"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

viernes, 6 de mayo de 2011

  BICENTENARIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL 


  ROBERTO MARIANI: EL NARRADOR DEL INFORTUNIO
Hay un tipo de literatura desesperada, melancólica y desgarrada que ocupa un espacio significativo en las letras argentinas. Estas manifestaciones cuya estética nacen desde una poética realista adherida a la obra innovadora y creativa del progresismo europeo, tienen en su génesis un espíritu vanguardista. En ese aspecto la corriente revolucionaria del grupo Boedo viene sujeta a un proceso crítico y maquillado con un lirismo tolstoiano que desentraña la virtud de los humildes y los sumergidos.
Los cultores de esta vertiente barrial han recibido las críticas más despiadadas, su gusto por una línea signada por el efecto y el sentimiento de conmiseración, sumado al universo de seres sin fortuna, desesperados en un mundo asfixiante gobernado por la injusticia, la promiscuidad y el deterioro emocional, dejaron una herida abierta en la sociedad que nadie se atrevió a suturar porque la verdad suplantaba a la hipocresía y el dolor era más sensible que el silencio. No cabe duda que estos escritores  debieron sacudir  a esos intelectuales de cuello duro y en su estética-ideológica tuvieron  que abroquelarse recurriendo a la sátira, volcando toda la cuota de ironía necesaria, golpeando con el absurdo y apelando a ciertos lugares comunes que marcaban el cuerpo textual de sus obras.
No es casual que desde Hojas del Abanico hoy estemos revisando y reivindicando esta documentación sensible, cuando una literatura ciertamente frívola y vacía de contenido parece alejarnos del eje de escritos hechos en muchos casos ante la emergencia de una sociedad expulsiva. Tomemos como ejemplo un texto que recuperamos del número 17 de Los Pensadores: “La literatura no es un pasatiempo de barrio, no: es un arte universal cuya misión puede ser profética o evangélica”. Dicho en otros términos: las raíces de esos conglomerados urbanos tuvieron en sus exponentes a los antihéroes que plasmaron su memoria en las páginas vírgenes de una literatura de batalla. Los ojos resignados de aquellos inmigrantes metidos en las madrigueras de techos de chapa, compartiendo el pan sin sabor y la sopa caliente, se retroalimentó con la mirada inquisidora de unos pocos escribientes de pluma comprometida. No fueron textos perfumados con rosas del jardín del Edén, regados con agua bendita, eran aproximaciones de versos calientes, con el fuego interno que quemaba la garganta y dejaba la resaca de un olvido alarmante.


En su estudio preliminar a la Antología de Boedo y Florida, Adolfo Prieto nos esclarece: “Las características de Boedo parecen muy netas cuando se las deduce de sus autores más representativos: Castelnuovo, Barletta, Yunque, Mariani; pero se desdibujan bastante, como ocurre con el grupo Florida, cuando se observan las figuras secundarias o cuando se aplica un lento de aumento al menudo trajín de las revistas, al anecdotario más o menos verosímil, a los préstamos y traslados más o menos ruidosos, a las numerosas actitudes compartidas. Claridad, por ejemplo, autodefinida como “tribuna del pensamiento izquierdista”, celosamente preocupada por los grandes problemas internos y externos, arriesgado fiscal de los abusos, valiente defensora de los derechos humanos, dondequiera fueran éstos agraviados, se ocupa morosamente de la vida literaria porteña, aún de la pequeña vida literaria, concedía una especial atención a la obra y a los proyectos de los autores genéricamente filiados al grupo Florida, y hasta participaba del espíritu lúdico con aquellos que solían juzgar hechos literarios y a las personas vinculadas a la literatura”.
Continúa Prieto más adelante: “Algunos escritores de Boedo provenían, sí, de hogares proletarios y cumplían tareas manuales para subsistir; otros, en cambio, provenían de la pequeña burguesía y se dedicaban al periodismo o a trabajos de oficina; ideológicamente constituían un variado mosaico: anarquistas, socialistas, sindicalistas, georgistas, trotzquistas, apristas y comunistas; estéticamente, era natural que fluctuaran desde el naturalismo tremendista y granguiñolesco en el que incurre, a veces, Elías Castelnuovo, al cariño por  “la suntuosa belleza estilística”, de que habla Olivari”.
En este panorama aparece Roberto Mariani (1893-1946), un autor que está a la sombra de Roberto Arlt  y a quien Osvaldo Soriano no dejó de elogiarlo: “Roberto Mariani fue uno de los más brillantes narradores del infortunio y la desesperación y quizá por eso su obra estaba destinaba a esfumarse de la historia de la literatura. Dos escritores (Eduardo Suárez Danero y Luis Emilio Soto) han dedicado algunas páginas a Mariani; son los únicos testimonios que deja su generación. A años de su muerte, su vida y su obra están envueltas en una injusta nebulosa”.
Como Lorenzo Stanchina fue para su querido Villa Devoto, Mariani ocupó el mismo espacio en el barrio de La Boca, unido a esa sociedad colorida y costumbrista donde convivían ligurinos, polacos, españoles y genoveses. Hijo de inmigrantes italianos  acostumbrados al trabajo, el joven escritor fue camionero, ferroviario, empleado bancario, traductor y periodista. Su mirada obrera le permitió retratar como pocos a la clase media porteña de la década de 1920, satirizándola con fina ironía y mostrándola con los disfraces de gente pudiente.
Cuando era empleado en el Banco Nación tuvo la infeliz idea de  tratar de agremiar a sus compañeros documentándolos con literatura anarquista; fue despedido por  no cumplir el horario de trabajo.
Apoyó la Revolución Rusa y luchó como un anarquista más de la época, pero ya en sus últimos años, desilusionado exclamó: “Ni sueño tengo”.
Resulta difícil encuadrar a Mariani porque ideológicamente es un hombre ligado al grupo de Boedo, con marcado desprecio al club elitista de Florida, pero lo correcto sería considerarlo un independiente, un escritor al margen de ambos sectores.
En la medida que consideremos estos vaivenes, podemos agregar un breve concepto de Héctor P. Agosti, tomado de su ensayo El proceso cultural a partir de la Primera Guerra Mundial. El autor nos dice: “De allí que los denuestos de “Boedo” no siempre encuadrados en la apreciación certera de la realidad nacional, aparecerían como históricamente justificados”.
 Mariani supo defender la obra de Roberto Arlt y hasta se transformó en su tutor literario. Elías Castelnuovo cuenta: “Cuando casi todos nosotros, y yo mismo, descreíamos del autor de Los siete Locos, Mariani lo defendía con vehemencia y lo cuidaba de las críticas. Recuerdo que corregía sus textos para librarlos de los errores gramaticales tan comunes en Arlt”. En este aspecto hay muchos estudiosos que consideran una suerte de filiación entre la obra más conocida de Mariani- Cuentos de la oficina- y el texto teatral  La isla desierta de Arlt. Leyendo una y otra, se puede advertir un común escenario: la oficina, y a medida que el texto avanza la semejanza desde el concepto crítico se relaciona. Mariani  descarga la angustia y Arlt  apunta a una salida, pero en el fondo ambos nos hablan de una libertad en apuro. No se puede soslayar en ambos la mirada sobre esa suerte de espacio degradatorio donde la rutina, el sueldo magro, el autoritarismo de los jefes, la oscuridad de los ambientes, las miserias interiores, el chusmerío ruin, los amores clandestinos, la amenaza del despido, en fin, la caracterología de un lugar viciado y deshumanizado.  


Otro aspecto interesante en la vida de escritor es su interpretación sobre la existencia de una sensibilidad y mentalidad argentina. El autor declara: “El tango agarra nuestra atención, y nos damos al tango con el desmayo de una cosa que se cae. En su ondulante melodía viaja nuestro espíritu, mojándose de húmeda melancolía. Ninguna función religiosa alcanza la intensidad de silencio y recogimiento que el tango obtiene.  
En cualquier café de la calle Corrientes, durante la queja del bandoneón, la caída de una cucharilla realiza un metálico escándalo, estridente, estrepitoso.
En el tango está el espíritu argentino, la sensibilidad argentina. Hay una relación íntima, espiritual, entre tango y hombre; es una relación humana, es una solidaridad de cuerpo y sombra, de boca y voz, de pregunta y respuesta.
Quiero afirmar la existencia de una sensibilidad argentina en formación precipitada. ¿Cómo puede un pueblo no tener una sensibilidad genérica cuando se emocionan, unánimes y sensibles, ante el mismo motivo sentimental? En la imposibilidad de acumular numerosos y variados argumentos para fortalecer mi afirmación, reduje mi empeño al sólo problema del tango. Muy interesante hubiera sido una meditación sobre la tradición”.
Su labor escrita se inicia como periodista en el diario Los Andes de Mendoza y con algunos relatos en el periódico La Semana. Regresa a Buenos Aires en 1920. Gracias a un amigo “de cuello duro” consigue ingresar en el Banco Nación. En esa etapa contornea su perfil. Colabora con el periódico Nueva Era, apoyando la revolución bolchevique. Publica su primer poemario Las acequias (1922) y funda una asociación de amigos de Rusia que enviaba a Moscú literatura criolla revolucionaria. También escribe una novela corta que mantiene en reserva: Culpas Ajenas (1922) y comienza a preparar su obra más importante: Cuentos de la oficina. Despedido por su condición de militante izquierdista tiene que trabajar como ayudante de carpintería. Solitario, introvertido, melancólico e inseguro, el autor no consigue establecer una vida afectiva. Se mantiene soltero y vive junto a sus dos hermanas que lo sobreprotegen. Sus alegrías pasan por las reuniones con amigos en cafetines de mala muerte y asambleas partidarias donde se discutía sobre política.


No es una anécdota que Mariani tiene una enorme simpatía por los humildes, se siente cómodo cuando dialoga con esos trabajadores que miran la vida desde la carencia. En este juego de atracciones el autor señala con su dedo índice a esa clase burguesa que conoció en las oficinas públicas engañadas con salarios ruines. Pone distancia, se separa, los observa y  atado a su pluma irónica los desnuda en público. Es que esta raza de escritores insolentes traía consigo el anarquismo de Alberto Ghiraldo, las críticas de un Florencio Sánchez o de un Roberto J. Payró más punzante, sin dejar de desmerecer tampoco los aportes que se mezclan en las aguas ya coloridas con  gotas de sudor de Evaristo Carriego y de un Almafuerte casi mesiánico.
Mariani tiene una mirada crítica sobre ciertas figuras y no se calla. En 1924 polemiza con los acartonados escritores de Florida y su revista Martín Fierro, sin pelos en la lengua les dice: “Hay un pecado capital en Martín Fierro, el escandaloso respeto al maestro Leopoldo Lugones, se lo admira en todo, sin reservas, es decir, se lo adora como prosista, como versificador, como filólogo, como fascista. Esto resbaló de respeto comprensivo e inteligente a idolatría de labriego asombrado. El asombro es antiintelectual.
Que gesto el de Martín Fierro si se encara con el maestro gritándole groseramente de esta guisa:
-¡Maestro: su adhesión al fascismo es una porquería!”
Por supuesto las voces de sus enemigos tienen resonancia. El escritor sin demora les responde el 12 de setiembre de 1924: “Amigos de Martín Fierro: Por razones de buen gusto, vamos a terminar esta frívola polémica. Debiera, yo, ahora, para ajustarme a mi propia determinación, “dejarme caer por el declive del callar hasta el precipicio piadoso del unánime silencio”, como acaso dirían ustedes en sus ejercicios de glosolalia ultraísta. Pero inferiría un agravio a los escritores de la extrema izquierda si no protestase yo contra una equivocada afirmación contenida en la réplica de Martín Fierro.
Yo no he hablado en nombre de ningún grupo, y menos en nombre y representación de un quimérico “grupo mío”. Mi artículo se titula “Martín Fierro y yo”. Yo he hablado por mí. Y he hablado con la precisión realista y no con vagas ondulaciones futuristas.
Que Dios le ayude y a mí no me olvide.”
 El 1926 Mariani irrumpe con El amor agresivo,donde describe el universo del vínculo en distintas expresiones del carácter porteño. 
Un año más tarde el escritor reflexiona, a través de un artículo publicado en el diario Crítica, sobre la muerte de Sacco y Vanzetti: “Es injusto condenar a inocentes, pero más injusto, muchísimo más injusto todavía, es someter a un hombre a una horrible incertidumbre durante siete años. Opino que aunque Sacco y Vanzetti fuesen culpables merecen la libertad, porque ya han cumplido una pena capaz de purgar cualquier delito. Aun más porque ningún crimen merece esa pena”.
Ya para este momento su desequilibrio económico era tal que debe volver a trabajar de chofer.
Si hay algo que sobrepasa a todos estos cultores comprometidos, es el surgimiento  de una clase de narradores profesionalizados. Hasta ahora, esa literatura “hecha a mano” comenzaba a decaer y surgía el escritor profesional. Como ejemplo sirve la realidad en el periodismo. Había “proletarios de la pluma” esos que trabajaban en forma regular en las redacciones como cronistas, correctores, archivistas, tituleros, editorialistas y los colaboradores que vendían sus notas y cuentos de manera ocasional. En esta batalla de tinta fresca y silla caliente los  románticos como Mariani se quedaban sin espacio. Valga este dato: en los años precedentes al Centenario los jornales que se pagan en la prensa oscilan entre 100 y 300 pesos, mientras que los obreros industriales se encuentran entre los 4 y 4.50 pesos por día para una jornada de 8 a 10 horas y un promedio de 25 días laborables por mes. Mariani, como muchos otros, era un rebelde que no quería someterse a reglamentos internos, no aceptaba las órdenes y menos la rutina laboral. Esto le acarrea dificultades insalvables que son propias del contexto urbano donde los conflictos cotidianos, las torturas psicológicas y las frustraciones diarias eran parte del vivir en una ciudad.
El golpe que derrocó a Yrigoyen en 1930 lo encuentra a Mariani trabajando como chofer en la Patagonia. Más ermitaño que nunca, escribe cartas a  sus amigos lamentando el suceso “reaccionario y antipopular”. Ya no es el luchador indomable, una suerte de escepticismo enfermizo lo va transformando en un ser sombrío: “Estoy, pues, como antes de soñar: sin nada. O peor porque ni sueños tengo”.
Aparece su obra La frecuentación de la muerte y en 1932 En la penumbra.
En el Teatro del Pueblo, en 1938, se estrena Un niño con la muerte. No asiste. Se excusa. Prefiere el silencio.
Nos encontramos ahora con la presencia de un Mariani menos volcánico, ciertamente místico. En 1943 publica De regreso a Dios, un libro que expele resignación y un absurdo contrato con la muerte.
El resto de su obra  incluye algunos ensayos sobre Pirandello, Proust y una notoria cantidad de notas sobre los escritores rusos.
Muchos textos del escritor se perdieron. Los críticos aseguran que por lo menos tres obras de cuentos inéditos terminaron en el tacho de la basura.
Desolado, sin recursos y entregado al dolor cotidiano, un infarto lo sorprende en 1946. La muerte lo libera de la angustia. Su corazón ya estaba en otra galaxia.
Una última obra, La cruz nuestra de cada día, se publica en 1955. La venta no cubre los gastos de la edición.
Para recordarlo, hemos seleccionado unos breves pasajes testimoniales de Cuentos de la oficina (1925).
Hoy esta letra impresa goza de total actualidad. Nadie escapa a los entretelones y escenografías de los lugares donde ahora las pantallas de las computadoras parecen testigos frecuentes de los malestares cotidianos. Ya no hay libros contables, carpetas de proveedores, cheques endosados, letras de cambio. El espacio tiene otra mística. Los oficinistas, a pesar de todo, todavía siguen siendo seres humanos. 
La caída
Este hombre caminaba quizá un tanto apresuradamente. El fragor de la hora en esta calle central impide oír el ruido seco del taco militar contra las baldosas, pero ciertamente camina de modo normal; asienta primero el taco del pie en el suelo, y después la planta; enseguida efectúa un presión muscular; se alza el talón, y todo el cuerpo presiona sobre la planta, ahora sobre los dedos…Mientras un pie es soporte, el otro va a serlo inminentemente, y mientras no lo sea de modo actual y absoluto, avanza unos quince, unos veinte centímetros. La caja del cuerpo acompaña el avance, y la cabeza también: toda la fábrica del hombre cumple una actitud de manera fácil, hasta armoniosa. Ahora asienta el otro pie en el suelo.
El caminar de este hombre es normal; camina desde hace veinte años, treinta años. Hay ritmo en la marcha de un hombre.
Pero he aquí que este hombre asienta ahora el taco de su botín sobre una cáscara de fruta. No se ha producido el ruidito seco contra la baldosa; se oye más bien un chirrido un tanto apagado, pero silbante, y en seguida se percibe con nitidez el golpe de una masa humana contra el suelo. El resbalón, rápido y traicionero, hizo  perder línea, medida, ritmo y armonía. El hombre, al caer, movió sus brazos como un pelele.
Este hombre está ahora en el suelo; tiene inmediatamente, instantáneamente, la visión del ridículo antes que la percepción del dolor físico; eso explica la coloración sanguínea que se pintó en sus mejillas. El hombre siente ahora el escozor en la lesión. La breve intensidad del dolor ya desapareció, pero persiste en la región golpeada un hormigueo intenso. El hombre se incorpora; tiene entre sus labios, a medio abrir, una blasfemia de arrabal; se sacude con las manos el polvo del traje y echa a caminar nuevamente.
¿Creéis que antes de recomenzar a andar hubiera arrojado a la calle la cáscara de fruta, origen y ocasión de su caída?
No.
Y allí, en medio de la vereda, avizora y vigilante, al acecho del transeúnte, aguardando una nueva víctima, la cáscara de fruta.
El hombre
El hombre, a los veinte pasos, aminoró la velocidad de su marcha. Con algún cuidado asienta ahora en el suelo su pie derecho. Pero el hábito de caminar rápidamente y el temor a gastar el tiempo, le obligan a apresurarse otra vez. No quisiera llegar tarde a la oficina. El dolor de la rodilla es molesto e incómodo cuando camina rápidamente. No quiere hacerle caso al dolor; se sobrepone al dolor físico y marcha apresuradamente.
Entra en la oficina.
Menos mal: no ha llegado tarde…


En la oficina
Está sentado, manipulando gruesos librotes de cuentas corrientes. Cada vez que tiene precisión de caminar dentro de la oficina –dos pasos, cinco metros-, el hormigueo en la rodilla se acentúa. Renuncia a algunas diligencias. Concluída la labor diaria, el hombre sale a la calle. Ahora camina despacio.
Baja hasta la Avenida; cruza  el espejado asfalto y desciende los escalones del subterráneo.
Avanza la culebra de madera y vidrio; entra el hombre en el vientre del coche. Arranca rechinante el fragor del convoy que lleva una movible masa inquieta y negra.
Media hora después, el hombre se apea del coche y está otra vez en la calle. No quiere hacerle caso al dolor de rodilla; no quiere hacerle caso, pero camina más despacio.
Dobla la calle.
Se apoya en una pared; aguarda unos minutos.
Continúa caminando.
Ahora entra a su casa.
El médico
Al día siguiente, el hombre no va a la oficina. Es más intenso el dolor. Su mujer le da masajes y después le pinta con tintura de yodo. Por la noche, como continúa el dolor y se ha hinchado “eso”, la mujer le coloca un emplasto caliente: azufre, aceite y unas hojas vegetales.
El hombre no puede dormir. La mujer despierta varias veces en la noche y pregunta invariablemente.
-¿Te sigue doliendo?
Amanece.
El hombre advierte que no puede levantarse de la cama. La mujer entonces, sale a la calle para cumplir dos diligencias: primero -¡ya lo creo que primero!- hablará por teléfono – 7376 Avenida- con el jefe de la oficina. Segundo: irá a buscar un médico.
El médico está ahora con el enfermo. Abre en ángulo el índice y el mayor de su mano izquierda y aplica el ángulo así formado sobre la rodilla, a los lados de la rótula, y da golpecitos dentro del ángulo con un dedo de la otra mano. Después hace jugar la articulación con cuidado y atención, aguardando percibir algún mal juego. Presiona sobre la rodilla; la mueve, presiona acá, allá…
-¿Así le duele?
Por fin. El médico dice:
Tendrá para rato.
Ordena masajes, masajes, masajes. Y reposo absoluto. ¡Qué se va hacer! La salud es lo primero, la oficina después.


El hospital
Pasan los días y el paciente no mejora. El médico dice:
-Hay que ver con rayos X ¿Tuvo otra vez enferma la rodilla?
-¿Sí?
Como el enfermo no puede distraer mucho dinero, la mujer empeña su constancia y obtiene gratis la aplicación de los rayos X a su marido.
Tiene que ser en el Hospital Rawson, para cuyo director es la recomendación.
En atención a los doce años de servicio fiel y continuado del hombre, la “Casa” le concede otros quince días de licencia. Otros quince días, porque precisamente por esos días del accidente, acababa de terminársele la licencia ordinaria anual.
Después, la “Casa”, atendiendo siempre a los doce años de servicio y a la conducta y contracción del hombre, le concede primeramente un mes, luego otro, en seguida otro…pero sin sueldo…
Al cabo de tres meses, al matrimonio se le acabó el dinero. Los remedios; el médico; el coche para ir al hospital…
Entonces obtuvieron, en el Hospital Rawson, remedios y médico gratis.
El hombre tenía que ir al hospital, los lunes, miércoles y viernes. Tenía que ir en coche, que marcaba siempre 2,70 ó 2,80.
Los recursos de los pobres
Ya no tenían más plata. Pidieron prestado, pero también este expediente llegó a no dar resultado ¿Qué otros recursos quedaban? Recurrieron a empeños y ventas. Empeñaron cosas; poco a poco las dos piezas del matrimonio se iban desnudando. La carpeta del comedor, regalo de un tío rico de Rosario –útil como carpeta de mesa, y en los inviernos crudos, útil, utilísima en la cama cumpliendo funciones de colcha-, la carpeta fue empeñada. También la mesa del comedor siguió el triste camino. La cama del hijo que se había muerto el año pasado, la vendieron. Empeñaron y vendieron todo.
La mujer no era romántica no tenía ideas azules en la cabeza. El hombre era más débil de espíritu. Sin embargo, a pesar de su sentido de realidad. Fue ella la que quiso vender el colchón.
-¡No hace falta más!- decía-
Pero no podía más. Entonces la mujer obtuvo para su marido una cama permanente en la sala 8 del Hospital Rawson. Y se iba a verle casi todos los días.
Salía de su casa; caminaba sus largas cuadras; llegaba al hospital, franqueaba sus anchos portales; entraba en la sala 8, caminaba  por el pasillo del centro sonriendo y dando los buenos días a los diversos aislados, y se detenía en la cama 21. Depositaba su paquete a los pies de la cama.
No se saludaban marido y mujer. No acostumbraban saludarse.
-¿Qué traes?
A veces a ella no la dejaban entrar. O, sencillamente, dejaba de ir para realizar otras labores, y entonces el marido, impaciente, averiguaba al enfermero:
-Ramón, no vino hoy “mi patrona”?.

La mujer
La mujer lavaba de la mañana a la noche, pero el producto pecuniario de este prolongado esfuerzo era corto para las necesidades a satisfacer. Un día la mujer fue a ver al caudillo radical del barrio.
-Vea, doctor; por favor, usted que tiene tantas relaciones, a ver si me consigue algunas familias para lavarle la ropa.
Mi marido es radical, sabe?, siempre fue radical.
Ella sola, sin hombres, sin peones, sola, ¡prodigio de mujer!, se arregló sola, para mudarse a una piecita de un populoso conventillo.
Ese día la animosa mujer se echó encima del colchón y anduvo con él sobre el hombro, las nueve cuadras del camino. Volvió. Cogió el elástico. El elástico le dio más trabajo. Volvió. Tomó las maderas del lecho…Y así fue durante la mañana.
¡Y el hombre sin curar! ¿Qué diablos tendría el hombre en la rodilla? ¡Ah, sí; estaba enfermo de antes!...
A los siete meses querían echarla del conventillo, pero ya era hábil en las triquiñuelas de Juzgado. Faltaba a las audiencias. O prometía pagar tal día a tal hora, con absoluta certeza – y hacía con los dedos una cruz en los labios- O lloraba sus miserias al juez.
Un día pidió prestado a una mujer de la otra cuadra, su chico de teta. Y con él se fue a la audiencia.
-Cómo quiere, señor juez, que tenga leche para mi hijito, con tanta miseria? Mi marido está en el Hospital Rawson y le van a cortar la pierna…
Ella sabía que el juez le molestaba tanto gemir miseria y dolor, y entonces ella contaba al juez todas sus miserias y todos sus dolores y plañía su pena y se sentaba, porque –decía- “tenía un reumatismo articular que”…
Su astucia descubría otros recursos y los empleaba.
-Mi marido es radical; el doctor del Comité lo conoce; siempre ha sido radical…Vota siempre por los radicales…y hace propaganda en la oficina…
Otra vez fue a ver al jefe de la oficina.
-Lo más que puede hacer la “Casa”, en atención a su marido, es reservarle el puesto. ¿No faltaría más! Pierda cuidado, señora; cuando sane, que vuelva…
Pero la mujer no quería palabras ni promesas.
-¡Sólo cien pesos, cincuenta, señor jefe!
-¡Pero comprenda, señora!
Pero tanto y tanto cargó y tanto y tanto embistió, que por fin obtuvo algo: se haría una colecta entre los compañeros empleados…
A pesar de esto, la mujer se retiró con rabia.
“Menos mal que no tenemos hijos”, pensaba, mientras caminaba por la calle que conducía a su pocilga vacía…
“Menos mal que no tenemos hijos”, seguía pensando mientras metía sus manos hombrunas en el cuenco de la batea. Y golpeaba la ropa contra la tabla. Ahora lavaba con cepillo, procedimiento que desgarraba ciertas partes de género.
Y lavaba de noche, también. Robando horas al sueño.
Llegó el invierno, castigo de los pobres. Lo más crudo del invierno. Días y noches de frío. O días y noches de lluvia. Dejó de lavar de noche. Y ya no empleaba agua caliente. No tenía para carbón.
Era una mujer robusta, fuerte, y tenía fe en su recia salud.
Por eso no tembló, sino que se enojaba, sencillamente comprobando que una tos agria y áspera persistía tercamente y no se iba.
-Ya se irá; como vino, se irá.
Después de la tos, advirtió también cierto cansancio muscular que agarrotaba sus brazos, o los anulaba en desganado abandono…Y sentía ganas simples de echarse a descansar apenas realizando cualquier mínimo esfuerzo. Cómo no podía ser así ahora, precisamente ahora?
-¡Oh, no; no puede ser!...No es nada…
Sin embargo…
Como esa mañana los vecinos no la vieron cabe la batea, entraron a la pieza. Unas tras otras, todas las vecinas entraron en la habitación de la mujer.
La mujer, tendida en la cama, temblaba y tenía caliente la carne.
-Tiene fiebre.
El encargado del conventillo dijo que lo dejasen a él, que él arreglaría eso.
En efecto: al día siguiente, vino un carro, donde depositaron a la mujer.
El carro siguió por Rivadavia hasta el Once; dobló por Urquiza abajo, y se detuvo en la puerta del Hospital Ramos Mejía.


jueves, 31 de marzo de 2011

BICENTENARIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL


LORENZO STANCHINA: DEVOTO DE SOLEDAD

Buenos Aires, la ciudad a la que poetas, narradores y ensayistas trataron de exaltarla desde diferentes miradas, nació como un puerto forzoso del Río de la Plata. No se puede hablar de ella sin pensar  en su origen mercantilista; sin embargo, esta forma de construcción que la alejaba de esa suerte de comuna aristocrática que trascendía en los virreinatos de México y Perú, daría origen a un conglomerado cosmopolita donde el éxito estaba ligado al metálico deseo de ganar mucho en poco tiempo. Es muy significativo recordar que durante los años de la Colonia y del Virreinato, la “clase decente” llamó guaranga a  la “gente de medio pelo”. Esta conducta del “llegar a cualquier precio” seguiría repitiéndose y el orillero compadrito estaría descalificado por la “gente bien” porque, como sentenciaban sus cultores: “ser pobre es una raza”.
No se puede desligar la matriz generada por las familias opulentas y aristocráticas donde la vida sólo se planteaba desde el negocio y es por eso que el país a fines del siglo XIX y principios del siglo XX era una caja registradora y el “tanto tienes, tanto vales”, un axioma  doctrinario. El porteño medio, para ser persona, tenía que “fabricar plata”, única forma de alcanzar el éxito,  único esquema para “abrirse camino”. En ese mismo contexto no debemos olvidar la famosa sanción de la Ley de Residencia (4144) propiciada por Miguel Cané que confería al gobierno la facultad de expulsar al extranjero indeseable. Una norma de estirpe clasista donde se mostraba la cara hipócrita de esa dirigencia subordinada a todos los bienes de valor económico y que exhibía  notorio desprecio  a las masas heterogénicas  que empezaban a transitar en un ambiente de crecimiento dislocado.


En 1903, Carlos Octavio Bunge descubría que nuestro pueblo no sabía reír ni divertirse con sana e inocente espontaneidad. Habría que haberse preguntado de qué iba a reírse esa gente donde los entretenimientos pasaban por  “pescar un programa”, “cachar a algún gil” y  “mandarse una calavereada”. Sin duda había otro carácter porteño, otra integralidad que partía de la fragorosa creciente marea inmigratoria. La idiosincrasia, formas de vivir, costumbres, lenguaje y el ambiente urbano y suburbano tomaba desprevenido a cierta  ralea utraconservadora que marginaba a esos nuevos habitantes quienes comenzaban a participar de los valores económicos de la clase dominante: campos, ganadería, terrenos, casas, operaciones bursátiles, tráfico mercantil y actividades comerciales. En esa realidad aparece  el enfoque mítico de “El hombre de Corrientes y Esmeralda” que Raúl Scalabrini Ortiz retrata por el año 1930. Una observación medular sobre los hijos de inmigrantes que ansiaban insertarse en esa Buenos Aires del “oro por las calles”. A partir del enfoque  crítico quedan en claro dos aspectos fundamentales: el aplastante desarrollo del poder desbordante del hispanocriollismo y la asimilación de la raíz itálica. Es así como esta  cruza humana se integra en los conventillos porteños tratando de olvidar la historia de privaciones padecidas en sus patrias y renegando con la inferioridad que los situaba en el abismo de la pobreza, la soledad, la incomunicación por el desconocimiento del idioma y la melancolía creciente por su futuro. De esa larvaria reserva cultural comienza a gestarse una literatura sencilla y barrial que irrumpe de plano. La aceptación de la “ciudad chica” que no era otra cosa que el conglomerado de viviendas que se aglutinaban en un barrio, trajo una determinada forma de vivir y costumbres que identificaban a sus pobladores. “Esos son de La Boca”, “Ahí vienen los de Mataderos”, parecía ser un rótulo que marcaba diferencias. En esa misma estructura crece la rivalidad entre el grupo de Boedo y  Florida que tanto daría que hablar. Pero más que las divisiones, la problemática sustancial era la realidad de una crisis donde la “mishiadura y la mafia” competían con la “prostitución y el juego”. Con todas sus flaquezas y el agotamiento de esa estirpe monetarista, nuestro país logra equilibrar su tierra de regadío. El costo, de todos modos, fue muy alto para las clases inferiores: aumento de las enfermedades sociales, alta mortalidad infantil, desnutrición, prostitución y delincuencia. Del otro lado, donde estaban las “fuentes genuinas de la riqueza”, el temporal solo fue una tormenta de verano.


De aquella década del 30, los mejores recuerdos nos remiten al testimonio que quedó plasmado en innumerables expresiones literarias de la cultura popular. Con solo leer algunas páginas de Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt ya entramos en el clima de desazón y denuncia sobre un tiempo volcánico. Los sainetes de la época eran la mejor demostración y el claro reflejo de la dura lucha que se vivía en el escenario de los conventillos mientras las letras del cancionero de entonces, no dejaban duda sobre el malestar social. Cantaba Sofía Bozán: “Los amores, con la crisis, están difíciles, están difíciles / y los muchachos se hacen los giles, se hacen los giles / Los amores con la crisis se han embravecido, se han embravecido / ninguno agarra para marido”. Pero más punzante aún es la letra de ¿Dónde hay un mango? de Francisco Canaro y Guido Pelay: “¿Dónde hay un mango, viejo Gómez? / ¡Los han limpiado con piedra pómez!”. Y si la mirada quedaba reflejada en la figura de esos bacanes de la alta sociedad, estos mismos autores golpeaban con Temporal: “¡Qué decís y que contás, niño bien / te ha cachado el temporal a vos también?, porque “ si sigue así la serie / te estoy viendo a la intemperie / y alumbrao a querosén”.
Lorenzo Américo Stanchina (1900-1987) no es en esta arquitectura un autor para dejarlo olvidado. Dueño de una personalidad estrictamente acorde con la época, el escritor es un hombre tímido, callado, poco comprometido con las reuniones sociales y hasta insensible con su propia obra. En su encierro espiritual todo transcurre en el ambiente cercano de su casita de Villa Devoto, un barrio de viviendas bajas, con jardines y vecinas chismosas que hablan “del profesor” cuando se refieren al hijo del fotógrafo José Stanchina y de Matilde Lenti Bianchi.


A Stanchina se lo relaciona con el grupo de Boedo, paradoja que el propio César Tiempo se encargó de aclarar debidamente: “Ninguno de sus integrantes vivía en el barrio”. “Y no solo no eran vecinos de Boedo, sino que ni siquiera se reunían en algunos de los innumerables cafés de la calle epónima”. De todas maneras este vínculo tenía mucho que ver con una mística literaria. Mientras que Florida era un movimiento de poetas, en Boedo predominaban los prosistas.
Stanchina siente su espacio barrial con la poética propia del hombre sencillo. Su texto acude al decoro inocente, al colorido de las paredes repletas de glicinas y al misterio de ese cielo más amplio donde la noche tiene un reloj distinto porque el tiempo es de otra naturaleza. Es el cuarto hijo  de una pareja trabajadora, donde el dinero alcanzaba solamente para comer. Había en él una férrea conducta y un compromiso sincero hacia el otro. Fue un autor preocupado por la realidad cotidiana, por la mujer, por los postergados y  excluidos. Stanchina no tuvo la prensa que supieron conocer otros autores. Como bien lo definió Nicolás Olivari: “Stanchina que es un tipo medio loco y medio místico, no quiere hablar de sí mismo. Lo haré yo en su lugar”.
Sin embargo, este hombre oscuro supo colaborar en El Hogar, Nosotros,Sol,Caras y Caretas, La Unión, La Nación y La Prensa.   Acredita una nutrida cantidad de obras teatrales entre las que se destacan Celos, Detrás del muro, Humillados. Es traducido al francés, italiano, alemán, ruso, portugués y al idish. Y suma el mérito más gratificante según su opinión: el haber sido reconocido como el primer Académico Emérito de la Academia Porteña del Lunfardo.
La obra de Stanchina tiene un eje realista con profundo sentido moral. Uno advierte su marcada inclinación ya de los títulos. Desgraciados (relatos) 1923, Inocentes (relatos) 1925, Precipio, relato de una vida (novela) 1933, Endemoniados (cuentos) 1936, Excéntricos (cuentos) 1938, Una desventura (novela breve) 1941. Sólo parte de su bibliografía donde la narrativa nos pone en contacto con una serie de personajes protagonistas de una sociedad donde la incomprensión y el desaire se tornan cotidianos.
Las pocas veces que el autor habló sobre su tarea lo hizo relacionando su producción con lo onírico: “Qué sueño y que escribo; sueño más de lo que escribo”, algo que pareciera ser un trabajo efímero, sin mérito alguno. Stanchina también es el promotor de una serie de publicaciones menores. Como él destaca: “Fundé y fundí tres revistas, y allí en mi adolescencia, emprendí una campaña romántica, la más romántica que pueda imaginarse: fundé una Sociedad Argentina de Autores Noveles. Actualmente dirijo el semanario “La Razón” que aparece en Villa Devoto”.
Recorriendo su obra, nos detenemos en Tanka Charova(novela)1934 "una novela que postula simultáneamente, sotto voce, un ensayo", como afirma María Gabriela Mizraje en su extenso y erudito prólogo que acompaña la reedición de la Editorial Eudeba realizada en abril de 1999. Esta vez Stanchina se mete con un relato sobre una prostituta inmigrante. No hace falta aclarar que su literatura en este aspecto se transforma en un documento histórico, en una pintura mural de protesta donde la sombra de las mujeres de la calle se agiganta en las veredas de una ciudad inhóspita. Es un libro bien porteño, un texto popular, de lenguaje crítico, donde la "década infame" aparece retratada en carne viva y a fuergo lento.
Seleccionamos un pasaje de Tanka Charova para mostrar al autor en todo su fulgor.
Tanka y Fanny llevaron un departamento juntos. No les fue fácil dar con la guarida. Todas las calles le eran hostiles. La guarida debía estar a resgurdo de las asechanzas del hosco enemigo. No debía olfatear la presa, porque sino le echaría las zarpas. De no querer domesticarlo con dinero. Había mujeres que pagaban cincuenta pesos por mes para liberarse del alucinante miedo. Las administraciones de las casas de departamentos rechazaban también por moralidad a las mujeres. La búsqueda era empeñosa. Pero fueron Mario y Carlos quienen arrendaron el departamento. Como el comercio se ejercía de noche no tenían que temer al administrador. Ganaron el favor del portero dándole diez pesos por mes. Y para que el enemigo no diese con los rastros, le entregaba cada una dos pesos semanales al agente de facción de la esquina.
Los muebles del dormitorio lo compraron Mario y Carlos, por mensualidades. Las mujeres adquirieron las cosas necesarias para la casa. Como el departamento se componía de dos habitaciones improvisaban el comedor a la hora de comer en el reducido corredor. Traían una mesita de pino y cuatro banquitos que dejaban en la cocina.
Hacía tiempo que Tanka anhelaba vivir sola. Pero Mario se oponía siempre. Mujer amante, apegada al corazón querido, lo quería tener constantemente a su lado. Podrían así comer juntos todas las noches. En la pensión, donde generalmente cenaba algún cafishio, era imposible. Ansiaba también que se quedara a dormir a menudo. Mario iba a quedarse en su cuarto y ella recibía en el de Fanny. Y Tanka se sentía inmensamente dichosa ahora. Era una felicidad compartida por Fanny.


La dicha las transformó el día que se mudaron. Tanka y Fanny, sofocadas por un entusiasmo alegre, parecían dos criaturas. Echadas en el suelo, riendo, chillando de gozo, desenvolvían con manos febriles los paquetes. Se enseñaban unas a otra los objetos con jubilosas exclamaciones de muchachas campesinas. Tomó Tanka la parrilla y la puso debajo de los ojos de Fanny.
-¿Ves? Esto es para hacer el asado que tanto le gusta a Mario.
Fanny tuvo una sonrisa infantil. Se quedó bruscamente seria, el semblante ensombrecido y la mirada lejana, sin límite.
-Ya me olvidé de cocinar. En casa siempre cocinaba. Me acuerdo que mi padre no quería comer “kascha” sino lo hacía yo.
Pero aquella felicidad tarda en llegar se extinguió prestamente. Llegaron para Tanka jornadas de trabajo improductivo. Había dejado de hacer el “giro” por miedo de llevar al departamento un inspector municipal. El chasco costaría el premioso desalojo. Era común el caso de coger en la calle un hombre y en la pieza hacerse reconocer el temible enemigo. Concurría al café Phoenix de la calle Maipú. Solía ir a veces al teatro Casino, generalmente sin ningún provecho. Una noche y otra noche, agitándose hasta la madrugada en la inútil búsqueda de un hombre. Aceptando, en ocasiones, denigrantes ofrecimientos de dinero. Soportando aquel vejamen constante de ser llamada prostituta por tener que ir en procura de cinco pesos prestados, sin los cuales no tendría qué comer.
Quebrantada, hacía partícipe a Mario de sus sinsabores. Trataba él de infundirle ánimo. Pero estaba infectado el espíritu. Detrás del presente sombrío se erguía tenebroso el lejano porvenir. La espantaba la visión del mañana sin un pasar y sin los encantos naturales de la juventud. En las noches sin provecho, sentía con más pujanza el tenaz miedo que la torturaba. En la alcoba solitaria y hosca, tirada en la cama, la azotaban tétricos pensamientos. Eran siempre los mismos: la hijita Sara. El cariño del hombre adorado, la vejez. El regreso era distinto cuando la noche resultaba provechosa. Eran acariciadores los pensamientos y la vida camarada. La alcoba parecía más tibia y más compañera. Y la ausencia del hombre querido más soportable. Tras el reposo, fácil entonces, arribaría trayéndole la calma llevada. Acontecía esto excepcionalmente.




Idéntico problema se le presentaba a Fanny. Tan terrible como el de Tanka; pero no tan doloroso, tal vez porque no pensaba en las inseguridades del porvenir. La mala noche actuaba sobre sus nervios y al día siguiente estaba hosca y atormentada. Carlos conocía en su semblante el resultado de la jornada.
-Paciencia, mañana te irá bien. Peor sería estar enferma-trataba de conformarla.
-Ese café está echado a perder. No se ve más que franeleros. Se puede trabajar algo saliendo por cinco pesos; pero el que paga cinco pesos no te lleva en auto de vuelta y te quedan cuatro.
Otras veces la queja no era tan desesperante.
-Suerte que encontré un cliente que me dio veinte pesos por la dormida. Eran las tres  y no había  hecho ninguna visita. Estaba verde de nervios.
Caía  la mujer en la proposición hecha cien veces: irse juntos de Buenos Aires. Le habían dicho que en México se ganaba mucho dinero. Habían llegado dos mujeres con una fortuna. Buenos Aires no servía más para la mujer de la vida.
La absedía la idea del dinero. Cuando no salía, obligada por la menstruación, no conciliaba el sueño. Preocupada por la probable ganancia perdida.
-Ahí llega Tanka con un cliente. Debe haber mucha gente en el café- No daba valor al dinero. No obstante ganarlo con tanto sacrificio, lo despilfarraba sin tino. Daba con anticipación destino a la probable ganancia de los días venideros y a causa de ello la reconvencía Carlos, poniéndole de ejemplo a Olga.
-Deberías aprender de Olga.
-¿Y qué tiene ella? Hace veinte años que está en la vida y apenas tiene ocho mil pesos en el banco y tres mil en alhajas. ¡Mi juventud vale mucho más!-afirmaba absolutamente convencida-
La vida se empinaba y el ascenso era cada vez más penoso para Tanka. Pegaban al espíritu las noches improvechosas y el castigo rompía la costra donde estaban los pensamientos imposibles de ahuyentar. Pedía de continuo que la dejase entrar a un prostíbulo.
Se oponía Mario. Su firmeza no arredraba a la mujer, que insistía en sus propósitos. Los ruegos llegaron a convertirse en una letanía mortificante. La combatía invariablemente con las mismas palabras.




-Querés ir para volver enferma a los tres días como Fanny. No te das cuenta que hay que ser de hierro para soportar esa vida. Si estás quejándote siempre con lo que te cuidás, me imagino lo que sería después.
Se había posesionado de Tanka un miedo hasta entonces desconocido. No podía soportar el nuevo temor de llevar a un desconocido al departamento cuando no estaba Mario. Observaba al extraño con recelosa inquietud. ¿Quién sería aquél?¿Qué intenciones lo atraerían al lecho?¿Era el placer?¿O llevaba otros propósitos? No podía soportar el pensamiento de que fuese atraído a la alcoba con deseos de robo. He aquí su nueva angustia. Y esa angustia la atormentaba el tiempo que permanecía con un desconocido. Recién se libertaba del suplicio cuando volvía a la calle. Se ingenió para que el cliente no la creyese sola. En cuanto entraba, pedía silencio. En la alcoba contigua estaba durmiendo la patrona con el marido.
-Por favor, no hablés alto, negrito- rogaba
Muchos lo creían. Otros, incrédulos, la miraban maliciosamente, diciendo: “¡Qué! Tenés el macho durmiendo ahí”.
He aquí cómo se había arraigado en ella aquel temor alucinante. Cierta noche, sin saberlo, llevó a la alcoba un peligroso criminal. Había titubeado antes de salir del café con el desconocido. Pero más poderosos que aquel mal presentimiento fueron los cincuenta pesos ofrecidos por la noche. Miró con recelo el hombre a todos lados antes de subir al automóvil. De idéntica precaución se valió al penetrar en la casa. La nerviosa preocupación  le anulaba las cejas. Ya en la alcoba  estuvo más encalmado. Quitó del pantalón una pistola. La puso encima de la mesa de luz. El terror tomó a Tanka por las pantorrillas y la sacudió. Se dirigió el hombre a la ventana, se cercioró si estaba cerrada; luego fue a la puerta y dio vuelta la llave. Volviéndose a ella, dijo con una sonrisa de encías rojas:
-Estamos más seguros así.
Quiso sonreír ella, pero hizo una mueca. El miedo la dominaba.
-¿Qué hacés? ¿No te desvestís?- la observó-
Se desvistió el hombre, entró en la cama, sacudiéndolo el frío de las sábanas. Delante del ropero, Tanka se quitaba las ropas con manos torpes. Endurecía los dedos el miedo. Sentía rodar por la espalda las pupilas del desconocido, como si fuesen bolitas de hielo. Hacía tiempo, con temor de acostarse a su lado. Oídos y corazón atentos a ruidos exteriores. En el espíritu no había más que una gran ansiedad: el arribo de Fanny. Salían los oídos hasta la puerta del ascensor en busca de los pasos conocidos. Le propuso servirle mate, pero no aceptó.
La llamó a la cama con apremio. No hubo otra escapatoria que complacerlo. Cuando se acostó, tuvo la sensación que iba a vomitar el corazón. Lo sentía en la garganta, cruzado como un hueso. El hombre se arrimó a ella hasta tocarla. Después le dijo algo que no sintió. Se estremeció al roce de aquel cuerpo, como al contacto de un canceroso. Pero se dio a él, con los ojos y espíritu cerrados, como el que se arroja al mar para suicidarse. Con los mutuos contactos, desapareció la torva expresión intimadota. No quedaron vestigios del criminal presentido. Bajo el deseo, voz y mirada fueron suplicantes. Recobró el ánimo Tanka. Reía y hablaba con tranquilidad. Pero no por mucho tiempo. El hombre que tenía al lado era un criminal evadido de la cárcel de La Plata.Cuando le hizo la terrible revelación, tras las caricias propicias a las confidencias. Tanka sintiese desvanecer de terror. Ningún movimiento en el rostro. Quedáronse inmóviles párpados, pupilas y labios. Él debió notarlo, porque dijo con siniestra risa burlona:
-La policía me andará buscando mientras yo estoy feliz a tu lado.
¿Cómo tuvo valor para soportar hasta el final aquel feroz suplicio? ¿De dónde sacó fuerzas para combatir su espanto hasta la madrugada que se marchó el hombre? Ella no supo explicárselo al día siguiente cuando le contó lo ocurrido a Fanny y a Mario. 

Con Lorenzo Stanchina volvemos a recuperar una parte de la literatura  nacida a la vuelta de alguna esquina, en el interior de un almacén, en el “estaño” de un cafetín infecto, donde las costumbres locales luchaban  entre la apatía y la resignación.
Después de leer a Stanchina uno logra despejar ciertas sospechas sobre la máscara de apariencia de un ser nacional en construcción  y el reflejo de  un rostro de inautencidad creciente en  un tiempo perdido pero no tal lejano. El autor, desde su sentimiento donde se asocia familia y amistad,  nos llama  a recuperar el barrio unido al hombre que habilita la inmensa calma y mira el ritual de las casas donde el cielo se junta con los patios y las azoteas se tutean con la noche.
El barrio no tiene apuro. Nosotros tampoco.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                
                                                              

viernes, 4 de marzo de 2011

BICENTENARIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL


SEÑAS PARTICULARES: MUJER

En la construcción de un modelo de mujer que hoy la sociedad y los medios de comunicación no logran definirlo, el ejemplo de Emma de la Barra es significativo. Repensar en este aspecto los discursos sobre identidad y  considerar las situaciones y ambivalencias que genera la afectividad, en medio de una arquitectura de género que sigue llamando a engaño, es un verdadero desafío que la literatura presente asume  pero que reconoce tardíamente, después de haber dejado oscurecida la vida de muchas mujeres que debieron renunciar de su condición para demostrar  el talento.
En esa suerte de sociedad pacata que expulsaba y excluía sin ningún tipo de escrúpulos a todo lo que no respondía a lo masculino, resulta contradictorio que el  primer best-seller de la narrativa argentina haya sido escrito por una mujer y firmado por un  hombre.
Debemos entender cuando hablamos de bestsellismo que lo hacemos en un aspecto acotado. Que un libro haya superado en tiempo récord la venta de nueve mil ejemplares no quiere decir absolutamente nada. En aquellos tiempos, este despertar literario tenía impuesta una llamada de denuncia y una marcada pátina de protesta. El éxito editorial era anecdótico. Aquí estaba en juego el eslabón primario. El eje de la familia no sería el mismo a partir de ciertos cambios. La sociedad aristocrática tenía que reconocer el impulso arrollador de la clase media, de los grupos inmigratorios, de la politización de esos sectores que como un terremoto sacudían las entrañas de un sistema dominante pero en decadencia. Los roles asignados perderían la batalla. La mujer comenzaría a pisar el terreno de otra manera y como un cristal golpeado la cultura machista se rompería en mil pedazos. Es más, en el propio seno de esas familias acomodadas se desataría la tormenta. Las mujeres, que hasta ese momento hablaban detrás de las cortinas, ahora salían a la calle.


Ya Mariquita Sánchez de Thompson había dicho en una de esas tertulias azucaradas que “nosotras sólo sabemos ir a  oír misa y rezar, componer nuestros vestidos, zurcir y remendar”. Declaración decididamente atrevida para la época pero rigurosamente cierta.
Lamentablemente el sincero discurso verbalizado por aquellas damas en épocas pretéritas se encontraría con  un modelo social y político que buscaba un perfil idealizado donde los roles fueron marcados a fuego por la masculinidad más rancia. En ese aspecto la aristocracia hacía gala de sus logros y con total arrogancia miraba al Río de la Plata buscando un brazo del Sena y soñando con el aroma al perfume francés que olía distinto al hedor  portuario.
Es triste que hoy todavía en muchos espacios se siga pensando en una literatura masculina y otra femenina, condicionando su estética a polleras o pantalones. Si todo hubiera sido distinto, esta nota no tendría sentido, pero un prejuicio silencioso aún persiste y aunque parezca innecesario, retomar la obra  literaria de muchas creadoras se hace imprescindible.  
Emma de la Barra había nacido en Rosario, en 1861, en la época de la presidencia de Nicolás Avellaneda, en el seno de una familia donde los libros eran de uso cotidiano. Los hombres que rodeaban a la pequeña tenían todos una vasta formación intelectual, en su mayoría periodistas. En esa casa donde gobernaba el hábito de la lectura, las reuniones sociales eran cosa de todos los días. Con 4 años ya la niña se diferenciaba del resto por sus aptitudes de narradora. Su padre era Federico de la Barra, político, periodista y senador por Santa Fe. Su madre, Emilia González Fúnez provenía de la cerrada aristocracia cordobesa. La familia llega a Buenos Aires en 1874 y comienza a tutearse con lo más granado de la sociedad porteña. A la infanta modelo la hacen estudiar canto y a decir de sus aduladores amigos… “era un genio con polleras”. Pero el destino de Emma no sería el canto, cuando todavía no había desarrollado, su padre decide casarla con su tío Juan de la Barra. Ahora Emma de la Barra de De la Barra pasaba a ser una señora con domicilio en la Avenida Alvear. El tío-marido que la doblaba en edad sólo podía ofrecerle su fortuna. Emma ya había comenzado a escribir su diario, un boceto que con el tiempo sería el documento principal de su novela. Como cantar no podía, crea la Sociedad Musical Santa Cecilia para estimular a los jóvenes talentos. Funda la primera Escuela Profesional para Mujeres y La Cruz Roja, en comunión con su parienta Elisa de Juárez Celman, esposa del presidente Miguel Juárez Celman. Los años pasan, no tiene hijos, ya es una señora madura y como suele suceder, se transforma en una viuda adinerada. Es entonces cuando comienza a quitarse los velos que la cubrían y toma una decisión revolucionaria. Decide invertir gran parte de su fortuna en la creación de un barrio obrero, una especie de ciudadela en los talleres ferroviarios del centro de la localidad de Tolosa, muy próxima a la ciudad de La Plata. El proyecto que incluía escuela, teatro, biblioteca, iglesia y campo deportivo estaría integrado por “mil casas”, según la propia expresión de su creadora. El emprendimiento fue un fracaso y Emma regresó a la casa de sus padres con los señalamientos lógicos de sus progenitores que la trataron de enferma mental. Según relata Aurora Venturini: “En realidad serían 216 casas de techo bajo, tres habitaciones, un patio en común con aljibe de estilo colonial. El drama para la fundadora fue que el doctor Dardo Rocha se le adelantó con otra fundación que consistió en la ciudad de La Plata y “Las mil casas” estaban a medio construir. Cuando el pelotón de inmigrantes llega para trabajar en las edificaciones platenses, se desparraman en conventillos y sitios vecinos al centro, que es el lugar de trabajo. En 1882 fundan La Plata y el ingeniero Otto Krause apresura el evento de unos palacios y parques deslumbrantes. Y Benoit lo acompaña. Eran palabras mayores como para despertar del sueño de un caserío humilde que terminó en 1887. Las casitas fueron alquiladas a obreros del Molino La Rosa. Con el tiempo, por falta de mantenimiento, el viento se las llevó. Como a Stella, que supo ser pionera y best-seller, dejando ahí un tugurio de “okupas”.


Stella(1905), la novela que revolucionó a toda la sociedad, era un texto revelador que Emma de la Barra tuvo que exponerlo bajo el seudónimo de César Duayen. En poco tiempo todos hablaban del libro y se preguntaban quién era ese Duayen. La paranoia llegó al extremo de convocar a un premio  para aquel que descubriera la identidad del ignoto escritor. “El frenesí del público era tal- testimoniaba un librero- que devoraba con no igualada rapidez hasta entonces, las pilas nutridas de ejemplares, hasta que un letrero adherido al escaparate del afortunado editor, anunciaba triunfalmente: <Agotada la edición de mil ejemplares en tres días>”. El rumor echado a correr hablaba de que el periodista y folletinista Julio Llanos era su autor porque él tramitó la edición. Lo persiguen por todos lados. Llanos-segundo marido de Emma de la Barra- se calla la boca. Es Manuel Láinez, el director de periódico combativo “El Diario”, diputado y senador, el que termina con el misterio: “El autor de Stella es una dama, la señora Emma de la Barra”. Esta revelación hace que el libro agote nueve ediciones de mil ejemplares. Se produce un hecho único en la literatura argentina, se publica un aviso “pidiendo paciencia” a los lectores por la próxima entrega, se traduce al francés e italiano y el propio Edmundo de Amicis prologa la edición. El revuelo llega hasta las páginas del diario La Nación que en su edición del 26 de setiembre de 1905, aclara. “Muy poderosos eran sin duda los baluartes con que la delicada modestia de la autora había encerrado su secreto; pero el éxito resultó demasiado entusiasta para que se pudiera resistir al impulso. Y aún cuando el propósito de la reserva persistiera, los tanteos de la conjetura han dado por último con la verdad de las cosas, proclamando el nombre de la señora Emma de la Barra junto a ese otro nombre Stella ya prestigioso y tan notorio que desde ahora queda definitivamente incorporado a los anales de las letras argentinas”. D’Amicis por su parte razona que “es una novela genuinamente argentina, una pintura de caracteres y de costumbres de aquel pueblo adolescente…pero no se trata de una pintura aduladora. No sé de ningún escritor argentino que haya dicho nunca tan abiertamente a su país tal número de verdades, tan duras de oír como útiles y dignas de meditar”. Desde las páginas de otro matutino, el no menos consultado diario La Prensa, un anónimo caballero inglés ofrece 500 libras “por los originales de puño y letra del autor de Stella, famosa novela de actualidad”
La novela, al igual que toda la obra de Emma de la Barra es una sostenida crítica a la sociedad aristocrática de principios del siglo XX, donde se percibe el cambio en las conductas humanas y se  refleja  la  readaptación de la tradición preexiste. La autora está en línea directa con otras observadoras cuya más cercana referente era Emilia Pardo Bazán.
Creer que esta obra es nada más que una simple historia de amor es desmerecerla. Stella aporta la rebeldía y eleva la voz en un momento decisivo donde la lucha de la mujer se abre camino sin brújula protectora y donde muestra y censura las costumbres y vicios de esa sociedad que conoce muy bien.
Stella le da un cachetazo en la mejilla a toda  la clase alta, derrama el vino sobre la mesa para ensuciar la escala de valores y antes de que la élite  despierte los sorprende a todos con “A Stella no le han enseñado a pensar”.


Con un tono autobiográfico, Emma de la Barra revela su vida. La novela se inicia con la llegada a Buenos Aires de Alejandra y Stella desde Noruega. El padre de las jóvenes, un científico de prestigio mundial, muere en la miseria y deben recurrir a que la crianza de las mujeres sea manejada por el hermano de su mujer. Ya desde el inicio, la autora golpea con la crítica social. La gobernanta que recibe a las niñas, por ejemplo,  las hace ingresar a la vivienda por la puerta de servicio, marcando así la diferencia. Cuando Emma, en la obra, habla de los progenitores, su mirada es introspectiva. Ana María y Gustavo son fieles representantes del sectarismo aristocrático europeo. Con sólo leer el texto se advierte que esos seres son el pasado real de la autora. Es interesante cuando la novelista va describiendo a Ana María… “Solo un barniz muy leve de instrucción-un poco de geografía: la tierra es redonda: otro poco de historia: Colón descubrió América: tocar el piano y pintar sobre seda…pero aprender no es comprender”.
Debemos recalcar que no es un texto optimista, asoma la melancolía y la dramatización, un modelo clásico de esta literatura. El padecer, la muerte, la invalidez, son en la obra moneda corriente. Ana María, Alejandra o Alex proyectan el espejo de Emma. Esa Ana María de la novela pierde su fortuna heredada por un mal manejo y después de un parto que la deja sin aliento muere al nacer Stella. Allí se eleva entonces la figura de Alejandra, una suerte de “mujer maravilla” que todo lo puede, que todo lo hace bien, que se sacrifica por su hermana, que renuncia a los pretendientes. Está muy  claro el desahogo de Emma.
Francine Massiello, la respetada investigadora norteamericana, a este respecto nos ilustra: “La independencia de Alejandra y de sus crecientes recursos, introducen una nueva figura en la literatura argentina: la heroína instruida como tutor, socavando la representación de la mujer soltera que recibe un trato lamentable en los documentos sociales y en la literatura del período”. También es cierto que Stella con su enfermedad no la deja crecer. Dice la autora: “Alejandra no tenía la fuerza, porque existía su hermana”. Y reafirma: “Hasta las rodillas solamente había vida; la niña concluía allí”. En ese encierro aparece el tío Máximo que juega un papel de antihéroe amoroso, indeciso pero animado por la personalidad  de este trueno femenino. Duda de tanta magia y llega a creer que lo único que mueve a esta rebelde es su afán de posesionarse. Entretanto, Alejandra es la que salva a la familia de la ruina económica, educa a los más pequeños, tiene tiempo para velar por Stella y levantar el deseo entre los hombres.
Elida Ruíz, que ha estudiado en profundidad la obra de Emma de la Barra, expresa que Stella es “una novela para despertar fantásticas ambiciones y permitir soñar en ser la protagonista”. Si tomamos este juicio en rigor también debemos decir que nos encontramos con una novela llena de frustraciones donde Alex  debe enfrentarse a todo.
Hay que decir que el final de obra es ambiguo, con una Alex que se marcha de Buenos Aires después de tanto sacrificio y un Máximo que no termina de definirse. La obra fue dedicada a la memoria de su padre.
La autora-autor, tiempo después al responderle a un periodista del semanario El Hogar confesaría que “Hace un cuarto de siglo, las mujeres ocupábamos una posición especialísima dentro del ambiente social. No se concebía la posibilidad de que traspusiéramos los límites del hogar sin que se violaran los más elementales preceptos de su organización ¿Cómo iba a atreverme a firmar una novela? ¡Qué esperanza! Era exponerme al ridículo y al comentario”.
Stella en el año 1944 fue llevada al cine bajo la dirección de Benito Perojo con el guión de Ulises Petit de Murat y la actuación Zully Moreno en el rol protagónico. El éxito fue relativo, ya la obra había dado el paso principal en el soporte papel.


Emma de la Barra continuó trabajando más allá de su Stella. En 1906 da a conocer Mecha Iturbe, por cuyos originales la casa Maucci de Barcelona le paga por adelantado cinco pesos por una edición de 6000 ejemplares. Dos años después sorprende con El Manantial publicada por Editorial Estrada, una novela pensada para adolescentes. Luego viaja a Europa. Durante la Primera Guerra Mundial el matrimonio se encontraba en Francia, desde donde Llanos enviaba crónicas al diario  La Nación, que alguna vez eran escritas por Emma sin que se notase. En 1933 presenta su tercera novela, Eleonora que aparece en el semanario El Hogar en capítulos y que más tarde la editorial Tor lo publica en Chile. Ya en 1943 lanza La dicha de Malena que incluye el famoso cuento El beso aquél que antes había sido conocido a través del semanario El Hogar.
Falleció en Buenos Aires en 1947.
Podemos decir que Emma de la Barra, enmascarada en César Duáyen, constituye el perfil de la mujer moderna. La santafesina es una trabajadora del lenguaje que no dejó librado al azar temas preocupantes como la discrepancia entre las clases sociales, las relaciones entre campesinos y obreros pobres, el malestar  entre el dinero y el poder, la transformación de un país a partir del trabajo y la proyección de una forma de femineidad más realista.
Releerla es parte de un ejercicio que nos compromete con un pasado y nos llama a la reflexión, algo que desde este espacio procuramos desarrollar.