Ricardo Eufemio Molinari
(1898-1996), fue el poeta de la amplia llanura tapizada por el enorme cielo
dispuesto al silencio, el cantor de nuestros ríos, de los atardeceres
granadinos pincelados con nubes y pájaros, arrasados por los vientos del
sudoeste. A este paisaje argentino lo pobló de luz metafísica, lo iluminó de
historia y de tiempo, lo habitó con su voz personal y entrañable. Amó como
pocos la naturaleza: en todos sus poemas hay algo siempre infinitamente
nuestro, árboles, aves, pastos, caballadas, veranos, ríos "abrasados por
el sol y la soledad sombría". En medio de nuestra poesía rica y diversa,
su obra tiene la estatura de las cumbres más altas: es uno de esos cuatro o
cinco nombres que sobreviven a través de todo un siglo, indemne a los cambios y
a los juicios versátiles de las épocas.
Al contrario que muchos de sus contemporáneos, Molinari
niega la fructuosa porosidad del arte de vanguardia, que él concibe como mero
pasatiempo literario o distracción poética. Su lírica se dispone, pues,
alrededor de tres vértices. En primer lugar, la efusión íntima ante el paisaje
argentino. En segundo, la presencia de lo que Alonso Gamo define como «mundo de
la madrugada», es decir, una experiencia límite entre el sueño y la vigilia en
que el autor alcanza, a semejanza del místico, la revelación de algunas
verdades ontológicas.
Y, por último, la devoción por los clásicos y el gusto por la armonía de la
lengua castellana.
Su obra, incesante y sostenida,
fue imponiéndose gradualmente, sin apuros ni pausas. Influyó, sin duda, en
muchos de los poetas que integraron la generación de 1940, pero no ha sido
suficientemente reconocida por promociones posteriores, más atraídas por
modelos europeos y norteamericanos. Es que, como decía Eduardo Mallea respecto
de ciertos escritores, Molinari nació sin
mito, ese mito que hace inexplicables muchos triunfos y que va aliado a
extravagancias, psicopatías o accidentadas peripecias biográficas. Por otra
parte, despreció el afán publicitario. De ahí que, pese a ser uno de los más
altos poetas hispanoamericanos, no haya sido objeto, internacionalmente, de
distinciones espectaculares, aunque su nombre ocupe siempre un lugar
distintivo, en cualquier buena antología del continente.
Un sentido dramático de la
existencia recorre buena parte de su obra. La sutileza de la palabra hallada,
cierto ritmo sincopado extraído del cancionero hispano-lusitano y las grandes
imágenes espaciales conviven en sus versos. A la métrica tradicional le
infundió una cadencia propia; al verso libre lo explayó en largas e infinitas
sugestiones.
Ricardo Molinari es
un autor de quien pudiera decirse carece de biografía, no sólo porque apenas
haya trascendido dato alguno de su existencia, sino porque su poesía parece
brotar al margen de aquella, sin dejarse contaminar por el impúdico
confesionalismo de algunos de sus compañeros generacionales y sin impregnarse
de los trazos deshumanizados del arte de vanguardia.
Era un hombre acostumbrado a los
espacios abiertos. Nacido en Villa Urquiza, por entonces un lugar poblado de quintas y
vecinos trabajadores; desde allí la poesía de Molinari se acercó a las vanguardias
que se debatían entre los célebres grupos de Florida y Boedo, para hacer más
sorprendente el adjetivo y más afinadas las imágenes, antes que para aprender
el ingenio y el estruendo.
Francisco Luis Bernárdez recuerda que en las terturlias con Leopoldo Marechal y Jorge Luis Borges, en los años veinte, aquel muchacho mudo y sonriente sufría cierta impaciencia al llegar determinada hora. Era la hora en que salía el último tranvía para Villa Urquiza. "¿Qué hacer de nuestras vidas, María del Pilar?", podía escribir por entonces en medio de versos delicados y engañosamente simples que hablaban de árboles y nubes.
Mantuvo siempre un bajo perfil
que sin duda no lo benefició. Su figura de anti-héroe sumado a su estética melancólica no le
impidió sin embargo llegar a tutearse con los grandes sin hacer alharaca.
Había nacido el 20 de marzo y
quedó huérfano a los cinco años. Se crió con su abuela materna, Bartola Delgado
de Molinari, uruguaya, en una antigua casa. Dejó sus estudios para dedicarse a
la poesía; su formación la debe, por una parte, a los clásicos españoles (de
ahí su predilección por el romance, las coplas, el soneto) y a la poesía
francesa, en la cual erigió como maestro a Mallarmé, que insufló a su siempre
luminosa expresión cierto arrevesamiento sintáctico, cierto gusto por palabras
recónditas, poco usuales.
De joven integró el grupo
generacional más destacado de nuestro siglo XX literario: el que se reunió en
torno de la revista Martín Fierro,
junto con Borges, Marechal, Girondo, Mastronardi, González Lanuza, Nalé Roxlo.
Publicaba en ediciones privadas
un libro tras otro. Fueron tal vez setenta, hechos con el placer de lo
artesanal. Así lo entendió la crítica cuando en 1975 aparecieron sus obras
completas bajo el título Las sombras del
pájaro tostado. En el agua fluida de ese largo poema se encuentran a veces
algunas palabras sólidas, pero en general la lectura de Molinari deja la
sensación de que no se leyó estrictamente nada -nada que pueda contarse,
recordarse- y que se ha tenido una experiencia que impresionó en un lugar
profundo.
"Vivo en mi mundo extraño,/
alegre y firme/ como un dormido." Recordado tardíamente como un tipo de cara oscura y pelo de algodón,
de palabras que se veían en el aire seguidas de puntos suspensivos, pero de ojos
negros analíticos, fue lo que la prensa descubrió cuando se enteró, en 1985,
que en una clínica internado después de un accidente, intentaba
reponerse el poeta al que muchos consideraban uno de los grandes de América, de
la primera mitad del siglo, a la par de cualquiera que se mencione. El crítico
inglés J. M. Cohen dijo que esos hombres eran cuatro: el chileno Pablo Neruda,
el peruano César Vallejo, el mexicano Octavio Paz y Ricardo Molinari.
Al igual que
Jorge Luis Borges tendería a la reflexión metapoética en detrimento de las
contingencias de la moda literaria.
Molinari poco dado al guiño displicente y al malditismo bohemio que aureolaba a
sus coetáneos, frecuentaría los ejemplos del renacimiento español y del
romanticismo francés e inglés, y desconfiaría «del culto absorbente de las
novedades en el que se marcaban los anhelos de sus camaradas; la engañosa
dinámica que confundió a tantos
martinfierristas, empeñados después en la corrección de sus orígenes poéticos»
SAGAS
I
A veces presiento que mi ser ha
sido una
lanilla suelta, una corta brisa
remota, un
hombre solitario en una familia.
Con el verano venían mis tíos a
saludarnos,
altos y serenos y asentaban sus
manos grandes,
el silencio, sobre mi cabeza y me
miraban como
a un montón de días desiertos y
olvidados. Al
marcharse apretaban mi cuerpo con
los suyos,
sombríos y en la mudez, y partían
igual a la luz
por las dunas. Un día, siempre es
un día la tarde.
II
Por octubre comenzaban a florecer
los lirios
silvestres en el pantano, y los
esperaba durante
las otras estaciones frías y
lluviosas. Las pequeñas
flores que ninguno recogía me
saturaban
de una sutilísima transparencia
alegre de piadosa
reverencia satisfecha. Veía pasar
los pájaros y
llevar las nubes, y mi sombra con
las horas.
De noche todo lo pensaba, y
entretenía: la claridad
de la luz de la luna espejada en
mi cuerpo,
sin movimientos e intensamente
lejano y extraviado.
Tanto demoré en volver, que no
entiendo y alejo,
y encierro igual a una tormenta
dorada
sobre las hoscas llanuras, con la
noche, la arena
y los vientos silbadores y
vagabundos.
Oportuno
resulta transcribir la mirada de Alfredo Lemon sobre la obra de poeta. El
crítico abunda en una serie de detalles de enorme significación en su trabajo La voz poética de Ricardo Molinari.
Desde El
imaginero, escrito en 1927, la dicción de este autor romántico de fina
percepción, se aparta del simbolismo puro y comienza un proceso de
despojamiento de cuanta cosa superflua y enunciativa podía tener la lírica de
nuestro país hasta el momento. Apartándose del modernismo y del ultraísmo, se
desprende de todo lo accesorio aunque no deja de utilizar a la metáfora como
herramienta primordial de la escritura. Se exige a sí misma, consiguientemente,
quedarse en lo esencial, en lo sustancial de las cosas, en lo óntico de los
conceptos, pero sin perder de vista el matiz acústico y musical de verbos y sustantivos
perspicazmente ordenados. En ese sentido Molinari es un poeta visual que
mediante su palabra refleja los sonidos y símbolos del mundo y del universo: "En su esfera abstraída, pena, espada
de cielo o fábula de viento amargo;/ amor hermoso de otro día, largo/ en su
estío; en su noche de aire, nada".
Su creación reposa en las verdades profundas y escondidas tras los disímiles rostros y aristas de lo bello: "Huellas sin camino, cuello alado de tanta tarde inmensa en el desierto,/ con su paloma abierta, descendida".
Su dicción es precisa y contundente, su voz denota la necesidad inquietante de nombrar el paisaje, las estaciones, los cantos y leyendas tradicionales de la pampa infinita; reflejos de una cultura popular que quiere celebrarse con refinamiento: "Espacio estéril, cielo sin sol. Qué gozosa muerte es tu anhelo de agua y tierra apretada,/ de tu cielo sin ángeles; tu cielo sin huida/allí, donde mi voz está callada, con el borde deshecho, con la frente sin tarde: clavel, rosa desolada".
Adviértese también que en el artista el pasado no es mera nostalgia ni el presente una connotación realista de las circunstancias ni el futuro o lo que él querría que ocurriese, una vana esperanza, una cosa que desvanece el deseo; sino que es puntualmente la necesidad de aprehender lo que le sucede en su entorno vivencial, expresiones lúdicas en la página en blanco: "Mañana estaré de nuevo solo,/ sin un amigo que me acompañe,/ sin ninguna persona cerca de mi muerte./Me cerraré la gabardina y me pondré a escuchar mi reloj; la poesía estéril que me entretiene,/ la que no gusta a nadie: ¿a quién le agrada una fábula de arena, una cavidad en el agua, un desierto más?...".
Exactitud en función de lo indefinido, realismo en función de la vaguedad, carnalidad en función de la ensoñación; así labora la dinámica de la forma el celebrante cósmico, logrando la fascinación justa de su canto, prolongando el sentido oculto y la significación de lo nombrado, alimentando la pluralidad de interpretaciones en el lector.
"Cuando pienso que nunca he de volver al frío, qué ganas me llevan de talar un árbol;/ de quebrar el ala de un pájaro, para que disfrute de un amor enloquecido". Y : también: "Yo quisiera ser diferente: huir, salir de la ceniza. Si pudiera, qué viento hermoso movería tu soñar..."
Las imágenes se acumulan entre deseos y súplicas, entre muerte y memoria. Si la transfiguración de la realidad se nutre de la voluntad de adherir al destino, convirtiendo lo inevitable en acto libre, este proceso se trasunta en Molinari nítidamente: "Yo estaba desesperado como si ya no quedara otra vida, como si el mundo fuera plano y mi sueño estuviera apretado contra una pared./ Sí, el amor, la carne, el triste sueño. Yo no quería morir".
De los diversos temas que trata su obra, elegiremos el del tiempo, que como bien refieren los estudiosos, aparece en forma reiterada. Desde siempre y a través de una constante, su daga subrepticia se hace presente. Ello puede apreciarse de manera más puntual en las últimas composiciones, como si el vate , hubiera querido eternizar la palabra desde un reflejo ineludible del propio destino existencial: "La melancolía se arrincona mientras digo tu nombre en la tibia penumbra de la tarde./ Aprieto mis manos y vuelvo./Los cantos áridos del viento me acompañan./ Todo está lejos y perdido, tarde es el tiempo ya./ Nada tan hondo como tu ausencia, suavidad hallada lejos en las alas opacas de mi corazón". Se pretende conjugar -y conjurar-, el mundo interno del poeta con las diferentes circunstancias de la vida. Días, siglos, retornos, heridas, fugas; son los distintos matices de una conciencia trágica que reflexiona ante el fluir de las cosas. Molinari sabe que el hombre es mortal y que el cuerpo está supeditado a los cambios y embates del devenir. Desde esa perspectiva alude: "Estoy nostálgico, lejano y ya no me veo en la fuga de mis venas".
Igualmente poemas como Unida noche (1957) o Dentro de mi morada (1990) se siente el transcurrir del reloj vital como un gran interrogante o una gran duda: "¡Oh tiempo, ya sin vivir, sostenido y acabado! ¡Oh, inmóvil y lejano sueño todavía!". Finalmente, con la llegada de la adultez y la sabiduría de los maestros, puede escribir versos impecables como los que siguen: "Ya estoy cumplido de estar vivo, he crecido hasta la vejez, me distraigo en ausencias y te nombro, poesía". Como se observa, Molinari contiene las virtudes de los grandes profetas de Occidente, al perfilar la plenitud metafísica del hombre frente a la creación. Peregrino y sacerdote del absoluto, sereno y pulcro, su tono literario deja entrever un resabio de melancolía que se filtra por los repliegues de lo cotidiano. Vista en la perspectiva de un tiempo ansioso, descreído y solo, su poesía se distingue inmediatamente de las demás, no sólo por su jerarquía estética, sino por su sentido espiritual, su originalidad expresiva y libertad anímica: "Mañana cuando venga el sol para llevarse la nieve de encima de los hombros,/ mi rostro estará despierto hacia el oeste,/ donde tus ojos se abren sin verme; donde la luz lleva un aire de brazo que se despide, como tu piel desnuda que ya sabe que no vuelvo".
Contra lo previsible, la voz de Molinari perdura en lo más alto y depurado de nuestra poesía contemporánea. Entre la de sus coetáneos, sólo la de Borges y tal vez la de Mastronardi o la de Juanele Ortiz, poseen similar belleza e idéntico rigor. "Y estoy soñando en el vacío, la velada sombra de la vida, igual a una paloma./ Quizá me esté yendo de todo. Quiero los vientos que deshojan en marzo y se vuelven al atardecer..."
León Benarós también dejó su semilla y nos ilustra sobre la poesía de Molinari.
La poesía de Ricardo E. Molinari es única y personalísima, no sólo en las letras argentinas, sino aun en todo el ámbito del habla hispánica. Es muy difícil definirla en términos dialécticos. Sólo es posible aproximarse a su esencia mediante también poéticas alusiones. Se parece a una rama florida, al verdor de un sauce, al vuelo de una gaviota, a una nube de verano. En lo esencial, es celebratoria, gozosa y exultante, pero con recatado pudor. Su nostalgia, su eventual melancolía, nunca se descomponen en el gesto. Carece de teatralidad. Poesía de extrema pulcritud, su idioma es límpido, sin permitirse vulgarismos, pero incorpora a veces, con medida, una voz regional que da color al paisaje.
Sus exclamaciones, sus contenidos momentos de dolor íntimo, se asordan, ajenos al escándalo, para hacerse depurada y límpida intimidad.
A su propio sentir une una especie de adoración por la naturaleza desnuda y prístina, como purificada de presencia humana, o en su recién nacida inocencia. Así, ríos, árboles, nubes, son nombrados como si se los invocara por primera vez, con nombre que diríamos adánico.
Ninguna vulgaridad ensombrece la poesía de Molinari,
pero su aristocracia artística no es insolente, sino cordial, humana y
comunicativa.
Poesía acompañante si las hay, pero sin descender a la
fácil y superficial comunión o al mero sentimentalismo. Escrita para sí y para
las gentes, se duele y conduele con el común, pero sin concesiones ni gestos.
Tan universal como profundamente argentina, aborda
temas como la muerte de Juan Facundo Quiroga y, en hermosísimo romance, rodea
lo popular de una altísima dignidad lírica, elevando lo histórico a fábula de
sensibilidad acendrada y trascendente.
Esta poesía se halla tan alejada de toda grandilocuencia como del fácil sentimentalismo.
Lo cósmico, lo perenne, se dan en ella con la pureza y
naturalidad con que las cosas se nombran por primera vez.
El tono celebratorio -que exalta los ríos, los árboles, las nubes, las gaviotas-, confiere a la poesía de Molinari cierto carácter de recatada pero férvida oración, cierto agradecido acento por la belleza del mundo. Un mundo -por supuesto-, todavía no agraviado por los desechos del consumismo.
En 1933 Molinari viaja a España, donde conoce a Alberti,
Lorca, Altolaguirre, José María de Cossío, Moreno Villa y Gerardo Diego. Este
viaje, en que Molinari actuó como nexo entre los poetas de las «dos orillas»
(el 27 español y el 22 argentino), implicaría un cambio en su obra. De este
modo, su acervo literario se enriquecería con el legado de la métrica del Siglo
de Oro y de la lírica de los Cancioneros medievales, que conformaban el
sustrato cultural de los poetas españoles contemporáneos.
Algunos rasgos de la personalidad lírica de Molinari pueden
relacionarse con los de tres autores españoles coetáneos, Lorca, Alberti y
Gerardo Diego. El argentino resulta emparentable con ellos debido a la
utilización recurrente de ciertos símbolos, a la renovación evocadora o esencializada
de tópicos y géneros poéticos, y a su peculiar dialéctica entre el
neopopularismo y la poesía pura, a medio camino entre la cadencia de la canción
popular y la inclinación al ensimismamiento.
Molinari traba amistad con Lorca
en 1934, gracias al viaje que éste hace a Argentina. El poeta, quien a
partir de sus «horas españolas» de 1933 ya había conocido el panorama poético
peninsular y disfrutaría de un notable predicamento dentro del grupo del 27.
En la conexión lírica entre Molinari y Lorca, cabría distinguir tres ámbitos fundamentales: poemas que Molinari compuso con el autor granadino y que aparecen firmados conjuntamente o contienen dibujos de Lorca; aquellos otros en que se advierten unas imágenes concomitantes, dado el trasiego entre los mundos creativos de los dos poetas, y, finalmente, las composiciones que Molinari escribió a la muerte del amigo, y bajo su «advocación». En las últimas, al tiempo que se pliega a las convenciones de la poesía fúnebre.
La colaboración entre Molinari y
Lorca se ejemplifica en dos piezas: Una rosa para Stefan George (1934), firmada
por ambos y con un dibujo del español, y El tabernáculo, de ese mismo año,
atribuida únicamente a Molinari y con cinco ilustraciones originales de Lorca.
La primera, que fluctúa entre los temas eternos de la caducidad, el amor y la
muerte, es el emocionado tributo que estos autores le rinden al alemán Stefan
George (1868-1933). Su homenaje no se ciñe a las pautas de la poesía «de
circunstancias», panegírica o funeraria, sino que se erige como una reflexión
sobre la perdurabilidad de la existencia y la necesaria resignación ante la
muerte, síntesis de la individualidad humana. En El tabernáculo, Molinari
refleja una de sus principales obsesiones, el retorno a lo idílico perdido, y
no se sustrae a la utilización de metáforas funambulistas e imágenes de cariz
superrealista, se diría que salidas de un cuadro de Dalí, que más tarde
desaparecerían de su quehacer poético.
Pero la relación entre los mencionados poetas no se limita a este trasvase amistoso, ni tampoco a un dudoso influjo mutuo o a una similar educación literaria. La poesía de Molinari se resiste a la mimesis a causa de su peculiar discurso elegíaco, que sacrifica la variedad de imágenes en aras de la configuración de un universo cerrado sobre sí. En cambio, Lorca carece de una digna descendencia lírica no tanto por la ausencia de una entonación o de unos tropos imitables como, precisamente, por el sello propio de los mismos. El estilo centrífugo del granadino, a imagen de Saturno devorando a sus hijos o del devastador canto de las sirenas en la mitología griega, condena a sus herederos a espurios y vacuos esfuerzos emulatorios sobre su falsilla estética. Como señalaba a este propósito Luis García Montero, «es muy difícil utilizar las referencias de García Lorca sin caer en el pastiche lorquiano, en un epigonismo poco enriquecedor».
A pesar de ello, el diálogo entre
Molinari y Lorca supera los escollos de la anécdota y se extiende a una
consonancia ambiental o atmosférica. Así, la humanización panteísta de una
naturaleza emotiva, que se encuentra en las Canciones (1927) o en el Romancero
gitano (1928), reaparece en los grandes frescos paisajísticos que Molinari
pinta en «Oda al mes de noviembre junto al Río de la Plata» (El huésped y la melancolía 1946), «Oda» (ibidem) u «Oda al viento grande del Oeste» (Unida
noche, 1957). No obstante, la áspera cosmogonía existencial que el argentino
traza en su poesía es ajena al predominante sensorialismo lorquiano, que se
manifiesta a través de la «vivificación del paisaje, de las cosas, de conceptos
y abstracciones». Julio Arístides, por su parte, destacaba de la poesía de Molinari
la presencia de círculos de transferencia mítica, en tanto que donación del yo
al Ser universal, y que retorno al fondo subjetivo.
Del mismo modo, en las composiciones del primer Lorca hay unos símbolos genesíacos -la luna y el viento, inflamados de presagios, en «Nocturnos de la ventana» o en «Canción de jinete»- que Molinari transpone y adapta a su producción poética. Esta vinculación simbólica surca desde los «Romances» a la memoria del caudillo Juan Facundo Quiroga, localizados en un entorno nocturno y fantasmal, hasta su último libro, El viento de la luna (1991), donde la alusión lorquiana se explicita ya en el propio título. El viento, símbolo proteico del reino interior del argentino, tiene a su antagonista en la luna, que adquiere un valor, en cuanto augur negativo o sombra de la muerte, muy próximo al que gustara de atribuirle Lorca.
Con respecto a Lorca se ha
asumido habitualmente la coexistencia del genio andaluz que Vivanco calificara
como «poeta dramático de copla y estribillo» y del exaltado poeta
vanguardista, deudor del hermetismo de una cosmovisión surreal. Pero no es
menos cierto que su rebeldía vanguardista no excluye la efusión íntima e,
incluso, sentimental, y que su lírica popular participa más de la adivinación
poética -a la manera de Fábula y signo (1931), de Pedro Salinas, o de Perito en
lunas (1933), de Miguel Hernández- y del juego neogongorino de sus
contemporáneos -las Décimas del Cántico (1928), de Jorge Guillén; Cal y canto
(1929), de Alberti, o Fábula de Equis y Zeda (1932), de Gerardo Diego- que del
españolismo labriego, costumbrista al fin y al cabo, del primer Ramón Basterra
(La sencillez de los seres, 1923), o del andalucismo profundo de Fernando
Villalón.
Así pues, mientras que en la obra del español se tiende a distinguir entre una poesía neopopularista (la de Canciones y de Romancero gitano) y vanguardista (la de Poeta en Nueva York), en Molinari, a pesar de la distancia estilística y cronológica que media entre su Cancionero de Príncipe de Vergara (1933) y sus «Odas a la Pampa» (Unida noche), es imposible establecer una polaridad semejante. Esto se debe a que, si bien Lorca parece presentar dos dicciones según el tono de sus poemas, y plegar su imaginario a dichas diferencias tonales -símbolos andalucistas y folclóricos en Romancero gitano, símbolos maquinistas y futuristas en Poeta en Nueva York-, Molinari se esfuerza por mantener una sostenida urdimbre simbólica. Su tensión entre diversos registros no se plantea, de esta forma, como oposición entre dos mundos y referentes distintos, sino como complementación de un universo total, como las múltiples teselas que han de confluir en un único mosaico lírico.
La sombra de Lorca muerto se proyecta, por otra parte, en tres poemas de Molinari: «Casida de la bailarina» (Elegía de las altas torres, 1937), «Elegía y casida a la muerte de un poeta español» (El huésped y la melancolía) y «Elegía a la muerte de un poeta» (Mundos de la madrugada, 1943). Aquí, conforme a su talante, el argentino desdeña por igual la emanación personal y el homenaje destinado a forjar la leyenda del español. Si Molinari, como decía Eduardo Mallea de ciertos escritores, nació sin un mito que perviviese sobre él, Lorca, con su muerte, asimilaría la capacidad mitogenética de su poesía a su vida, y obligaría a reinterpretar aquélla al socaire de sus trágicas circunstancias. Este desplazamiento metonímico, como ocurre con tantas mistificaciones críticas, a la vez que dificulta el análisis de los versos lorquianos, contribuye a divinizar a su demiurgo.
En las dos primeras composiciones citadas, Molinari no renuncia al canto de despedida al amigo, pero, frente a la gradación hacia las postrimerías, la ultravida o la escatología característica del Barroco español,
respeta la elegancia elocutiva de
la clasicidad. En ellas, la figura espiritualizada de Lorca se asocia con la
simbología de la paloma, pura e indefensa. En esta representación ascensional
incide Aleixandre, en su semblanza de Los encuentros, cuando evoca al
poeta-niño Lorca, fabulador y capaz de sufrimiento: «Quienes le vieron pasar
por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron».
No en vano el mismo Lorca, en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, publicado en 1935, había opuesto a la fragilidad de la paloma el poder destructor del leopardo («ya luchan la paloma y el leopardo»), en un planto alejado de las estampas coloristas de «La fiesta nacional», de Manuel Machado, del estilo fragmentario de La suerte y la muerte (Poema del toreo), de Gerardo Diego, y del epigonismo de «Citación fatal», de Miguel Hernández, acerca de la muerte del mismo Sánchez Mejías. Más tarde, escribiría el granadino una «Casida de las palomas oscuras» (Diván del Tamarit, 1936), en que la paloma alude expresamente a la muerte.
En «Elegía a la muerte de un poeta español», la muerte se identifica con el olvido, un olvido singularizado (el de Lorca), pero también colectivo (el de la nación española). Aunque Molinari trata de compatibilizar la visión lúdica del Lorca poeta con la de una España sufriente, la composición carece de la entonación conativa y de la vocación testimonial o denunciatoria de la poesía social. Por ello, a diferencia de los poemas que Cernuda dedica a Lorca -«A un poeta muerto (F. G. L.)» (Las nubes, 1943) y «Otra vez, con sentimiento» (Desolación de la Quimera, 1962)-, en los que no falta el compromiso ético ni la virulencia expositiva, Molinari prefiere adjuntar una lectura metafísica, en que la muerte es intensificación de la soledad terrena, y en la que subyace una consolatio cristiana de textura evangélica.
Donde Cernuda expresa su rencor hacia un pueblo «hosco y duro», que no comprende a las almas superiores, y se queja de la apropiación institucional del poeta -que conlleva la conversión de su voz en lo que Mallarmé denominaba «palabras de la tribu»-, Molinari apostrofa la pérdida del amigo. A pesar de estas divergencias, resulta iluminador comprobar la similitud de las imágenes con que ambos se refieren a Federico. Si en el poema de Cernuda «A un poeta muerto (F. G. L.)», Lorca es nombrado «clara flor» y «rosa eterna», en «Casida de la bailarina» es «rosa del cielo», en «Elegía y Qasida», «azucena dulce», y en «Elegía a la muerte de un poeta español», «lirio dulce».
Al contrario de lo que sucediera
con Lorca, apenas han trascendido las circunstancias en que nació la amistad
entre Molinari y Alberti, si bien sabemos que ambos poetas se conocieron en el
contexto del viaje de Molinari a España y que su conversación lírica se
prolongaría durante más de cincuenta años. Lejos de fructificar en unos textos
conjuntos, su diálogo se limitaría a diversas calas simbólicas en sus
respectivos universos poéticos, aunque la prueba de que éstos no ignoraban sus
mutuas producciones reside en el hecho de que Alberti le dedicase al argentino
su «Metamorfosis del clavel» (tercera parte de Entre el clavel y la espada,
1941), a lo que correspondería Molinari al ofrecerle Una sombra antigua canta
(1966).
La afinidad entre los dos poetas
se percibe, inicialmente, en el parentesco tonal que tiene Marinero en tierra
(1925) con algunas de las primeras composiciones de Molinari. Sin embargo, la
recurrencia simbólica del mar potencia en el bonaerense una lectura
trascendente, en tanto que sucedáneo de eternidad, que en Alberti sólo
parcialmente puede subsumirse. Mientras que en el español predomina la visión
nostálgica de un puro mundo marino, que se enuncia mediante el deseo del poeta
de poseer su belleza natural -«Salinero», «Pregón», «Desde alta mar»- o de
alcanzar una libertad baudeleriana -«Canción 49», «Mar»-, para Molinari el mar
es sustancia onírica -«El sueño» (Días donde la tarde es un pájaro, 1951)-,
espejo de la fugacidad del tiempo -Nunca(1933)-, culminación o punto de
término, a la manera manriqueña -«Oda a los viejos y grandes ríos» (El alejado,
1943) u «Oda al mes de noviembre junto al Río de la Plata» (El huésped y la melancolía)-. La
polisemia de este símbolo apunta, en resumen, a la búsqueda de un imposible
adanismo o de una edad dorada intuida por el hombre, pero inexistente a la
postre, que se desvanece en un anhelo de desdoblamiento. De hecho, Gabriela
Susana Puente observa en los poemas del argentino la expresión metafórica de
una carencia, como proyección «de la necesidad de ser otro».
El mecanismo del correlato objetivo, procedimiento sublimado de este desdoblamiento, rige el tapiz angélico de Sobre los ángeles (1929), de Alberti, construido, se diría, sobre las ruinas de la individualidad psíquica de su autor. Mucho se ha discutido acerca de la genealogía surrealista de esta obra. Aunque consensuada como prototipo del surrealismo español, aún perdura la opinión de que «el surrealismo de Alberti parece más fruto de una deliberada actitud mimética que de una honda convicción interior»36. Pero, ya que es obvio que la disonancia entre el surrealismo francés y el español estriba en un distinto planteamiento del control del yo sobre la creación poética (automatismo psíquico en el mundo francés, convicción de la labor creadora en el español), difícilmente puede comprenderse Sobre los ángeles si no es en el marco de un «surrealismo interiorizado». Así, el abandono al parpadeo onírico y al metaforismo caótico, lindante a veces con la imagen visionaria -en acepción bousoñiana-, es un abandono siempre relativo, y alguna vez extrañamente consciente.
Hay también en los versos de Molinari un amplio mundo angélico, que se divide entre unos ángeles con encarnadura humana (mundo vertical y terrestre) y unos heraldos divinos que pueblan el lugar bíblico que Milton habilitara en su Paraíso perdido (mundo horizontal y aéreo). Al contrario que los ángeles de Juan Ramón Jiménez, reducidos a mero esqueleto cromático, y que los de Lorca, cuya sensualidad pagana no se despega de la iconografía católica, las figuras celestiales de Molinari, como se ha dicho de las de Alberti, adquieren una dimensión simbólica al tiempo que «acuden a la pura plasticidad del signo, en una combinación que une ímpetu juvenil y gracia popular».
En la poesía de Molinari, el ángel luzbeliano se confunde con el vuelo y la elevación, con las nubes y los pájaros, y, vestido de ropajes humanos, ensambla con el sentir de la transitoriedad de la vida. En Hostería de la rosa y el clavel (1933), donde el autor aún explora el destello intuitivo próximo a las iluminaciones rimbaudianas, el ángel es proyección alucinada de la vigilia del poeta. Igualmente, en las formas angélicas de «El exiliado» (Días donde la tarde es un pájaro), «Oda a un ángel de la tarde» (Unida noche), «¡Toma, oh tiempo, estas llamas!» (Un día, el tiempo, las nubes, 1964) y «Oda a un instante del otoño» (ibidem) palpita el yo del autor, cuya preeminencia se subraya mediante un cierto pathos neorromántico y énfasis lírico. De distinto sesgo es «Elegía a la ciudad de Esteco» (El alejado), poema de ruinas que coincide tanto con los tópicos morales del Barroco (ubi sunt?, vita brevis, memento mori) como con un sensorialismo pagano que brota de la descripción de la exuberante naturaleza americana y de la utilización de un léxico criollo. Nos hallamos, pues, ante el arquetipo del «ángel de las ruinas», que sugiere una restitución, a través del hecho poético, de la creación demiúrgica, y una interpretación del itinerario angélico como un impulso hacia esa eternidad sin Dios que tan bien supo plasmar en sus Proverbios William Blake.
Por otra parte, los ángeles-hombres aparecen como seres indefensos, imbuidos de los temores comunes, y recuerdan al «ángel con grandes alas de cadenas» de Blas de Otero (Ángel fieramente humano, 1950), aunque sin su áspero desgarro existencial. A diferencia de la interpretación tácita y casi secreta, según el ejemplo de Valéry, que proponen los ángeles molinarianos, los de Alberti transmiten un mensaje no tanto de nihilismo cuanto de desengaño, en un sentido literal. Esto es, el desvelamiento de la oquedad vital engarza con la crítica, más o menos cifrada, del materialismo del hombre moderno, y tiñe algunos de sus poemas («El ángel tonto», «Los ángeles crueles» y «El ángel avaro») de un vago contenido social.
No es de extrañar que Gerardo Diego, conocedor de la germinación simbólica del ángel en la lírica molinariana, esbozara, años más tarde, el siguiente retrato del autor argentino: «Ricardo Engel [el "Engel" es invención poética de Diego] Molinari es una de esas criaturas afortunadas [...] que no es que lleve dentro un ángel, sino que él mismo lo es, sin dejar de ser hombre».
Gerardo Diego, que se convertiría
en uno de los más amplios difusores de la obra de Molinari, es, tal vez con
José María de Cossío -a quien el argentino visitaría en la Casona de Tudanca-,
el autor más apreciado por el bonaerense de entre sus contemporáneos españoles.
Gerardo Diego comparte con el creador de El imaginero el repliegue sentimental
y el rechazo a la adhesión emotiva. No obstante, aquél esgrime, en sus primeros
textos, un ideario estético relacionado con la intrascendencia del arte y con
la alacridad, tal y como había propugnado Ortega y Gasset acerca del arte
deshumanizado de la Vanguardia, con el que Molinari nunca llegó a comulgar.
La trayectoria poética del español puede erigirse en síntesis de las dos tendencias artísticas que confluyen en el momento generacional, y que operan como línea estética divisoria a lo largo de todo el siglo XX. Nos referimos a una poesía pura y a una poesía humana o, en palabras de Diego, a una poesía absoluta y a una poesía relativa. Este tránsito del yo al nosotros, sin embargo, no resulta en el santanderino una evolución forzada por las circunstancias vitales o nacionales, según ocurriría con algunos de los poetas sociales de la inmediata posguerra, ni tampoco una renuncia a sus principios estéticos, sino la natural derivación de estos últimos.
El Creacionismo de Gerardo Diego, como el de Larrea, parte de la atracción hacia el prototipo de poeta-Dios encarnado, en buena medida, por Vicente Huidobro. El movimiento creacionista, importado a España cerca de 1918, se obstina, frente a la imitación de la naturaleza, en la producción de una realidad nueva y autónoma, mediante una imagen múltiple en los aledaños del cubismo de las artes plásticas. Los primeros ejercicios poéticos de Gerardo Diego, destinados a «hacer florecer la flor en el poema», no presentan el signo coyuntural propio del Ultraísmo o del Surrealismo más canónicos, pero denotan el esfuerzo de un arte laboriosamente construido, hecho «adrede». No es sino a partir de Versos humanos (1925) cuando se atempera este impulso, en cuanto que la matriz vanguardista se funde con la temporal o humana. Con Alondra de verdad (1941), su poesía «gana en idealismo lo que pierde en ritmo y en alegría elemental». Un idealismo que, frente a la jovialidad de los diversos ismos, es ya necesidad estética y existencial.
Aunque no es posible distinguir en la obra Molinari un corpus creacionista, el autor se aproxima a la vertiente menos programática, y por tanto más personal, de esta corriente en el mencionado cuaderno Hostería de la rosa y el clavel. Esta composición abre un camino de reflexión metapoética que manifiesta, junto a reminiscencia de una vibración hermética, heredera del Altazor huidobriano, unos primeros síntomas de despojamiento expresivo, que se ligan con una experiencia de alumbramiento místico y de perfección espiritual.
La progresión lírica de Gerardo Diego y de Molinari se concreta en el tratamiento de los símbolos por parte de ambos autores. En «Paisaje ciudadano» (Evasión, escrito en 1919 aunque publicado en 1958) y en «Ventana» (Manual de espumas, 1924), Gerardo Diego reescribe un universo circense, «macerado por la paradoja»41, como deseaba Ramón del humorismo vanguardista. Molinari también plasmaría este flirteo con las formas de vanguardia en composiciones de juventud como «Poema a la niña velazqueña» (El imaginero). Más tarde, esta perspectiva se metabolizará en el mundo literario de sus creadores. Basta con observar el distinto enfoque que recibe un mismo símbolo, el de las nubes, en «Nubes» (Manual de espumas) y en «Hablan las nubes» (Alondra de verdad), de Diego, o en Cuaderno de la madrugada (1939) y «A unas nubes» (Un día, el tiempo, las nubes), de Molinari. Si en los primeros poemas el símbolo amuebla el espacio lírico y favorece la invención metafórica de sus autores, en los segundos entronca con una visión trascendente de la mutabilidad del alma, de la fugacidad del tiempo y de la reviviscencia del pasado.
Por otra parte, Molinari, que sabe de la querencia de Diego por la lírica tradicional, le dedica a éste el cuaderno Cancionero de Príncipe de Vergara(1933), «Homenaje a Lope de Vega» (Un día, el tiempo, las nubes) y «La morada» (La escudilla, 1973). Así como el primero constituye una recreación de la poesía amorosa popular, que bebe del caudal del Romancero, el «Homenaje a Lope de Vega» es una pieza encomiástica en que Molinari reproduce la iconografía lopesca y asume el disfraz pastoril para abordar el panegírico del poeta barroco. En «La morada», el poeta se ciñe a la plantilla métrica (coplas de pie quebrado) y tópica (meditación sobre la brevedad de la vida) de las Coplas manriqueñas, y, pese a la escasa permeabilidad de este modelo, consigue evitar, gracias al escorzo de su dicción personal, el pastiche manriqueño.
Por último, «A Gerardo Diego» (El viento de la luna), escrito a la muerte del amigo, se aparta de la poesía sepulcral que, prolongando la tradición de los epigramas y de las estelas grecolatinas, Molinari había cultivado en sus «Inscripciones». Aquí, el argentino ahonda en los ingredientes de su ya conocido mosaico lírico, en detrimento de todo artificio retórico, vuelo irracional y verbalismo expansivo. La figura del poeta español, unida a la tierra que lo albergara, conecta con el más depurado simbolismo de Molinari. La invocación a la divinidad que culmina el poema es, en fin, un grito conmovido con que el autor, que intuye la inminencia de su propia muerte, trata de hallar consuelo en la esperanza de la vida ultraterrena.
En definitiva, el contraste de la
poesía de Molinari con la de tres poetas españoles coetáneos nos permite tender
un puente entre los autores del 27 español y el grupo argentino del 22 o
«martinfierrista», aunque no pretendemos trazar aquí un mapa generacional, cuya
cartografía suele confundir incluso a los más avezados geógrafos.
Al contrario que muchos de sus contemporáneos, Molinari niega la fructuosa porosidad del arte de vanguardia, que él concibe como mero pasatiempo literario o distracción poética. Su lírica se dispone, pues, alrededor de tres vértices. En primer lugar, la efusión íntima ante el paisaje argentino. En segundo, la presencia de lo que Alonso Gamo define como «mundo de la madrugada», es decir, una experiencia límite entre el sueño y la vigilia en que el autor alcanza, a semejanza del místico, la revelación de algunas verdades ontológicas. Y, por último, la devoción por los clásicos y el gusto por la armonía de la lengua castellana.
Esta propensión hacia la
clasicidad, tanto en la forma (con el cultivo de sonetos, canciones, liras y
romances) como en el fondo (con la recuperación de los principales topoi
literarios), se alterna con el aliento elegíaco y con la modulación personal de
largas tiradas métricas, que dotan de una nueva elasticidad a los versículos
inventados por San Jerónimo para trasladar a la escansión latina la amplia
respiración del verso hebreo. El autor, que ya se había aproximado a la
prosodia cancioneril de los primeros poemarios de Dámaso Alonso (Poemas puros,
poemillas de la ciudad, 1921), Alberti (Marinero en tierra, 1925) y Lorca
(Romancero gitano, 1928), o, en el contexto latinoamericano, del mexicano José
Gorostiza (Canciones para cantar en las barcas, 1925), se acerca, en sus obras
de madurez, a Sermones y moradas (1930), de Alberti, La destrucción o el amor
(1934), de Aleixandre, y Poeta en Nueva York (1940), de Lorca.
En esta encrucijada de tradición y modernidad, Molinari se muestra capaz de enlazar la mesura clásica de ciertos poetas barrocos -su biblioteca contenía primeras y raras ediciones de Bocángel o de Carrillo y Sotomayor- con la pulsión integradora de la última Vanguardia, y, de este modo, conectar dos mundos separados por la cronología (siglo XVII y siglo XX) y por el espacio (América y España). El argentino acrisolaría este doble influjo en su propia producción lírica, a menudo esparcida en ediciones muy cuidadas y minoritarias que, al tiempo que reflejan el pudor con que se consagraba a la creación lírica, ostentan el amor de quien las concibiese por el raro y amargo don de la poesía.
Rodolfo Alonso nos agrega su medular
comentario cuando expresa que "No es casual, en nuestros días, para una sociedad
que sólo aplaude el show o la frivolidad más absoluta, dejar de lado a un alto
poeta o a un hombre capaz de definirse, en vida y obra, "Distinto,
distante", como señaló Antonio Pagés Larraya. Y tal desapego por las
personalidades hondas y apartadas podría considerarse, en realidad, la más
despiadada autocrítica que esa sociedad puede hacerse a sí misma. Hace ya tiempo,
y no poco irónica o desoladamente, André Malraux supo enunciar que
"nuestra civilización vive en lo sensacional como la griega vivió en la
mitología".
Pero el desencuentro de una
figura como la de Molinari con los parámetros de su entorno, no se desprende
sólo del creciente desinterés que le cupo, en los últimos tiempos, al único
género que cultivó: la poesía, sino que viene quizás desde más lejos. En un
comienzo, acaso desde la aparición de su libro inicial, que ya lo muestra en
posesión de sus medios, el desenfoque fue tal vez percibirlo sobre todo como un
diestro versificador enamorado de los clásicos castellanos cuando, de lo que
realmente se trataba y se iba a ir apreciando cada vez más y más en el
espléndido desplegarse de su escritura, esa vecindad era más bien con aquello
que Dante Alighieri enunció cabalmente en su "Divina Comedia": la
poesía es "la gloria de la lengua". Ese don que Molinari ponía de
manifiesto ya desde un comienzo, esa "dicha del lenguaje" que Wallace
Stevens ratificaría, a su vez, muchos siglos después del ilustre florentino y
que, para nuestro poeta, nunca pudo ser en absoluto apenas técnica, meramente
formal, tan sólo instrumental.
Concomitante con aquella inicial
y premonitoria acogida favorable, fue la atribución de un único signo
dominante: la melancolía. Pero una melancolía a la que se percibió tan omnívora
como para incluir dominios muy alejados de la mera interioridad, con un alcance
incluso sociocultural cuando no hasta geopolítico. Porque de la insoslayable
errancia desdichada del hombre destinado a la muerte se llegaba a extrapolar, a
modo de proyección perversa, también un destino manifiesto en negativo para
toda una comunidad. Lo cual, entre otras cosas, hubiera venido a reivindicar,
cuando no a justificar, de un modo u otro, aquel viejo y tal vez raigal
"no te metás".
De ambas desventuras parecieron nutrirse
muchos miembros de la llamada generación del cuarenta, cuya desdicha quizás
fundacional pudo ser precisamente adjudicarse como utopías valores que Ricardo
E. Molinari ya había llevado a su máximo esplendor. Y que, con las generaciones
subsiguientes, iban a cambiar de sentido. Ya sea desde la vanguardia como desde
el oficialismo populista (que más tarde iba a llegar a mimetizarse con la
cultura de masas), cuando no también por parte de los entonces todavía activos
medios de izquierda, las percepciones de la personalidad de Molinari llegaron a
hacerse negativas. No se alcanzaba a percibir la hondura y la originalidad, la
encarnada evidencia de su moderna inmersión -hacia adentro, no desde el
exterior- en las formas clásicas, no sólo de la literatura castellana sino
también de los míticos cancioneros galaico-portugueses y de su propio, límpido
folklore nacional. Se olvidaba, acaso, aquello que su compatriota Juan L. Ortiz
supo precisar: "el canto viene de muy lejos, de muy lejos, y no
muere".
Después de casarse, trabajó en el
Congreso de la Nación hasta su jubilación. Molinari fue colaborador permanente
del Suplemento Literario del diario La
Nación.
La muerte suele resultar la
última posibilidad de resonancia que les deja, hoy, la omnipresente sociedad
del espectáculo, a los artistas exigentes o a los grandes retraídos. Ricardo E.
Molinari fue sin duda ambas cosas y, en consecuencia, después que se aquietaron
las leves ondulaciones necrológicas que provocó su fallecimiento, ocurrido el
31 de julio de 1996, se corría el grave riesgo de que su nombre rodara
nuevamente hacia el olvido.
El imaginero, Buenos Aires, Proa, 1927
El pez y la manzana, Buenos Aires, Proa, 1929
Panegírico de Nuestra Señora del Luján, Buenos Aires, Proa,
1930
Delta, Buenos Aires, Ed. del autor,1932
Nunca, Madrid, Ediciones Héroe,1933
Cancionero de Príncipe de Vergara, Buenos Aires, Ed. del
autor, 1933
Hostería de la rosa y del clavel, Buenos Aires, Ed. del
autor, 1933
Una rosa para Stefan George, Buenos Aires, Ed. del autor,
1934
El desdichado, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934
El tabernáculo, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934
Epístola satisfactoria, Buenos Aires, Ed. del autor, 1935
La fierra y el héroe (1933 y 1934), Buenos Aires, Ed. del
autor, 1936
Nada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937
La muerte en la llanura, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937
Casida de la bailarina, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937
Elegías de las altas torres, Buenos Aires, Ed. de la
"Asociación Cultural Ameghino" de Luján, 1937
Dos sonetos, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
Cinco canciones antiguas de amigo, Buenos Aires, Ed. del
Angel Gulab, 1939
Elegía a Garcilaso, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
La corona, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939
Libro de las soledades del poniente, Buenos Aires, Ed. del
autor, 1939
Cuaderno de la madrugada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1940
Oda de amor, Buenos Aires, Ed. del autor, 1940
Odas a orillas de un viejo río, Buenos Aires, Ediciones de
la Asociación Cultural Ameghino de Luján, 1940
Seis cantares de la memoria, Buenos Aires, Ediciones El
uriponte, 1941
Mundos de la madrugada, Buenos Aires, Losada, 1943
El alejado, Buenos Aires, Ed. del autor, 1943
El huésped y la melancolía, Buenos Aires, Emecé, 1946
Sonetos a una camelia cortada, Buenos Aires, Ed. del autor,
1949
Esta rosa obscura del aire, Buenos Aires, Losada, 1949
Sonetos portugueses, Buenos Aires, Ed. del autor, 1953
Oda, Buenos Aires, 1954
Inscripciones y sonetos, Tucumán, La torre en guardia, 1954
Días donde la tarde es un pájaro, Buenos Aires, Emecé, 1954
Romances de las palmas y los laureles, Buenos Aires,
Ediciones El mangrullo, 1955
Cinco canciones a una paloma que es el alma, Buenos Aires,
1955
Inscripciones, 1955
Oda a la pampa, Buenos Aires, Ediciones de Federico
Vogelius, 1956
Oda, manuscrita, 1956
Unida noche, Buenos Aires, Emecé, 1957
Poemas a un ramo de la tierra purpúrea, Montevideo,
Cuadernos Julio Herrera y Reissig, 1959
Arboles muertos, Buenos Aires, F. A. Colombo-Castagna, 196C
Alfonso Reyes: elegía, Buenos Aires, Ediciones del autor,
1960
Un río de amor muere, Buenos Aires, 1960
El cielo de las alondras y las gaviotas, Buenos Aires,
Emecé, 1963
Oda a un soldado, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1963
Homenaje a Georges Braque, Buenos Aires, Ediciones del
autor, 1963
Un día, el tiempo, las nubes, Buenos Aires, Sur, 1964
Cuatro vidalas para una dama, Buenos Aires, Ediciones del
autor. 1965
Una sombra antigua canta, Buenos Aires, Emecé, 1966
La hoguera transparente, Buenos Aires, Emecé, 1970
La escudilla, Buenos Aires, Emecé, 1973
Las sombras del pájaro tostado: Obra poética (1923-1973).
Buenos Aires, Ediciones El mangrullo, 1975
La cornisa, Buenos Aires, Emecé, 1977
El viento y la lluvia, Buenos Aires, Corregidor, (1991)
Voz raigal de nuestra poesía (Antología), Corregidor, 1993
ESTAS COSAS
No sé, pero quizás me esté yendo de algo, de todo,
de la mañana, del olor frío de los árboles o del íntimo
sabor
de mi mano. Pero estas llamas y la lluvia bajan por la tarde
del día elevadas, con su trabajo cruel
y afanoso, con el terror de la primavera y el tiempo y la
noche
vanamente disueltos en su impaciencia.
Yo sé que estoy mirando, extendido, sin atender
lo que el polvo y el abandono ocultan de mi cuerpo y de mi
lengua. Una palabra, aquella
sonriente y terrible de ternura,
oscurecida por la razón y el mágico envenenamiento de la
nostalgia;
sedentaria huye por un campamento, llamada y perseguida
permanente,
sin alguna vez, devuelta entera y desentendida
al seno ardiente de la noche, al ser mayor e indestructible
de la atmósfera.
Nada queda después de la muerte definido y elevado, ni la
imagen voluntariosa
sobre los pastos crecidos y ondulantes, ni el pie
atropellado que dispara de su quemada historia intacta.
Sin clamor el rostro siente el húmedo temporal, el albergue
perecedero
y la flor abierta en el vacío,
sin volver los ojos, va en su rapidez disuelto
y extrañísimo.
Soy el ido, el variante del cielo,
de la calle muerta en las nubes,
su entretenimiento como un pájaro.
¡Amor, amor! una brizna del sentido,
tal vez un día donde mis labios bebieron la sangre
y todas estas nieblas azotadas e irremediables, perdidas.
Decidido, toma, ¡oh noche!, mis secos ramos y llénalos de
rocío brillante
y pesado, igual al de las hojas del orgulloso y reclinado
invierno.
No sé, pero quizás me esté yendo de algo, de todo,
de la mañana, del olor frío de los árboles o del íntimo
sabor
de mi mano. Pero estas llamas y la lluvia bajan por la tarde
del día elevadas, con su trabajo cruel
y afanoso, con el terror de la primavera y el tiempo y la
noche
vanamente disueltos en su impaciencia.
Deseamos a todos nuestros lectores un próspero año 2014 y los esperamos para seguir recordando a los grandes creadores de la literatura argentina.
Errata: REM nació el 20 de marzo.
ResponderEliminarbueno capo
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