes, palomas y silos y aeroplanos
había campos y escuelas y edificios altísimos
había vacas y ovejas
bellamente pastando

Había una iglesia y un trigal
y un puerto con muchísimos barcos
Al fondo, por supuesto,
un ancho sol naciente en amarillo,
con sus ojos, su boca, su sonrisa
en realidad
bastante parecido
al de la tapa del cuaderno 'Sol de Mayo'
pero de todos modos era una maravilla
aquel futuro
del pizarrón de cuarto grado

¡Ah, si pudiera entrar en el futuro!
en el futuro aquel en seis colores
del pizarrón de cuarto grado
Cómo caminaría derechito
hacia el gordo sonriente en amarillo
acogedor, humano
Cómo andaría entre toros, libélulas y ríos
y trenes y palomas y aeroplanos

A lo mejor iría
tomado de la mano
de algún chico decente, buenito, bien peinado
Caminaríamos alegres y llenos de esperanza
porque, es claro...
el camino sería bello y fácil
como eran los caminos del futuro
en el lindo futuro
del pizarrón de cuarto grado

Sin barreras, sin piedras,
sin pozos, sin semáforos
nadie nos pediría documentos
ni nos requisarían baleros subversivos
ni nos sospecharían ladrones
o extremistas o infiltrados

Nadie nos metería, por supuesto,
en un atroz fantasmagórico Ford Falcon,
ni mucho menos iríamos a aparecer al otro día
junto a un montón de cápsulas servidas,
ni dirían los diarios
con sus letras chiquititas y su fea sintaxis
cosas como "se procedió a identificarlos"

No, no,
sencillamente no,
porque eso no figuraba para nada en el futuro,
porque eso la señorita no lo había dibujado
con borrador, y tiza y esperanza
en el prolijo y diáfano futuro
del pizarrón de cuanto grado
El cual como se sabe estaba todo hecho
con tizas de colores
con un redondo sol de Sol de Mayo
y una confianza buena,
de las viejas,
de esas que ya no se consiguen
ni pagando al contado.


ELLOS


Son tan bien,
tan irónicos,
tan finamente sabios,
que uno es un hotentote,
un perdonable bruto
innoblemente vivo todavía.

Ellos esperan,
ellos miran y esperan,
sencillamente esperan.

Tienen un aire dulce de bohemia,
un no sé qué elegante,
una sonrisa fría
(una vez escribieron doce versos
pero bah quién se acuerda),
un gesto roberteilor para ciertos asuntos,
te toleran.

(Te toleran creer, desgañitarte,
andar despellejado por el mundo,
te toleran hundirte hasta el no entiendo,
hasta el no puedo más,
o hasta las lágrimas.
Te toleran nacerte una mañana,
y asombrarte y reírte como loco
y seguirte y seguir
y adónde está esa vida y vengan cartas.
Te toleran tu angina, tus horarios,
tus deudas,
tu vino peligroso en ciertas noches,
tus camisas, tus ganas.
Te toleran morir cuarenta veces,
te toleran salir y enamorarte,
te toleran vivir loco de vida.)

Claro, tienen paciencia,
tienden redes,
dicen como diciendo todavía,
te ofrecen su fraterno aburrimiento,
te ofrecen lindos nichos,
te convidan.

A veces se insinúan sonrientes como putas,
tiran viejas carnadas,
te dicen que los otros,
que fulano,
es así
que vos en cambio...

Luego esperan,
te sonríen y esperan,
sencillamente esperan.

Yo no les tengo lástima,
quisiera
verlos chisporrotear en el infierno,
dando vuelta el manubrio de sus nadas,
bebiéndose sus muertes venenosas
como un aperitivo.



 
 
 
 
TAREA

Han de saber
que cuando en la oficina no hay trabajo,
yo trabajo,
trabajo como un negro,
sudo tinta,
ando detrás de pájaros azules,
me meto en grandes líos con los sueños,
me desangro en palabras,
salgo a cazar ballenas y crepúsculos,
domestico elefantes
(hay que ver qué furor el de la selva)
le explico al faraón cosas del tiempo,
hago el amor a veces,
lucho con los zulúes cuerpo a cuerpo,
tengo que abrirme paso en un perfume,
volver para las doce,
morirme,
andar recuerdos.
Tengo que hablar con Dios,
volverme loco,
lanzar varias proclamas de justicia,
escapar de la hoguera,
vestirme de jamás para un entierro.
No descanso ni un minuto,
me doy un gran trajín con las cigarras,
me cito con Lenin y arreglo el mundo,
llamo a larga distancia,
digo anote en mi agenda: Nazareno,
trato cosas del aire con gaviotas,
compro verdes, azules, amarillos
y los despacho por expreso al cielo.
Hago arreglo con nubes,
firmo tardes de otoño con llovizna,
corro a cambiar estrellas que andan flojas,
promuevo madreselvas,
dicto inviernos...

cuando el jefe me mira y dice ejem,
ya que usted no hace nada y tiene tiempo...



Costantini publica en 1963 su libro de cuentos Un señor alto, rubio, de bigotes, gracias al apoyo del Fondo Nacional de las Artes. Ocho cuentos integran el sumario de esta obra que lo proyecta dentro de su generación. El libro volvería a reeditarse en 1969 y 1972. Un señor alto, rubio, de bigotes es al decir de Abelardo Castillo el relato más discutible del libro. El que menos me gusta, pero el que - más allá de mi opinión, a lo profundo de  Costantini- vertebra temáticamente su obra.


UN SEÑOR ALTO, RUBIO, DE BIGOTES

Es aquí. Pero este ascensor... la portería... yo los conozco, me parece. ¿Cuándo vine yo aquí? ¿Una semana? ¿Un año? No puedo darme una idea. ¡He caminado tanto en este tiempo!

Además todas las oficinas, más o menos... Y los ascensores también. Subo a un ascensor y ya me veo buscando a alguien, preguntando, corriendo de aquí para allá. Sí ha de ser eso.

Y sin embargo... el tablero... las puertas... Yo esto lo conozco. Alguna vez estuve aquí, estoy seguro.

Bueno pero no interesa. ¿Dónde está la tarjeta? Es ésta. Señor García, de parte del señor Perrondo. Séptimo piso, oficina 712.

-¡Al séptimo!

... de esto algo tiene que salir... segundo... tercero... señor García de parte del señor Perrondo. Vamos a ver qué pasa.

... quinto... sexto... García de parte de Perrondo. García de part...

-¡Gracias! Y este pasillo también... pero ¿cuándo? ¿Cuándo?

Setecientos ocho, diez, doce. Es aquí.

-Buenos días señorita. El señor García por favor...

-Sí, como no señorita.

Los dos sillones, la mesita... el cuadro... el ruido de la máquina... pasos en el corredor...

Sí, yo le digo que soy amigo de Perrondo, ¡total!


... la corbata en su sitio, los puños... ¿Qué hora será? Y este dolor en el pecho que me joroba ahora. Bostezo, me miro las uñas. Espero.

El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa. Afuera pasos, voces... el ruido del ascensor... una bocina... ¡Pero todo eso lejísimo!... En otro mundo.

Aquí el tiempo lo cubre completamente a uno. Uno mismo es el tiempo. Creo que hace falta un poco de entrenamiento para sentir esto.

Antes me molestaba esperar. Ahora no. Me meto en la carpa, cierro todas las aberturas y espero. ¿Qué quiere decir "las diez y media"?

Pienso que esperar es una cosa importante. Algo así como una ocupación fundamental. Uno espera y cumple su vida.

¡Estoy macaneando! ¿Qué hora es? Lo que hay que hacer es mostrarse dinámico, optimista. Cara de triunfador. Así se consiguen las cosas. La corbata en su sitio, los puños, caminar erguido. Muy bien.

¡Pucha cómo tarda! ¿Se habrá olvidado de que estoy aquí?

El tiempo... García de parte de Perrondo. Yo lo conozco a Perrondo. Perrondo es amigo mío. ¿Del trabajo? No, de la familia. Amigo de la familia desde hace diez años. Eso es.

¿Se habrá olvidado? Diez minutos más y pregunto.

El tiempo...

-Señorita, ¿el señor García?...

-Ah... perdón, perdón. Pensé que se había ido... los sillones... la mesita... el cuadro...

¿Qué será este dolor? Juego con los dedos en la madera. Espero. No existe el tiempo. Me meto en la carpa...


…………………………………………………………………………………………


-Ah, sí, sí. ¡Gracias señorita!

-El señor García. ¡Encantado! Sciardys, a sus órdenes.

-Bien señor García... el señor Perrondo me indicó... me dijo que usted podría... es decir, me dio esta tarjeta para...

……………………………………………………………………………………………

La calle otra vez. No me gusta caminar por la calle cuando ando así. Sobre todo si uno tiene los zapatos gastados. Uno se mira los zapatos y está listo.

Además las paredes, crecen, crecen hasta el cielo, se amontonan allá arriba y lo aplastan a uno.

Llámeme dentro de dos meses. No, no. ¿Cómo era? Venga a verme de aquí un par de meses. Así me dijo. Y que lo viera al señor Bucini, director de "Radiar", de parte suya.

Todos los días, después de las catorce y treinta. Lavalle al mil quinientos. Lo veo hoy. ¿Qué hora es? No hay tiempo para volver a casa. Me quedo por aquí entonces. Lavalle al mil quinientos. Señor Bucini de parte del señor García...

Un espejo. ¿Para qué me habré mirado? Yo me imaginaba bien plantado, rozagante. Así como para presentarme y conseguir cualquier cosa. Me vi flaco, desgarbado... ¡y con una cara!... Cara como para que digan que no. Cara que invita a decir que no. ¡Mire señor, usted puede decirme que no, con toda confianza! No hay peligro de que me extrañe o que lo tome a mal.


¡Estoy acostumbrado a que me digan que no! ¡Dígalo señor! ¡Dígalo sin miramientos! ¿No ve que lo estoy invitando con esta cara a que me diga que no?

No, esas son pavadas. Si empiezo a pensar así no voy a ningún lado. Lo que tengo que hacer es componerme un poco antes de entrar. Una cuadra antes empiezo a sonreír. Así, ¿ves? Saco pecho... levanto la cabeza... camino ligero... tra la... la la. Eso.

La cara no quiere decir nada.

Pero este dolor... voy a tener que ir al médico un día de estos.


No, no hay que mirarse los zapatos.

Y las casas que se hacen más altas. Esas ventanas allá arriba que lo miran como despreciando. Como haciéndolo caminar a uno por una zanja.

Y la gente. Toda apurada. Todos haciendo algo... ¡Es horrible caminar así por la calle! ¿Dónde hay un café?

Bucini de parte de García, a las dos y media."Radiar" es una casa importante. Yo la conozco. Si este Bucini pudiera hacer algo...

¡Un café con leche, mozo!

Hasta las dos y veinte no salgo. De aquí a Lavalle al mil quinientos son diez minutos. Me quedo en el café. Cualquier cosa antes que andar por la calle haciendo tiempo. Están las paredes. Están los espejos en las vidrieras. Y además me veo los zapatos.


 Está la gente. Todos ocupados. Todos aprovechando los minutos. Haciendo cosas importantes. ¿Por qué no podré estar así yo? ¡Ocupado, ocupadísimo! Caminar rápido por el centro, o sentarme frente a un escritorio y hablar por teléfono. Decir por ejemplo: ¡vení a verme a las cinco en punto! Antes no porque estoy ocupado. Tenemos quince minutos justos para charlar. Y ¡plaf!, colgar el tubo. Señor Sciardys, ¿qué hacemos con esto? ¡Páselo a tal lado! ¡Pim! ¡paf! Con seguridad, con firmeza, ocuparme de cosas importantes...

¡Qué sé yo! Estoy cansado de vivir así esperando. Como si en el mundo, o en la vida, o en ese juego misterioso que tiene la gente, no hubiera lugar para mí.

Este dolor debe ser el cigarrillo. Empezó hace una semana y no me deja tranquilo. Cuando me canso un poco me duele más y se extiende hasta el brazo. ¿Justo ahora tiene que venir esto? Me da rabia porque me parece que me quita seguridad, que me deprime, y que todo eso se debe notar.

No, no se puede notar. Son ideas mías. Es cuestión de presentarse bien. De mostrar alegría. Señor Bucini, ¡encantado! Con soltura, con optimismo. Eso es lo principal.

Las dos y cuarto.

-Mozo, ¿cuánto es?

Caminar rápido. No mirar a los costados. No mirar los zapatos. No ponerse a pensar en las paredes. Las paredes lo aplastan a uno. Lo escupen desde las ventanas. Yo también ando apurado. Soy igual que la gente.

Es en esta cuadra. La sonrisa. Así, de oreja a oreja. Después la cara se acostumbra y uno parece sonriente.

"Radiar"...

-El señor Bucini por favor...


-Segundo piso. Gracias.

-El señor Bucini por favor. ¿Mi nombre? Sciardys. Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.

-Sí, gracias señorita.

La sonrisa. La corbata en su sitio. Caminar derecho. Espero. Me paseo.

-¿El señor Bucini? Sciardys, ¡encantado!

-Yo estuve recién con el señor García... el señor García me dijo... que viniera a verlo...


…………………………………………………………………………………………..


La calle. Las paredes. Estoy cansado.

¿Por qué hay tipos que tienen como una cáscara alrededor? Uno quiere llegar a ellos, acercarse, y es imposible. Pero mejor es que no piense en Bucini. Por aquí no hay nada que hacer. Eso es seguro.

De todas maneras me dio un dato. No creo que lo conozca a este señor Domingo Márquez. Ni siquiera me dijo que fuera de parte suya. Pero es un dato y hay que aprovecharlo. ¿Iré ahora? Sí voy ahora. Quién me dice que a lo mejor...

Además así las paredes no me atrapan. Me muevo, corro. Las agujas del reloj y la tacita de café no van a estar allí, mirándome, estudiándome, sabiendo cada cosa que hago y cada pensamiento que se me cruza. No me van a mirar cómo mato el tiempo.

Señor Domingo Márquez, gerente, Belgrano 774. ¿Qué se toma para ir?

-Señor, ¿para Belgrano al setecientos, por favor?

-Gracias.

No pienso en Bucini. No pienso en nada.

El colectivo. La gente que empuja. ¿Saldrá algo de aquí?

No alcanzo a ver la calle. ¿Dónde estamos?

Tengo que presentarme bien. Con soltura, con alegría, Márquez es un tipo importante...

-¡En la primera chofer!

Belgrano 774. Es allí enfrente. Cruzo la calle. Ahora ¡qué raro! No me duele nada el pecho.

El ascensor otra vez. Otra vez la sensación de estar corriendo, buscando a alguien.

-¡Al cuarto!

Sonrío. Me compongo el saco. ¿No habrá salido este Márquez?

-Sí, Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere...

-¿Señor Márquez? ¡Encantado!

-Mire señor Márquez, yo venía porque me enteré... me dijeron que había una posibilidad y entonces yo vine para preguntar, para ver si es posible...


…………………………………………………………………………………………….


¡Abajo!

Córdoba 2552. ¡Voy ahora mismo! El señor Otero. Esta vez me lo dijo bien claro. Otero con seguridad tiene algo. Vaya a verlo.

Sí, voy, voy ahora mismo. No quiero perder un minuto. ¡A ver si lo alcanzo! Córdoba al dos mil quinientos. Llego hasta Córdoba y de allí tomo cualquier cosa. ¡Rápido! ¡Rápido!

Señor Otero. Esta vez es seguro. Señor Otero. Córdoba al dos mil quinientos.

¡Ojalá no se haya ido todavía!

¡Quince minutos señor Otero! ¡Quince minutos y estoy allí! ¡Espéreme, por favor!

Se hace tarde. ¡Yo tomo un taxi! ¡Espere quince minutos más, señor Otero, no se vaya!

-¡Taxi!

-A Córdoba al dos mil quinientos, ¡rápido por favor!


Fumo. Miro la calle. Voy más rápido que la gente. Más ocupado. ¡Pucha, el tráfico! ¿Por qué no pasará de una vez?

La corbata en su sitio, los zapatos... no, no hay que mirarse los zapatos.

Otero con seguridad tiene algo. Así me dijo, ¡Gracias señor Márquez! ¡Y yo que casi no pensaba ir! ¡Cómo vienen las cosas, así, de pronto, cuando uno menos las espera!

Ya falta poco. Mil novecientos... dos mil... Llego justo a tiempo. ¿Estará todavía en la oficina? Dos mil doscientos... dos mil trescientos... ¡Ese camión que no deja pasar! Dos mil cuatrocientos... En la otra.

-¡Aquí nomás, cóbrese!

El saco. La corbata. Me arreglo los puños.

-El señor Otero por favor...


-¿Esta escalera? Gracias. ¿Se habrá ido?

-Buenas tardes señorita. ¡El señor Otero por favor!...

-¿Qué?... ¿No está?...

-¿Pero va a venir? Sí, sí, yo lo voy a esperar. ¡Cómo no!

-No, no, prefiero esperarlo aquí.

-Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.

-Sí gracias, señorita. ¿Usted me avisa cuando llega entonces?, porque yo no lo conozco...

-Muy bien, muy bien, espero nomás.

...Espero. No puedo quedarme sentado. Me paseo... las puertas... los sillones... el reloj...

Enciendo un cigarrillo.

Pero al rato me aburro de caminar y me siento. El sillón que se hunde... el techo... el ruido de las máquinas...

El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa... Pero el señor Otero vendrá en seguida. No hace falta la carpa.

Espero. Otro cigarrillo.

Me está doliendo el pecho otra vez. ¿Qué será esto?

Señor Otero, usted me va a salvar. Usted es mi esperanza, señor Otero.

El tiempo. Espero. Yo siempre espero a alguien.

Pero esta vez es seguro. Márquez me lo dijo bien claro.

El tiempo. Me meto en la carpa. Cierro todas las aberturas y espero.

El guardapolvo blanco de la empleada... el vidrio de la puerta... los dibujos del parquet...

¡Qué tarde se hizo!

...los ruidos de la calle... un timbre... alguien que tose...

Tengo miedo de que no pase por aquí. O de que la empleada se olvide.

El tiempo.

...El cesto de los papeles... pasos que se alejan...

Espero...


…………………………………………………………………………………………….


-Señorita... quería preguntarle..., ¿cómo es el señor Otero? Por si usted se va, ¿sabe? Así yo sé cuando él viene... lo saludo, me presento...

-¿Cómo? ¿Alto, rubio, de bigotes?

-Sí, sí, lo voy a conocer.

-Gracias, gracias.

Alto, rubio, de bigotes. El señor Otero es un señor alto, rubio, de bigotes.

"Con seguridad tiene algo. Vaya a verlo."

Pero el tiempo me aplasta. Me borra la sonrisa de la cara. Me paseo. No hay que mirar los vidrios. No hay que mirarse los zapatos. La corbata en su sitio. Los puños.

¡Cómo me duele el pecho!

Es tarde. Oigo puertas que se cierran... oigo voces que dicen "hasta mañana"... Han apagado la luz en la otra oficina.

Un señor alto, rubio, de bigotes. Un señor alto, rubio, de bigotes. Yo lo voy a conocer.

Me levanto. Me asomo al corredor. Oigo pasos en la escalera. Sube alguien. Debe ser él. Debe ser el señor Otero. ¡Por fin!

Lleva un traje azul... sombrero claro... lo tengo de espaldas... ahora se da vuelta...

No... no... me había parecido.

Espero. Tiene que venir.

Camino. El corredor... la baranda... Bajo la escalera.

¿Y si subiera en este momento? Me detengo.

Pero es mejor bajar. Es mejor estar abajo para verlo.

Bajo. Salgo a la puerta.

La gente... los autos... Se está haciendo de noche.

...¿eh? ¿Este que viene aquí? Es alto, rubio... ¡viene para este lado!

No... no tiene bigotes. No es el señor Otero.

El señor Otero es un señor alto, rubio, de bigotes. Un señor alto, rubio, de bigotes que me va a salvar. Va a hacer un lugar para mí en el mundo. Me va a quitar todos los problemas. También este dolor al pecho, ¿no es cierto señor Otero?

...un señor alto... tiene un portafolio en la mano...

No, no es.

La gente no entiende nada. No saben que estoy a punto de salvarme. Los pobres no esperan al señor Otero. Me dan lástima. Yo estoy mucho mejor que la gente.

...¿éste? Tampoco. Parecía, pero no es rubio.

Yo espero al señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes que tiene todo en la mano. Con seguridad tiene algo.

¡Y la gente no se da cuenta! ¡Pasan al lado mío y no entienden nada! Yo quisiera llamarlos, explicarles. ¡Eh!, ¡señor! Yo no estoy aquí haciendo tiempo, ¿me entiende? Antes sí, pero ahora no. Ahora estoy esperando al señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a salvar. ¿Usted no lo conoce? ¿No sabe quién es el señor Otero? ¡Verdaderamente es una lástima! Él podría ayudarlo a usted también! Sí, pero ahora yo lo estoy esperando. Él con seguridad tiene algo y me va a dar un sitio en el mundo, ¿sabe señor? ¡Gracias, gracias señor! No, no me felicite. En realidad es nada más que un poco de suerte. ¡Adiós señor!

¡Cómo tarda!

Los árboles parecen hombres que levantaran los brazos. La luna es un señor rubio que los mira como se agitan y se va acercando lentamente para calmarlos.

¿Por qué tarda tanto, señor Otero?

Yo no levanto los brazos pero también estoy agitado. Me duele el pecho. Quisiera llamarlo, señor Otero. Porque usted no sabe que estoy aquí esperándolo y por eso no se apura en llegar. En traerme la calma que usted tiene con seguridad en la mano.

Es muy tarde. Es de noche y usted no viene.

Pero yo lo voy a esperar. Yo lo voy a conocer en seguida.

...la gente... los negocios que cierran.

¿Qué tengo en el pecho? ¿Por qué me duele más ahora?

Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a quitar este dolor del pecho, que va a llegar lentamente para calmarme.

Los hombres siguen de largo. Ninguno es un señor alto, rubio, de bigotes. Son gente como yo. Andan apurados. También se miran los zapatos. También necesitan de usted señor Otero. ¿Por qué no viene?

Si usted no viene yo me voy a quedar aquí toda la noche, levantando los brazos. Y la gente va a preguntar: ¿qué pasa? Y yo les voy a decir que lo estoy esperando a usted, señor Otero. Y entonces todos van a levantar los brazos, y se van a agitar, y todos lo van a llamar a usted para que venga a calmarlos.

¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿No dijo que vendría? Me lo dijo bien claro la empleada.

Los árboles... Los árboles se mueven, levantan los brazos...

¿Eh? Sí, es él. Cruza la calle. Viene para este lado.

Sí, sí, sí, no hay duda. Es el señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes.

Camina despacio... viene hacia aquí...

-¡Buenas noches señor Otero! Yo lo estaba esperando. Me dijeron que usted tiene algo y yo venía para que usted...

¿Cómo señor Otero? ¿Qué lo acompañe a su oficina? ¡Sí, sí, cómo no señor Otero!

Me pasa la mano por el hombro. Me trata como a un hijo. Me dice que me quede tranquilo...

¿Pero cómo sabe mi nombre señor Otero?

¿Todos los problemas señor Otero? ¿Todos los problemas? ¡Gracias, señor Otero! ¿También este dolor al pecho? ¿Pero usted cómo sabe?

¡Me duele, me duele mucho ahora! No se sonría. Es cierto. Casi no puedo caminar.

¿Qué pronto se me va a pasar todo? ¿Cómo puede usted saberlo señor Otero? ¿Cómo supo que me dolía terriblemente el pecho?

Yo simplemente quería una ocupación. Algo así como un sitio en el mundo.

No, no se sonría. No me mire así. Yo le hablo en serio. Lo que ocurre es que hace mucho tiempo que espero. ¡Siempre corro de aquí para allá! ¡Busco, busco! Y de pronto me lo encuentro a usted.

¿Todos los problemas dice, señor Otero?

¿Por qué se sonríe?

Pero... usted...

No, no, no, no puede ser, no quiero nada. Yo quiero irme.

Y el pecho me duele. Se me cierra.

Las cosas se borran. Se hacen oscuras.

¿Por qué lo veo solamente a usted? Usted que me mira sonriendo, me toma del brazo. Conoce mi nombre.

¡No, no, yo no quiero!

Usted es...

Un señor alto, rubio, de bigotes, que es...

Que me sonríe, que me toma del brazo.

¡No quiero! ¡No no no!

Me falta el aire. ¡Déjeme ir!

¡No, no, no, no quiero! ¡No quiero!...


En 1964 Costantini incursiona en el teatro con su obra Tres monólogos que será reeditada en 1969. En 1966 aparece su libro de poemas Cuestiones con la vida que tendría un notable éxito y sería reimpreso en 1970, 1976, 1982 y 1986. Durante 1970 Costantini publica dos obras: Una vieja historia de caminantes (cuentos) y Hábleme de Funes (tres novelas breves) que fuera llevada al cine.


Cacho Costantini ya no era un desconocido. Su posición ante la vida lo mostraba como “peligroso” para los grupos de poder. Dos nuevos textos los hacen más rebelde aún, Libro de Trelew, narración épica de 1973 y Más cuestiones con la vida, un poemario que publica en 1974.

En 1976 Humberto Costantini es perseguido y debe exiliarse en México. Allí continúa su obra y obtiene premios importantes. Padece el exilio «que lo obliga a pasar lista diariamente a sus seres queridos como si a la ciudad la asolara un tifón...». Conduce talleres literarios y publica, hace programas de radio y se enamora. Como dijo a su regreso: «En fin, viví».

Escribe, entre sobresaltos y escapadas en casas clandestinas, a horas impensadas, la novela De dioses, hombrecitos y policías que publica en México y con la que obtiene el Premio Casa de las Américas. De ésta novela dijo Julio Cortázar, me encanta lo que Humberto Costantini hace y tengo mucha confianza en su trabajo. Para mi él es un escritor muy importante.

De dioses, hombrecitos y policías -reeditada en 1979, 1984 y 2009- pone en primer plano la circunstancia de un intelectual de la época, al haber sido escrita entre el campo minado de la persecución y el tembladeral del exilio.

Transcurre 1981 y regresa al teatro con Una pipa larga, larga, con cabeza de jabalí.


En 1983 arriba  a Buenos Aires  después de 7 años, 7 meses y 7 días de exilio. Creo que he vuelto a nacer. Aquí estoy y aquí me quedo, confiesa. Camina por la ciudad, conversa con las paredes de su barrio y con los viejos amigos de la infancia, atorrantea boquiabierto por las calles que había olvidado.

Animado presenta en 1984 su novela La larga anoche de Francisco Sanctis y en 1985 un conjunto de cuentos bajo el título En la noche. Vuelve al teatro con Chau, Pericles -1986- y se aboca a completar una novela de largo aliento que no termina.

Pero nada le será gratuito, contrae cáncer, enfermedad que lo lleva a la muerte -a los 63 años-  la madrugada del 7 de junio de 1987. La noche anterior había trabajado como cada día, aprovechando el leve bienestar entre quimioterapias, en su novela La rapsodia de Raquel Liberman, de la cual alcanzó a completar dos tomos.

Su obra ha sido publicada en varios países e idiomas, entre otros en alemán, checo, inglés, finlandés, hebreo, polaco, sueco y ruso.



El porteño de Villa Pueyrredón, sigue caminando por esas veredas tranquilas, observando las casas bajas con jardín y viejas charlatanas en las veredas que aún lo miran pasar. Hay todavía olor a comida casera, a jazmín, a perfume barato en algunas polleras. El “Cacho” se deja llevar por el clima de una historia hecha a pura melancolía, a recuerdo triste de un tango que resuena mientras la vida sigue, sigue sin demora.


 

EL PRÍCIPE, LA PRINCESA Y EL DRAGON

Es un mediodía tibio y luminoso de setiembre cuando a Ricardo Estévez se le ocurre, de pronto, la palabra miseria. Ningún hecho concreto que la justifique, ninguna asociación de ideas más o menos razonable. Simplemente la palabra miseria saltándole en su pensamiento como una pelota de goma o una luz de bengala.

Entonces, Ricardo Estévez, que está caminando un poco cabizbajo, y también un poco encorvado, por la calle Murguiondo, en dirección a Avenida del Trabajo, se pone a deletrear, así, minuciosamente, calmosamente, esa palabra, casi hasta sentir en su boca todo su viejo, empalagante sabor. Y se admira, realmente se admira, de cómo una palabra, una sola palabra, puede resumir con maravillosa exactitud, toda la opinión que Ricardo Estévez tiene de sí, del mundo, de la vida. Y, hasta cierto punto, su hallazgo le provoca una especie de acre y humillante regocijo.

-Porque, vamos a ver -piensa, mientras cruza la calle Echandía y echa una ojeada hacia Murguiondo para ver si se acerca su colectivo-, vamos a ver qué otra palabra, frase, discurso o lo que diablos sea, puede expresar mejor este lindo resultado de durar, sí señor, de durar, de subsistir como un... (y vagamente señala los adoquines, los ladrillos envejecidos de algún muro, algún papel sucio, atascado en una boca de tormenta). Y como sin querer ha hecho un extraño gesto con la mano -una especie de ademán de recitador escolar- y le parece que una señora que está echando llave a la puerta de su casa lo mira como a un bicho raro, se siente inmediatamente avergonzado, y prosigue su camino tratando de adoptar un aire de compostura y de aplomo.

¡Pero qué compostura ni qué aplomo! Ricardo Estévez, que justamente ayer ha cumplido cuarenta y siete años, y que hace sólo cinco minutos se hallaba concienzuda y melancólicamente entregado a sus habituales preocupaciones acerca del sueldo, de la familia, de su tos tabacal, de la mensualidad del banco, de la hepatitis crónica, etc. (todo eso en medio de un dolor de cabeza y de un malestar al hígado que le provoca náuseas) ha oído -bajo juramento se puede afirmar que ha oído- esa palabra, la palabra miseria, como venida desde afuera, como si ella estuviese calificando globalmente e inapelablemente toda su vida, cayendo de golpe sobre sus pensamientos como un gato sarnoso arrojado en medio de un jardín.

Y, naturalmente, el sueldo, la familia, la mensualidad del banco, etc., junto con su dolor de cabeza y su malestar al hígado, se le aparecen de pronto bajo una luz tan opaca y miserable que sus hombros se hunden un poco más, y sus manos gesticulan vagamente como explicando, como disculpándose, como tratando tal vez de quitarse de encima esa cosa que lo aprisiona, que se le adhiere al cuerpo y a la ropa como una jalea.

Para colmo, al pasar frente a la librería y juguetería que hay en la cuadra siguiente a su oficina, ha mirado de reojo la vidriera, y ha visto. ¿Qué ha visto? En primer lugar, su propia imagen: un individuo flaco, macilento, casi calvo, que lo mira entre imbécil y malhumorado, desde atrás de sus anteojos. En segundo lugar... un príncipe. Pero así: un joven príncipe de rica vestidura azul y empenachado yelmo que, montado en un caballo blanco, arremete, espada en mano, contra un horripilante dragón, mientras una princesita de largas trenzas rubias lo observa desde lo alto de una torre. Y todo esto, como una burla, como una insidiosa burla de su destino, sobrepuesto, metido en su propia imagen, a media altura entre el pecho y el abdomen, en la tapa de un libro expuesto en la vidriera del negocio.

Ricardo Estévez cree de pronto comprender el significado de esa burla, de esa jugarreta infame de su destino. A su vida gris, monótona, estúpida, sin acontecimientos, a aquél, a su destino, se le ha ocurrido enfrentar (¡ah, pero con cuánta malicia!, ¡con cuánta refinada crueldad!) ese mundo prodigioso, rico, colmado de aventuras. Como si alguien, valiéndose de uno de esos trucos mágicos del cine, hubiera querido proyectar juntos, sobrepuestos en un mismo plano, los sueños maravillosos de la niñez, y la imagen de una mezquina, agobiante realidad.

Ricardo Estévez soporta entonces la burla; admite que sí, que efectivamente, su existencia es opaca y estúpida hasta el punto que se la quiera imaginar; que la palabra miseria, aparecida sibilinamente en medio de su pensamiento, se presta de un modo admirable para definirla; en fin, que un tipo, cuyos afanes y preocupaciones van de la mensualidad del banco al sueldo, y del sueldo a la hepatitis crónica, no se lo puede calificar de otra cosa que de mísero o de estúpido.

-Es así -admite-, pero... (y aquí insinúa una especie de defensa, no se sabe bien si ante el autor de la jugarreta, ante sí, o ante el príncipe azul) pero ocurre, mi estimado señor -dice-, ocurre que el mundo en el cual me ha tocado vivir es también espantosamente estúpido y espantosamente miserable. Ya no existen dragones, estimado señor, y tampoco existen princesas encantadas, ni príncipes dispuestos a...

Y empieza así, como sin querer, uno de esos maniáticos, empecinados y silenciosos discursos que, a fuerza de aburrimiento, de neurastenia y de timidez, se han venido haciendo cada vez más frecuentes, casi habituales en él, sobre todo durante los últimos años. Un formalísimo discurso, el de ahora, acerca de las lamentables condiciones en que se desarrolla su vida, y acerca de las ningunas posibilidades que jamás ha tenido para mostrar el "verdadero fondo de su espíritu", que tal vez sea -dice, y ¿quién puede afirmar lo contrario?- imaginativo y audaz, y tal vez ha estado siempre y esté aún dispuesto a acometer las más temerarias aventuras...

-Porque no se trata de andar por esos caminos del mundo, pibe -continúa, y ahora es evidente que se la está tomando con el príncipe-, no se trata de andar por los caminos del mundo, despreocupado y feliz, montado en un caballo blanco, y a la espera de princesitas que desencantar y dragones que combatir; se trata, mi querido, de soportar con un mínimo de dignidad una vida, en la cual lo más horrible, lo más espantoso, es que nunca pasa nada. Se vive, se dura, se aguanta en alguna forma hasta que se puede aguantar y ya está. ¡Ah!, sí, claro que para pelear con un dragón hace falta coraje, decisión y todo lo demás, estoy de acuerdo. Pero yo te pregunto: para combatir diariamente, ¿entendés lo que te digo, pibe?, diariamente, contra un ejército de hormigas o de bichos babosos, ¿qué es lo que hace falta?

Y así, continuando su especie de arenga, llega, de razonamiento en razonamiento, a pretender demostrar (al joven príncipe, según parece) que él, el príncipe, con todo su arrojo, su linda pluma azul y sus poéticas hazañas, no es más que un afortunado mortal, algo así como un chico mimado (un pibe con suerte, le dice) al cual el destino ha querido facilitarle las cosas, colocándole bonachonamente en su camino princesitas y dragones, en lugar de jefes con mala leche, sueldo que no alcanza, hijos que mantener, dolor de cabeza, malestar al hígado, etc., enemigos tanto más terribles y más poderosos cuanto que el combatirlos no produce gloria ni recompensa sino solamente cansancio, lástima de sí mismo y, por si fuera poco, en el fondo, muy en el fondo, una viva, dolorosa nostalgia por esas portentosas aventuras, las cuales, justamente por esa decisión arbitraria del destino -y eso es lo doloroso- le estarán para siempre vedadas.

-...pero que uno, pibe, se sabe capaz, entendeme bien lo que te digo, capaz de acometer y llevar a buen fin, como vos o como el más valiente y emplumado de los caballeros, ¿no lo creés?

Y quién sabe a dónde hubiera ido a parar con todo eso si no fuera que en ese momento se está acercando a la esquina del matadero y ve, al extremo de la calle, el familiar color marrón y verde de su colectivo. Entonces se olvida instantáneamente de su discurso, se dedica a hurgar el fondo de los bolsillos en busca de las monedas para el viaje y se dispone a ubicarse dócilmente en la fila. Pero como al palparse el saco nota que se le han acabado los cigarrillos, decide demorarse unos segundos, y acercarse hasta el quiosco que está allí, en la esquina, a pocos pasos de su fila para comprarlos (primer detalle).

Mientras repite varias veces su marca -el viejo del quiosco, caramba, parece un poco sordo- y mientras espera, además, que le entreguen el vuelto -el viejo del quiosco no termina nunca de contar las monedas- el colectivo se ha mandado mudar, y a Ricardo Estévez no le queda más remedio que suspirar y esperar el otro (segundo detalle).

Son las doce en punto del mediodía. Un viento tibio balancea blandamente los árboles. La calle entera vibra de luz, bajo un cielo azul, purísimo, sin una nube. Aspira fuertemente el aire: es un aire vivo, denso, cargado de ese olor animal que llega de los corrales cercanos y que lo envuelve como un enorme aliento.

Se ubica frente al cordón, enciende un cigarrillo y, entrecerrando los ojos para protegerse del sol, se pone a mirar distraídamente la calle, la esquina. Nada de particular: hay tres muchachos en la puerta del café, hay un hombre con traje marrón, y hay una chica con guardapolvo blanco. Están: el cielo, los árboles, dos mujeres que hablan entre sí, un auto que pasa lentamente junto al cordón, un grupo de peones del matadero, allí enfrente, un vigilante que compra el diario en el quiosco.

¿Nada de particular? Y no, verdaderamente, nada de particular: el vigilante le grita chau al viejo del quiosco, trota hacia el otro lado de la calle agarrándose la cartuchera, trepa a un ómnibus y se va; algunos de los peones cruzan y vienen hacia el café; el hombre de marrón, que está parado a un metro de la chica de blanco, le habla casi sin mover los labios, y la chica -nueve o diez años a lo sumo- le contesta si mirarlo, con la mirada fija, en cambio, hacia el extremo de la calle; los muchachos bromean en voz alta; el viejo del quiosco cabecea de sueño; el auto vuelve a pasar lentamente muy cerca del cordón. Ve que es el mismo auto.

Ricardo Estévez empieza a barruntar algo, algún detalle, tal vez un poco... un poco extraño, pero quiere, a toda costa quiere convencerse de que no, de que no ocurre nada de particular, de que a lo mejor su imaginación, o el sol, o el dolor de cabeza, le están haciendo ver..., bueno, ver cosas que realmente... Pero, ¡cómo podría ser de otro modo! ¿Acaso no están ahí los muchachos, apoyados en la vidriera, riéndose fuerte, bromeando? ¿No están ahí las mujeres hablando como siempre? Y los peones del matadero, ¿no han pasado casi junto al hombre de marrón antes de meterse en el café? ¿Será posible entonces que sólo él pueda ver, no, ¡qué ver!, adivinar, intuir oscuramente eso que -algún recóndito sentido se emperra en decírselo- está sucediendo en la esquina? Y será posible que nadie, ni los muchachos, ni los peones, ni las mujeres, ni el viejo del quiosco, nadie sino él, alcance a percibir nada, lo que se dice nada?

Ricardo Estévez, inquieto, tembloroso, ha dejado escapar el segundo colectivo. Recostado contra la pared, simulando esperar no sabe bien qué cosa, se pone a observar al hombre de marrón: es un tipo de aspecto realmente siniestro, ¿cómo no se dio cuenta antes?, puede distinguir su frente estrecha y abultada sobre los ojos, y los ojos pequeños, turbios, con algo así como unas lagañas en el ángulo interior, la piel oscura y la pelambre abundante, la nariz y la boca como de macho cabrío, y las manos anchas, fuertes, velludas. Se lo siente poderoso bajo su traje marrón, con algo de animal en su mirada y en su porte...

Bueno, sí, está bien, todo lo siniestro que se quiera, pero, de todos modos, ¿no estará viendo un poco de más? ¿No estará exagerando las cosas porque sí? El hombre se paró allí, cerca de la chica, eso es cierto, pero ¿no habrá sido por pura casualidad? ¿Y le estaría hablando a fin de cuentas, o simplemente le habrá parecido?, ¿se lo habrá imaginado a fuerza de, qué se yo, de temer, de desconfiar? ¿Y lo del auto? Lo del auto, ¿no pudo haber sido una coincidencia y nada más? ¿Es tan extraordinario, después de todo, que un auto pase dos veces por el mismo sitio? No hay que tomar las cosas...

Pero no, no; le habla, evidentemente ve que le habla, sí, y de una manera particular, insinuante. No es la forma común, hay que admitirlo, de dirigirse a una chica, a una criatura casi. Hay algo de ambiguo, algo de repugnante en la actitud del tipo, y de esto puede darse cuenta cualquiera.

Además... además el auto ha vuelto a pasar, muy despacio junto al cordón, y no es coincidencia, no es coincidencia entonces. Ricardo Estévez ha visto, o ha creído ver, una seña casi imperceptible del hombre de marrón al hombre que maneja el auto. Y ve también cómo el auto, por tercera vez, sigue su camino, lentamente, pero sin detenerse.

Tiene entonces como un relámpago de repentina lucidez y recuerda cosas, cosas oídas quién sabe cuándo, viejas historias turbias, aterradoras, difíciles de creer, alguna noticia perdida en algún diario, algún terror lejano de su niñez; y percibe de pronto y con absoluta claridad dos hechos: primero, la presencia, la viviente y palpable presencia de un mundo oscuro, inconfesado, terrible, casi se atreve a llamarlo demoníaco, sin cabida hasta hoy en su mundo (gris sí, mísero sí, pero claro, entendible, Dios mío, terrestre, hecho a su medida de hombre). Mundo subterráneo que irrumpe violentamente en su propio mundo como vomitado desde las tinieblas. Y segundo: que él, Ricardo Estévez, evidentemente, y también un poco sorprendentemente, el único que lo ha percibido y lo ha reconocido a ese mundo, es quien debe intervenir, hacer algo.

Siente entonces un extraño hormigueo en las rodillas y en las manos. El corazón le golpea con fuerza. Súbita y milagrosamente se ha curado de su dolor de cabeza y de su malestar al hígado. Todo su cuerpo (¿pero no era decrépito?, ¿no era miserable?) está como en tensión, excitado, dispuesto no sabe bien todavía a qué. ¿Miedo?, sí, tal vez un poco de miedo, no lo niega, pero eso no cuenta mucho ahora, porque ha visto al hombre de marrón que se ha acercado un poco más a la chica; le habla y, de tanto en tanto, mira en la dirección por donde se acercará el auto. Todo de manera sutil, simulada, casi sin gestos; hasta el punto que ninguno de los que están allí alcanzan a darse cuenta de nada. Ricardo Estévez los mira y los vuelve a mirar como esperando un milagro, como esperando que, de un momento a otro, se rompa ese misterioso encantamiento que les impide ver eso que él, que sólo él, con una agitación que va en aumento, está viendo.

Pero ve que el viejo del quiosco se ha dormido, y que los muchachos en la vidriera del café siguen charlando, fumando, mirando desaprensivamente hacia la calle. Tal vez podría acercarse a ellos, hablarles, explicarles, y entonces todo sería más fácil, más lógico. Casi está por hacerlo cuando se detiene de golpe. Y... si éstos también fueran... -alcanza a pensar mientras los mira aterrorizado, y oye a sus espaldas el ronroneo apagado de un motor.

Se da vuelta y sí, es el auto que vuelve. Por eso el hombre de marrón se ha acercado a la chica casi hasta rozarla con el hombro. ¿Y ella? ¿Pero será posible, esta tonta, que no atine a nada, que no grite, que no se defienda? Se queda allí en cambio, como aturdida, como hipnotizada. Es... es algo raro, tortuoso, algo que a Ricardo Estévez le provoca una sensación de asco y de espanto al mismo tiempo. Una serpiente... -piensa- así deben hacer las serpientes para hipnotizar a los pájaros. Imagina los movimientos lentos, sinuosos, la malla invisible que los va aprisionando hasta dejarlos totalmente inmóviles, sin defensa.

Ve el auto que viene marchando lentamente junto al cordón. Tiene la portezuela de adelante abierta. Ve cómo, el hombre de marrón, con un solo y firme movimiento, medido y enérgico, la acerca, la arroja casi contra la portezuela.

No se puede explicar cómo, pero Ricardo Estévez se encuentra junto al hombre de marrón, agarrándolo de un brazo, gritando, intentando malamente golpearlo.

La chica se separa bruscamente del auto, y huye corriendo en dirección a Echandía.

Recién entonces siente el brazo del hombre de marrón entre sus manos: un brazo ancho, firme, nervudo. Ve su mirada animal fulminándolo con rabia, y casi espera, ésa es la verdad, casi espera, mientras intenta unos golpes torpes, ineficaces, que el otro se le abalance para castigarlo ferozmente, para estrangularlo, para matarlo.

Pero en cambio no, con sorpresa ve que el otro no responde a sus golpes, que lo mira durante una fracción de segundo, y mira al auto con impaciencia, y tiene un momento de vacilación, hasta que, con un empujón violento, lo desprende fácilmente de sí, lo lanza como a un muñeco. Ricardo Estévez siente chocar con fuerza su espalda y su nuca contra el tronco de un árbol. Dolorido y mareado todavía alcanza a ver cómo el hombre de marrón se dirige rápidamente hacia el auto; ve cómo apoya un pie en el estribo, y se agacha, y se toma de la portezuela como para subir.

Pero bruscamente se vuelve y se le acerca. Trae -recién cuando lo tiene encima puede verlo- un pequeño cuchillo en la mano.

Ricardo Estévez siente el dolor del puntazo en el vientre, sólo unos segundos antes de ver cómo el auto se aleja, no a mucha velocidad, por Avenida del Trabajo.

Todo fue increíblemente rápido. Tanto que nadie, ni los muchachos que estaban allí, a pocos metros, se han dado cuenta de nada.

Recién cuando se desliza hacia el suelo, apoyado contra el árbol, apretándose el vientre con las manos, algunos, con curiosidad, se le acercan. Apenas con tiempo para oír cuando, pálido, muy pálido, pero sonriendo, antes de desmayarse alcanza a murmurar:

-¿Has visto, pibe?


A partir del año próximo, el sumario de Hojas del Abanico se ampliará con la incorporación de destacados narradores latinoamericanos.

El equipo de Abanico les desea Felices Fiestas .