"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

jueves, 31 de marzo de 2011

BICENTENARIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL


LORENZO STANCHINA: DEVOTO DE SOLEDAD

Buenos Aires, la ciudad a la que poetas, narradores y ensayistas trataron de exaltarla desde diferentes miradas, nació como un puerto forzoso del Río de la Plata. No se puede hablar de ella sin pensar  en su origen mercantilista; sin embargo, esta forma de construcción que la alejaba de esa suerte de comuna aristocrática que trascendía en los virreinatos de México y Perú, daría origen a un conglomerado cosmopolita donde el éxito estaba ligado al metálico deseo de ganar mucho en poco tiempo. Es muy significativo recordar que durante los años de la Colonia y del Virreinato, la “clase decente” llamó guaranga a  la “gente de medio pelo”. Esta conducta del “llegar a cualquier precio” seguiría repitiéndose y el orillero compadrito estaría descalificado por la “gente bien” porque, como sentenciaban sus cultores: “ser pobre es una raza”.
No se puede desligar la matriz generada por las familias opulentas y aristocráticas donde la vida sólo se planteaba desde el negocio y es por eso que el país a fines del siglo XIX y principios del siglo XX era una caja registradora y el “tanto tienes, tanto vales”, un axioma  doctrinario. El porteño medio, para ser persona, tenía que “fabricar plata”, única forma de alcanzar el éxito,  único esquema para “abrirse camino”. En ese mismo contexto no debemos olvidar la famosa sanción de la Ley de Residencia (4144) propiciada por Miguel Cané que confería al gobierno la facultad de expulsar al extranjero indeseable. Una norma de estirpe clasista donde se mostraba la cara hipócrita de esa dirigencia subordinada a todos los bienes de valor económico y que exhibía  notorio desprecio  a las masas heterogénicas  que empezaban a transitar en un ambiente de crecimiento dislocado.


En 1903, Carlos Octavio Bunge descubría que nuestro pueblo no sabía reír ni divertirse con sana e inocente espontaneidad. Habría que haberse preguntado de qué iba a reírse esa gente donde los entretenimientos pasaban por  “pescar un programa”, “cachar a algún gil” y  “mandarse una calavereada”. Sin duda había otro carácter porteño, otra integralidad que partía de la fragorosa creciente marea inmigratoria. La idiosincrasia, formas de vivir, costumbres, lenguaje y el ambiente urbano y suburbano tomaba desprevenido a cierta  ralea utraconservadora que marginaba a esos nuevos habitantes quienes comenzaban a participar de los valores económicos de la clase dominante: campos, ganadería, terrenos, casas, operaciones bursátiles, tráfico mercantil y actividades comerciales. En esa realidad aparece  el enfoque mítico de “El hombre de Corrientes y Esmeralda” que Raúl Scalabrini Ortiz retrata por el año 1930. Una observación medular sobre los hijos de inmigrantes que ansiaban insertarse en esa Buenos Aires del “oro por las calles”. A partir del enfoque  crítico quedan en claro dos aspectos fundamentales: el aplastante desarrollo del poder desbordante del hispanocriollismo y la asimilación de la raíz itálica. Es así como esta  cruza humana se integra en los conventillos porteños tratando de olvidar la historia de privaciones padecidas en sus patrias y renegando con la inferioridad que los situaba en el abismo de la pobreza, la soledad, la incomunicación por el desconocimiento del idioma y la melancolía creciente por su futuro. De esa larvaria reserva cultural comienza a gestarse una literatura sencilla y barrial que irrumpe de plano. La aceptación de la “ciudad chica” que no era otra cosa que el conglomerado de viviendas que se aglutinaban en un barrio, trajo una determinada forma de vivir y costumbres que identificaban a sus pobladores. “Esos son de La Boca”, “Ahí vienen los de Mataderos”, parecía ser un rótulo que marcaba diferencias. En esa misma estructura crece la rivalidad entre el grupo de Boedo y  Florida que tanto daría que hablar. Pero más que las divisiones, la problemática sustancial era la realidad de una crisis donde la “mishiadura y la mafia” competían con la “prostitución y el juego”. Con todas sus flaquezas y el agotamiento de esa estirpe monetarista, nuestro país logra equilibrar su tierra de regadío. El costo, de todos modos, fue muy alto para las clases inferiores: aumento de las enfermedades sociales, alta mortalidad infantil, desnutrición, prostitución y delincuencia. Del otro lado, donde estaban las “fuentes genuinas de la riqueza”, el temporal solo fue una tormenta de verano.


De aquella década del 30, los mejores recuerdos nos remiten al testimonio que quedó plasmado en innumerables expresiones literarias de la cultura popular. Con solo leer algunas páginas de Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt ya entramos en el clima de desazón y denuncia sobre un tiempo volcánico. Los sainetes de la época eran la mejor demostración y el claro reflejo de la dura lucha que se vivía en el escenario de los conventillos mientras las letras del cancionero de entonces, no dejaban duda sobre el malestar social. Cantaba Sofía Bozán: “Los amores, con la crisis, están difíciles, están difíciles / y los muchachos se hacen los giles, se hacen los giles / Los amores con la crisis se han embravecido, se han embravecido / ninguno agarra para marido”. Pero más punzante aún es la letra de ¿Dónde hay un mango? de Francisco Canaro y Guido Pelay: “¿Dónde hay un mango, viejo Gómez? / ¡Los han limpiado con piedra pómez!”. Y si la mirada quedaba reflejada en la figura de esos bacanes de la alta sociedad, estos mismos autores golpeaban con Temporal: “¡Qué decís y que contás, niño bien / te ha cachado el temporal a vos también?, porque “ si sigue así la serie / te estoy viendo a la intemperie / y alumbrao a querosén”.
Lorenzo Américo Stanchina (1900-1987) no es en esta arquitectura un autor para dejarlo olvidado. Dueño de una personalidad estrictamente acorde con la época, el escritor es un hombre tímido, callado, poco comprometido con las reuniones sociales y hasta insensible con su propia obra. En su encierro espiritual todo transcurre en el ambiente cercano de su casita de Villa Devoto, un barrio de viviendas bajas, con jardines y vecinas chismosas que hablan “del profesor” cuando se refieren al hijo del fotógrafo José Stanchina y de Matilde Lenti Bianchi.


A Stanchina se lo relaciona con el grupo de Boedo, paradoja que el propio César Tiempo se encargó de aclarar debidamente: “Ninguno de sus integrantes vivía en el barrio”. “Y no solo no eran vecinos de Boedo, sino que ni siquiera se reunían en algunos de los innumerables cafés de la calle epónima”. De todas maneras este vínculo tenía mucho que ver con una mística literaria. Mientras que Florida era un movimiento de poetas, en Boedo predominaban los prosistas.
Stanchina siente su espacio barrial con la poética propia del hombre sencillo. Su texto acude al decoro inocente, al colorido de las paredes repletas de glicinas y al misterio de ese cielo más amplio donde la noche tiene un reloj distinto porque el tiempo es de otra naturaleza. Es el cuarto hijo  de una pareja trabajadora, donde el dinero alcanzaba solamente para comer. Había en él una férrea conducta y un compromiso sincero hacia el otro. Fue un autor preocupado por la realidad cotidiana, por la mujer, por los postergados y  excluidos. Stanchina no tuvo la prensa que supieron conocer otros autores. Como bien lo definió Nicolás Olivari: “Stanchina que es un tipo medio loco y medio místico, no quiere hablar de sí mismo. Lo haré yo en su lugar”.
Sin embargo, este hombre oscuro supo colaborar en El Hogar, Nosotros,Sol,Caras y Caretas, La Unión, La Nación y La Prensa.   Acredita una nutrida cantidad de obras teatrales entre las que se destacan Celos, Detrás del muro, Humillados. Es traducido al francés, italiano, alemán, ruso, portugués y al idish. Y suma el mérito más gratificante según su opinión: el haber sido reconocido como el primer Académico Emérito de la Academia Porteña del Lunfardo.
La obra de Stanchina tiene un eje realista con profundo sentido moral. Uno advierte su marcada inclinación ya de los títulos. Desgraciados (relatos) 1923, Inocentes (relatos) 1925, Precipio, relato de una vida (novela) 1933, Endemoniados (cuentos) 1936, Excéntricos (cuentos) 1938, Una desventura (novela breve) 1941. Sólo parte de su bibliografía donde la narrativa nos pone en contacto con una serie de personajes protagonistas de una sociedad donde la incomprensión y el desaire se tornan cotidianos.
Las pocas veces que el autor habló sobre su tarea lo hizo relacionando su producción con lo onírico: “Qué sueño y que escribo; sueño más de lo que escribo”, algo que pareciera ser un trabajo efímero, sin mérito alguno. Stanchina también es el promotor de una serie de publicaciones menores. Como él destaca: “Fundé y fundí tres revistas, y allí en mi adolescencia, emprendí una campaña romántica, la más romántica que pueda imaginarse: fundé una Sociedad Argentina de Autores Noveles. Actualmente dirijo el semanario “La Razón” que aparece en Villa Devoto”.
Recorriendo su obra, nos detenemos en Tanka Charova(novela)1934 "una novela que postula simultáneamente, sotto voce, un ensayo", como afirma María Gabriela Mizraje en su extenso y erudito prólogo que acompaña la reedición de la Editorial Eudeba realizada en abril de 1999. Esta vez Stanchina se mete con un relato sobre una prostituta inmigrante. No hace falta aclarar que su literatura en este aspecto se transforma en un documento histórico, en una pintura mural de protesta donde la sombra de las mujeres de la calle se agiganta en las veredas de una ciudad inhóspita. Es un libro bien porteño, un texto popular, de lenguaje crítico, donde la "década infame" aparece retratada en carne viva y a fuergo lento.
Seleccionamos un pasaje de Tanka Charova para mostrar al autor en todo su fulgor.
Tanka y Fanny llevaron un departamento juntos. No les fue fácil dar con la guarida. Todas las calles le eran hostiles. La guarida debía estar a resgurdo de las asechanzas del hosco enemigo. No debía olfatear la presa, porque sino le echaría las zarpas. De no querer domesticarlo con dinero. Había mujeres que pagaban cincuenta pesos por mes para liberarse del alucinante miedo. Las administraciones de las casas de departamentos rechazaban también por moralidad a las mujeres. La búsqueda era empeñosa. Pero fueron Mario y Carlos quienen arrendaron el departamento. Como el comercio se ejercía de noche no tenían que temer al administrador. Ganaron el favor del portero dándole diez pesos por mes. Y para que el enemigo no diese con los rastros, le entregaba cada una dos pesos semanales al agente de facción de la esquina.
Los muebles del dormitorio lo compraron Mario y Carlos, por mensualidades. Las mujeres adquirieron las cosas necesarias para la casa. Como el departamento se componía de dos habitaciones improvisaban el comedor a la hora de comer en el reducido corredor. Traían una mesita de pino y cuatro banquitos que dejaban en la cocina.
Hacía tiempo que Tanka anhelaba vivir sola. Pero Mario se oponía siempre. Mujer amante, apegada al corazón querido, lo quería tener constantemente a su lado. Podrían así comer juntos todas las noches. En la pensión, donde generalmente cenaba algún cafishio, era imposible. Ansiaba también que se quedara a dormir a menudo. Mario iba a quedarse en su cuarto y ella recibía en el de Fanny. Y Tanka se sentía inmensamente dichosa ahora. Era una felicidad compartida por Fanny.


La dicha las transformó el día que se mudaron. Tanka y Fanny, sofocadas por un entusiasmo alegre, parecían dos criaturas. Echadas en el suelo, riendo, chillando de gozo, desenvolvían con manos febriles los paquetes. Se enseñaban unas a otra los objetos con jubilosas exclamaciones de muchachas campesinas. Tomó Tanka la parrilla y la puso debajo de los ojos de Fanny.
-¿Ves? Esto es para hacer el asado que tanto le gusta a Mario.
Fanny tuvo una sonrisa infantil. Se quedó bruscamente seria, el semblante ensombrecido y la mirada lejana, sin límite.
-Ya me olvidé de cocinar. En casa siempre cocinaba. Me acuerdo que mi padre no quería comer “kascha” sino lo hacía yo.
Pero aquella felicidad tarda en llegar se extinguió prestamente. Llegaron para Tanka jornadas de trabajo improductivo. Había dejado de hacer el “giro” por miedo de llevar al departamento un inspector municipal. El chasco costaría el premioso desalojo. Era común el caso de coger en la calle un hombre y en la pieza hacerse reconocer el temible enemigo. Concurría al café Phoenix de la calle Maipú. Solía ir a veces al teatro Casino, generalmente sin ningún provecho. Una noche y otra noche, agitándose hasta la madrugada en la inútil búsqueda de un hombre. Aceptando, en ocasiones, denigrantes ofrecimientos de dinero. Soportando aquel vejamen constante de ser llamada prostituta por tener que ir en procura de cinco pesos prestados, sin los cuales no tendría qué comer.
Quebrantada, hacía partícipe a Mario de sus sinsabores. Trataba él de infundirle ánimo. Pero estaba infectado el espíritu. Detrás del presente sombrío se erguía tenebroso el lejano porvenir. La espantaba la visión del mañana sin un pasar y sin los encantos naturales de la juventud. En las noches sin provecho, sentía con más pujanza el tenaz miedo que la torturaba. En la alcoba solitaria y hosca, tirada en la cama, la azotaban tétricos pensamientos. Eran siempre los mismos: la hijita Sara. El cariño del hombre adorado, la vejez. El regreso era distinto cuando la noche resultaba provechosa. Eran acariciadores los pensamientos y la vida camarada. La alcoba parecía más tibia y más compañera. Y la ausencia del hombre querido más soportable. Tras el reposo, fácil entonces, arribaría trayéndole la calma llevada. Acontecía esto excepcionalmente.




Idéntico problema se le presentaba a Fanny. Tan terrible como el de Tanka; pero no tan doloroso, tal vez porque no pensaba en las inseguridades del porvenir. La mala noche actuaba sobre sus nervios y al día siguiente estaba hosca y atormentada. Carlos conocía en su semblante el resultado de la jornada.
-Paciencia, mañana te irá bien. Peor sería estar enferma-trataba de conformarla.
-Ese café está echado a perder. No se ve más que franeleros. Se puede trabajar algo saliendo por cinco pesos; pero el que paga cinco pesos no te lleva en auto de vuelta y te quedan cuatro.
Otras veces la queja no era tan desesperante.
-Suerte que encontré un cliente que me dio veinte pesos por la dormida. Eran las tres  y no había  hecho ninguna visita. Estaba verde de nervios.
Caía  la mujer en la proposición hecha cien veces: irse juntos de Buenos Aires. Le habían dicho que en México se ganaba mucho dinero. Habían llegado dos mujeres con una fortuna. Buenos Aires no servía más para la mujer de la vida.
La absedía la idea del dinero. Cuando no salía, obligada por la menstruación, no conciliaba el sueño. Preocupada por la probable ganancia perdida.
-Ahí llega Tanka con un cliente. Debe haber mucha gente en el café- No daba valor al dinero. No obstante ganarlo con tanto sacrificio, lo despilfarraba sin tino. Daba con anticipación destino a la probable ganancia de los días venideros y a causa de ello la reconvencía Carlos, poniéndole de ejemplo a Olga.
-Deberías aprender de Olga.
-¿Y qué tiene ella? Hace veinte años que está en la vida y apenas tiene ocho mil pesos en el banco y tres mil en alhajas. ¡Mi juventud vale mucho más!-afirmaba absolutamente convencida-
La vida se empinaba y el ascenso era cada vez más penoso para Tanka. Pegaban al espíritu las noches improvechosas y el castigo rompía la costra donde estaban los pensamientos imposibles de ahuyentar. Pedía de continuo que la dejase entrar a un prostíbulo.
Se oponía Mario. Su firmeza no arredraba a la mujer, que insistía en sus propósitos. Los ruegos llegaron a convertirse en una letanía mortificante. La combatía invariablemente con las mismas palabras.




-Querés ir para volver enferma a los tres días como Fanny. No te das cuenta que hay que ser de hierro para soportar esa vida. Si estás quejándote siempre con lo que te cuidás, me imagino lo que sería después.
Se había posesionado de Tanka un miedo hasta entonces desconocido. No podía soportar el nuevo temor de llevar a un desconocido al departamento cuando no estaba Mario. Observaba al extraño con recelosa inquietud. ¿Quién sería aquél?¿Qué intenciones lo atraerían al lecho?¿Era el placer?¿O llevaba otros propósitos? No podía soportar el pensamiento de que fuese atraído a la alcoba con deseos de robo. He aquí su nueva angustia. Y esa angustia la atormentaba el tiempo que permanecía con un desconocido. Recién se libertaba del suplicio cuando volvía a la calle. Se ingenió para que el cliente no la creyese sola. En cuanto entraba, pedía silencio. En la alcoba contigua estaba durmiendo la patrona con el marido.
-Por favor, no hablés alto, negrito- rogaba
Muchos lo creían. Otros, incrédulos, la miraban maliciosamente, diciendo: “¡Qué! Tenés el macho durmiendo ahí”.
He aquí cómo se había arraigado en ella aquel temor alucinante. Cierta noche, sin saberlo, llevó a la alcoba un peligroso criminal. Había titubeado antes de salir del café con el desconocido. Pero más poderosos que aquel mal presentimiento fueron los cincuenta pesos ofrecidos por la noche. Miró con recelo el hombre a todos lados antes de subir al automóvil. De idéntica precaución se valió al penetrar en la casa. La nerviosa preocupación  le anulaba las cejas. Ya en la alcoba  estuvo más encalmado. Quitó del pantalón una pistola. La puso encima de la mesa de luz. El terror tomó a Tanka por las pantorrillas y la sacudió. Se dirigió el hombre a la ventana, se cercioró si estaba cerrada; luego fue a la puerta y dio vuelta la llave. Volviéndose a ella, dijo con una sonrisa de encías rojas:
-Estamos más seguros así.
Quiso sonreír ella, pero hizo una mueca. El miedo la dominaba.
-¿Qué hacés? ¿No te desvestís?- la observó-
Se desvistió el hombre, entró en la cama, sacudiéndolo el frío de las sábanas. Delante del ropero, Tanka se quitaba las ropas con manos torpes. Endurecía los dedos el miedo. Sentía rodar por la espalda las pupilas del desconocido, como si fuesen bolitas de hielo. Hacía tiempo, con temor de acostarse a su lado. Oídos y corazón atentos a ruidos exteriores. En el espíritu no había más que una gran ansiedad: el arribo de Fanny. Salían los oídos hasta la puerta del ascensor en busca de los pasos conocidos. Le propuso servirle mate, pero no aceptó.
La llamó a la cama con apremio. No hubo otra escapatoria que complacerlo. Cuando se acostó, tuvo la sensación que iba a vomitar el corazón. Lo sentía en la garganta, cruzado como un hueso. El hombre se arrimó a ella hasta tocarla. Después le dijo algo que no sintió. Se estremeció al roce de aquel cuerpo, como al contacto de un canceroso. Pero se dio a él, con los ojos y espíritu cerrados, como el que se arroja al mar para suicidarse. Con los mutuos contactos, desapareció la torva expresión intimadota. No quedaron vestigios del criminal presentido. Bajo el deseo, voz y mirada fueron suplicantes. Recobró el ánimo Tanka. Reía y hablaba con tranquilidad. Pero no por mucho tiempo. El hombre que tenía al lado era un criminal evadido de la cárcel de La Plata.Cuando le hizo la terrible revelación, tras las caricias propicias a las confidencias. Tanka sintiese desvanecer de terror. Ningún movimiento en el rostro. Quedáronse inmóviles párpados, pupilas y labios. Él debió notarlo, porque dijo con siniestra risa burlona:
-La policía me andará buscando mientras yo estoy feliz a tu lado.
¿Cómo tuvo valor para soportar hasta el final aquel feroz suplicio? ¿De dónde sacó fuerzas para combatir su espanto hasta la madrugada que se marchó el hombre? Ella no supo explicárselo al día siguiente cuando le contó lo ocurrido a Fanny y a Mario. 

Con Lorenzo Stanchina volvemos a recuperar una parte de la literatura  nacida a la vuelta de alguna esquina, en el interior de un almacén, en el “estaño” de un cafetín infecto, donde las costumbres locales luchaban  entre la apatía y la resignación.
Después de leer a Stanchina uno logra despejar ciertas sospechas sobre la máscara de apariencia de un ser nacional en construcción  y el reflejo de  un rostro de inautencidad creciente en  un tiempo perdido pero no tal lejano. El autor, desde su sentimiento donde se asocia familia y amistad,  nos llama  a recuperar el barrio unido al hombre que habilita la inmensa calma y mira el ritual de las casas donde el cielo se junta con los patios y las azoteas se tutean con la noche.
El barrio no tiene apuro. Nosotros tampoco.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                
                                                              

viernes, 4 de marzo de 2011

BICENTENARIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL


SEÑAS PARTICULARES: MUJER

En la construcción de un modelo de mujer que hoy la sociedad y los medios de comunicación no logran definirlo, el ejemplo de Emma de la Barra es significativo. Repensar en este aspecto los discursos sobre identidad y  considerar las situaciones y ambivalencias que genera la afectividad, en medio de una arquitectura de género que sigue llamando a engaño, es un verdadero desafío que la literatura presente asume  pero que reconoce tardíamente, después de haber dejado oscurecida la vida de muchas mujeres que debieron renunciar de su condición para demostrar  el talento.
En esa suerte de sociedad pacata que expulsaba y excluía sin ningún tipo de escrúpulos a todo lo que no respondía a lo masculino, resulta contradictorio que el  primer best-seller de la narrativa argentina haya sido escrito por una mujer y firmado por un  hombre.
Debemos entender cuando hablamos de bestsellismo que lo hacemos en un aspecto acotado. Que un libro haya superado en tiempo récord la venta de nueve mil ejemplares no quiere decir absolutamente nada. En aquellos tiempos, este despertar literario tenía impuesta una llamada de denuncia y una marcada pátina de protesta. El éxito editorial era anecdótico. Aquí estaba en juego el eslabón primario. El eje de la familia no sería el mismo a partir de ciertos cambios. La sociedad aristocrática tenía que reconocer el impulso arrollador de la clase media, de los grupos inmigratorios, de la politización de esos sectores que como un terremoto sacudían las entrañas de un sistema dominante pero en decadencia. Los roles asignados perderían la batalla. La mujer comenzaría a pisar el terreno de otra manera y como un cristal golpeado la cultura machista se rompería en mil pedazos. Es más, en el propio seno de esas familias acomodadas se desataría la tormenta. Las mujeres, que hasta ese momento hablaban detrás de las cortinas, ahora salían a la calle.


Ya Mariquita Sánchez de Thompson había dicho en una de esas tertulias azucaradas que “nosotras sólo sabemos ir a  oír misa y rezar, componer nuestros vestidos, zurcir y remendar”. Declaración decididamente atrevida para la época pero rigurosamente cierta.
Lamentablemente el sincero discurso verbalizado por aquellas damas en épocas pretéritas se encontraría con  un modelo social y político que buscaba un perfil idealizado donde los roles fueron marcados a fuego por la masculinidad más rancia. En ese aspecto la aristocracia hacía gala de sus logros y con total arrogancia miraba al Río de la Plata buscando un brazo del Sena y soñando con el aroma al perfume francés que olía distinto al hedor  portuario.
Es triste que hoy todavía en muchos espacios se siga pensando en una literatura masculina y otra femenina, condicionando su estética a polleras o pantalones. Si todo hubiera sido distinto, esta nota no tendría sentido, pero un prejuicio silencioso aún persiste y aunque parezca innecesario, retomar la obra  literaria de muchas creadoras se hace imprescindible.  
Emma de la Barra había nacido en Rosario, en 1861, en la época de la presidencia de Nicolás Avellaneda, en el seno de una familia donde los libros eran de uso cotidiano. Los hombres que rodeaban a la pequeña tenían todos una vasta formación intelectual, en su mayoría periodistas. En esa casa donde gobernaba el hábito de la lectura, las reuniones sociales eran cosa de todos los días. Con 4 años ya la niña se diferenciaba del resto por sus aptitudes de narradora. Su padre era Federico de la Barra, político, periodista y senador por Santa Fe. Su madre, Emilia González Fúnez provenía de la cerrada aristocracia cordobesa. La familia llega a Buenos Aires en 1874 y comienza a tutearse con lo más granado de la sociedad porteña. A la infanta modelo la hacen estudiar canto y a decir de sus aduladores amigos… “era un genio con polleras”. Pero el destino de Emma no sería el canto, cuando todavía no había desarrollado, su padre decide casarla con su tío Juan de la Barra. Ahora Emma de la Barra de De la Barra pasaba a ser una señora con domicilio en la Avenida Alvear. El tío-marido que la doblaba en edad sólo podía ofrecerle su fortuna. Emma ya había comenzado a escribir su diario, un boceto que con el tiempo sería el documento principal de su novela. Como cantar no podía, crea la Sociedad Musical Santa Cecilia para estimular a los jóvenes talentos. Funda la primera Escuela Profesional para Mujeres y La Cruz Roja, en comunión con su parienta Elisa de Juárez Celman, esposa del presidente Miguel Juárez Celman. Los años pasan, no tiene hijos, ya es una señora madura y como suele suceder, se transforma en una viuda adinerada. Es entonces cuando comienza a quitarse los velos que la cubrían y toma una decisión revolucionaria. Decide invertir gran parte de su fortuna en la creación de un barrio obrero, una especie de ciudadela en los talleres ferroviarios del centro de la localidad de Tolosa, muy próxima a la ciudad de La Plata. El proyecto que incluía escuela, teatro, biblioteca, iglesia y campo deportivo estaría integrado por “mil casas”, según la propia expresión de su creadora. El emprendimiento fue un fracaso y Emma regresó a la casa de sus padres con los señalamientos lógicos de sus progenitores que la trataron de enferma mental. Según relata Aurora Venturini: “En realidad serían 216 casas de techo bajo, tres habitaciones, un patio en común con aljibe de estilo colonial. El drama para la fundadora fue que el doctor Dardo Rocha se le adelantó con otra fundación que consistió en la ciudad de La Plata y “Las mil casas” estaban a medio construir. Cuando el pelotón de inmigrantes llega para trabajar en las edificaciones platenses, se desparraman en conventillos y sitios vecinos al centro, que es el lugar de trabajo. En 1882 fundan La Plata y el ingeniero Otto Krause apresura el evento de unos palacios y parques deslumbrantes. Y Benoit lo acompaña. Eran palabras mayores como para despertar del sueño de un caserío humilde que terminó en 1887. Las casitas fueron alquiladas a obreros del Molino La Rosa. Con el tiempo, por falta de mantenimiento, el viento se las llevó. Como a Stella, que supo ser pionera y best-seller, dejando ahí un tugurio de “okupas”.


Stella(1905), la novela que revolucionó a toda la sociedad, era un texto revelador que Emma de la Barra tuvo que exponerlo bajo el seudónimo de César Duayen. En poco tiempo todos hablaban del libro y se preguntaban quién era ese Duayen. La paranoia llegó al extremo de convocar a un premio  para aquel que descubriera la identidad del ignoto escritor. “El frenesí del público era tal- testimoniaba un librero- que devoraba con no igualada rapidez hasta entonces, las pilas nutridas de ejemplares, hasta que un letrero adherido al escaparate del afortunado editor, anunciaba triunfalmente: <Agotada la edición de mil ejemplares en tres días>”. El rumor echado a correr hablaba de que el periodista y folletinista Julio Llanos era su autor porque él tramitó la edición. Lo persiguen por todos lados. Llanos-segundo marido de Emma de la Barra- se calla la boca. Es Manuel Láinez, el director de periódico combativo “El Diario”, diputado y senador, el que termina con el misterio: “El autor de Stella es una dama, la señora Emma de la Barra”. Esta revelación hace que el libro agote nueve ediciones de mil ejemplares. Se produce un hecho único en la literatura argentina, se publica un aviso “pidiendo paciencia” a los lectores por la próxima entrega, se traduce al francés e italiano y el propio Edmundo de Amicis prologa la edición. El revuelo llega hasta las páginas del diario La Nación que en su edición del 26 de setiembre de 1905, aclara. “Muy poderosos eran sin duda los baluartes con que la delicada modestia de la autora había encerrado su secreto; pero el éxito resultó demasiado entusiasta para que se pudiera resistir al impulso. Y aún cuando el propósito de la reserva persistiera, los tanteos de la conjetura han dado por último con la verdad de las cosas, proclamando el nombre de la señora Emma de la Barra junto a ese otro nombre Stella ya prestigioso y tan notorio que desde ahora queda definitivamente incorporado a los anales de las letras argentinas”. D’Amicis por su parte razona que “es una novela genuinamente argentina, una pintura de caracteres y de costumbres de aquel pueblo adolescente…pero no se trata de una pintura aduladora. No sé de ningún escritor argentino que haya dicho nunca tan abiertamente a su país tal número de verdades, tan duras de oír como útiles y dignas de meditar”. Desde las páginas de otro matutino, el no menos consultado diario La Prensa, un anónimo caballero inglés ofrece 500 libras “por los originales de puño y letra del autor de Stella, famosa novela de actualidad”
La novela, al igual que toda la obra de Emma de la Barra es una sostenida crítica a la sociedad aristocrática de principios del siglo XX, donde se percibe el cambio en las conductas humanas y se  refleja  la  readaptación de la tradición preexiste. La autora está en línea directa con otras observadoras cuya más cercana referente era Emilia Pardo Bazán.
Creer que esta obra es nada más que una simple historia de amor es desmerecerla. Stella aporta la rebeldía y eleva la voz en un momento decisivo donde la lucha de la mujer se abre camino sin brújula protectora y donde muestra y censura las costumbres y vicios de esa sociedad que conoce muy bien.
Stella le da un cachetazo en la mejilla a toda  la clase alta, derrama el vino sobre la mesa para ensuciar la escala de valores y antes de que la élite  despierte los sorprende a todos con “A Stella no le han enseñado a pensar”.


Con un tono autobiográfico, Emma de la Barra revela su vida. La novela se inicia con la llegada a Buenos Aires de Alejandra y Stella desde Noruega. El padre de las jóvenes, un científico de prestigio mundial, muere en la miseria y deben recurrir a que la crianza de las mujeres sea manejada por el hermano de su mujer. Ya desde el inicio, la autora golpea con la crítica social. La gobernanta que recibe a las niñas, por ejemplo,  las hace ingresar a la vivienda por la puerta de servicio, marcando así la diferencia. Cuando Emma, en la obra, habla de los progenitores, su mirada es introspectiva. Ana María y Gustavo son fieles representantes del sectarismo aristocrático europeo. Con sólo leer el texto se advierte que esos seres son el pasado real de la autora. Es interesante cuando la novelista va describiendo a Ana María… “Solo un barniz muy leve de instrucción-un poco de geografía: la tierra es redonda: otro poco de historia: Colón descubrió América: tocar el piano y pintar sobre seda…pero aprender no es comprender”.
Debemos recalcar que no es un texto optimista, asoma la melancolía y la dramatización, un modelo clásico de esta literatura. El padecer, la muerte, la invalidez, son en la obra moneda corriente. Ana María, Alejandra o Alex proyectan el espejo de Emma. Esa Ana María de la novela pierde su fortuna heredada por un mal manejo y después de un parto que la deja sin aliento muere al nacer Stella. Allí se eleva entonces la figura de Alejandra, una suerte de “mujer maravilla” que todo lo puede, que todo lo hace bien, que se sacrifica por su hermana, que renuncia a los pretendientes. Está muy  claro el desahogo de Emma.
Francine Massiello, la respetada investigadora norteamericana, a este respecto nos ilustra: “La independencia de Alejandra y de sus crecientes recursos, introducen una nueva figura en la literatura argentina: la heroína instruida como tutor, socavando la representación de la mujer soltera que recibe un trato lamentable en los documentos sociales y en la literatura del período”. También es cierto que Stella con su enfermedad no la deja crecer. Dice la autora: “Alejandra no tenía la fuerza, porque existía su hermana”. Y reafirma: “Hasta las rodillas solamente había vida; la niña concluía allí”. En ese encierro aparece el tío Máximo que juega un papel de antihéroe amoroso, indeciso pero animado por la personalidad  de este trueno femenino. Duda de tanta magia y llega a creer que lo único que mueve a esta rebelde es su afán de posesionarse. Entretanto, Alejandra es la que salva a la familia de la ruina económica, educa a los más pequeños, tiene tiempo para velar por Stella y levantar el deseo entre los hombres.
Elida Ruíz, que ha estudiado en profundidad la obra de Emma de la Barra, expresa que Stella es “una novela para despertar fantásticas ambiciones y permitir soñar en ser la protagonista”. Si tomamos este juicio en rigor también debemos decir que nos encontramos con una novela llena de frustraciones donde Alex  debe enfrentarse a todo.
Hay que decir que el final de obra es ambiguo, con una Alex que se marcha de Buenos Aires después de tanto sacrificio y un Máximo que no termina de definirse. La obra fue dedicada a la memoria de su padre.
La autora-autor, tiempo después al responderle a un periodista del semanario El Hogar confesaría que “Hace un cuarto de siglo, las mujeres ocupábamos una posición especialísima dentro del ambiente social. No se concebía la posibilidad de que traspusiéramos los límites del hogar sin que se violaran los más elementales preceptos de su organización ¿Cómo iba a atreverme a firmar una novela? ¡Qué esperanza! Era exponerme al ridículo y al comentario”.
Stella en el año 1944 fue llevada al cine bajo la dirección de Benito Perojo con el guión de Ulises Petit de Murat y la actuación Zully Moreno en el rol protagónico. El éxito fue relativo, ya la obra había dado el paso principal en el soporte papel.


Emma de la Barra continuó trabajando más allá de su Stella. En 1906 da a conocer Mecha Iturbe, por cuyos originales la casa Maucci de Barcelona le paga por adelantado cinco pesos por una edición de 6000 ejemplares. Dos años después sorprende con El Manantial publicada por Editorial Estrada, una novela pensada para adolescentes. Luego viaja a Europa. Durante la Primera Guerra Mundial el matrimonio se encontraba en Francia, desde donde Llanos enviaba crónicas al diario  La Nación, que alguna vez eran escritas por Emma sin que se notase. En 1933 presenta su tercera novela, Eleonora que aparece en el semanario El Hogar en capítulos y que más tarde la editorial Tor lo publica en Chile. Ya en 1943 lanza La dicha de Malena que incluye el famoso cuento El beso aquél que antes había sido conocido a través del semanario El Hogar.
Falleció en Buenos Aires en 1947.
Podemos decir que Emma de la Barra, enmascarada en César Duáyen, constituye el perfil de la mujer moderna. La santafesina es una trabajadora del lenguaje que no dejó librado al azar temas preocupantes como la discrepancia entre las clases sociales, las relaciones entre campesinos y obreros pobres, el malestar  entre el dinero y el poder, la transformación de un país a partir del trabajo y la proyección de una forma de femineidad más realista.
Releerla es parte de un ejercicio que nos compromete con un pasado y nos llama a la reflexión, algo que desde este espacio procuramos desarrollar.

miércoles, 2 de febrero de 2011

BICENTENARIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL


MERCEDES ROSAS: LA  ESCRITORA PERDIDA
Juan Manuel de Rosas no era un adicto a la lectura. Sin embargo, tenía respeto por los hombres de la cultura. No se puede negar que para un individuo de las características del hacendado, cierto clima libresco le molestaba, y si a esto le sumamos que en el seno de su familia, la atrevida de su hermana y la iracunda de su sobrina osaron incursionar en el terreno de las letras, complicaba aún más el malestar del político.
Rosas siempre descalificó a su hermana Mercedes por entender que sus apuntes literarios no tenían valor y además los desconsideraba por tratarse de escritos nacidos de la pluma de una mujer. Debemos entender que en aquella época el rol femenino no permitía ciertas licencias y, sobretodo, esto de escribir novelas románticas, tarea solo reservada para la capacidad masculina.


A toda esta tempestad debió enfrentarse Dominga Mercedes Rosas de Rivera (1810-1870) quién firmó su obra María de Montiel con el anagrama M. Sasor. Publicada en la imprenta La Revista, en 1861; un ejemplar único se preserva en la Biblioteca Nacional. La dedicatoria, por sí sola, nos invita a recorrer sus páginas: “Doctor Luis J. De la Peña: me permito dedicarle la novela que publico; es mi primer ensayo; su mérito es muy poco, lo confieso, no está exenta de faltas, pero no temo que sea un juez demasiado severo y que aceptará mi humilde trabajo”.
Cierta prensa prejuiciosa por mucho tiempo se dedicó a desestimar la novela por considerar que el único mérito de su autora era el cercano vínculo con Rosas. En ese terreno, el propio José Mármol, satiriza a Mercedes y se burla despiadamente de las condiciones de la escritora.
Lo cierto es que Dominga durante las temporadas que pasaba en la estancia La Ensenada, se entregaba de lleno a la lectura y escritura, influida por la literatura romántica de la época. De esa preparación surge el esquema de una novela casi folletinesca que muestra la vida y costumbres pintadas por una dama que recrea los recuerdos de su juventud vividos antes de 1830 y cuyo principal protagonista era un oficial que cayó muerto en la batalla de Ayacucho, ese 9 de diciembre de 1824, donde se dio libertad al Perú y también al Alto Perú, que después se llamó Bolivia. La obra tiene el matiz de una recreación histórica, contada desde la tranquilidad del llano y estructurada como un manojo de aventuras y compromisos románticos. Hoy sería lo que llamamos una ”novela del corazón”, adecuada para leer en la playa o en el salón climatizado de un hotel ¿La obra tiene compromiso político? Maria de Montiel no es una obra militante. Sencilla, directa, lenta en muchos pasajes, es un texto propio de la época, una novela melodramática, sostenida con los vaivenes de las luchas patrióticas.


Mercedes tuvo una vida activa. En 1834 se casa con el doctor Miguel de Rivera, destacado médico quien realizó estudios académicos en París con el doctor Guillaume Dupuytren, maestro de cirujanos de la época. En su casa, solía organizar reuniones que con el tiempo tomaron la característica de salón literario, donde un grupo selecto de participantes daba a conocer sus escritos.
Lucio Victorio Mansilla, recordado por su obra máxima Una excursión a los indios Ranqueles, político, escritor y periodista, entre otras cosas, hijo de Lucio Norberto Mansilla, héroe de la batalla de la Vuelta de Obligado y de Agustina Ortiz de Rosas, hermana menor de Juan Manual, tuvo palabras no muy elogiosas sobre Mercedes y el doctor Rivera: “Era mi tío de origen boliviano, descendiente del malhadado Atahualpa, muy moreno; su hermana Marcelina, idem; y mi tía blanca y rubia, muy hermosa, lado por el que no brillaba la cuñada, asaz gorda”. Su hermana, Eduarda Damasia, en cambio, siempre  admiró a Mercedes y a decir de las voces cercanas, era la sobrina predilecta. De hecho su inclinación por las letras nace de la identificación con su tía.
Como muchas de las obras de este período, el reconocimiento llegaría tiempo después. Mercedes soportó el peso de haber sido la hermana de Rosas y  su literatura cargó con esa cruz. Durante el régimen rosista ser rebelde era un desafío. En el caso de las mujeres la historia pasaba por el sistema de sumisión y en este aspecto no había tampoco excusa para la consaguinidad. Señalada y acusada, la “Safo Federal”  perseveró en su intento y en ese camino sus escritos fueron criminalizados. Un soneto partidario la convirtió en objeto de burla en la novela Amalia de José Mármol, provocándole una desazón que años más tarde le recriminó al autor cuando lo conoció personalmente.
Bien vale transcribir Escenas de la mesa, Segunda parte, Capítulo 11 de la obra en cuestión para observar el descrédito del escritor:
  
La señorita de Rosas ocupaba una de las cabeceras de la mesa; a su izquierda estaba el señor ministro de Hacienda Don Manuel Insiarte, y a su derecha el señor ministro de Su Majestad Británica caballero Mandeville, que poco antes había dejado en su casa a Su Excelencia el señor Gobernador, después de haber tenido el placer de verlo en su mesa en el convite diplomático dado en celebración del natalicio de Su Majestad la reina Victoria, igualmente que al señor ministro Arana, que después del banquete hubo retirádose a su casa, algo incomodado del estómago.
En seguida del señor Mandeville estaba Doña Mercedes Rosas de Rivera, y frente a ella su hermana Agustina, teniendo a su izquierda al señor Picolet de Hermillon, cónsul general de Cerdeña; seguían después todas las principales señoras de aquella reunión federal, colocados entre ellas algunos personajes notables de la época, y conservándose los demás caballeros, unos de pie tras las sillas de las señoras, otros formando grupos en los ángulos del comedor.
Frente a la señorita Manuela, en la cabecera opuesta de la mesa, estaba sentado el general Mansilla.
Un silencio, apenas interrumpido por el ruido de la porcelana y los cubiertos, inspiraba un no sé qué de ajeno al lugar y al objeto de aquella reunión, y ponía en conflicto a la parte más crecida de los asistentes, en medio de ese silencio de funerales. ¡Era de verse la pantomima de aquellas señoras esposas de los heroicos defensores de la santa causa, al llevar cada bocado a su boca!
El tenedor se levantaba del plato con una delicadeza tal que parecía entre los dedos el fiel de una celosa balanza, pronto a inclinarse al más ligero accidente. El pedacito de ave o de pastel era llevado a los labios con la misma delicadeza con que una persona de buen gusto lleva a las narices una delicada flor del aire, y los indecisos labios lo tomaban tiernamente, después que los ojos habían girado a derecha e izquierda para ver si alguien notaba el pecado capital de comer cuando se está para ello en una mesa.
Todos los preceptos del catón éranse allí escrupulosamente cumplidos: el cubierto, siempre sobre el plato, y sobre el plato siempre lo que en él se había servido; esperando todos que alguien preguntase, para contestar; y como nadie preguntaba, ninguno de los convidados hablaba una palabra.
Había allí, sin embargo, una dama que comía más libremente que las otras; y era la señora esposa de Don Antonio Díaz, personaje célebre de la emigración oriental que acompañó a Buenos Aires al ex presidente Oribe. Esta señora, madre de preciosas hijas que allí estaban, se entretenía en comerse medio budín, como postre de una piernita de pavo y de una tierna pechuga de gallina, que había saboreado para quitar de sus labios el gusto salado que habían dejado en ellos dos o tres rebanadas de jamón, con que la señora quiso neutralizar el gusto a manteca que había dejado en su boca un plato de mayonesa con que había empezado a preparar su apetito.
Los coroneles Salomón, Santa Coloma, Crespo, el comandante Mariño; los doctores Torres, García, González Peña; los diputados Garrigós y Beláustegui, eran de los personajes más notables que servían de caballeros federales a las damas de la mesa. Pero los coroneles y el comandante especialmente maldecían con toda buena fe al maestro de ceremonias Erézcano, que colocádolos había en aquel lugar en que cada bocado se les atragantaba como una nuez. Salomón sudaba; Santa Coloma se retorcía el bigote, y Crespo tosía.
El general Mansilla, que mejor que nadie conocía la ridiculez de aquel silencio y de aquella tirantez aldeánica, se fue de repente a fondo sobre el flanco de sus federales amigos:
-Bomba, señores -dijo levantándose con una copa en la mano, y con esa gracia y zafaduría peculiares al carácter del entusiasta unitario del Congreso.
Damas y caballeros se pusieron de pie.
-Brindo, señores -dijo Mansilla-, por el primer hombre de nuestro siglo, por el que ha de aniquilar para siempre el bando de los salvajes unitarios; por el que ha de hacer que la Francia se ponga de rodillas delante del gobierno de la Confederación Argentina; por el ínclito héroe del desierto; por el Ilustre Restaurador de las Leyes, Brigadier Don Juan Manuel Rosas; y brindo también, señores, por su digna hija, que en tal día como éste, vino al mundo para honor y gloria de la América.
Las palabras del general Mansilla fueron la mecha, y el pulmón de los ilustres convidados fue el cañón que dio salida a la detonación de su fulminante entusiasmo.
Se acabó el silencio, se acabó la tirantez, se acabó la aldea; y comenzó el bullicio, la elasticidad y la bacanal.
-Bomba, señores -gritó el diputado Garrigós, poniéndose de pie con la copa en la mano-. Bebamos -dijo-, por el héroe americano que está enseñando a la Europa que para nada necesitamos de ella, como ha dicho muy bien hace muy pocos días en nuestra Sala de Representantes el dignísimo federal Anchorena; bebamos porque la Europa aprenda a conocernos, y que sepa que quien ha vencido en toda la América los ejércitos y las logias de los salvajes unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses, puede desde aquí hacer temblar los viejos y carcomidos tronos de la Europa. Bebamos también por su ilustre hija, segunda heroína de la Confederación, la señorita Doña Manuelita Rosas y Ezcurra.


Si el brindis del general Mansilla despertó el entusiasmo en el ánimo de los federales, el del diputado Garrigós despertó la locura dormida momentáneamente en su cerebro. Las copas se apuraron, no quedando una gota de licor, ni aun en la del caballero Mandeville, después de esa amable y lisonjera salutación a la Europa y al trono.
-Bomba, señores -dijo el presidente de la Sociedad Popular, después de haber visto las señas que le hacía su consultor Daniel Bello, que se hallaba frente a él tras las sillas de Florencia y Amalia.
-Brindo, señores -dijo Salomón-, porque nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes viva toda la vida, para que no muera nunca la Federación, ni la América, y para que... y para que... en fin, señores, viva el Ilustre Restaurador de las Leyes; su ilustre hija que hoy ha nacido; y mueran los salvajes unitarios, y todos los gringos y carcamanes del mundo.
Todos aplaudieron federalmente la improvisación de aquel digno apoyo de la santa causa. El mismo ministro británico, como también el cónsul sardo, no pudieron menos de admirar la espontaneidad de aquel discurso, y dejaron los cálices vacíos del espumoso champaña que contenían.
Sólo había una persona que nada comprendía de cuanto allí pasaba; o dicho de otro modo: que no comprendía que en parte alguna de la tierra pudiese acontecer lo que aconteciendo estaba: y esa persona era Amalia.
Amalia estaba aturdida. Sus ojos se volvían a cada momento hacia Daniel, y sus miradas, esas miradas de Amalia que parecían tocar los objetos y descansar sobre ellos, le preguntaban con demasiada elocuencia: «¿Dónde estoy, qué gente es ésta; esto es Buenos Aires, ésta es la culta ciudad de la República Argentina?» Daniel la contestaba con ese lenguaje de la fisonomía y de los ojos que le era tan familiar: «Después hablaremos.»
Amalia se volvía a Florencia algunas veces, y sólo encontraba en la picaruela cara de la joven la expresión de una burla finísima, sin que con eso quedase Amalia más adelantada que antes en sus interrogaciones.
Ni una, ni otra de las dos jóvenes había llevado a sus labios una gota de vino.
Daniel, que estaba en todo, que hacía seña a Salomón, que acababa de hacerlas también a Santa Coloma, que aplaudía con sus miradas a Garrigós, que se sonreía con Manuela, que le enviaba una flor a Agustina, un dulce a Mercedes, etc.; Daniel, decíamos, echó vino en las copas de Amalia y de su Florencia inclinándose entre las dos sillas y diciendo muy bajito:
-Es preciso beber.
-¿Yo? -le preguntó Amalia con una altivez y una prontitud, con una dignidad y un enojo, que hubieran podido despertar los celos de Catalina de Médicis, si esa interrogación hubiera sido hecha en un salón del Louvre, en el reinado de cualquiera de sus hijos, o más propiamente dicho en los reinados de ella.
Daniel no contestó.
Florencia se tomó por él ese trabajo.
-Usted, sí, señora, usted beberá, y beberá conmigo -le dijo Florencia-. Solamente que cuando esos caballeros beban por lo que ellos quieran, muy despacito beberemos nosotras por nuestros amigos... Pero, mire usted, Amalia, Manuela hace a usted señas.
En efecto, Manuela hizo a Amalia un elegante saludo con su copa, que en el acto fue contestado con no menos buen tono por la bellísima tucumana.
-Señores -dijo el comandante y redactor Mariño, que de cuando en cuando giraba sus oblicuas miradas hacia Amalia-: ¡por el grande héroe de la América, por su inmortal hija, por la muerte de todos los salvajes unitarios, sean gringos o nacionales, y por las bellas de la República Argentina! -y los ojos de Mariño dieron media vuelta por delante de Amalia.
Era ya necesario gritar mucho para hacerse oír. Los generales Rolón y Pinedo consiguieron después de grandes esfuerzos el hacer entender su brindis. El coronel Crespo tuvo que ponerse sobre su silla para llamar la atención sobre sus palabras. Pero la voz potente del coronel Salomón dominó de repente la algaraza y dijo:
-Señores, me manda decir la ilustre hermana de su Excelencia nuestro padre, la señora Doña Mercedes, que pida un momento de silencio al entusiasmo federal, porque va a leer unos versos que ha compuesto.
El silencio se estableció súbitamente. Todas las miradas se dirigieron a la poetisa.
La Safo federal daba un papel a su marido, colocado a sus espaldas como era su costumbre.
El marido se resistía a tomar y leer el misterioso canto; y una gresca al oído, pero que parecía ser terrible, furibunda, espantosa, como diría el señor Don Cándido Rodríguez, tenía lugar entre aquellos cónyuges modelo de contraste.
El desamparado papel pasó por fin a las manos de un criado, y de éstas a las del general Mansilla, con un recado de la autora.
El general desdobló el papel; lo leyó primeramente para sí mismo, y luego, y con toda la socarronería tan natural en su espíritu burlón y travieso, se paró con semblante grave, y con el tono más magistral del mundo, leyó en medio de un profundísimo silencio:
Soneto Brillante el sol sobre el alto cielo Ilumina con sus rayos el suelo; Y descubriéndose de sus sudarios Grita el suelo: ¡que mueran los salvajes unitarios!
Llena de horror, y de terrible espanto Tiembla la tierra de polo a polo, Pero el buen federal se levanta solo Y la patria se alegra y consuela su llanto.
Ni gringos, ni la Europa, ni sus reyes Podrán imponemos férreas leyes, Y donde quiera que haya federales Temblarán en sus tumbas sepulcrales Los enemigos de la santa causa Que no ha de tener nunca tregua ni pausa. Mercedes Rosas de Rivera.
La lectura de estos versos originó una sensación en los concurrentes, poco común en los banquetes: dio origen a un temblor general; los unos, como Salomón y su comparsa, Garrigós y la suya, temblaban de entusiasmo; los otros como Mansilla, como Torres, como Daniel, etc., temblaban de risa.
Para las damas federales los versos estaban pindáricos; pero todas las unitarias tuvieron la desgracia en ese momento de ser atacadas por accesos de tos, que las obligaron a llevar sus pañuelos a la boca.
Los brindis se sucedieron luego: todos iguales en el fondo, y casi hermanos carnales en la forma.
Los señores Mandeville y Picolet bebieron también a la salud de Su Excelencia el Gobernador y su joven hija.
Y como tienen su fin todas las cosas de este mundo, llegó también el de la suntuosa cena del 24 de mayo de 1840.
Las señoras volvieron a los salones del baile, y mientras la música y los jóvenes las recibían alegres, y mientras Amalia, Florencia, Agustina, Manuela, etc., fueron sacadas en el acto para unas cuadrillas, alegres se quedaron en el comedor, continuando sus entusiastas brindis federales, los heroicos defensores de la santa causa, que no había de tener tregua ni pausa, según el último verso del soneto de Doña Mercedes Rosas de Rivera.
Fue entonces cuando el entusiasmo subió a sus noventa grados, porque nada hay que dé tanta energía a la expresión de ciertas pasiones en ciertas gentes, como el buen vino, el ruido de las copas y los brindis.
Fue entonces también cuando se vertió una idea, cuya expresión sencilla y reducida a sus términos más precisos, hizo resaltar el fondo de ella, y que se grabara con acero en la imaginación de los concurrentes: esa idea fue de Daniel.
Este joven, después de haber conducido a Amalia y a Florencia al salón, y dejándolas en baile con dos de sus amigos, volvió al comedor, y, tranquilo, imponente podemos decir, se colocó en una cabecera de la mesa en medio del general Mansilla y del coronel Salomón, tomó una copa y dijo:
-Señores, bebo por el primer federal que tenga la gloria de teñir su puñal en la sangre de los esclavos de Luis Felipe que están entre nosotros, de espías unos, de traidores otros, y de salvajes unitarios todos, esperando el momento de saciar sus pasiones feroces en la sangre de los nobles defensores del héroe de la América, nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes.
Nadie había tenido el valor de definir y expresar tan claramente el sentimiento de la mayor parte de los que allí estaban; y, como sucede siempre cuando alguien consigue interpretar los deseos informes de la multitud, cuyo labio no se presta comúnmente a darles vida y colorido con los incompletos recursos del lenguaje, aquellas palabras arrebataron la admiración de todos, cuya aprobación se manifestó espontáneamente con el coro de estrepitosos aplausos que sucedió al brindis de aquel joven que lanzaba ese anatema de muerte sobre la cabeza de hombres culpables ante la susceptible aunque santa Federación, por el hecho de ser ciudadanos de un país con cuyo gobierno estaba en cuestión el héroe esclarecido de aquella época de subversión y sangre, salvajería y vandalismo.
El mismo general Mansilla no creyó ni por un momento que hubiese una segunda idea en el brindis de aquel joven, y en los secretos de su pensamiento admiró la locura de aquella alma a quien las doctrinas de la época habían extraviado tanto y tan temprano.
¡Providencia divina! Daniel, que azuzaba las pasiones salvajes de aquellos hombres; Daniel, que en efecto habría dado los mejores años de su vida porque su sanguinario deseo no se cumpliese en algunos de los inocentes extranjeros que residían en Buenos Aires; Daniel, decíamos, era el hombre más puro de aquella reunión, y el hombre más europeo que había en ella. Pero él quería buscar en esas gotas de sangre la ocasión de que la Francia, la Europa entera descargase un golpe mortal sobre la frente del poderoso bandido de la Federación, para contener de este modo el río de lágrimas y sangre que veía pronto a desbordarse sobre toda una sociedad cristiana e inocente: era la aplicación de esa terrible, pero en muchos casos imprescindible ley de la filosofía y la moral, que autoriza el sacrificio de los menos para la conservación de los más: era un holocausto de intereses individuales en las aras de la salvación general, lo que buscaba aquel joven consagrado con toda su conciencia a la liberación de su patria, y a reivindicar la humanidad tan ultrajada en ella; y buscaba esto a costa de su nombre, a costa de su porvenir quizá; arrostrando el odio de los hombres honrados, y la imaginación de los malvados, que es todavía peor que aquello para los hombres de virtud y de corazón.
Y como todo el que acaba de cumplir un grande, pero penoso deber, Daniel salió del comedor tranquilo y triste; se dirigió al salón y dijo a su prima:
-Vamos.
Amalia notó que el semblante de Daniel estaba algo descompuesto, y no vaciló en preguntarle por la causa de ello.
-No es nada -la contestó el joven-, acabo de jugar mi nombre a la salud de mi patria.
-Vamos, Florencia -prosiguió Daniel dirigiéndose a su amada, que en aquel momento se acercaba a Amalia.

Otro destacado de nuestras letras, nada menos que José Hernández, relata en su biografía: “Yo soy para todos en la ciudad un federal urquicista, para muchos un rosista casi mazorquero, por el  sólo hecho de que mi padre hubiera tenido relaciones de amistad con Rosas. Eran impropios dichos los encasillamientos, yo nunca había sido rosista. Mi amistad con Mercedes, la hermana de Rosas, era una simple relación de familia, pero no una vinculación política.”  
Con respecto a Lucio V. Mansilla, que supo tener fama de fanfarrón y arrogante y a quien nunca Rosas cuestionó, el autor del Martín Fierro expresa sobre él: “A Lucio V. Mansilla lo mandan a detener durante tres meses por el hecho de haber arrojado un guante a la cara de José Mármol, con el agregado de entregar cien mil pesos de fianza para el hipotético caso que Mansilla pudiera atacar de hecho a Mármol.”
Como vemos, en todo momento la sociedad siempre recurre al golpe bajo para mostrar la miseria interna. Después de la caída de su hermano, Mercedes continuó viviendo en Buenos Aires, en su casa de la calle Bolívar. Allí falleció el 20 de mayo de 1870.
María de Montiel permaneció silenciada y al margen de todo análisis literario. Recientemente reeditada por editorial Teseo, con el aporte de la investigación literaria de la doctora Beatriz Curia, la novela vuelve a mostrarse sin ataduras, sin las presiones del momento vivido, sin el señalamiento de un hermano quien nunca quiso  mirar a Dominga Mercedes como escritora.