"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

martes, 3 de julio de 2012

JOSÉ PORTOGALO: La vida es de nosotros, los que hacemos la vida.


La literatura argentina se ha nutrido, a través de todos los tiempos, de exponentes nacidos en las raíces de los suburbios  o en el seno de los conglomerados populares que crecieron atravesados por costumbres, hábitos y códigos trasplantados   de otros países. La escritura testimonial, saturada de melancolía patológica, no era otra cosa que el lamento provocado por un exilio caracterizado por las frustraciones acumuladas  y desencadenado por  la crisis  que el poder económico había sometido ruinosamente a  una población que solo contaba con sus manos para el trabajo.

En este marco referencial, el problema de la cultura se presenta cuando uno decide investigar el enorme dilema: cultura producida por las clases populares o cultura impuesta a las clases populares. Y sin alejarnos demasiado, ingresamos a otro terreno: cultura popular y cultura de masas.

La cultura popular es una expresión muy antigua, ciertamente bastardeada y denostada como concepto. Lamentablemente esta desnaturalización  conduce a la creencia de que la cultura popular acaba casi identificándose con la cultura de masas, ya que la cultura de masas en sentido moderno supone una industria cultural.

Tomemos como ejemplo la literatura de  colportage  o “trabajo del colporteur” como se denominaba en Francia desde fines del siglo XVIII (1796), al vendedor ambulante de libros religiosos. La palabra procede del francés medieval comporteur.

Con el tecnicismo literatura del colportage, se alude en los estudios culturales, a los libros que, a mediados del siglo XIX, difundían los vendedores ambulantes en ámbitos rurales.


El historiador francés Robert Mandrou, un hombre que provenía de un origen humilde -su madre costurera, su padre ferroviario- basándose en la literatura del colportage, es decir: los libritos de cuatro cuartos toscamente impresos (almanaques, coplas, recetas, narraciones de prodigios o libros de santos) que vendían por ferias y poblaciones rurales los comerciantes ambulantes; toma el concepto y lo reformula adjudicando a esta narrativa la denominación de lectura de evasión. De ahí que concluya: “Esta literatura, habría alimentado durante siglos una visión del mundo imbuída por el fatalismo y determinismo, de portentos y de ocultismo, que habría impedido a sus lectores la toma de conciencia de su propia condición social y política, con lo que habría desempeñado, tal vez conscientemente, una función reaccionaria.”

A pesar que, según parece, las tiradas eran muy altas y aunque, probablemente, cada ejemplo se leía en voz alta y su contenido llegaba a una amplia audiencia de analfabetos, los campesinos capaces de leer -en una sociedad en la que el analfabetismo atenazaba a tres cuartas partes de la población -  eran sin duda una escasa minoría.

En línea paralela también podemos registrar la literatura de cordel de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, bautizada como literatura en boca de ciegos que precisamente nos puede dar una idea más perfecta de los procesos de formación de lo estrictamente popular, porque popular es su pueblo y popular el que vive  en ese entorno donde unas veces crea y otras rapsoda, en el sentido estricto de la palabra.

 

Se trataba, en síntesis, de una literatura fugaz, espontánea, cuya temática obedecía a temas cotidianos, a episodios históricos, a leyendas populares o religiosas. Era una narrativa callejera que podía adquirirse en las esquinas de las ciudades y en los pequeños pueblos. La presencia de toscos grabados facilitaba la comprensión, por lo que solían ser utilizados como textos de lectura para niños.

Existía la figura de un ciego, transmisor oral o recitador, y a veces no era un invidente sino un charlatán que hacía de mediador entre la obra y el público.

Poco a poco, esta figura fue sustituida por la del simple vendedor callejero o buhonero.

Con lentitud, ya a finales del siglo XIX, los pliegos de cordel desaparecieron por diversas causas: la evolución de la sociedad y, sobre todo, la aparición de la prensa barata y popular, que le arrebatará en buena parte su destacado lugar entre el público popular.

 Este camino repleto de costumbrismo, de denuncia, con pinceladas fatalistas, donde reinaba el pesimismo, el fracaso y la soledad espiritual, será transitado de una u otra manera por los trovadores contemporáneos que cantaron a la vida sencilla, a las simples cosas, al malestar cotidiano que palpitaba en las barriadas, en los conventillos, en los obradores, en las casas de citas, en el centro de una ciudad endemoniada.

 

La literatura social tiene enormes matices. Hay abismos entre un autor y otro, pero el verso quebrado y doloroso siempre recurrirá a los factores de desigualdad, a la carencia afectiva, al maltrato, a la condición mínima para ser reconocido como obra literaria.

Casi todos los críticos concuerdan en que lo social condiciona al arte y aquí nuevamente la valoración de arte mayor y arte menor.

Sin entrar en polémica, nuestro objetivo está más centrado en el individuo y en esa realidad que sólo tiene sentido cuando se analiza al autor y sus influencias.

 

José Portogalo (seudónimo de José Ananía, 1904-1973)  es un fiel exponente de esta corriente. Nació en un hogar humilde de Calabria (Italia), donde la ausencia del padre marcaría sus primeros años. Su madre, Dominga Gualtieri, cansada de esperar el regreso del marido, decide embarcarse con el pequeño rumbo a Buenos Aires en busca de su esposo, quien había viajado a la Argentina intentando mejores condiciones de vida. En el verano de 1909 se instalan en un conventillo del barrio de La Boca y salen al encuentro del ser querido. Finalmente lo hayan  aunque la sorpresa fue grande: el hombre había decidido cambiar su destino y tenía una nueva familia.  Con el dolor a cuestas Dominga, como tantas mujeres inmigrantes de esa época,  decide pelearle a la vida y se gana el sustento diario lavando ropa para otros; en tanto, José con sólo 5 años, sale a la calle con un cajoncito de lustrabotas para traer a la casa unas monedas más. Su madre, desolada,  conocerá a un hombre que le dará el apellido al niño, es un vendedor ambulante de pescado con quien Dominga intercambiaba momentos de diálogo en el conventillo. Después de un tiempo se unen en pareja. El comerciante pasará a ser el padre adoptivo del niño. A partir de entonces, José Ananía  se transformará en José Portogalo.

El poeta trabajó como florista, vendedor ambulante, pintor, albañil y hasta bailarín profesional de tango, antes de aferrarse a los versos sociales. La mejor semblanza que se puede ofrecer de su vida es la que rescata su hijo, Pablo Ananía, en este texto:


Memorias del mundo sin Dios

Fue una tarde de agosto de 1909, hace 92 años. Muertos de frío, los dos pibes se miraron sin hablarse. Uno, el lustrabotas, se mordía los codos de envidia cuando relojeaba que el otro, en la esquina de Corrientes y Esmeralda, gritaba fórmulas esotéricas para que la gente se agolpara a su alrededor, momento en el que abría una valija, sacaba una serpiente de tres metros de largo y la depositaba sobre la vereda mientras le hablaba en términos cabalísticos haciéndole misteriosas preguntas.
El reptil ondulaba, levantaba la cabecita repugnante, movía la cola y, cuando parecía que estaba a punto de dar una punzada mortífera, el muchacho -un tal Carlos R. Muñoz del Solar- lo recogía, lo arrollaba, le decía a su público que la presunta cascabel estaba bajo sus poderes de hipnosis y así podía servirle de bufanda mientras verseaba: "Vean, vean ustedes este aparatito mágico de 20 centavos de industria alemana y estas únicas hojitas de afeitar fabricadas en Gran Bretaña a sólo 3 centavos una ganga cuidado con la serpiente llévese señor este aparatito para la patrona ojo no la toque que si lo muerde lo mata llévese el aparatito...”.
El chico -charlatán, imaginativo y estrafalario- tendría unos 12 años y el otro, el lustra -el tanito que apenas hablaba en cocoliche, Giussepe Anania-, apenas 5. Los dos vivían en la Boca y a veces "trabajaban" en las barrancas de Belgrano pero aquella fría tarde de agosto, allí, en esa esquina del centro, fue donde se hicieron amigos y el mayor (el que después sería el Malevo Muñoz, el que más tarde todavía tomó el nombre definitivo de Carlos de la Púa) le enseñó al menor (el lustra, el que luego sería José Portogalo) cómo se bailaba el tango mientras recitaba en voz alta, a los gritos, para darse aires canyengues, los apuntes que Carriego ya había hecho para "El Alma del Suburbio":

En la calle la buena gente derrocha
sus guarangos decires lisonjeros
porque al compás de un tango que es La Morocha
lucen ágiles cortes... dos orilleros

Imagínense a esos dos pibes, perdón, dos orilleros -cuando apenas comenzaba el siglo veinte- con semejante caudal de humor, deseo y fantasía: el alumno aprendió rápido. Y se hizo milonguero, compadrito, bailarín profesional. Traje cruzado, funyi, solapas de terciopelo en el abrigo largo y entallado, Portogalo -todavía por algunos años más Anania o Ananía, vaya uno a saber- empezó a ir por su vida adolescente con taquitos malevos mientras no empuñaba la brocha gorda de pintor de paredes.

El inmigrante

Fue feliz, es cierto, pero tuvo esa vida dura del inmigrante de tercera categoría. Nacido en 1904 en plena calle y desamparo, en Savelli, un pueblito arrasado por la pobreza, enquistado en la cumbre de una montaña, en el sur de Italia, en la Calabria, llegó a la Argentina a los 4 años con su madre, una tana inmensa, analfabeta, amorosa y extraordinaria: Dominga Gualtieri. Y con ella (que vino en busca de su primer marido) se instaló en la Boca para laburar de lustrabotas dos días después de bajar del barco. Ella encontró al Ananía original, su esposo, casado con otra y decidió ceder a los encantos de un vendedor ambulante de pescado (otro calabrés de Catanzaro, de apellido Portogalo) que asumió como suya la paternidad sobre Pepe, como Dominga llamó a su hijo desde chiquito.
Hasta los 28 años, el Pepe Portogalo hizo de todo para ganarse la vida mientras ella lavaba la ropa del conventillo y el vecindario: lustra, vendedor de diarios, florista, vendedor ambulante, portero de escuela en la época de Uriburu y -desde los 15- bailarín profesional de tango en la escuadra del famoso Cachafaz, con el que frecuentaba los salones más temibles: la Colonia Italiana de la calle Paraná 555, el Primo Círcolo Mandolinístico Italiano, la Nazionale Italiana, La Argentina, el ABC, a dos cuadras del mercado de Abasto, al que se lo conocía con el nombre de El Gato Negro, donde sólo se bailaba entre hombres todas las noches y los sábados y domingos con mujeres.
Por esa época -mientras ya el Malevo Muñoz se incorporaba al diario Crítica como aspirante (aprendiz de cronista) y se transformaba para la mitología porteña en Carlos de la Púa- Portogalo empezó a escribir poemas copiando a Almafuerte, imitando a Carriego, soñando con llegar a ser célebre y eficaz como Rubén Darío.

Subversivo y pornográfico

Anarquista, insolente, arañó esa fama en los años treinta pero de una manera impensada: su tercer libro, Tumulto, aparecido hace exactamente 66 años, en el mes de noviembre de 1935, provocó un escándalo infernal por su tono subversivo, injurioso y apasionado. Se ganó un premio municipal que nunca le pagaron y luego le confiscaron, pero agotó insólitamente una edición completa de 1500 ejemplares antes de que lo prohibieran.
Se había convertido en el primer poeta de Buenos Aires con la realidad social metida debajo de las venas de su agrio escepticismo, de un humor descalabrado, orgulloso y triste. Eran esas épocas tremendas: de persecución política, de hambre, dolor, angustia y absoluto desprecio por la dignidad humana. Con Tuñón y Olivari, fue Portogalo uno de los primeros que puso en sus versos a la dactilógrafa que ganaba 30 pesos por mes y moría tuberculosa. El poeta de Tumulto le cantaba a los canillitas, a las maestras y a los proletarios, a los seres sin familia y sin techo, sin amor y sin compasión.
Pero como ningún otro lo hacía con la incontenible violencia de los anarquistas románticos. Su ofuscación era la cara visible de una fermentación interior. Vivía en un tiempo desgarrado y dividido contra sí mismo, una época -quizá tan feroz como la actual- en que era imposible no preguntarse por los valores perdurables de la realidad humana en peligro de derrumbe.
No era Portogalo el que hablaba en Tumulto: era su propia época la que en ese libro se cuestionaba a sí misma.
Cada poema es una dentellada, un grito, la condición necesaria para advertir -con verdadero temblor profético- el advenimiento del abismo, el ingreso progresivo de una civilización -la occidental- en el cono de sombra de la disolución, un mundo sin Dios que desciende a las tinieblas de la noche histórica.
Fue amado y odiado con igual intensidad. Los críticos oficiales lo despellejaron. Estaba en la lista de los autores indeseables. Pero la gente del suburbio lo ensalzaba violentamente. "De mí -escribió en el diario Noticias Gráficas en su propia defensa muchos años más tarde- hablaban mal los pedantes de filosofía y letras, los notarios, los escribientes de policía y los párvulos que escribían sonetos gongorinos. Me miraban con ojeriza los revolucionarios de papel maché encolumnados con toda la reacción".
Al fin, hizo Tumulto tanta hojarasca que a Portogalo le retiraron la carta de ciudadanía argentina y le iniciaron un juicio por el que fue condenado, con Demetrio Urruchúa, el pintor que ilustró la obra, a la pena de prisión preventiva por un año. "Fui el pornógrafo de los falsos moralistas, el nihilista patológico de los falsos intelectuales, el cuco de la burguesía pudibunda que leía a Pitigrilli escondida entre las sábanas y de los hipócritas contumaces que con toga o sin ella alardeaban de honestos", se vanagloriaba en su artículo Portogalo que, perseguido, sin nacionalidad, con el alma lastimada y sin trabajo se tuvo que exiliar en Rosario primero y en Montevideo un tiempo después, cuando el golpe nacionalista del 43 amenazaba con su destierro o la cárcel por largo tiempo.

Cambio de rumbo

Es en Uruguay donde se distancia de Lucio (del que nadie ya sabe su apellido), el anarquista argentino que los formó políticamente a él y a de la Púa, y se embandera como camarada de ruta del Partido Comunista argentino, junto con Raúl González Tuñón, Leónidas Barletta y Elías Castelnuovo. Pero esa es otra historia que oscurece -en realidad- la conciencia luminosa que reverbera en los versos de Tumulto, sin duda su mejor obra, la que pone de manifiesto el abyecto servilismo de la clase intelectual de la época frente a las ideas libertarias que a él lo consumían.
Tumulto es un documento vivo y patético en la conciencia de cuyo autor está presente la calamidad de un tiempo que él conocía muy bien, con su desgarramiento y su dolor, hacia donde llevara los ojos: la inmigración, la infancia, su madre, sus compañeros de andamio y brocha gorda, sus hermanos proletarios, los piringundines portuarios.
La vehemencia verbal -habría que decir meridional, en verdad- de ese libro, su intolerancia combativa, su desprecio por los hipócritas clericales, su odio por el imperialismo y los capitalistas, confunde sus objetivos políticos. Y (mandatos de los stalinistas del Partido que no supo o no quiso eludir) con los años se van aplacando sus intensas pasiones subversivas. Del pibe aquél que hería la noche con el Malevo Muñoz ya no queda ni su armónica plateada, una pequeña joya que conservó hasta su muerte. A veces, precisamente poco antes de morir, hacia mediados de 1973, alguien bien podía verlo, solitario, menudito, perdido en su mundo y al borde de la desmemoria, envuelto en su sobretodo negro y con el funyi ladeado, caminando la madrugada porteña, merodeando por el puerto o las estaciones ferroviarias, atraído seguramente por el banderín de algún mástil o las estridentes locomotoras que se tragaban el horizonte.
Tumulto es el tercero de sus 12 libros, el que sin duda revela su lírica intransigente. Después vinieron otros, tal vez más prolijos, quizá más acordes con su época de mansedumbre militante, cuando más cerca estuvo de Tuñón y Juanele Ortiz, de Guillén y Neruda, amigos todos -chinoístas o prosoviéticos-, envueltos todos en la mística revolucionaria de los años cuarenta.
A Ortiz lo unía su amor por la China de Mao y el tabaco negro. A Neruda y Guillén la camaradería partidaria, la admiración por la Madre Rusia, el amor incondicional por la Cuba revolucionaria. Con Tuñón compartía el tinto y el semillón, la redacción de Clarín, la amistad de sus mujeres, las comilonas en los restaurantes del pasaje Carabelas. A Ortiz y Guillén, cuando se llegaban hasta Buenos Aires, los hospedaba en el departamento que alquilaba por 40 pesos en Villa Ortúzar. Dormían en la pieza de sus hijos, en el primer piso del 3883 de la calle Avilés, casi esquina Estomba. Ulises Petit de Murat -su otro yo, su más íntimo amigo de la vejez, su contracara católica y anticomunista, su compinche racinguista- le disputaba el vínculo con Juanele y los invitaba a ambos a comer a los boliches cajetillas de Belgrano.
Hacían un trío estrafalario: Ortiz, flaco como una espiga, ya doblado como un junco, con sus anteojitos y su boquilla finita de hueso y ébano, Petit con su traje gris perla y chaleco, saco cortón, bigotito gris y sonrisa gardeliana, con apariencia de banquero o de aristócrata arrepentido, y el viejo Porto -con su andar de cachafaz, pelada incipiente, el encendedor carucita y el paquete rojo de Particulares sin filtro arrugado en la mano- discutían airadamente de política. A veces, los domingos al mediodía, en la casita de Ortúzar, doña Dominga Gualtieri de Portogalo (su madre) amasaba tallarines. Era cuando Ortiz se venía de Entre Ríos y se les unía González Tuñón, adicto del tuco con estofado regado con el buen vino de las botellas que llevaba de regalo envueltas en papeles de diario. Al terminar, los cuatro salían a tomar mate amargo hasta la puerta de calle, se sentaban en el cordón de la vereda o sobre un escalón de la mueblería de Moisés y en compañía del judío cachafaz, progre y generoso del barrio miraban el picado con pelota de goma de los chicos de la calle Virrey Avilés. Discutían mucho de fútbol. Ni falta les hacía hablar de poesía.




Sobre Tumulto, el recordado poeta y periodista Daniel Chirom, así se refería:

Un poema legendario

 Tumulto es un libro maldito de nuestra poesía. Todos conocen su nombre. Pocos lo han leído. La razón es sencilla: ganó el Premio Municipal de 1935 pero casi inmediatamente fue prohibido. Es un poemario ferviente, despojado, militante, revulsivo, de un ritmo potente, con versos a cara o cruz. Si se lo lee ignorando su autor y su época, parecería el poema de un poeta beatnik. En su primer libro, Tregua (1933), Portogalo respeta la métrica tradicional, pero ya en su segundo poemario, Tumulto, influenciado por la poesía norteamericana de Carl Sandburg y Langston Hughes (al primero, la crítica de su país lo calificó como el sucesor de Walt Whitman, especialmente por su extraordinario poema Chicago), deja toda atadura para lanzarse a la aventura del verso libre.

En el prólogo a Tumulto, firmado por la editorial Imán, se dice que "...otros poetas podrán huir a su realidad y a su tiempo y otorgar al medio de su poesía un fin diverso...El autor de Tumulto en cambio, se enfrenta a él: más todavía, responde a un ritmo que tiene urgencia dinámica y sale de una realidad con frecuencia dramática".
El lector podrá inferir fácilmente el porqué del escándalo que desató Tumulto y su posterior prohibición. Lejos de resultar "naif" su lectura, como sucede con otros poemarios de la época, Tumulto conserva todo su vigor. Quizás, en estos versos del libro, se resuma su espíritu. "Disculpadme, compañeros poetas, este cartel sin Poesía. / Pero hay hambre en el mundo, hambre en las bocas del mundo. Y yo tengo un par de gritos violentos y unas ganas tremendas de vivir”.

Es de imaginar el efecto que pudo haber producido en la sociedad de la época un poema como éste:

..Oh, camaradas / qué lindo sería poseer a las muchachas sobre la tierra / y ensuciarles la boca con zumo de pasto y las mejillas con zumo de pétalos / Envenenarles la sopa a los millonarios que duermen / Violar los cerrojos de los conventos para besar a las mojas / Subirnos a los rascacielos y mear los escudos del congreso eucarístico / con el beneplácito de Jesús y la venia de los ángeles / bajo la vigilancia de las nubes y el corazón / de Dios que arde en el cielo / llenar las valijas de los turistas católicos con dinamita / He irnos desnudos por los caminos del mundo / desnudos y alegres como el hombre que vio la primera luna / o la mujer que nació al deseo junto a las raíces y las bestias…

 
Raúl Gonzñales Tuñón escribió sobre su amigo:

“Tanto en su prosa como en su poesía, Portogalo tiene algo luminoso. Casi todos los poetas tienen una palabra que los define y los distingue, Portogalo es el poeta de la luz en todas variaciones y manifestaciones. Portogalo cantó a las usinas, a las fábricas sórdidas, a los suburbios grises, a todos esos lugares donde la luz está encerrada como los inquilinatos o las viejas casas que los pobres tienen en los suburbios. Él liberó una luz recóndita, escondida en todos esos lugares pobres, feos y chatos, aparentemente nada poéticos, y a esos aspectos sombríos los llenó de una luminosidad que, por otra parte, está en su interior, en su espíritu, en su manera de ser”.

Un poema a las 6 de la mañana

Podría cantar la desalquilada vigilia de las prostitutas,
el motín callejero de los gorriones en la urbe.
De mis manos inválidas, de mis pies doloridos,
pero el canto de un gallo
que abre la mañana con los dedos de un ángel sin aureola,
suena en mi corazón -íntimamente-
y en mi sangre
alza su tono de armónica meridional
para recordarme que soy un hombre huérfano en mi ciudad.
Mi ciudad: La de las grandes riquezas y las grandes miserias.
La de los grandes chantajistas de guantes color patito:
Gerentes de banco. Presidentes de asociaciones patrióticas:
Directores de grandes rotativos. Críticos de Arte. Periodistas.
Urruchúa los pintaría con una ganzúa en los labios
y el alma junto a tu voz que enrula un tango de Filiberto.
Sé que me querrías si te hablara de amor,
aunque te desangres diez horas en una fábrica de tejidos
y sufres el asedio de un gerente mulato
-oblicuo como la sombra de una pared a media noche-
Porque tú necesitas un hombre, amiga, y yo necesito una mujer.
Asaltamos el alba a tiro limpio
Ramón Sender
Me trepan los insultos -mareas numerosas-
como trepan los hijos al cariño de un hombre.
Tengo las ansias llenas de ganarme en un grito.
Grito: ¡La vida es nuestra! y abro los horizontes.
Puertas de bronce viejo, de hierro remachado,
caerán cuando se agrupen las voces en un puño.
Hombres desvencijados, de espaldas a la vida:
así dancen las balas no serán de este mundo.
A los calvos de ideas, con sangre de pantano,
a los viejos que ensucian las palabras más altas,
les hago una advertencia: conmigo están los brazos
de aquellos que arrancaron de sus ojos las lágrimas.
La humildad -ese viejo mascarón- no hará suya
nuestra carne que es nudo de un clamor que echa ramas
y en sus climas oscuros, como a un árbol raíces,
nutren de savia pura los cuencos de su entraña.
Y ¡guay! del que esté en contra de nosotros, los pobres,
esos ríos de sangre, silenciosos y lentos,
que bajan hasta el pozo más hondo de la tierra,
que suben hasta el límite más alto de los cielos.
La vida es de nosotros los que hacemos la vida
a gotas de sudor, de ímpetu, de fuerza
y que jamás o nunca tenemos una cama
donde cavar la hondura de un vientre en primavera.
Nos vejan, nos explotan, nos reducen a cero,
si agitamos un grito de protesta nos castran.
Nos orinan la baba de un exiguo salario
y nos cuadran en leyes como a burros de carga.
Y hablan de La Piedad, de La Bondad, del Arte,
sacerdotes, artistas, profesores, poetas,
los que en nombre del pueblo se erigen en vigías,
¡esos hijos de puta con almuerzo y con cena!
Ah señor Jesucristo: no queremos tus frases
-panes sin levadura-, magníficas, humanas,
que no son más que frases pero que nos inhiben
y destapan, astutas, nuestros poros de lágrimas.
No queremos tus frases. Yo que vengo de abajo
y que anduve entre obreros con hambre y manos sucias,
que sé lo que es el mundo, este mundo de mierda,
te lo digo derecho: tus palabras son putas.
Al carajo con todas las parábolas bellas.
Al carajo con todos los escrúpulos sordos.
Presentemos las armas proletarios del mundo
y a tiro limpio, firmes, vaciémosles los ojos.
La vida es de nosotros, los que hacemos la vida
a gotas de sudor, de ímpetu, de fuerza,
y que jamás o nunca tenemos una cama
donde cavar la hondura de un vientre en primavera.


César Tiempo es otro de los amigos que nos dibuja la imagen de un Portogalo entero, con la misma metáfora que Raúl González Tuñón lo definiera:

José Portogalo, el poeta de la luz
 
A Portogalo lo conozco hace más de cuarenta años. No puedo precisar la fecha con exactitud. El era primo de un poeta anarquista, Fernando Baltieri, autor de un libro, Clarinada, y que dirigió muchos años un periódico que se llamaba La voce dei calabresi. Como Portogalo, era calabrés. Porque Portogalo es de Sabeli, un pueblo que conocí mucho después, un pueblo seco y polvoriento. Vino a la Argentina de cuatro o cinco años, traído por un tío. Sabeli es un pueblo de la provincia de Catanzaro, en Calabria. El apellido Portogalo era de su padrastro. Su apellido real es Ananía, José Ananía, como uno de los personajes bíblicos que acompañaron a Daniel en la cueva de los leones.
Llegó con su padrastro que era pintor de paredes e hizo el escalafón de la calle: José fue vendedor de diarios, lustrador de calzado, albañil, portero de escuela -le gustaba decir que era "concertista de campana", especialista en tocar la campana para escapar antes de la hora-. En una de esas combinaciones, no sé si haciendo algún mandado o qué, conoció a un general, el general Bellomi. En esa época, José leía mucho, sobre todo a Guerra Junqueiro, a Rubén Darío, a los modernistas. El general Bellomi le preguntó en qué podía ayudarlo. Pero no lo ayudó con un empleo público, sino que lo habilitó con unos pesos para comprarse un carro de verdulero, un carro y un caballo. Como Pepe era un poeta auténtico, se comió el carro y el caballo, y al poco tiempo volvió a los andamios.
Yo lo conocí por ese entonces, cuando ya era albañil o portero de escuela. Yo vivía en la calle Entre Ríos, al lado de la casa de la novia de Enrique Banchs, a quien sabía ver en la esquina haciendo el novio, esperando que el padre que era almacenero, don Luigio Malinverno, abandonara el negocio para meterse en la casa.
Muy de muchachos anduvimos vinculados al grupo de Claridad, al grupo de Boedo, que tenía los talleres y los depósitos de libros en la calle San José y Garay, a cuatro cuadras de casa. Portogalo me trajo los primeros versos y yo se los hice publicar en Claridad donde según creo, también publicó su primer libro, Tregua. Tumulto lo publicó en 1935. Ganó uno de los premios municipales. Yo había ganado el año anterior el primer premio y por eso la Intendencia me nombró miembro del jurado. En esa época, el jurado estaba integrado por concejales, cosa que después no ocurrió. Un concejal-jurado era conservador y el otro socialista. Lizardo Molina Carranza por los conservadores y Juan Unamuno por los socialistas. Era intendente, por ese entones, Mariano de Vedia y Mitre. En el seno del jurado se peleó bastante. Yo lo sostenía a Portogalo, sobre todo por su condición de hombre pobre, de obrero, de hombre de la calle que necesitaba un estímulo económico para poder seguir. Banch decía que a él no le interesaba la situación personal. El defendía a Jorge Obligado, hermano de Carlos, un muchacho de posición económica muy desahogada y sin ninguna clase de problemas.
El primer premio era de 5 mil pesos, el segundo de 3 mil y el tercero de mil. Yo defendía el de mil para Portogalo.
Banch decía:
-A mi, fundamentalmente, me interesa la obra.
Yo le replicaba:
-No. El premio es municipal. La Municipalidad estimula a los hombres de la ciudad que han hecho alguna obra y que necesitan hacerla. Ahora el régimen se ha modificado completamente, al punto que los premios municipales son más ricos que los premios nacionales.
Entonces, Molina Carraza me pregunta:
-¿Usted leyó el libro?
-Cómo no lo voy a leer. Es sensacional. Poesía auténtica.
Exageré un poco la nota.
-Yo lo voy a apoyar,me dijo, finalmente, Molina Carranza.
Unamuno también me apoyó. No quiero ser inexacto, pero me parece que en el jurado estaba igualmente don José A. Oria. Resultado: conseguimos cuatro votos contra tres a favor de Tumulto, el libro de Portogalo.
Al día siguiente la noticia del premio se publica en La Nación. De Vedia y Mitre lo llama en seguida a Molina Carranza, que era concejal de su partido, y le dice:
-Le voy a leer una poesía, ¿qué le parece?
Y le lee un poema de Tumulto donde Pepe se orinaba en las pilas de agua bendita, y otros exabruptos por el estilo.
-¡Esto es un horror, caramba!-exclamó Molina Carranza.
-No sólo es un horror- le respondió de Vedia y Mitre-, sino que, además, usted lo ha votado para uno de los premios municipales. ¿Cómo es eso, concejal? Lo ha estimulado con dineros de la Municipalidad. ¿Cómo es eso?
-Retiro la firma-¡¡¡retiro la firma!!!, dijo Molina Carranza.
Pero Unamuno que era muy amigo nuestro, ya lo había acompañado a Portogalo a la mañana y éste había cobrado el premio en la Municipalidad.
Otro ejemplar humano bastante curioso inició un juicio contra los jurados, por malversación de caudales públicos. Era un tal José Andrés Capezze, redactor de La Prensa. Un tipo increíble. Me parece que la Municipalidad, o la policía, no recuerdo, inició un proceso por ultraje al pudor. Lo cierto es que a Pepe le cancelaron la carta de ciudadanía a raíz de eso. Y tuvo que irse a Montevideo. Porque el libro desencadenó una serie de iras terribles, y a lo que era un acto de libertad de un hombre que hacía poesía sin ataduras, los "bien pensantes" de entonces le dieron una trascendencia desmesurada.
Sin embargo, todo eso lo favoreció bastante a Portogalo. En Montevideo se conectó con poetas, con periodistas. Se hizo amigo de Alfredo Mario Ferreiro, de Enrique Amorin, de Nicolás Fusco Sansone. Y comenzó a hacer periodismo.
Después de mucho tiempo volvió al país, se fue a Rosario, hizo mucho periodismo y más tarde pasó a Córdoba. En Córdoba se hizo amigo de Deodoro Roca, de Gregorio Bergman, de Luis Reynaudi, que era secretario de redacción de El País. Se hizo de un ambiente muy simpático. Una de mis piezas, Pan Criollo, se estaba dando en Córdoba, con Blanca Podestá. Portogalo me avisó y entonces fuimos al estreno en el Teatro de la Comedia.
Poco después, Portogalo se casó con Eva Ambas. Tuvo dos hijos. Uno es periodista, Pablo Ananía, y la chica está casada y vive en San Isidro.
Un editor de Mendoza, D'Acurzio, le publicó hace algunos años una antología, con prólogo de Luis Emilio Soto. Después editó Juan Tango que tuvo bastante resonancia. Fue la primera vez que le pagaron derechos de autor. Cobró, creo, 10 mil pesos. Con el seudónimo de Díaz Bustamente ganó un concurso literario en La Prensa.
Su última etapa periodística fue en Clarín. Una vez lo invitaron, me parece, a China Popular. Hizo un hermoso periplo por Oriente. Demoró más de un mes su regreso y, al volver, se encontró con que había quedado cesante de su cargo en Clarín. Pero, después de tantos años de periodismo pudo jubilarse.
Gran devoto de Neruda, gran bailador de tango; cada vez que Pablo venía a Buenos Aires, lo íbamos a ver al Castelar o a los bares. Muy amigo de Raúl González Tuñón, de Ulises Petit de Murat y de Samuel Eichelbaum. A Eichelbaum lo visitaba en su casa, le leía sus poemas, y cuando Eichelbaum murió, siguió frecuentando a su familia.
En nuestros primeros tiempos de bohemia forzada, hemos cantado en colaboración grandes "Toscas". "Cantar la Tosca" se llamaba, en ese entonces, a hacer un gran consumo en una lechería y salir disparando sin pagar. Frecuentábamos una lechería de la calle Entre Ríos, entre Estados Unidos y Carlos Calvo. A la vuelta vivía Alvaro Yunque que, cuando venía con nosotros, pagaba, pues no quería plegarse a "cantar la Tosca". Era el rico de nuestra barra. Y si Yunque no venía, esperábamos el momento propicio de disparar.
Otra lechería que frecuentábamos era la de Angel Greco, el autor de Naipe Marcado, que era dueño, no sé cómo, de una lechería. Era un tipo curiosísimo. Usaba lentes de cadenita con un solo cristal: se le había caído una vez y nunca lo repuso. Solía reunir a una serie de malevos impresionantes.
Esa lechería era el deleite de Portogalo y de Roberto Arlt.
Una de las diversiones de Greco era leer los diarios y enterarse por los avisos fúnebres de algún velatorio. Entonces decía:
-Bueno, muchachos, esta noche tenemos función completa.
Ibamos al velorio, porque siempre se convidaba con café y si aguantábamos hasta la mañana, había desayuno. Nos quedábamos con Portogalo y con Aristóbulo Echegaray, Roberto Arlt y Greco. A veces venía Dante Linyera, que también era del barrio, un poeta plutónico, de canciones arrabaleras.
En su plenitud Portogalo hizo muchos contactos con el exterior. Era muy amigo de un poeta cubano, Navarro Luna, y de Juan Marinello. Se escribía constantemente con Juvencio Valle, de Chile.
El milagro de Portogalo consiste en que, habiendo sido un hombre de extracción popular, tan rústica, que tan sólo conoció los primeros grados de la escuela primaria, fue perfeccionando su poesía. Es conmovedora la pasión de Pepe por la poesía. Cuando descubrió a García Lorca, su poesía dio un viraje, se hizo más colorida, más plástica.
Es curioso. Portogalo y Julián Centeya son italianos (Centeya es de Parma) y nadie como ellos es tan porteño. Centeya llegó a Buenos Aires a los 14 años. Portogalo a los 4 o 5. Pero adoptaron la ciudad y borraron lo que habían dejado atrás. Portogalo, además de escribir sobre Buenos Aires los versos más fervorosos, era bailarín de tango, hombre nochero, milonguero, hombre de tertulias.
De ese porteñismo ejemplar se destaca en Pepe una cualidad: la fidelidad a sus amigos; si alguien habla mal de algún amigo, se agarra a las trompadas.
Hace dos años Portogalo recibió el premio de la Fundación Argentina para la Poesía junto con Francisco Luis Bernárdez.
Si alguien me dijera qué rasgo percibo más nítidamente de Portogalo, no vacilo: su generosidad. Yo se lo presenté a un cuentista de origen salteño, Miranda Klix, que publicó Cara de Cristo y una Antología de cuentistas argentinos en Claridad. Era un muchacho esmirriado, lleno de problemas y enfermo -murió tuberculoso, a los 26 años, en Córdoba-. Pero era muy salidor. Participaba de todas las tertulias donde tosía mucho. En una de esas reuniones, terminamos como a las dos de la mañana en un bar de la Avenida de Mayo. Hacía frío. Portogalo se quitó el sombrero y el echarpe y se los regaló. Miranda no quería aceptar y Pepe lo obligó a que se pusiera -casi de prepo- ambas prendas.

La Opinión, 2 de julio de 1972




Poema a Carl Sandburg

"…Y las sargas anónimas de los hombres oscuros
que pelean a brazo partido con la vida
y en profundas calles de extramuros
sufren su humillación como una herida"
César Tiempo

Cómo me alegraría, mi querido Sandburg, que estuvieras aquí,
a nuestro lado, junto a esta verja que da a una calle opaca
y sin chicos que la embarullen como a la calle de los pobres,
hoy que el frío nos agarrota los dedos,
nos humedece la punta de la nariz como a la de los borrachos.

Cantaríamos juntos, mi querido Sandburg, la canción del trotacalles.

Ya los lecheros han dejado sus botellas en los jardines silenciosos
-frágiles y sin arrugas como jardines de calcomanía-.
Por eso me acuerdo de ti cuando oigo sus carros percudir el silencio
que se tiende feliz sobre la calle opaca.

El sol insiste en no tirarnos su bufanda de lumbre para calentarnos
y el aire es tan frío y delgado que nos penetra y duele como un grito.

Atrás de los párpados de las ventanas duermen los millonarios y sueñan.
¿Qué soñarán los millonarios en las mañanas de invierno?
Dime, Sandburg, ¿qué soñarán los millonarios de todo el mundo?
Y sus hijos, ¿qué soñarán en sus cajitas de sorpresa?

Cómo me gustaría haberme hallado en tus años
junto a tus manos pesadas, ásperas, violentas,
porque con ellas has hecho todos los oficios -como yo- y has escrito poemas;
has volteado los vasos en las tabernas
riendo con una risa fuerte de bebedor de whisky y de guapo;
has peleado con los patrones, los porteros, los choferes
y has acariciado los muslos de una muchacha querida para soñar.
¿Qué soñarías en las mañanas de invierno?
Dime, Sandburg, ¿qué soñarías sobre tu carro de repartidor de leche?

-Ah, pero yo soy pintor y nada remedio con estas interrogaciones
mientras mis compañeros lijan los barrotes de la verja
que van como lenguas al cielo para evadirse de la soledad.

Me subiría a tu carro de lechero, de trotamundos, de abremalezas;
arrancaríamos el poema de la urbe
- caliente como raíz o el seno de una madre-
para agriarnos la voz
y blasfemar como los italianos frente a los mercados,
viendo cómo les roban la plata a los pobres turcos y a los pobres judíos
y cómo "levantan" los bultos de los carros y de las veredas
los truhanes que ya han comprado los ojos del vigilante y los del cuidador.

Y con Masters, el masticador de tabaco y amigo de los obreros,
y con Anderson, que antes que millonario prefirió ser poeta,
nos iríamos a mi suburbio, allí donde creció mi infancia
y gané los primeros coscorrones y los primeros centavos
y paladié el sabor de las primeras palabras sucias que no mancharon mi alma;
donde conocí a la única mujer que me quiso
y donde estoy ahora apelotonado como un trasto viejo
vendiendo cara mi vida y mis sueños por la porquería de un jornal.

Nos iríamos Sandburg, a mi suburbio
para acechar la llegada de los vendedores de diarios
-esos ángeles pringosos que me parten el corazón con sus gritos-
cuando el canto de los gorriones hace boquetes en el aire
y el vozarrón de los gallos se riza como una viruta
en ese minuto en que las prostitutas cierran los ojos y sueñan.
¿Qué soñarán las prostitutas en las mañanas de invierno?
Dime, Sandburg, ¿qué soñarán esas mujeres
de palabras duras como sus vidas y frías como sus labios
que no queremos pero en cuyas orillas
hincamos nuestra soledad para habitarla de imágenes?
-Ah, pero yo soy pintor y nada remedio con estas interrogaciones
mientras mis compañeros lijan los barrotes de la verja,
y pienso que no tengo muchacha para acariciarle los muslos
porque el jornal no me sobra y la pobreza me asedia
como el frío de esta mañana de invierno
en que el sol insiste en no tirarnos su bufanda de lumbre para calentarnos.

Film


Una vez a Nemo, "el ángel" le rompí la cabeza de un hondazo.

Yo tenía diez años y un corazón violento como mis malas palabras.
Y una voz agria y dura que sabía colarse en los tranvías
y dar vueltas en las barrancas de Belgrano seguida por los guardianes.

El era un niño rubio y manso dejado de la mano de Dios.
Y hasta tenía los ojos húmedos de un galgo que lame las manos del castigo.
Pactaba con medallitas de lata y se regía por una oración.
Y jamás se le ocurría pensar que a las muchachas había que poseerlas.

Pero éramos camaradas.
Yo con mi afán de romperlo todo. De socavarlo todo.
Hasta las lenguas grasosas del Río de la Plata en días de rabona.
Con mi lujosa agresividad de niño aceptada en rueda de mayores.
Con mi inocencia zumbona de pantaloncitos rotos en el traste.
Con mi alegría salvaje que tuteaba a las "señoritas".

En Echeverría y 11 de setiembre le lustraba los ojos a mi infancia.
Entre el olor y el sabor de la mañana sentada sobre mis rodillas
sacaba mi corazón y en mis manos se lo daba de comer a los gorriones.
Esto hacía gruñir a los ingleses de piernas de palo y voz de vidrios rotos.
Pero mi honda lograba frustrar el servilismo de los porteros,
y el corazón salía ileso porque era puro como la pepita de un carozo.

Entonces yo estaba enamorado de Perla White y de mi maestra de 3er. grado.
Me gustaban los ojos oscuros y las pestañas rizadas de Pola Negri.
Y tenía una novia a quien le relataba las aventuras de Sandokán.
Se llamaba Pola Morera y era linda como la estampa de un libro.
Por ella quería ser William S. Hart o el capitán de "La amenaza oculta".
A mi novia le gustaban los ojos de acero de los cowboys de las películas
y me llamaba su pequeño soldadito invasor.
Porque mi voz agria y dura dolía como una pedrada
y siempre tenía los puños listos para trizar narices.
El, con su dulzura de arcángel bajo los cornisones
en una mañana de primavera de cielo verde nube y de cartón,
yo, con mi hisopo flamígero encendiendo las mejillas de las muchachas
en una barricada de guerrillero de barrio.

Hoy Nemo "el ángel" anda por las plazas de Buenos Aires
y predica el salvacionismo con voz de Biblia y un tajo en la cabeza.
A veces se acompaña de un órgano y dice que ve a Dios sobre los árboles
y a Cristo sobre las aguas sucias del pecado con intención de lavarlas.

Pero yo sólo sé que Nemo "el ángel" es corredor de retratos.

 

Regresamos a Raúl González Tuñón para ampliar este panorama. Lo hacemos a través de este interesante artículo:


A Pepe lo conocí en los días en que ya había terminado la famosa guerrilla literaria entre Florida y Boedo, una guerrilla simpática y saludable que, vista con perspectiva histórica, ha dejado más cosas positivas que negativas. Además, se ha descubierto que tanto en un bando como en el otro, existía el mismo tipo de inquietud. En Florida estábamos buscando nuevas expresiones, temas nacionales como el tango, como el redescubrimiento de Carriego y la Canción del Barrio, y éramos principalmente poetas. Y en Boedo, eran principalmente narradores.
Por sus simpatías personales, por algunos de sus temas, Pepe Portogalo estaba más cerca de Boedo. Pero, de todas maneras, se puede decir que él se mantuvo equidistante durante todo ese período de la guerrilla literaria.
Ahí lo conocí yo, de la manera más notable. En una revista cuyo nombre no recuerdo, criticó unos poemas míos, tildándolos de afrancesados. La crítica tenía sus gramos de sátira y mordacidad, pero nada desagradable.
Por ese tiempo me encargaron una antología de poetas sociales- yo siempre digo que no existe poesía social o antisocial, sino poderosos elementos sociales que, a veces, sin que el poeta se lo proponga, se introducen en su conciencia de hombre -. Esa antología nunca salió. Pero lo cité a Portogalo en un café, y a él le pareció muy raro, después de la crítica que me había hecho, que yo tuviera interés en conocerlo. Desde ese momento se estableció entre los dos una amistad entrañable.
Luego me llevó a su casa, me presentó a su padre que era un hombre maravilloso, a quien él nombra en sus poemas - cuando murió yo le escribí un poema que a Pepe le emocionó muchísimo - y a su madre que amasaba unos tallarines fabulosos. Vivían entonces en Villa Ortuzar, y por muchos años Portogalo vivió en Villa Ortuzar. El otro día me hicieron un reportaje con motivo del homenaje que se le va a rendir a Pepe y allí dije que así como Carriego es el poeta de Palermo, Portogalo siempre siguió siendo fiel a los amplios patios y a los cielos luminosos de Villa Ortuzar. Ya esos patios desgraciadamente han desaparecido. Esos patios desaparecieron, pero no los cielos luminosos. E incluso si esos cielos hubieran desaparecido y los invadiera una niebla como la de Londres, ellos permanecerían preservados en los poemas de Portogalo de la línea porteñista. Porque él, como todos nosotros, éramos y somos enamorados de nuestra ciudad. La sentimos y la cantamos. El primero fue Carriego, como dice Borges -el Borges auténtico, el Borges de los mejores libros de Borges, como Fervor de Buenos Aires, Luna de Enfrente y Cuadernos San Martín, que a mí entender quedarán como grandes documentos líricos y con sentido popular del cual ahora Borges reniega- el inventor, el iniciador de esa poesía porteñista en la cual después nos enrolamos todos nosotros.
Portogalo, como hombre de su tiempo y sabiendo que la literatura, por lo menos, pretende ser el diálogo del hombre con su tiempo, no sólo se interesó por su propio país, sino que también le preocupó el mundo profundamente. Como el poeta tiene una antena que no sólo recibe los mensajes de su tiempo en su país, sino también los que vienen del gran torbellino del mundo, Portogalo escuchó esos mensajes. No sólo captó a Lisandro de la Torre, a José Carlos Mariategui, también todos los acontecimientos de su época, que de algún modo, rozaron la condición humana. Hizo una poesía varonil, vehemente, llena de imágenes y de una gran fuerza.
Como todos nosotros, era una gran caminador de Buenos Aires. Enamorado de los atardeceres de Buenos Aires, de sus crepúsculos. Por eso, lo que deseo vivamente es que pueda volver a caminar para ver esos cielos luminosos de Villa Ortuzar.
En Portogalo hay una cosa muy particular y muy rara en otros poetas: enaltece y difunde el mensaje de los otros poetas, aunque él no esté de acuerdo con el estilo y con la forma de expresión de esos otros poetas. En mi caso personal, sé que a dos o tres poetas que tenían todo el derecho del mundo a no estimar mi poesía, les dijo cuando oyó que me criticaban:
"-¿Pero ustedes leyeron tal libro de Raúl?-"
Y cuando recibía respuestas negativas, les decía:
"-Bueno. Vengan a mi casa"
Y los llevaba a su casa y les presentaba mis libros, los que él consideraba claves de mi poesía.
Uno de los libros de Portogalo que me interesa muchísimo porque me parece de una extraordinaria madurez, donde hay un hermoso poema que se llama Imagen de la Amistad, es Poemas con habitantes. Claro que uno no puede decir que ese es su mejor libro. En todos los libros de Pepe hay poemas que son mis preferidos. Pero si tuviera que elegir, eligiría los poemas que tienen que ver con Buenos Aires. Tregua, cuyos cuarenta años se festejan ahora, está lleno de esos poemas porteños, entrañables. Después abandonó ese tema por el tema civil, pero luego volvió a él. Vale decir, que ha seguido -y me parece que es lo ideal en un poeta- en las dos ondas, no en una sola onda. Porque no creo que se pueda hacer una afirmación dogmática de que la poesía tiene que ser la abstracción de la realidad, o la servidumbre de la realidad. A veces, son esas dos cosas juntas, a veces son cosas misteriosas.
Portogalo es un poeta por su obra y por su vida. Se jactaba y se jacta de haber sido pintor de brocha gorda, vendedor ambulante de flores y pescados, con su padre, y eso me parece muy bien.
Con el tiempo la perspectiva poética de Portogalo se fue ampliando. De un ideario un poco vago fue hacia otra cosa más definida, consistente.
Cuando se anunciaba la muerte absoluta del tango, Pepe fue uno de los que defendió su supervivencia. Escribió un libro muy fresco, Juan Tango. Pero él sabe también que, a pesar del enorme respeto por los grandes autores del pasado, el tango se va a salvar siempre que sus letras tengan resonancias actuales. Tangos que tienen que ver con otro Buenos Aires, con otros problemas.
Cuando Portogalo hizo poemas con estructuras retóricas, en una línea estrictamente clasicista, como sonetos, supo mantener su jerarquía de poeta. Pero donde me parece que se realiza más, es en la línea del verso libre y vivencial, lleno de imágenes y de ritmos interiores.
Tanto en su prosa como en su poesía, Portogalo tiene algo luminoso. Casi todos los poetas tienen una palabra que los define y los distingue, Portogalo es el poeta de la luz en todas variaciones y manifestaciones. Un libro de él es definitorio. Se llama Luz Liberada. Portogalo cantó a las usinas, a las fábricas sórdidas, a los suburbios grises, a todos esos lugares donde la luz está encerrada como los inquilinatos o las viejas casas que los pobres tienen en los suburbios. En sus libros, a esa luz que tanto ama la saca de su encierro, de sus múltiples encierros, y la pone en sus poemas, cuyas palabras definitorias son madrugada, sol, rocío, crepúsculo, atardecer, amanecer. Él liberó una luz recóndita, escondida en todos esos lugares pobres, feos y chatos, aparentemente nada poéticos, y a esos aspectos sombríos los llenos de una luminosidad que, por otra parte, está en su interior, en su espíritu, en su manera de ser.
Hay algo que poca gente sabe: no sólo fue un gran bailarín de tangos, sino que tuvo una academia donde fue profesor de tango con "corte". Eso fue antes de que yo lo conociera, vale decir antes de 1930. De modo que su amor por el tango se comprende. No es una cosa retórica, sino que proviene de un amor acendrado. Otros han utilizado al tango de una manera convencional, a veces muy hermosa y estupenda, como hizo Borges, pero convencional. En cambio, el amor de Portogalo por el tango parte de una vivencia, es vida.


Ulises Petit de Murat lo define al poeta pero nos lo acerca desde la faceta de bailarín de tango.


Un gran bailarín de tango

José Portogalo es de esa gente linda que se instala en la vida. Desde 1932, con el señor Joyce, estamos con el predominio del anti-héroe y no nos movemos nada más que con bandoleros, con personajes agresivos, salvajes, pervertidos. Sin embargo, yo me encontré con mucha, muchísima gente linda, y entre las más lindas, está Portogalo. Un hombre sin altibajos, con una mística muy grande de la amistad. Un hombre al que yo calificaría de casi angelical.
No hemos tenido ni altercado, ni una contradicción en nuestra amistad de muchas décadas. Iba a mi casa, más bien a las de mis padres, en las sierras de Córdoba, y teníamos para nosotros el día entero. Mis padres lo adoraban.
Yo sé algunas cosas que no presencié como testigo; algunas de ellas las he visto después como su capacidad de gran bailarín de tangos. En un viaje que hicimos a Paraná, otras veces en casa, lo vi bailar el tango con "corte", en su juventud esa habilidad le servía para "levantar minas en los salones" hasta que, naturalmente, se convirtió fanáticamente a la pareja. Porque desde que conoció a Eva, formó un solo ser con ella.
Yo no recuerdo dónde Pepe bailó el tango ni en qué salones, porque la vida del grupo Martín Fierro se desarrollaba en el Barrio Norte, en una ambientación donde en un momento dado predominaba el charleston o el shimmy. Al tango lo bailábamos más bien para abrazar a las muchachas. No le dábamos ninguna importancia. Me acuerdo que, en mi casa, me despertaba a eso de las 9 de la mañana un hermano mío que era muy amigo de Juan Carlos Cobián, que venía a aporrear el piano. Naturalmente, todavía no se habían acostado. Yo me levantaba a saludarlo y a escucharlo a Juan Carlos. Entonces yo era un chico. Después las edades se van igualando, después, tuve la misma edad.
Pepe Portogalo es un hombre con una gran sapiencia de calle. A mí me asombraba mucho. De nuestra largísima relación, puedo destacar una cosa de la que, quizás, no muchos se acuerden. Íbamos siempre al fútbol, porque a mí me gusta como deporte; además, me parece que no se tiene una noción muy clara del lugar donde se vive si no se va a una cancha de fútbol. En ella conviven y convergen todas las clases, todos los tipos de ubicación social. Y en ese momento de éxtasis colectivo que es el partido de fútbol, siempre aparece la problemática nacional que realmente tiene importancia a los ojos de una masa, mucho más allá de lo que puede decir la gente politizada.
Íbamos al fútbol con Pepe, y él me enseñó a mirar eso. Y también me salvó de los ladrones. Porque, recuerdo una vez en una cancha, había dos sujetos "cariñosos". Yo, que siempre estoy a favor de la gente linda, a veces me confundo.Esos dos sujetos cariñosos, que nos querían buscar un lugar en la tribuna, tenían la intención de sacarnos la billetera con su exceso de cariño. Pepe se dio cuenta y los echó violentamente con un gran conocimiento del prójimo habitante de la calle. La batalla callejera, cuando un poeta tiene que ser lustrador de zapatos, diariero, albañil o "fusilar las primeras minas contra el paredón", como decía Pepe, con peligro de ser sorprendido por las intervenciones de la policía, es dura.
A mí me maravilla la enorme sapiencia de la calle que siempre tuvo Portogalo. Podemos decir que gente del tipo de las que formábamos la generación de Martín Fierro empezó a tener calle cuando fue incorporada al periodismo, cuando ese periodista con una agudeza y un talento enormes que era Botana, ante la risa de todos los demás directores de todos los grandes diarios, decidió tomar a toda la gente de Martín Fierro, y a un ensayista como Pablo Rojas Paz le hizo hacer fútbol, a mí me largó a hacer crónicas de crímenes, y después lo trajo a Borges e hicimos un suplemento literario para la masa.
Hasta ese momento, no teníamos "gran calle" porque vivíamos visitándonos de casa en casa, a la sombra de bibliotecas, rodeados de muchachas muy lindas, con bastantes facilidades para vivir. "La calle" era algo muy relativo. Nos servía tan solo para transitar. Y encontrar un hombre como Pepe, medularmente metido en la calle y en el conocimiento del gran patio de la picardía porteña.



Portogalo podría decirse que significa la recuperación de la poesía boedista. Fue un poeta sin armaduras, de lenguaje desprendido, con un verso sin titubeos. Sus trabajos no son tempranos, cerca de sus treinta años empieza a escribir poemas. Antes de llegar al periodismo salta de un lado a otro. Ejerció la profesión en Noticias Gráficas y Clarín y colaboró con muchas de las revistas literarias de la época como Brújula (noviembre 1930 / diciembre 1931), Nervio (mayo 1931), Metrópolis (marzo 1931/ agosto 1932), Contra (mayo-agosto 1933), Conducta (agosto 1938 / diciembre 1943), Expresión (diciembre 1946 / mayo 1947), Ventana de Buenos Aires (noviembre 1952/ julio 1956).

El tango y transitar la ciudad fueron otras de sus pasiones. "Portogalo -dijo el poeta cubano Manuel Navarro Luna- ha podido llegar, como muy pocos poetas de esta generación, a un perfecto dominio del lenguaje poético, sin que por ello su comunicación directa con el pueblo falte en ningún momento en su poesía".
Hizo culto de la amistad al extremo. Con los poetas tuvo un gesto de cordialidad superior. Valga como ejemplo la carta que transcribimos:



Buenos Aires, 23 de enero de 1953


Para

José Pedroni

Belgrano 2258

Esperanza (Santa Fe)



Mi querido Pedroni:



                        Hace mucho tiempo que deseaba escribirle, sobre todo para felicitarlo porque he tenido la oportunidad de leer algunos de sus últimos poemas en «Propósitos» y el que tan gentilmente me ha alcanzado: Canto al camionero nocturno, aparecido en «El Litoral» del 31 de diciembre de 1952, en los que una fuerte savia vivificadora le empina el tono y hace que aquella poderosa ternura suya, aquella cordialidad de su voz y aquel hondo lirismo que lo diferenciaba, tomen un orden, no distinto sino más afirmativo, más alzado contra los que atacan las hermosuras del hombre, y llenen de pájaros nuevos el cielo ya colmado de cantos de su siempre joven poesía de otros tiempos. ¡Espléndido, caro poeta! Le deseo muchos «encuentros» felices de su voz, muchas cargas luminosas de su vigilia volcada sobre los acontecimientos que nos inquietan por igual a todos nosotros.



                        «El camionero es joven, fuerte, valeroso./ Ama la libertad./ Tiene un amigo en el umbral del monte/ que agua y aire le da.» ¡Muchas gracias por esas grandes descargas emotivas que nos alcanza desde su Esperanza, muchas gracias!



                        No sé si sabe que estoy escribiendo en el diario «Noticias Gráficas» una serie de notas sobre artistas argentinos de origen humilde, obrero o popular, que hayan tenido una infancia o una adolescencia muy trabajada y que, a pesar de todas las vicisitudes, angustias y dolores sufridos en su vida, han logrado darnos un mensaje de amor, solidaridad y arte cumplidos. Ya he hecho la vida de Spilimbergo, la de Antonio Alejandro Gil, que tuvo la terrible y trágica humorada de abandonarnos para siempre, y la de José Fioravanti, hijo de inmigrantes italianos y uno de los más grandes escultores que tiene la Argentina. Bien, yo quería hacer la suya. Siempre recuerdo sus “Palabras a mi padre y a su digna herramienta” y muchas otras tantas hermosas cosas de El pan nuestro que ha tocado mi espíritu. Para esto tendría usted que enviarme datos muy precisos de su vida y si fuera posible algún hecho que haya tenido importancia en su infancia; sus muchos trabajos y otros datos de interés para pergeñar una pequeña biografía en la que se demuestre que pese a las adversidades y desencuentros, usted ha llegado a ser “el hermano luminoso” que ha visto Lugones en su nunca bien nombrado y siempre bienquerido Gracia plena. A los efectos de que usted interprete mi pedido le envío la nota de Spilimbergo, para que vea qué es lo que quiero de usted. Además, ha de adjuntarme una buena fotografía suya para ilustrar la nota, si es que acepta que haga mi trabajo. Me gustaría también saber si recibió mi Mundo del acordeón enviado a Esperanza con mucha demora. Con urgencia espero su respuesta y desde ya le quedo sumamente agradecido. Un abrazo grandote, fuerte y solidario de su amigo.



Pero a veces la desilusión lo invadía y ese hombre sanguíneo gritaba . Cita su hijo Pablo lo que Portogalo escribiera en el diario Noticias Gráficas. “De mí hablaban mal los pedantes de filosofía y letras, los notarios, los escribientes de policía y los párvulos que escribían sonetos gongorinos. Me miraban con ojeriza los revolucionarios de papel maché encolumnados con toda la reacción".


Sus obras son: Tregua (1933), Tumulto (1935), Centinela de sangre (1937), Canción para el día sin miedo (1939), Destino del canto (1942), Luz liberada (1947), Mundo del acordeón (1949), Perduración de la fábula (1952), Poemas con habitantes (1955), Letra para Juan Tango (1958), Poemas 1933-1955 (1961) y Tango (1963).


José Portogalo  fue un fiel exponente de esa Buenos Aires mística, convulsionada, taciturna y melancólica. El poeta que se arremolinó en sus calles y lloró en sus veredas, nos dejó un canto de vida que nos acerca  a una felicidad episódica. Tomemos cualquiera de sus poemas y hagamos que el verso traiga la letra urgente que recupere el canto diario de la mañana. Volvamos al  tiempo donde la  palabra tenía identidad y la gente un compromiso con su semejante.