"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

miércoles, 13 de octubre de 2010

BICENTENARIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL
 

LA LITERATURA DE MAYO

La Biblioteca Nacional - Biblioteca Pública al momento de su creación - nace en aquellos días tumultuosos de Mayo entre voces de protesta y libertad. Gracias al calor de las palabras de muchos hombres que soñaban con un proyecto cultural, toda una pléyade que sufrió persecución y exilio, dejó las páginas inolvidables de una literatura viva y polémica. La Generación de 1837 integrada, entre otros, por Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, nos acerca también a uno de los más conspicuos hombres, integrante fundamental del Salón Literario y de La Asociación de Mayo: Juan María Gutiérrez. Nacido en 1809, su obra se recorta con una pluma aguda y crítica que dejará a las claras su apasionado mensaje en el marco de una “literatura social” de enorme importancia para el momento histórico que vivió el país.
Para recordarlo, HOJAS DEL ABANICO acerca a todos ustedes, la transcripción de una de las misivas más insurrectas del escritor, agrupada en las CARTAS DE UN PORTEÑO, dirigida al Señor Secretario de la Academia Española Don Juan Martínez Villegas, donde el ya maduro intelectual renuncia al diploma que le fuera otorgado como miembro por esa "afamada corporación", según sus propias palabras.



La Libertad, 5 de enero de 1876
Al Señor Secretario de la Academia Española:
Ayer he tenido la honra de recibir, por conducto del señor cónsul de España residente en esta ciudad, una carta de V.S. fecha en Madrid a 30 de diciembre de 1873, acompañándome el diploma de miembro correspondiente de la Academia Española, y un ejemplar de los Estatutos y Reglamento de este ilustre cuerpo literario. Y, como al final de la muy estimada de V. S. me previene darle aviso del recibo de esos documentos, me apresuro a satisfacer los deseos de V.S. suplicándole al mismo tiempo manifestar mi más profunda gratitud a los señores miembros de la Academia, y muy particularmente a los caballeros de Segovia, Hartzenbusch y Puente Apezechea, por el favor con que han querido distinguirme considerándome capaz de contribuir a los fines de esa afamada corporación.
Según el artículo primero de sus estatutos, el instituto de la Academia es cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua castellana. Este propósito pasa a ser un deber para cada una de las personas que aceptando el diploma de la Academia, gozan de las prerrogativas de miembros de ella y participan de sus tareas en cualesquiera de las categorías en que subdividen según su reglamento.
En presencia de una obligación que espontáneamente se impone un hombre honrado, debe, ante todo, medir sus fuerzas, y hecho de mi parte este examen con escrupulosidad, debo declarar a V.S. que no me considero capaz de dar cumplimiento a cometido alguno de los que impone a sus miembros el citado artículo primero de los Estatutos Académicos, por las razones que someramente paso a indicar, suplicando a V.S. las reciba como expresión sincera y leal de quien no quisiera aparecer desagradecido a las distinciones y beneficios que se le hacen, mucho más cuando provienen de una corporación a la cual todo hombre culto que habla lengua castellana, tributa el respeto que se merece.
Aquí, en esta parte de América, poblada primitivamente por españoles, todos su habitantes, nacionales, cultivamos la lengua heredada, pues en ella nos expresamos, y de ella nos valemos para comunicarnos nuestras ideas y pensamientos; pero no podemos aspirar a fijar su pureza y elegancia, por razones que nacen del estado social que nos ha deparado la emancipación política de la antigua metrópoli.
Desde principios de este siglo, la forma de gobierno que nos hemos dado, abrió de par en par las puertas del país a las influencias de la Europa entera, y desde entonces, las lenguas extranjeras, las ideas y costumbres que ellas representan y traen consigo, han tomado carta de ciudadanía entre nosotros. Las reacciones suelen ser injustas, y no sé si en Buenos Aires lo hemos sido, adoptando para el cultivo de las ciencias y para satisfacer anhelo para ilustrarse que distingue a sus hijos, los libros y modelos ingleses y franceses, particularmente estos últimos.
El resultado de este comercio se presume fácilmente. Ha mezclado, puede decirse, las lenguas, como ha mezclado las razas. Los ojos azules, las mejillas blancas y rosadas, el cabello rubio, propio de las cabezas del norte de Europa, se observan confundidos en nuestra población con los ojos negros, el cabello de ébano y la tez de los descendientes de la parte meridiondal de España. Estas diferencias de construcción física, lejos de alterar la unidad de sentimiento patrio, parece que, por leyes generosas de la naturaleza que a las orillas del Plata se cumplen, estrechan más y más los vínculos de la fraternidad humana, y dan por resultado una raza privilegiada por la sangre y la inteligencia, según demuestra la experiencia a los observadores despreocupados.


Este fenómeno, no estudiado todavía como merece, y que, según mis alcances, llegará a ser uno de los datos con que grandes problemas sociales han de resolverse, se manifiesta igualmente, a su manera, con respecto a los idiomas.
En las calles de Buenos Aires resuenan los acentos de todos los dialectos italianos, a la par del catalán que fue el habla de los trovadores, del gallego en que el Rey Sabio compuso sus cántigas, del francés del norte y mediodía, del galense, del inglés de todos los condados, etc, y estos diferentes sonidos y modos de expresión cosmopolizan nuestro oído y nos inhabilitan para intentar siquiera la inamovilidad de la lengua nacional en que se escriben nuestros numerosos periódicos, se dictan y discuten nuestras leyes, y es vehículo para comunicarnos unos con otros los porteños.
Esto, en cuanto al idioma usual, común, el de la generalidad. Por lo que respecta al hablado y escrito por las personas que cultivan con esmero la inteligencia y tratan de elaborar la expresión con mejores instrumentos que el vulgo, cuyo uso por otra parte es ley suprema del lenguaje, debo confesar que son cortas en número, y aunque de mucha influencia en esta sociedad, tampoco tienen títulos para purificar la lengua hablada en el siglo de oro de las letras peninsulares, de que la Academia es centinela desvelado. Los hombres que entre nosotros siguen carreras liberales, pertenezcan a la política o a las ciencias aplicadas, no pueden por su modo de ser, escalar los siglos en busca de modelos y de giros castizos en los escritores ascéticos y publicistas teólogos de una monarquía sin contrapeso. Hombres prácticos y de su tiempo, antes que nada, no leen sino libros que enseñan lo que actualmente se necesita saber, y no enseñan lo que las páginas de la tierna Santa Teresa ni de su amoroso compañero San Juan de la Cruz, ni libro alguno de los autores que forman el concilio infalible en materia de lenguaje castizo.
Yo frecuento con intimidad a cuantos en esta mi ciudad natal escriben, piensan y estudian, y puedo asegurar a V.S. que sus bibliotecas rebosan en libros franceses, ingleses, italianos, alemanes, y es natural que adquiriendo ideas por el intermedio de idiomas que ninguno de ellos es el materno, por mucho cariño que a éste tengan, le ofendan con frecuencia, sin dejar por eso de ser entendidos y estimados, ya aleguen en el foro, profesen en las aulas o escriban para el público. Hablarles a estos hombres de pureza y elegancia de la lengua, les tomaría tan de nuevo, como les causaría sorpresa recibir una visita vestida con capa y el sombrero perseguidos por el ministro Esquilache.
Por muy independiente que me crea, incapaz de ceder a otras opiniones que a las mías propias, confieso V.S. que no estoy tan desprendido de la sociedad que vivo, que me atreva, en vista de lo que acabo de exponer, a hacer ante ella el papel de vestal del fuego que arde emblemático bajo el crisol de la ilustre Academia.
El espíritu cosmopolita, universal, de que he hablado, no tiene excepciones entre nosotros. Son bienvenidos al Río de la Plata los hombres y los libros de España, y está en nuestro inmediato interés ver alzarse el nivel intelectual y social en la patria de nuestros mayores; pues nada tan plácido y sabroso para el espíritu como nutrirse por medio de la lengua en que la humana razón comienza a manifestarse en el regazo de las madres. Es penoso el oficio de disipar diariamente esa especie de nube que oscurece la página que se lee escrita con frase extranjera, y a este oficio estamos condenados los americanos, so pena de fiarnos a las traducciones, no siempre fieles, que nos suministra la imprenta europea.
Podría decirse V.S. que todo cuanto con franqueza acabo de expresarle, prueba la urgencia que hay que levantar un dique a las inversiones extranjeras en los dominios de nuestra habla. Pero en ese caso yo replicaría a V.S. con algunos interrogantes: -¿Estará en nuestro interés crear obstáculos a una avenida que pone tal vez en peligro la gramática, pero puede ser fecunda para el pensamiento libre? ¿Mueven a los americanos las mismas pasiones que el patriota y castizo autor del ardoroso panfleto - "Centinela contra franceses"- impreso al comenzar el siglo, cuando la ambición napoleónica exaltaba el estro de Quintana y el valor de un pueblo ibero, contra la usurpación extranjera? ¿Qué interés verdaderamente serio podemos tener los americanos en fijar, en inmovilizar, al agente de nuestras ideas, al cooperador en nuestro discurso y raciocinio? ¿Qué puede llevarnos a hacer esfuerzos por que el lenguaje que se cultiva a las márgenes del Manzanares, se amolde y esclavice el que se transforma, como cosa humana que es, a las orillas de nuestro mar de aguas dulces? ¿ Quién podrá constituirnos en guardianes celosos de una pureza que tiene enemigos a los mismos peninsulares que se avecinan en esta Provincia?

Llegan aquí, con frecuencia, hijos de la España con intento de dedicarse a la enseñanza primaria, y con facilidad se acomodan como maestros de escuela, en mérito de diplomas que presentan autorizados por los institutos normales de su país. Conozco a la mayor parte de ellos, y aseguro a V.S. con verdad, salvando honrosas excepciones, que cuando se han acercado a mí, como a director del ramo, he dudado al oírlos que fuesen realmente españoles, tal era de exótica su locución, tales los provincialismos en que incurrían y el dejo antiestético de la pronunciación, a pesar de la competencia que mostraban en prosodia y ortología teorícas. Con semejante cuesta que subir, sería tarea de Sísifo mantener en pureza la lengua española.
A mi ignorancia no aqueja el temor de que por el camino que llevamos, lleguemos a reducir esa lengua a una jerga indigna de países civilizados. El idioma tiene íntima relación con las ideas, y no puede abastardarse, en país alguno donde la inteligencia está en actividad y no halla rémoras el progreso. Se transformará, sí, y en esto no hará más que ceder a la corriente formada por la sucesión de los años, que son revolucionarios irresistibles. El pensamiento se abre por su propia fuerza el cauce por donde ha de correr, y esta fuerza es la salvaguardia verdadera y única de las lenguas, las cuales no se ductilizan y perfecciona por obra de gramáticos, sino por obra de los pensadores que de ellas se sirven. La prueba la dan manifiesta aquellos idiomas desapasibles para oídos latinos, idiomas pobres y mendigos de voces ajenas, que sin embargo, sirven desde siglo atrás a las ciencias y a la literatura de modo a dar envidia a los mismos que se envanecen y deleitan con la atonía de algunas de las lenguas oriundas de la romana.
Siento no poder dar forma técnica a esta generalidades. Pero la vulgaridad de la forma no impedirá a la sagacidad de V.S. penetrar en el fondo de mis palabras, y la Academia que tan ilustrada curiosidad manifiesta por conocer el estado en que se encuentra en América la materia de sus estudios, podrá tal vez sacar algún partido de la franqueza con que hablo a V.S. poniéndole de manifiesto los inconvenientes que encuentro en conciencia, para aceptar el diploma con que me ha favorecido.
Permítame V.S. darle honradamente, otras razones para justificar la devolución del valioso diploma.
Creo, señor, peligroso para un sudamericano la aceptación de un título dispensado por la Academia Española. Su aceptación liga y ata con el vínculo poderoso de la gratitud, e impone a la urbanidad, si no entero sometimiento a las opiniones reinantes en aquel cuerpo, que como compuesto de hombres profesa creencias religiosas y políticas que afectan a la comunidad, al menos un disimulo discreto y tolerante por esas opiniones; y yo no estoy seguro de poder amañar mis inclinaciones a las de la Academia, según puedo juzgar por los antecedentes que me son conocidos y por algunos artículos de su Reglamento.
Descubro ya, un espíritu que no es el mío en los distinguidos sudamericanos, especialmente de la antigua Colombia, que han aceptado el encargo de fundar Academias correspondientes con la de Madrid. Algunos de ellos me honran e instruyen con su correspondencia, y a los más conozco por sus escritos impresos. Adviértoles a todos caminar en rumbo extraviado y retrospectivo, con respecto al que debieran seguir, en mi concepto, para que el mundo nuevo se salve, si es posible, de los males crónicos que aflijen al antiguo.

La mayor parte de esos americanos, se manifiestan afiliados, más o menos a sabiendas, a los partidos conservadores de Europa, doblando la cabeza al despotismo de los flamantes dogmas de la Iglesia romana, y entumeciéndose con el frío cadavérico del pasado, incurriendo en un doble ultramontanismo, religioso y social.
No puedo convenir, por ejemplo, en que lenguaje humano sea otra cosa que lo que la filología y la historia enseñan sobre su formación. No puedo estar de acuerdo a este respecto, con el autor de un "Diccionario de la lengua castellana...Enciclopedia de los conocimientos útiles", etc, que actualmente se publica en Madrid y en Buenos Aires, por entregas, bajo la dirección de D. Nicolás María Serrano. Según este caballero en la primera página de su obra, bella bajo el aspecto tipográfico y por los grabados que la acompañan, Dios no ha dotado de la facultad preciosa del lenguaje para que le bendigamos, glorifiquemos en la tierra a fin de obtener el bien absoluto después de nuestra peregrinación en este valle de lágrimas...,etc.
Reducirnos a orar a Dios con la palabra y no con el pensamiento tácito, por los labios y no con la conciencia, es dar pábulo a las prácticas idolátricas y caer en el materialismo del rezo de los devotos; es conducirnos a imitar como lo perfecto las prácticas ascéticas del claustro, donde se pasa la vida cantando salmos y rezando el oficio divino.
No creo que éste pueda ser el destino del hombre en esta vida. Si tal fuera, no le quedaría tiempo para estudiar la naturaleza y para encontrar en sus leyes el motivo de adoración que la criatura racional pueda rendir al creador invisible y desconocido de tanta maravilla como la rodea.
Pongo en manos del señor cónsul de España, caballero D. Salvador Espina, el diploma de socio correspondiente que devuelvo respetuosamente suplicándole dé dirección segura a estos renglones. Al mismo tiempo tengo verdadera complacencia en manifestar mi más profundo agradecimiento a la Academia de que es V.S. intéprete, pidiéndole que con la tolerancia propia de un sabio se digne disimular los errores de que pueda adolecer los juicios que con franqueza me atrevo a emitir.
De V.S. atento S. Servidor.
Juan María Gutiérrez
Ilmo. Sr. D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe, secretario accidental de la Academia Española.
Buenos Aires, diciembre 30 de 1875


ABRIENDO EL ABANICO

La lectura de este documento nos invita a una reflexión más aguda. Rodolfo Alonso, quien gentilmente nos autoriza a reproducir su artículo "Juan María Gutiérrez contra la Academia",habla a las claras sobre el compromiso de esos intelectuales que forjaron la historia del pensamiento argentino. Su mirada esclarecedora, sin duda, nos acerca al verdadero clima revolucionario que se vivía en aquella etapa audaz que hoy recordamos.

JUAN MARÍA GUTIÉRREZ CONTRA LA ACADEMIA

RODOLFO ALONSO


El idioma que es peculiar de una región o de un estado, no deja por eso de ser también, y además, patrimonio común de todos los hombres.
La escena ocurrió en el aula magna de una universidad argentina del interior pero, por suerte, no trascendió a los asistentes. Estábamos participando de una mesa redonda sobre problemas de la traducción y, durante su transcurso, la directora de un instituto terciario sentada a mi derecha se había referido varias veces “a la RAE”. Al concluir, le pregunté por lo bajo a qué aludía dicha sigla. Y me contestó: “la Real Academia Española”. Dado que se había manifestado favorable a la consulta de dicho organismo en temas relacionados con nuestro uso del lenguaje, intenté un leve rapto de humor aludiendo a la reacción que hubiera tenido al respecto Juan María Gutiérrez. Pero una mirada entre vacía y casi interrogante me trasmitió su desconocimiento.
Lo que no dejó de intranquilizarme. Si una especialista de ese nivel, que acababa de mostrar su soltura con respecto a muchos referentes extranjeros sobre cuestiones lingüísticas, no se mostraba enterada del asunto, la situación era mucho más grave de lo que suelo imaginarme. Porque si hay un hecho crucial en la historia de nuestra vida cultural, especialmente con respecto a las cuestiones relacionadas con el idioma nacional, fue sin duda el protagonizado por aquel singular y fecundo hombre de letras argentino.
Fechada en Buenos aires el 30 de diciembre de 1875, es decir a sus sesenta y seis años, la carta que Juan María Gutiérrez (1809-1878) dirigió al secretario de la Real Academia Española devolviendo con suma gentileza y discreción, pero también con absoluta firmeza, el diploma de miembro de la misma que acababa de recibir (con el atraso comprensible para la época), representa a mi modesto entender uno de los momentos clave de la vida intelectual argentina, uno de esos momentos cargados de sentido que luego se vuelven por derecho propio, por propia deriva de su ser, realmente simbólicos. Fue una decisión que en su oportunidad, hace más de un siglo, provocó vivas discusiones e inclusive encendidas polémicas, en buena medida basadas en malentendidos que en algunos casos todavía me temo continúen.
Un hombre de pensamiento crítico como era Gutiérrez, acostumbrado a ejercer su raciocinio, supo ver con lucidez y hasta con anticipación no pocos aspectos de la cuestión. En primer lugar, la intención de predominio político-cultural, por no decir directamente de dominio, que se escondía detrás de la aparente preocupación de sólo cuidar, de preservar al idioma castellano. Pero también fue capaz de percibir claramente lo irrisorio de pretender legislar, definitivamente, sobre algo que estaba siempre en movimiento y expansión, como la vida misma. Nuestra forma de gobierno republicana y democrática, encarnada en las motivaciones e ideales de la Revolución de Mayo, no sólo casaba mal con el absolutismo todavía imperante en la península, sino que había dado lugar entre nosotros a un fecundo mestizaje de nacionalidades, de ideas y también lingüístico. El cosmopolitismo de nuestro oído había dejado paso a una “lengua nacional” (son sus palabras), a la cual resultaba imposible querer inmovilizar no sólo en su mero uso cotidiano sino también en los espacios más elevados del pensamiento, acostumbrados ya a beber en las más diversas fuentes. Así, decía Gutiérrez en su renuncia: “El pensamiento se abre por su propia fuerza el cauce por donde ha de correr, y esta fuerza es la salvaguardia verdadera y única de las lenguas, las cuales no se ductilizan ni perfeccionan por obra de gramáticos, sino por obra de los pensadores que de ellas se sirven.”
Con una referencia irónica y esclarecedora a las evidentes diferencias que él mismo —como cualquiera— había percibido en el castellano de naturales de los más diversos rincones de España, agrega la visionaria percepción del idioma como cosa orgánica, cuando se refiere a la imposibilidad de emparentar con el Manzanares (es decir, el río que corre por Madrid) a ese lenguaje “que se transforma, como cosa humana que es, a las orillas de nuestro mar de aguas dulces”. Rechaza también al “doble ultramontanismo, social y religioso”, entonces agazapado detrás de esta cuestión aparentemente inofensiva, y enuncia más que claramente, en actitud francamente progresista: “No puedo convenir, por ejemplo, en que el lenguaje humano sea otra cosa que lo que la filología y la historia enseñan sobre su formación”.
Hubo quien consideró a esta actitud anti-española, y hasta puede que haya quien todavía lo entienda así. Pero lo que Gutiérrez rechazaba y cualquier argentino honrado debería rechazar también no era a España, por supuesto, sino al régimen y a la ideología que entonces oprimía, en primer lugar, al pueblo y al pensamiento español, y contra el cual se había alzado —qué duda cabe— nuestra Revolución de Mayo. Y fueron las democracias felizmente renacidas en España y Argentina las que vinieron a aclarar este aspecto de la cuestión.
Pero son todavía más, infinitamente ricas las resonancias que para mí aún conserva ese texto ejemplar de Juan María Gutiérrez. Él habla por allí, en sendos tramos, de “idioma nacional”, como dije, pero también de “lenguaje humano” y, al hacerlo, como habíamos visto antes, de algún modo roza, atisba, plantea la prodigiosa riqueza de esta cuestión. Porque el idioma que es peculiar de una región o de un estado, no deja por eso de ser también, y además, patrimonio común de todos los hombres. (Y, al mismo tiempo, al unísono, también herencia única, individual, de cada hombre, de cada individuo en particular, a la vez como persona, como ciudadano y también como miembro de la especie.) La supuesta maldición implícita en Babel es, en realidad, la riqueza y variedad de las lenguas del mundo. Una riqueza que es vida en sí misma, la misma vida, a la vez individual y colectiva, profundamente íntima e ineludiblemente social y, como toda vida siempre capaz de nacer y morir, de volver a renacer y de transformarse y de crecer y de multiplicarse.En todo lo cual, nuestro Juan María Gutiérrez, como escritor y como patriota, no hacía sino ser espléndidamente coherente. Ya desde muy joven, su aguda visión de la Revolución de Mayo tuvo un grado de profundidad y una dosis de persistencia acaso mayor que, siempre, conservó un límpido alcance continental, latinoamericano, y sus actos como intelectual estuvieron impregnados, ligados con un preciso significado político-cultural. Que se mezclaba con su vida misma.
Dentro de aquella sintomática generación de 1837, cobijada en el Salón Literario que Marcos Sastre supo instaurar en la trastienda de su librería, el joven Juan María Gutiérrez tuvo a su cargo uno de los discursos más medulares: Fisonomía del saber español: cual debe ser entre nosotros. Allí campean lúcidamente, ya desde entonces, las que siempre serían sus principales ideas básicas: independencia también intelectual con respecto a la metrópolis absolutista que entonces representaba España, autonomía (cuando no contraposición) frente a sus tradiciones ideológicas, y visionaria libertad en el uso del lenguaje común.
Poeta, se convirtió en el primer ensayista y el primer crítico literario de nuestras letras, acaso porque intuyó desde un principio la trascendencia liberadora de la reflexión y del pensamiento cuestionador. Así como no es casual que, siendo un intelectual pleno, en este mismo país que todavía cojea gravemente por su carencia de una cultura técnica, Juan María Gutiérrez haya sido el primer ingeniero argentino, al recibirse el 27 de diciembre de 1839. (Con lo cual no hizo sino anticiparse a las preocupaciones por la educación técnica de otro gran artista rioplatense, el uruguayo Pedro Figari.) Fue uno de sus brillantes compañeros de generación, Juan Baustista Alberdi, quien pudo visualizar, por aquella época y a su respecto, a la ingeniería como “carrera del día, en aquel país sin caminos, sin puentes, sin canales”. Pero el 19 de febrero de 1840, Rosas decreta la cesantía del “salvaje unitario” en su cargo de ingeniero 1° del Departamento Topográfico.
Temiendo por su vida, Juan María Gutiérrez se exilia en el Uruguay. Pero su destino iba a ser el de volverse siempre significativo. No sólo obtiene la medalla de oro en el Certamen Poético convocado por el gobernador de Montevideo, José Antuña, para el aniversario de Mayo en 1841, que recibe el mismo día 25, a las trece horas, mientras retumba el bombardeo sobre la ciudad asediada y él recita su poema A Mayo. Sino que, a raíz del prólogo escrito por Alberdi para su publicación, donde señala al texto como “nuestra primera poesía nacional”, se desata luego una polémica que resultará clave para nuestras letras, y donde los románticos se baten contra el neoclasicismo, defendido entre otros por el desdichado Florencio Varela.
En las mudanzas de su exilio, publica en Valparaíso, durante febrero de 1846, otro libro definitorio: América poética. No se trata simplemente de la primera antología de la poesía hispanoamericana sino que, por serlo, justamente, constituye asimismo la reivindicación del conjunto de nuestros países hermanos como una entidad cultural capaz de independencia política pero, también, de creación autónoma.
Diputado electo por Entre Ríos, en 1853 fue uno de los principales redactores de la que sería nuestra Constitución Nacional, en cuyo texto se descubre no pocas veces su espíritu. Tampoco es azaroso que haya sido él, finalmente, quien decide la primera edición de El matadero, obra con la cual comienza de hecho nuestra literatura nacional y que, misteriosamente, Esteban Echeverría se abstuvo de publicar durante su propio exilio en Montevideo, cuando cualquier anti-rosista daba a la imprenta hasta los más urgidos panfletos. Esa actitud constituye acaso otro de los enigmas de nuestra vida cultural, pero también se vuelve un hecho sintomático que haya sido precisamente Juan María Gutiérrez, como dijimos, quien lo hace publicar por primera vez, al preparar la edición de las obras completas de Echeverría entre 1870 y 1874.
Culminó su vida como rector de la Universidad de Buenos Aires (la misma que fundara Rivadavia), cargo para el cual fue designado el 1° de abril de 1861, y donde realizó una gestión ejemplar. Tanto que, de su Proyecto de Ley Orgánica de la Instrucción Pública, redactado en 1872, se desprenden con claridad principios democráticos y progresistas similares a los que postularía más tarde la bienvenida Reforma Universitaria de 1918, cuyos lineamientos fundamentales son anticipados por Gutiérrez: gratuidad de la enseñanza superior, autonomía de la Universidad “con arreglo a sus leyes internas”, libertad de cátedra y organización democrática.
Pero, finalmente, y ya por entonces en su alta edad, el singular episodio de su renuncia a aceptar la designación como miembro de la Real Academia Española, resplandece —aunque se intente sumergirlo en el olvido— como un momento de primera magnitud para nuestra cultura nacional. La cosa estalló cuando, el 5 de enero de 1876, se da a conocer en la prensa la mencionada renuncia. Como solía ocurrirle, ello dio lugar a un encendido intercambio polémico epistolar, también público, entre un hispanófilo ofendido, el periodista Juan Martínez Villergas, que en realidad defendía al colonialismo político y cultural, y el auténtico anti-colonialista que siempre fue nuestro Juan María Gutiérrez. Por su parte, la polémica consistió en sus Diez cartas de un porteño, luego reunidas en libro, que publicó en el diario La Libertad, desde el 22 de enero hasta el 8 de febrero de 1876. En el transcurso de las mismas, puso muchas veces explícitamente y bien en claro su luminoso criterio: “Convenga usted en que la cuestión que ventilamos no es simplemente gramatical ni de Academias: es cuestión social…”
Y no mucho tiempo después, el 24 de octubre de 1899, una figura central de la españolísima “generación del 98”, nada menos que Miguel de Unamuno, iba a darle la razón desde las páginas del periódico porteño El Sol cuando afirmó: “Hay que levantar voz y bandera contra el purismo casticista, que apareciendo cual simple empeño de conservar la castidad de la lengua castellana, es en realidad solapado instrumento de todo género de estancamiento espiritual, y lo que es peor aún, de reacción solapada y verdadera.”




Rodolfo Alonso (Buenos Aires, 1934) fue el miembro más joven del grupo nucleado alrededor de la legendaria revista argentina de vanguardia Poesía Buenos Aires. A partir de Salud o nada (1954), publicó más de veinte libros propios, la mayoría de poemas pero también de ensayo y narrativa. Fue el primer traductor al castellano de los 4 heterónimos de Fernando Pessoa. Tradujo también a otros muchos autores de diversos idiomas (Ungaretti, Cesare Pavese, Marguerite Duras, Prévert, Montale, Carlos Drummond de Andrade, Apollinaire, Murilo Mendes, Eluard, Dino Campana, Manuel Bandeira, Pasolini, Baudelaire, Antonio Ramos Rosa, Rosalía de Castro y otros). A su vez, fue traducido en Francia, Bélgica, Portugal, Brasil, Estados Unidos y Galicia. Ya en 1961 Editions Le Cormier publicó en Bruselas una selección de sus Poèmes, con traducción y prólogo de Fernand Verhesen. Otras antologías de su obra poética fueron publicadas en España, México y Colombia. En 1978 fue incluido en La paix invincible espoir, antología de Madeleine De Vits para las Ècoles Associées de l'U.N.E.S.C.O. (Jacques Antoine, Editeur, Bruselas). Colaboró en numerosas publicaciones, tales como L'esprit des lettres, Les Cahiers du Sud, Le Journal des Poètes o Le Courrier du Centre International d'Etudes Poétiques, organismo del cual es corresponsal en su país desde hace largo tiempo. En 1997 recibió, con Juan Gelman, el Premio Nacional de Poesía. Sus últimos libros publicados son Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 1996) y los ensayos de Defensa de la poesía (Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 1997). Este mismo sello acaba de publicar, en 1998, su traducción de Les diables amoureux, de Guillaume Apollinaire. Escribió guiones y textos para filmes de cortometraje, la mayoría de los cuales fueron premiados en festivales nacionales y extranjeros. Dirigió su propia editorial de libros, que llegó a publicar más de doscientos cincuenta títulos diferentes. Entre 1986 y 1989 fue Director del Fondo Nacional de las Artes.

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