Guillermo Saccomanno, en un excelente artículo
publicado en la página de Télam-Cultura del 26 de febrero de este año,
analizaba la vida y obra de Enrique Wernicke (1915-1988) y nos acercaba a la mística
de un hombre no clasificable que siempre estuvo al límite de todo y que su
salvavidas fue la literatura. Relata Saccomanno:
Con frecuencia se ha dicho que Wernicke es un escritor mítico.
Paradójicamente, la categorización de “mítico” se vincula con el calificativo
de “olvidado”. Con respecto al mito, sus datos biográficos apuntan a
consolidarlo y puede conjeturarse que, en alguna medida, el mismo Wernicke
contribuyó a esta construcción. La
militancia en el PC y su expulsión, una diversidad de oficios entre los que se
destaca el de fabricante de soldaditos de plomo, un correrse deliberado de los
circuitos de prestigio cultural, el alcoholismo y su reclusión en la ribera
tienden a apuntalar su fama de lobo estepario. Como alguno de sus personajes, en
esta construcción Wernicke se ubica en los bordes. Pero, ¿y su narrativa? Acá también hay una
elección de los márgenes. Si bien Wernicke escribió novelas, teatro y
fugazmente poesía, su consolidación como narrador se debe casi fundamentalmente
a sus cuentos, en los que opera una poética de la restricción. Aun cuando el
cuento tiene toda una tradición en el Río de la Plata, su celebridad suele ser
inferior a la de una novela. Que Wernicke dedique a sus cuentos el cuidado
obsesivo de un orfebre induce, desde una perspectiva lúdica, a una
interpretación que relaciona lo biográfico con la escritura: la fabricación de
soldaditos y la creación de cuentos brevísimos como actividades
complementarias. Juguetitos, en ambos casos. Pero no hay que engañarse: los cuentos
son juguetitos rabiosos.
La suya, se ha dicho, es una narrativa de gestos cortos, frases que
eluden toda estridencia. De entrada, lo que llama la atención es una prosa
despojada, tersa, que puede recordar tanto a Chejov como a Babel. Wernicke
marca, desde sus inicios, la búsqueda empeñosa de una separación de la ciudad.
El alejamiento responde a una elección, en términos sartreanos, que lo impulsa
a un estoicismo encallecido identificable con el destino de los perdedores. En el afuera se descubre un tiempo donde
cada acción tiene otro significado. Entre líneas, Wernicke explica lo que
postula como su poética: “una voz lerda para razonar pausado”. Su poética está
cifrada en la síntesis. “Jamás imaginé que las palabras tuvieran un poder
semejante” escribió. “Apenas si voy por la mitad de un cuento y siento como si
me hubiera pasado toda la vida en este campo”. Hombres, animales, herramientas,
trabajos, responden a una misma estrategia: el rescate de los márgenes. En
tanto, la voz del narrador, sutil, pausada, se impregna con el “tempo” de lo
narrado. A Wernicke, en su tiempo, no
le fue fácil encontrar aceptación. Aún cuando pudo ganar algún premio estatal,
su narrativa tiene un número reducido de lectores. El panorama literario de su
época se divide en polos antagónicos: la izquierda heredera de las premisas del
boedismo, por un lado; y por el otro la derecha, dueña de los rotograbados
dominicales que festejan a Mallea.
Sumamente interesante resulta la obra de Wernicke,
a tal punto que varios de sus textos incluidos en un diario de 1500 páginas,
titulado Melpómene, permanecieron
inéditos por mucho tiempo.
El que sigue es un texto desgarrador de ese
calidoscopio y un llamado de ayuda. A
veces los “avisos emocionales” no los
queremos ver. Vayamos a su encuentro:
Diciembre 29 de 1957
Se termina este año extraordinario. Y yo, a los casi cuarenta y tres,
me encuentro en un comienzo. No tengo en dónde trabajar y ando en busca de un
"empleo". La fabriquita de soldados no da más y ninguno de los
"grandes proyectos" ha cuajado. El saldo de este año es: un hijo que
nacerá el mes que viene; un libro de cuentos "muy bueno"; una novela
corta en borrador, y deudas por casi 20.000 pesos.
Aplastado por una sensación de fracaso. No se trata de que no me sepa
haragán y borrachín. Pero hay borrachines que se "la rebuscan". Yo
no. El resultado de estos diez años de "no tener que ir al centro",
ha sido escribir cuatro o cinco libros. Y cambiar de mujer tres veces. Y de
perro otras tres.
He perdido contacto y relación con cuanta persona puede ayudarme. Y, se
me ocurre, he ganado fama de informal, borrachín y loquito. Mi único prestigio:
"soldaditos", los divinos soldaditos que me permitieron vivir sin
pedir nada a nadie (de mis círculos literarios).
No tengo absolutamente nada. Y no lo tendré por mucho tiempo. Es
evidente que yo calculaba, "dejando pasar el tiempo", que algo iba a
suceder, que "mi gloria" me iba a asegurar un modesto pan cotidiano y
que vendrían a buscarme para darme changuitas. Eso no ha sucedido. El mundo no
perdona la indiferencia y el engreimiento, y hay que hacer muchas cosas para
que a uno "lo vengan a buscar".
Analizando los hechos, pienso que la vida solitaria de estos años, tan
útil para madurar a un Enrique escritor, me ha impedido salir a la calle. El
problema de "dónde como" y "quién cuida del perro" me ataba
ridículamente a mi casita. Años que no voy al cine, que no veo exposiciones,
que no sé qué pasa en Buenos Aires. Si soporto el asqueroso viaje al centro, el
traje y la sudada, me vendrá bien un cambio de vida. Pero temo sentirme
abrumado por tanta cosa odiosa y que el trago me derrumbe la salud. Habrá que
esforzarse como nunca. O pegarse un tiro.
Wernicke trató de vivir de la mejor manera,
fue periodista, agricultor, titiritero, publicitario y, sobre todo, fabricante
artesanal de soldaditos de plomo.
Instalado en la ribera, norte del Gran Buenos
Aires –por entonces inundable y donde se escenifican gran parte de sus textos–,
encontró en el alcohol su refugio y hasta el día de su muerte no pudo abandonar
el vicio. Abrazó la filosofía de un intelectual de izquieda y supo convocar en
torno a sí a buena parte de esa corriente intelectual de los años ’50 y ’60.
Andrés Aldao define así a su amigo: Wernicke fundó un estilo, basado en el laconismo
y en la descripción de vidas ordinarias, que años más tarde, y de la mano de
autores norteamericanos como Raymond Carver, sería bautizado
"minimalista".
Como legado dejó, además de su obra de ficción, un diario de 1500
páginas, titulado Melpómene, que aún continúa casi totalmente inédito en el que
se vuelcan tanto sus frustraciones personales como sus dudas, sus furias, sus
incertidumbres y opiniones crispadas sobre el trabajo literario.
Recluido en la costa, Wernicke eligió ese paisaje del río como
territorio íntimo y mítico mientras su escritura se iba afilando cada vez más
en cuentos más cortos. A medida que avanzaba en el arte del cuento, su impronta
“realista” se fue borrando en función de la asepsia y la neutralidad simbólica
como sellos personales.
Si bien en sus comienzos puede advertirse la relación entre la trama y
una paradoja, la “enseñanza”, proveniente de su producción de relatos para
chicos, Wernicke fue depurando con obstinación todo atisbo de mensajismo.
En su brevedad y despojamiento, sus cuentos aspiran cada vez con mayor
precisión al insight. Y, en su modo, anticipan los relatos últimos de Miguel
Briante, otro marginal de circuitos y modas literarias, que supo conseguir con
sus narraciones verdaderas piezas poéticas en las que el acento campero se
entrevera con un decir firme y definitivo.
Rescatados del olvido en una edición completa -hace pocos años,
Editorial Colihue publicó una antología de sus cuentos, los cuentos de Wernicke
confirman sus dones. Necesaria, imprescindible, esta edición, un auténtico
acontecimiento, viene a probar el cuidado de orfebre que Wernicke le dedicaba a
cada cuento. “Jamás imaginé que las palabras tuvieran un poder semejante”,
anotó en su diario. “Apenas si voy por la mitad del cuento y siento como si me
hubiera pasado toda la vida en este campo.” Su arte consiste en una persecución
constante de la síntesis.
La ribera
Desperté bruscamente, totalmente
lúcido.
Era imposible demorarse en la
inconsciencia: la mañana estallaba en la ventana de la piecita y me había
penetrado el cuerpo cuando apenas entreabrí los párpados.
Me senté en la cama apoyando la
espalda en los duros barrotes. La luz invadía la reducida habitación y su
impertinente desenfado señalaba los más graves defectos de mi vida: soledad,
desorden, pobreza. Sábanas arrugadas y sucias. Ropa en el suelo. Una botella de
vino, vacía. Un libro abierto y manchado. Puchos de cigarrillos.
Estigmas de una noche como
tantas.
Pero la ventana me ofrecía un
nuevo día y resultaba grato recomenzar a vivir.
Me vestí distraídamente. Miraba
las ramas del sauce recién brotado que se interponía entre mi casa y la calle.
Cuando di unos pasos buscando mis alpargatas, el piso cedió bajo mi peso con
esa blandura que suele tener la tierra fresca. Sonreí. No siempre soy capaz de
sentir las cosas.
Di otros pasos por sentir
nuevamente la elasticidad de la madera. Y recordé la sensación que se
experimenta al subir a un bote y la liviandad de la marcha sobre un muelle de
madera.
Recordé un mar lejano. Y de
pronto me sentí feliz.
Al fin de cuentas, una vez más
vivía en una ribera, y el río, si no el mar, estaba a unos metros de mi casa.
La soledad concede despertares
puros. Cuando se vive solo, se es mucho más virgen y al levantarse de la cama
es común azorarse de sí mismo. Se es más auténtico, más sincero.
Me digo que viviendo solo es
imposible mentirse de mañana y aun las trampas que aceptamos rotundamente por
la noche, con la luz, con la inepta carne que llevamos al despertar, quedan
ridículamente en descubierto.
Comienza hermosamente mi día.
Salí de la pieza y busqué el
diario que, como de costumbre, el repartidor había tirado entre las hortensias.
Al hundir la cabeza en el follaje el rocío me lavó la cara. Y allá en la sombra
de las hojas descubrí la noche que había perdido. La tierra olía a humedad y se
negaba al día.
La calle estaba llena de sol. Me
dejé tentar. Abrí el portoncito de alambre y salí a buscar esa caricia tibia
que se desparramaba en la mañana.
No, no pienso nada. Siento.
El terraplén del tren me cerraba
el paisaje con su hirsuto lomo de tierra. Le di la espalda y volví a casa. A
través de los árboles, caminando con los ojos todo el largo de mi terreno,
anduve, anduve hasta que llegué al río. Pero para entonces ya estaba detenido
ante la puerta de la cocina. Y había que prepararse el mate.
Vivo en la ribera. Mi casa da
frente a una estrecha calle de tierra que corre paralela a un alto terraplén de
ferrocarril. Los fondos de mi terreno son como el mismo fin de la tierra porque
dan de boca, entre abruptas toscas, contra el río.
El terraplén del ferrocarril es
un muro inaccesible que nos tapa la vista de la ciudad. El horizonte del río,
por lo contrario, nos invita a todas las ansias.
Necesariamente, mi paisaje me
niega la amistad cercana y me entrega a las ridículas apetencias de todos los
que sueñan imposibles.
El edificio que habito es uno de
los tantos, típicos de la ribera: paredes de tabla machimbrada, techo de cinc.
Cuatro pilares de ladrillos
levantan los esquineros a un metro del suelo, en prevención de las crecientes.
Por eso mi casa vibra y resuena
como los muelles y las ramblas.
Al frente tengo un sombrío
jardincito de dos metros. Hortensias, agapantus, un ceibo retorcido, dos álamos
y la gran rama de un sauce que se alarga desde el terreno vecino.
Se entra en mi casa por un
costado del lote. Y de quererlo, se continúa por una especie de camino hasta
las grandes toscas del río. Antes, mirando al pasar, de lado, se ve un patio de
tierra sombreado de mimbres y sauces donde una casilla mucho más levantada,
mucho más vieja y decrépita, me sirve de taller.
Hace apenas unos meses que estoy
aquí; pero ya me he hecho a vivir sobre la costa. Bueno, he conocido esta
ribera desde niño: nací en la loma de Vicente López.
De cualquier modo, una ubicación
oportuna puede ser la salud de un hombre. Y yo me digo mientras escribo esta
página: parezco o debo ser mucho más feliz de lo que creo.
Entré en la cocina sin prestar
atención al perro que dormía cruzado en el umbral. Casi me fui de narices cuando
se levantó para saludarme.
Mientras encendía el primus y
preparaba el mate observé al pobre y viejo animal que, seguramente arrepentido
de haber comenzado con tan mala estrella el día, me miraba con ojos de
pordiosero y meneaba el rabo dulcemente.
Los perros, ¡malditos sean! –me
dije–, me son tan necesarios como un espejo. En ellos veo mi mal humor, como
las canas cuando me afeito.
La pava comenzó a cantar.
Los chicos abrieron el portón,
pasaron frente a la ventana de la cocina y treparon al taller en cuatro saltos.
Saqué mi silla de paja y en un
rincón habitual cebé mis mates mirando el río.
Desde aquí se aprecia bien la
línea de la costa. Las ramas de los sauces, apenas verdecidas, no llegan a
tocar el suelo y forman un marco perfecto para mirar la mañana y la lejanía del
agua.
Uno mira, se distrae y siente
como si goteara la vida.
En el taller –a muy pocos metros,
allí arriba en la casilla–, las zapatillas de Miguel Angel dieron contra una
lata. Escucho el ruido, chupo mi mate. Es como si un fantasma transparente de
mí mismo entrara sonriendo en el taller.
Susana debe estar sentada derecha
en su silla. Tiene las manos quietas y piensa en el trabajo que debe acometer.
Y entretanto, yo, otra vez en mi
comienzo, en mi mañana, abandono el río; abro el diario y enciendo un
cigarrillo.
El diario, sus telegramas,
quieras o no son en mi caso una picana que toca olvidados recuerdos y amargas
comprobaciones. El solo nombre de París me altera todo. Vivo, pues –y esto se
repite cada día–, un instante descentrado: no estoy donde parece ni alcanzo a
estar donde yo quiero.
París se desangra. Esto es brutal
y duele como un golpe.
Poco después, me descubro sentado
en mi silla de paja.
Ya está la brisa entre los
sauces. Luego de algunas horas será sudeste.
Pequeños detalles que me afianzan
el día.
Dejo el diario, dejo el mate.
Subo al taller.
Son mis manos las que me dan de
comer. Y esto puede decirlo sólo un hombre que no tiene un origen proletario.
¡Es tan burgués el hacer hincapié
entre las manos y la cabeza!
Cuando un burgués cae –ésa es la
palabra histórica– en la artesanía o en el proletariado, como burgués es un
desclasado.
Lo compruebo en mí mismo.
Hace tres años que he renegado
del periodismo. Hoy –aunque un poco literariamente– me enorgullezco del humilde
oficio que practico. No sé bien si corresponde llamarme fundidor o cincelador.
Utilizo ambos procedimientos para crear pequeñas figuras de metal que luego se
pulen y se pintan.
Mis clientes son coleccionistas y
anticuarios.
Es común en mis noches de ribera
regocijarme con la minúscula historia de mi taller artesano. Parece una
adaptación escolar de la historia del hombre primitivo: torpezas, asombros,
descubrimientos. Un lento derrotar pequeños contratiempos. Una lucha silenciosa
y vergonzante contra la propia ignorancia, alentada por el afán de bastarse a
sí mismo.
–¡Inconcebible, ridículo!
–comentaba un amigo–. En esta época, en este Buenos Aires, un hombre solitario
inventando un oficio...
Es evidente: desde cierto punto
de vista, todo mi taller es absurdo. Pero ser un pobre aprendiz frente a sí
mismo, monologarse lecciones noche tras noche y llegar por fin a ser dueño de
las propias manos, lograr lo que uno quería de sus dedos, es tan dulce como un
cuento para niños donde todo es simple, doloroso y bueno.
–Es como si vivieras desconectado
de todo.
–Es verdad. A veces pienso que no
vivo.
No puedo compararme sino con lo
que fui. Viví en Europa, fui periodista. Vestí bien, comí mejor, anduve los
bulevares, estuve entre la gente, en un mundo caliente y terrible.
Hoy soy un hombre de la ribera
que se arremanga los pantalones para no embarrarse las bocamangas.
Soy más feliz. Puedo, al menos,
llegar a ser más feliz. Reconozco, sin embargo, que hasta la más completa paz
que llegue a brindarme esta existencia tendrá un perfume casi desvanecido de
desastre.
Porque los sauces, el río, el
cielo, el solitario ajetreo de mis manos, no bastan para darme el sentido del
hombre.
Miguel Ángel ha estado
pereceando. Lo adivino en el apresuramiento con que toma una lima y un
particular encogimiento de su espalda, gesto automático de quien se siente en
culpa.
Además, desde hace días yo
también observo lo que distrae al chico: un hornero se ha puesto a construir su
nido en el árbol seco que se ve desde su ventana.
Pero está mal, me digo, que el
trabajo se atrase; es justo que me irrite. Y al calificarme de justo me doy el
derecho de ser cruel.
Susana ve que su hermano no hace
nada, pero es incapaz de hacerle la mínima observación. Ese deber corresponde a
su patrón.
Me detengo ante la mesa del
chico, le pongo una figura en la mano y le digo:
–Vamos, a trabajar, rápido... –y
lo zamarreo cariñosamente.
Voy hasta el otro extremo de la
habitación, donde pinta Susana.
Resulta extraordinario que esta
casilla de cuatro por cuatro nos brinde un taller tan amplio. Tal vez se debe a
que tiene tres ventanas y una puerta con vidrios, o a la disposición de las
mesas, una contra cada pared. Los tres nos damos las espaldas y, cuando
hablamos, las voces suenan lejanas.
Alguna vez sucedió que, ante la
inminencia de una tormenta, cada cual ha opinado de acuerdo con la visión de su
ventana. Un cielo distinto. Para mí “las nubes van”, para Susana “vienen”.
Es raro que nos levantemos en las
horas de trabajo, nuestro oficio no reclama trajines y sí, en cambio, una
quieta y permanente atención. El trabajo nos atrapa, las horas se van
rápidamente, y al terminar la jornada, uno comprende con asombro y tristeza que
se ha perdido un pedazo de vida en un mecánico esfuerzo manual.
Por eso somos distintos al
comenzar el día. Y por eso nos parecemos tanto cuando nos despedimos.
Pero Miguel Ángel es muy joven.
Sólo tiene trece años y no participa íntegramente del clima del taller. El
tiene una vida aparte con su sauce seco, su hornero, sus travesuras y sus
modorras de muchacho; Susana, en cambio, deja su personalidad en cada objeto
que toca y recibe a su vez, espesamente, el silencio del taller. Su
adolescencia sin pasado se entrelaza en nuestras horas. Es que tiene un
espíritu fácil a la vida, de esos que no clasifican ni pesan los actos. Para
ella todo parece ser importante, y trata de hacerlo todo bien. Con sus largos
silencios habituales nos ha hecho silenciosos a nosotros. Ella dice lo
contrario, que ha sido la casilla, el trabajo, lo que apagó su voz.
Susana es severa en su oficio.
Cuando yerra levanta la cabeza, suspira y sin una sola observación borra la
pintura para comenzar de nuevo.
Yo podría decir sin mirarla si
está conforme o no con cada pincelada.
Conozco los crujidos de su silla
y, cuando se recoge el pelo con un gesto de muchacho, siento en el aire que ha
levantado la mano.
Es que el taller se ha vuelto
demasiado íntimo. Y eso pese al deseo que tuve alguna vez de hacer de mi
trabajo una ocupación mecánica y anónima. Pensaba que era bueno trabajar sin
entregarse, sin gastarse, sin poner el corazón, la alegría, la vida de uno, en
fin. Porque los resultados no lo merecen. Nuestras figuritas no son más que
tantos adornos de salón que sobran en este mundo donde tantas cosas faltan.
Pero no está en mi carácter
lograr esa indiferencia. Y menos aún cuando como ayudante tengo a esta muchacha
que aprecia tanto su trabajo y que me empuja, con buenos adjetivos, a que me
esmere y logre lo mejor.
Y bien. No debe uno empecinarse
cuando la vida impone toda su fuerza.
Tal vez no estoy maduro para
vivir sin secretos; tal vez yo necesito, como un chico el calor de la escuela,
este misterio de artesano medieval; tal vez, me digo por fin, sólo sirvo para
esto y nada más.
La ventana de Susana es la más
verde de todas. Cuando llegue el verano, las hojas de los sauces llegarán hasta
su mesa y sus pinceles. Sobre ese verde exuberante, Susana recorta de espaldas
su figura: una nuca delgada, larga, conmovedora, los hombros anchos pero un
poco tristes.
Se sienta erguida en su silla de
paja y trabaja con elegancia, sin despegar los codos del cuerpo. Sus
movimientos son suaves, controlados.
Cuando esta chica tiemble, será
como si toda la vida temblara.
–¿Está bien así? –pregunta sin
volverse, adivinando mi presencia a sus espaldas.
–¿Qué?
–Esto... –insiste, señalando un
detalle en el grabado y alza la figura que lo copia. Se trata de un complicado
vendedor de velas que litografió Bacle. Los ponchos se superponen en los
hombros del mulato.
Explico como puedo el porqué de
la vestimenta con el fin de descubrirle la ubicación de los colores. Me escucha
con el pincel en alto, en absoluta inmovilidad.
–¿Comprendés?
–Sí –responde. Y su larga mano
desciende lentamente como si fuera a desplomarse muerta sobre la mesa.
En mi banco se amontona bastante
trabajo atrasado. Me siento decidido y tomo las herramientas. La mesa es todo
un mundo de buriles, cortaplumas, pinzas y limas. Las figuras comenzadas
parecen esperar mi intervención. Como iniciando el ensayo de una comedia, tomo
una, la reviso y por fin comienzo a trabajarla.
–¡Qué linda va a ser esa figura!
–dice Susana, desde su distancia. Yo sé que se refiere a esta pieza que tengo
en las manos.
Su observación me interrumpe.
Miro por mi ventana. Recuerdo la
mañana en que estos dos chicos llegaron por primera vez a casa. Susana vestía
la misma pollera que ahora tiene, y tal vez la misma blusa de muchacho.
Me pareció frágil aquel día. Y no
lo es. Entonces no la encontré bonita. Ahora me atrae hasta su nariz filosa y
osada.
–¡Ya terminé! –exclama Miguel Ángel,
con ese tonito de mal alumno que quiere hacer rabiar a la maestra.
Estoy distraído. Trato de
recordar por qué me impresionaron los ojos de la muchacha.
–¿Qué hago? –insiste el chico.
–Limpiá la figura. Buscá el ácido
–respondo malhumorado.
Arrastra la silla. Camina y el
suelo vibra. Otra vez la sensación de barco. Hoy, desde temprano vivo un mar.
Pero mi mano derecha empuña el buril y me obliga a retornar a mi mesa.
Nono. Sí, es Nono que llega de
visita.
Se ha quejado el portoncito de
alambre. El perro ha lanzado dos ladridos desganados. Estiro el cuello y veo al
amigo, al pie de un sauce. Acaricia al cuzco y mira mi ventana. Lo saludo con
la mano.
–Esperá, Nono, ya bajo –digo,
aunque sé que no me oye.
No trabajaré más esta mañana.
Miguel Ángel se mueve en su
silla. El tampoco hará nada más.
Susana, como si no me hubiera
oído.
Mientras bajo la temblona
escalera, Nono me observa silencioso. Recién cuando toco tierra, dice:
–¡Buenos días! –y me tiende la
mano como si hiciera días que no nos vemos.
Pero Nono es vecino cercano y su
alto corpachón pasa frente a mi casa varias veces por día. Para Nono, un
encuentro es cosa de la casualidad y una visita, en cambio, es una evidente
manifestación de su deseo de verme. Las visitas, y más aún éstas de mañana,
tienen su ceremonia.
–No me ha llegado el material
–explica–, y aprovecho el rato para verte.
–Me alegro; tomaremos un traguito
de vino.
Yo voy hacia los hombres como
quien visita un nuevo paraje. Me gusta, necesito el paisaje de almas distintas,
y si fuera pintor haría cuadros monumentales con sus historias. Al fin y al
cabo, todo lo que a uno “le ha sucedido” no es más que el moblaje que llena ese
hueco que es la existencia.
Nono es de otro mundo que el mío.
Estoy en viaje, lejos del taller, de sus figuras. Casi podría decir que los
chicos son un recuerdo, aunque estén a dos segundos de distancia.
Entro en mi pieza y traigo dos
sillas y una botella de vino. Ceremoniosamente nos sentamos frente a frente,
bajo los sauces.
Cuando sirvo en los vasos, Nono
escarba en el bolsillo y me entrega un buen pedazo de queso.
Mientras masticamos nos miramos
seriamente. Y casi al mismo tiempo comentamos:
–Muy bueno, excelente.
Ahora bebemos un buen trago.
–Pasable...
Es una costumbre peculiar, una
especie de rito en nuestros convites.
Hincamos la atención en estos
pequeños “vívires humanos” y comentamos y juzgamos todo cuanto bebemos y
comemos. Cumplido el hecho, es raro que volvamos sobre el tema a no ser que
merezca una comparación. “Tan bueno como el de aquel día.” Pero generalmente no
llegamos a tanto. El vientre no merece más de lo que da.
Tenemos el río allí no más, a
cincuenta metros. Y sobre el río el cielo amplio, dueño del tiempo. Y decimos algunas
cosas simples como quien tira piedras al espacio inmenso.
–¿Cómo marcha tu obra?
Nono es maestro albañil, especie
de constructor.
–Adelantando... de a poco.
Ya lo sé. No podría ser de otra
manera. Pero no puedo ahorrarme la pregunta.
–¿Y el taller? –dice a su vez.
–Andando.
–¿Los chicos?
–Trabajando.
Nono asiente con severos
movimientos de cabeza. Sus ojos, hasta ahora, no se han detenido en los míos.
Pero de pronto alza la cara y todos sus rasgos resaltan como inmovilizados en
un retrato. Su gran nariz, sus ojitos azules, su boca débil.
–Ayer estuve en Barracas.
Esto ya no forma parte del
preámbulo. Nono tiene algo que decirme. Hablará él, desplegará su paisaje. Me
aflojo en la silla y aguardo. Como si se oscureciera el cine.
Los sauces hamacan el aire que
respiramos.
Susana ha abierto su ventana y su
blusa florece en el desgastado color de la casilla.
El río, allí no más, ha de estar
maravilloso.
Nono habla.
Y entre distraído y atento, yendo
y viniendo con sus palabras, voy y vuelvo por una pequeña aldea italiana que en
estos días vive la totalidad de la guerra, con bombas y hazañas de
guerrilleros.
Maravillas
Era un hombre simple, tímido,
irresoluto, y bastaba verlo para saber que tenía un corazón de oro. Pero los
empleados del ministerio envidiaban su importantísimo puesto y tejían intrigas,
inútiles por lo más, para arrebatarle el favor del Jefe.
Maravillas era el secretario
Privado del Primer Ministro, su consejero; su confidente, mejor dicho.
Maravillas era la sombra del gran hombre y, cuando aquel lo concurría a su
despacho, se pasaba sentado frente a la puerta aguardando.
Su sobrenombre-mote de infancia-
explicaba singularmente su destino. Maravillas había sido condiscípulo del
dictador y había ganado, en aquellos tiempos, ese aprecio y esa confianza que
no habían disminuido ni las separaciones ni los años.
Pero la verdades que Maravillas
cumplía su deber como ninguno.
-¡Hombre! -gustaba exclamar el
dictador cuando llegaba al ministerio. - ¿Ya estas aquí?¡Vamos! Tenemos mucho
trabajo.
Esto significaba que el Jefe
desaparecería en su despacho por muchas horas, preservándose de los importunos
con unos cerrojos imponentes que al correrse, daban la impresión de la perfecta
impunidad.
Dentro del despacho, el Jefe
había impuesto su clima violento y grandilocuente. Un salón inmenso cuyos muros
de mármol siempre parecían empapados por secretas segregaciones. Ventanales
altos, medievales, abiertos con cortinas oscuras y pesadas. Por todo moblaje,
fuera de algunas bibliotecas, una inmensa mesa de trabajo, un sillón y una
banqueta pequeña con algo de trasto de portería. En esta se sentaba Maravillas
cuando el dictador ocupaba su trono.
A ese recinto no llegaba un
rumor. En cambio, si una voz fuerte sonaba en sus extremos, retumbaba en ecos
sucesivos. Se decía que el Jefe usaba el eco para impresionara los extranjeros,
pero lo cierto era que muchas veces, el mismo temblaba al sentir como su voz -
¡tan rica! - se repetía luego cascada y muerta.
-¡Maravillas!¡Los cerrojos!
El secretario tenía orden de
revisar las puertas antes de comenzar el trabajo. Y luego hacia la luz,
corriendo un poco los cortinones. Mientras tanto el Jefe se acomodaba en el
sillón.
Maravillas cumplía la tarea con
pasos menudos y tranquilos. Esa paz que respiraba el servidor era como un
sedante para los nervios del Ministro. Porque, a pesar de llevar años en el
poder, nunca podía alejar de sí el temor de que algún intruso lo estuviera
espiando. Maravillas se acercaba a la mesa y el dictador sonreía.
-¡Comencemos!
"Comencemos...", decía
el eco. Y se iniciaba ese juego misterioso que absorbía por iguala Jefe y
empleado.
Sobre aquella inmensa mesa yacían
unas cincuenta madejas de hilo, todas anudadas y retorcidas. En parte, los
hilos caían al pie de la mesa formando como un signo de cábala sobre la
alfombra roja y dorada. Los extremos de la inverosímil madeja pasaban sobre el
escritorio y caían a su vez a espalda del sillón.
Esa absurda confusión de hilos,
ovillos y madejas encerraba el destino de un Estado.
Cuando el Jefe daba la voz,
Maravillas estaba de pie. Sus ojos azules permanecían clavados en las manos del
dictador mientras este, con un cierto temblor, comenzaba a tirar
simultáneamente de muchos cabos.
Las madejas cobraban unos
movimientos de serpiente y, poco a poco, dejaban pasar los hilos. El Jefe
empezaba actuando con suavidad, pero pronto alcanzaba un movimiento rítmico y
audaz.
-¡Maravillas!-gritaba el Jefe
angustiado. -¡Cuidado! ¡Los ingleses!
Y nadie hubiese sospechado tanta
agilidad en aquel hombre servil y tranquilo. Con toda rapidez se lanzaba sobre
la mesa y con dedos febriles solucionaba algún enredo entre los ovillos.
Durante un segundo, ambos hombres vivían un tiempo largo como un siglo. Pero
cuando el Jefe comprobaba que todo seguía bien, suspiraba desahogándose, y
Maravillas, lleno de felicidad, se sentaba a descansar en su banqueta.
Como las interrupciones no eran
frecuentes, el secretario solía abandonarse a pensamientos queridos. Pensaba en
su mujer, en su adorable bomboncito. Maravillas tenía por esposa a una paloma
de campo, arrulladora, hacendosa y limpia, y el amor desbordaba en su hogar.
Además, se admiraban mutuamente y sus conversaciones siempre asumían ese tono
de alabanza que hace tan felices a las mujeres y a los hombres.
-¡Como has hecho mujercita, para
lograr ese budín? ¡Parece la cúpula de la catedral!
La esposa sonreía modestamente.
-Agua y harina, fuego lento y
nada más. ¿Cómo puedes asombrarte de esta tontería, tú, que cumples el trabajo
más difícil del mundo?
Y ahora Maravillas sonreía. -Mi
empleo es sencillo, mujercita.
Pero la mujer, con los ojos
brillantes de emoción, arrimaba su silla insistiendo:
-Dime, ¿cómo haces para conocer
por su nombre a los hilos?
Maravillas demoraba en
explicarse. El asombro de su esposa planteaba otro asombro en su corazón.
-No sé -respondía por fin-.
Yo adivino todo en los ojos de Su
Excelencia... Cuando estoy solo no sé nada... Sírveme otra tajada del budín...
Pero, ¿cómo has hecho para que suba tanto?
A esta altura de sus sueños -porque
todo era recuerdo del empleado- el Jefe lo palmeaba.
-Hemos terminado por hoy,
Maravillas.
Y como siempre se levantaba
satisfecho, una vez le preguntó de pronto, conmovido por la eficacia del
secretario:
-¿Cuándo vas a tener un hijo,
Maravillas?
-¡Oh! ¡Jefe!¡Usted adivina!
Dentro de tres meses. Paloma esta embarazada.
-Seré su padrino- dijo el
Ministro- Y el darás mi nombre de batalla: ¡Petrus!
Maravillas le toma la mana y la
besa. El superior 10 deja hacer, sonriendo.
Transcurrieron los tres meses señalados.
Paloma paría un chiquitín robusto y Maravillas pudo llevar en brazos a su
heredero.
-¡Ya nació Petrus, Excelencia!
-dijo feliz cuando llegó al despacho.
Pero el dictador pareció no
oírlo. Últimamente, los negocios no marchaban. Las gentes andaban sublevadas y
cada telegrama que llegaba al palacio anunciaba una revuelta, muchas muertes y,
lo que es peor, que no se podía hacer nada.
-¡Excelencia! ¡Nació Petrus!
-¡Ah! - dijo por fin. - ¿Tu hijo?
¡No digas!
-Paloma está feliz, Excelencia, y
lo espera.
-Pues iré a tu casa muy pronto.
¡Dile que atienda a que no me mee cuando vaya!
Rió de su broma y la tos lo
atragantó. Maravillas se apartó respetuosamente y corrió los cerrojos.
-¿Y qué vamos a hacer con tu
hijo? -dijo el dictador reponiéndose.
-¡Excelencia, será un buen
campesino!
-¡No, hombre!¿Qué estás diciendo?
Tu hijo vendrá a palacio a reemplazarte cuando tú estés viejo. Y vendrá para
ayudar a mi hijo cuando yo este muerto.
Maravillas no respondió.
-¡Comencemos!
Y otra vez se inició el juego misterioso.
Los hilos corrieron sobre la mesa en tanto el secretario permanecía atento a la
voz del superior. Todo andaba bien.
Maravillas entrecerró los ojos y
pensó en su mujer, en su casa y en Petrus, el heredero. Paloma, el budín y las
catedrales. Sonrió en sus sueños. Y de pronto, sin tener dominio sobre su voz,
sintió que decía:
-¡Excelencia¡¿Porqué no ha de ser
campesino?
El Jefe saltó en el asiento.
-¿Cómo?
Era la primera vez en su vida que
el empleado lo interrumpía en el trabajo.
-¡Maravillas!-dijo secamente.
Pero después fue un grito: -¡Maravillas!¡Las colonias!
Maravillas pensaba en Petrus.
-¡Las colonias! ¡Los empréstitos!
¡El inglés! ¡No oyes?
Maravillas se lanzó sobre la
mesa, aturdido, desesperado. Metió la mano entre los hilos y confundió aun más
las madejas.
-¡El inglés!-gritó el dictador,
ya ronco. Y cerró los ojos.
Cuando el secretario recobró su
voluntad, miró al Jefe y no vio nada.
-¡Excelencia!¡Los ojos!
Pero el dictador daba manotones
furiosos y los hilos le subían por el pecho como serpientes.-¡Los ojos!
Maravillas corrió hacia las
puertas, y no había alcanzado a abrirlas cuando volvió tropezando. Los hilos
habían cubierto la cara del Jefe y le envolvían la garganta. Con las manos
crispadas, apartó los cabos. Era tarde. El rostro del dictador estaba amoratado
y por su nariz corría la sangre.
-¡Jefe! -gritó el pobre hombre,
cayendo de rodillas.
Y desde el suelo, advirtió con
espanto que los hilos trepaban solos, se enredaban y cubrían el cadáver del
gran hombre.
Afuera, pegados a la puerta, los
empleados, espantados, escuchaban.
Los amigos
No sé por qué me quieren tanto
los amigos... -se preguntaba presuntuosamente el viejo. -Miren que los he
usado, manoseado, para decir verdad.
Tenía los ojos tristes, pero la
boca sonreía. Clavaba un codo en la mesa y se atusaba el bigote.
-Será... -continuó diciendo
mientras encendía un cigarrillo- ¡será por tantos asados que hemos comido
juntos!
Bebió, echó humo.
-¡Pero si la carne la ponen
ellos! ¡Y el pan! ¡Y el vino!
Miró hacia afuera, tosió con
vergüenza, y terminó descubriendo:
-Será, tal vez, porque les presto
mi cuchillo.
Hombrecitos
Nosotros llamábamos “el árbol de
la punta” a un viejo ciprés que se hacía sitio en el monte. Le venía el
sobrenombre de la extraña distribución de sus ramas que, formando una escalera,
permitían fácilmente llegar hasta muy arriba. Si embargo, los últimos
“escalones” eran difíciles y, a la verdad, ninguno de nosotros los había
trepado.
Federico eligió aquella prueba.
Al principio, su decisión me alegró porque hasta la fecha teníamos una misma
performance de altura. Pero mi hermano era de brazos más largos.
Caminábamos tranquilamente por la
calle de eucaliptus. Yo silbaba desafinado y altanero. Federico sonreía
divertido.
Llegamos al ciprés de la prueba.
Federico, ceremonioso, hizo mil preparativos. Se sacó las sandalias y se ajustó
el cinturón. Después, mostrándome un pañuelo, me dijo:
-Vos tenés que bajarme este
pañuelo.
-Bueno. ¡Subí! –y en la sangre me
latía el coraje.
Empezó a trepar. Desde el suelo
seguí con atención sus movimientos. Como conocía las trampas, me repetía cada
tanto, para mí: “Lo hago, lo hago, lo hago”.
Y él, calculando distancias,
tanteando donde pisaba, iba subiendo cada vez más.
Llegó a la parte difícil. Sus
pantalones azules se confundieron con el verde de las hojas. Llamaba la
atención su camisa blanca. Me pareció verlo dudar; se detuvo; seguramente
pensaba. Me imaginaba su situación y sus esfuerzos, y desde tierra lo ayudé con el pensamiento, estrujándome las
manos. Lo vi subir el pedazo más bravo.
-¡Eh! –me gritó- ¿Es alto?
-Sí –contesté, admirado sin
querer.
-¡Subiré más!
-¡Subí! –lo incité, olvidando
completamente que estaba haciendo más ardua mi propia prueba.
-Pero vos no vas a poder –me
recordó riendo.
-¡Bah!
En realidad, su risa me había
llenado de espanto.
Subió un poco más y se perdió
entre las ramas. Después de un ratito lo vi descender. Y descendía tranquilo,
sonriente:
-No podés, no podés –me repetía
mientras bajaba.
Cuando estuvo en el suelo, se
limpió las manos y se calzó las sandalias.
Sonreía, me miraba y movía los
hombros. Yo, a mi vez, me disponía en silencio. Antes de que él se acordara me
había colgado del árbol y encaramado dos metros. Federico, sacudiendo las
basuras de su camisa, sonreía ante mi empuje.
Me dejó subir sin hablar. Pasé
una rama gruesa que me era conocida porque de ella colgábamos siempre las
hamacas. Luego empezaron las más delgadas.
Cuando Federico me vio en el
“nudo”, me gritó con un poco de susto:
-¡Che, no te vayas a matar!
-¡No!
Me sentía firme y seguro, pero
los brazos me temblaban con el esfuerzo.
Logré dos escalones difíciles. Me
agarré bien fuerte de una rama y miré hacia abajo.
-¿Qué hacés? –me preguntó
Federico.
No le contesté y mi silencio lo
asustó.
-¡Bajá! –me gritó. Tampoco le
respondí.
Nada. Vuelta a seguir. Ya
distinguía el pañuelo. Mi hermano lo había colgado todo a los largo del brazo
para prenderlo bien lejos de mi alcance. Todavía tenía que trepar un metro. El
susto me hizo dudar. Volví a mirar al suelo. Federico me llamaba. Trepé sin
escucharlo, llegué a la altura necesaria y no supe qué hacer para lograr el
pañuelo. Después de pensar febrilmente, me saqué como pude el cinturón. Lo
sujeté a la rama y prendiendo mi mano sudada a la correa, me dejé balancear. Oí
los gritos de Federico, se me hizo un nudo enorme en el pecho, creí que iba a
caer. Pero, mientras tanto, con la punta de los dedos había conseguido tomar el
pañuelo. Me largué a llorar.
Mientras descendía por las ramas
me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como
un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué
tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente que entonces
pude sonreír.
Los jardines de Plácido
Llovía; el agua corría por los
grandes ventanales del salón donde Plácido aguardaba. Era un hombre alto,
desgarbado, tan humildemente vestido que desentonaba hasta con los muebles, más
o menos sencillos.
Transcurrieron tres cuartos de
hora y por fin lo hicieron pasar.
El Alcalde no le tendió la mano;
Plácido se quedó con el brazo en el aire, triste, más que turbado, porque tenía
un alma simple que no entendía de cortesías. Entonces suprimió todo prólogo y
dijo de golpe con voz clara:
—Alcalde, quiero una plaza.
—¿Una plaza...? ¿De qué?
—De tierra.
El Alcalde lo observó fijamente
con sus ojillos verdes; disimuladamente, corrió sus dedos hacia el timbre.
Plácido esperaba, indiferente al silencio que habían provocado sus palabras.
El Secretario acudió presuroso.
Cuchichearon rápidamente y el rostro del Alcalde se distendió en una sonrisa.
Había temido vérselas con un loco.
—¿De modo... —dijo, apartando a
su servidor con un gesto— que quieres una plaza de la ciudad? ¿Una plaza con
árboles, con bancos y fuentes?
—Sí, señor.
—¿Y qué vas a hacer en ella?
—Trabajar. Poner plantas. Y
cuidarlas... Carpir, regar, podar...
El Alcalde vaciló un segundo
apenas; en seguida resolvió, diciendo:
—¡Bien! Te daremos una plaza.
Serás el jardinero honorario, el guardián, en fin, lo que quieras. Pero...
tendrás que mejorar un poco la presencia.
El extraño postulante sacudió el
polvo de sus miserables ropas y bajó los ojos, como avergonzado. Pero por fin
sonrió con dulzura y respondió:
—Por las tardes podría vestirme
de chaqueta.
—¿Tienes chaqueta?
—Sí, debo tenerla todavía.
El Alcalde lo saludó con un
gesto. Plácido se volvió y trabajosamente dio con la puerta de salida.
El astuto Director de Jardines se
frotaba las manos satisfecho. Se había librado de una pesadilla cumpliendo, de
paso, el absurdo decreto del Alcalde.
Plácido pagaba las consecuencias.
El terreno que le habían cedido estaba ubicado en las afueras de la ciudad;
era, en realidad, el lugar donde alguna vez debió cumplirse un proyecto
postergado que se conservaba bajo el título de Paseo Ribereño del Sur. Como lo
decía su nombre, se trataba de la costa del río, tierra gredosa y pobre. Pero
Plácido era evidentemente un loco y, además, sólo había pedido tierra. Ahí la
tenía.
El Director firmó la resolución y
pocos días después tomó su licencia. Todo el mundo oficial olvidó a Plácido,
hasta los ordenanzas que habían sido los introductores del postulante.
Pasaron unos tres meses durante
los cuales el Alcalde estuvo ocupadísimo con las continuas interpelaciones que
le hacía el Consejo. Pero como todas las cosas tienen su fin, un acuerdo
político apaciguó los ánimos y el Alcalde dispuso nuevamente de su persona. Y
quiso el destino que, apenas tuvo la paz necesaria para pensar tonterías, se le
atravesara el recuerdo de Plácido y su notable pedido.
Comenzaba la primavera. La
oficina olía a tabaco y humedad. Todo invitaba a salir, y, como el Alcalde
acababa de encontrar el pretexto satisfactorio, llamó a su nuevo Secretario y
salió en busca de Plácido.
Cuando llegó a la ribera no pudo
creer en lo que sus ojos veían. Donde antes sólo existían matorrales y charcas,
ahora había árboles, flores, grandes canteros de césped, glorietas y otras
maravillas.
—¡Pero, este hombre es un genio!
—gritó el Alcalde—. ¡Esto no puede ser! ¡Nadie en el mundo puede hacer otro
tanto en tres meses!
Y después de repetir cuantos
superlativos conservaba en la memoria, el Alcalde sacudió de un brazo a su
Secretario y le preguntó furioso:
—¿Y usted? ¿Cómo no me ha dicho
una palabra?
—¡Yo... soy nuevo en el cargo!
—se disculpó el empleado. Y era verdad, no hacía siete días que reemplazaba al
Secretario anterior—. Y además —continuó— yo he pasado por aquí hace una
quincena y no me ha llamado la atención...
—¡Tonto! —rugió el Alcalde y se
precipitó fuera del auto. Caminó por el pasto y se detuvo ante una rosa
amarilla para olerla embelesado. Luego quedó extático frente a un macizo de
lirios. Y después ya no supo qué admirar más y corrió dando saltos.
Entretanto, el Secretario no
lograba salir de su estupor. Porque, para él, esta obra estupenda era labor de
quince días. ¿O podría habérsele pasado por alto? ¡Imposible! ¡Cuántas veces
había estado allí, con su novia! Esto olía a brujería...
Un grito cortó sus meditaciones.
El Alcalde lo llamaba. Acudió al trote.
—¿Dónde está Plácido? —le
preguntó.
—No sé quién es Plácido, señor.
—¡Es el “dueño” de esta plaza!
¡El santo! ¡El mago!
Y como el Secretario no sabía
nada de aquel famoso asunto, el Alcalde hubo de explicarle todo, con lo cual
sólo consiguió asombrar más al pobre hombre y terminar de confundirlo. Luego,
ambos comenzaron a recorrer el parque dando gritos:
—¡Plácido! ¡Plácido!
Pero no pudieron hallarlo. Más
aún, no vieron un alma durante todo el paseo.
Aquellos canteros tan frescos y
limpios parecían cuidarse solos, porque en ningún lado encontraron palas o
mangueras o carretillas, instrumentos indispensables para el floricultor.
Regresaban ya, rendidos y roncos
de tanto gritar, cuando con nuevo asombro descubrieron en el punto de partida a
unos diez o quince hombres que afanosamente carpían la tierra.
—¿De dónde salen ustedes?
—preguntó violentamente el Alcalde— ¿Dónde estaban?
—Estábamos en el trabajo...
—replicaron.
Con distintas voces pueblerinas
aclararon que eran vecinos de la ribera y que, luego de terminar cada uno su
trabajo particular, acudían al parque para ayudar a Plácido. Pero estos hombres
también eran gente sencilla, caracteres simples, más hechos para entenderse con
el famoso jardinero que con el Alcalde y su Secretario. Tal vez por eso no se
explicaban la excitación del funcionario ni aceptaban sus desmesurados elogios
sobre los jardines.
—No es tanto, no es tanto...
—decían moviendo las cabezas—. Hay pulgón... hay peste... Las dalias no andan
bien...
No mentían. Para ellos el parque
estaba lejos de ser lo que debía haber sido.
El Alcalde se indignó ante estas
manifestaciones que atribuyó a la ignorancia de sus interlocutores y no quiso
perder más tiempo.
—¡Basta! —gritó—. ¡Ustedes no
saben lo que dicen! ¡Quiero ver a Plácido!
—Va a ser difícil... —le respondieron
a coro.
—¿Dónde está?
—En alguna otra plaza.
—¿Otra plaza?
Aquella tarde iba a ser memorable
en la vida del Alcalde. Jamás había experimentado tan contradictorias
sensaciones y difícilmente volvería a recibir respuestas más inesperadas.
Según el decir de aquellos
hombres simples, Plácido “tenía” muchas plazas como aquélla, pues había
repetido su notable solicitud en unos cuantos pueblos de la provincia.
—Pero... —gimió el Alcalde—
entonces, ¿quién ha hecho esto?
—Y... —los hombres se miraron
entre sí—. Esto lo hacemos nosotros, siguiendo las indicaciones de Plácido.
El Alcalde ya no pudo con sus
nervios. Dio unas patadas en el suelo y, con los ojos llenos de lágrimas,
corrió a esconderse en el auto. El Secretario, después de bambolearse unos
segundos, lo siguió tropezando.
Los ayudantes de Plácido
comentaron tan absurda retirada. Para unos, el Alcalde estaba enfermo. Para
otros, el Secretario se había dormido parado. Pero como la tarde corría y había
que terminar con aquel cantero, todos a un tiempo levantaron las azadas.
En toda esta curiosa historia de
Plácido hay varios detalles muy extraños. El primero es ese del efecto que hizo
en los funcionarios la belleza del Parque Ribereño. Es evidente que tanto el
Alcalde como su Secretario (y todos los funcionarios que concurrieron
posteriormente) veían el parque con ojos muy diferentes de aquellos con que lo
veían los ayudantes de Plácido y demás gente del pueblo. Algo así como si la
función pública hubiera transformado o alterado su visión de las cosas hasta el
punto de encontrar maravillosa la efectiva pero simple labor de unos cuantos
hombres. Este misterio resulta más notable en el caso del nuevo Secretario que,
apenas se hace cargo del puesto, ya desconoce el paseo recorrido pocos días
atrás.
Otro detalle curioso es el que
nos plantea Plácido al repetir en distintos pueblos sus notables solicitudes.
Pero el más chocante de todos es el de la desaparición de Plácido.
Efectivamente, nunca, a pesar de todos los empeños oficiales, se pudo dar con
el ilustre jardinero.
Para terminar esta historia. yo,
que soy hombre de pueblo, he visitado algunos de los jardines creados por
Plácido. Son hermosos, sí, pero mucho más hermoso es el hecho de que los hayan
realizado los vecinos.
La ley de alquileres
Había tenido una vida fácil
porque sus ambiciones y sus gustos no llegaban a sobrepasar exageradamente sus
posibilidades. Ganaba un sueldo mediano en una compañía exportadora y su mujer
otro mucho más modesto en una escuela del Estado. Con eso vivían, iban al cine,
compraban sus ropas a crédito y, cada dos años, veraneaban quince días en Mar
del Plata. Con eso y algo más: la Ley de Alquileres. Porque la relativa
holganza de sus vidas la debían a una buena salud de la pareja (¡los remedios
salen una fortuna!) y al risible alquiler que pagaban por el departamento.
Aquella ley les había caído del
cielo al poco tiempo de casarse. En aquel entonces, él aún tenía esperanzas de
progresar económicamente y con un poco de audacia y mucha fatuidad resolvió
alquilar un departamento que hasta resultó demasiado lujoso para una pareja de
recién casados.
Al poco tiempo, algunas
contrariedades en la oficina y el aumento del costo de vida lo hicieron
arrepentirse de su optimismo. Pensó en mudarse a una vivienda más modesta. Pero
la aparición de la ley y la obligada rebaja que ésta impuso, cambiaron el
panorama.
Luego, los años continuaron
favoreciéndole. Al cabo de una década, su departamento parecía lujoso y la suma
que pagaban por su alquiler, una cosa ridícula.
Él gozaba con esta situación. Es
más, era el único goce auténtico que tenía, porque en los otros aspectos de su
vida la suerte no lo había ayudado. Había perdido el pelo prematuramente y su
mujer, a raíz de ciertas fallas glandulares, engordó desproporcionadamente.
Los negocios, por otra parte, no
habían adelantado en ningún sentido. Pero en cambio, las dificultades de la
época, el transporte, la carestía, el clima político, acabaron con los simples
placeres de la pareja y convirtieron su existencia en una serie de horas tristes
y monótonas.
Pero estaba la Ley de Alquileres.
Y ésa era su revancha.
Le gustaba invitar amigos a su
casa. Tenía espacio de sobra. Podían jugar al póquer en el living mientras las
mujeres chismorreaban en el “cuarto de vestir” (un segundo dormitorio destinado
al hijo que nunca llegó). Y podían seguir jugando mientras las mujeres ponían
la mesa porque el living era enorme, tan enorme que los amigos siempre repetían
una misma pregunta asombrada:
—Pero, ¿cuánto pagás por todo
esto?
Y entonces, con una satisfacción
casi sexual, él respondía:
—¡Caéte! ¡Cien pesos!
Las exclamaciones admiradas de
sus invitados le sonaban como aplausos. Se revolvía en su asiento, guiñaba los
ojos y sacudía la cabeza sobradoramente.
Es que la Ley de Alquileres era
ya una cosa suya y en cierta forma la sentía obra personal, como un triunfo
logrado por su esfuerzo y su talento.
Horas después recordaba la escena
con su mujer.
—¿Notaste la cara que puso
Fulano?
—¿Y su mujer?
Reían como locos. Pero, luego,
piadosamente, agregaban:
—¡Qué envidia, los pobres!
—Y bueno, che... ¡Qué vas a
hacer!
Ya en la cama, en el silencio
grave del departamento, el hombre reía una vez más para sí.
—¡Basta, che! —decía su mujer. Y
a su vez, se echaba a reír.
Se dormían felices. Y él roncaba
silbando.
La caída de Perón lo sorprendió
agradablemente. Pocos días antes, en la oficina, le habían confiado una
comisión extraordinaria y con tal motivo había tenido un entredicho con el
delegado del sindicato. Los sucesos le ofrecían un desquite mezquino, de modo
que fue de los primeros en abandonar el escritorio para salir a la calle
gritando:
—¡Libertad, libertad!
Ya en su casa, tomando un vino de
marca al que no estaba habituado, comentaba con su mujer las novedades y
terminaba con aquellas palabras tan oídas:
—Ahora vas a ver. Me las van a
pagar.
No se refería concretamente a tal
o cual persona. Pero su obtuso cerebro adivinaba la formación de un clima de
venganza, donde todos sus pequeños odios y frustraciones iban a tener una
suerte de satisfacción. Por un tiempo se olvidó de la Ley de Alquileres. Los
comentarios cotidianos y la exaltación de las crónicas periodísticas le dieron
tema para muchos pensamientos. A veces, con una exageración que antes no tenía,
hablaba de “fusilar a los traidores” y otras de limpiar al país de “tanto
negro”. Y todavía le duraba la euforia cuando un día, al abrir el diario de la
tarde, se enteró de que estaban por modificar la Ley de Alquileres.
El golpe fue brutal. Un palo en
la cabeza. Casi se descompuso en el subterráneo. La noticia le revolvió las
tripas. Y toda su nueva personalidad de ciudadano democrático y defensor de
libertades se vino al suelo estrepitosamente.
Cuando llegó a su casa, temblaba.
Su mujer se asustó y lo llevó a la cama. Él la dejó hacer, pero cuando estuvo
entre las sábanas, tuvo un ataque de rabia y a patadas apartó las cobijas y se
puso a gritar.
Recién al rato, entre lágrimas de
su mujer, consiguió hablar coordinadamente y explicar lo que sucedía.
—¡Nos revienta! ¿Comprendés?
—gritó después de darle a leer el diario—. ¡El dueño se vengará de nosotros!
¡Nos echarán a la calle! Y...
La furia le impidió continuar.
Cayó en la cama y se puso a llorar.
La mujer lo atendió como pudo. Le
dio una aspirina y corrió a prepararle un tesito de tilo. Y ya en la cocina,
mientras esperaba que hirviera el agua, se dijo, con mucho tino, que los hechos
no eran tan graves. No podía ser semejante cosa. Si los temores de su marido se
cumplían, medio país iba a quedar sin vivienda. No podía ser...
Y repitiéndose estos conceptos
llevó el té a su marido. Y pretendió hacerlo entrar en razón.
Entonces fue la locura.
El hombre le tiró el té por la
cabeza y gritó como un energúmeno.
—¡Pero pedazo de idiota! ¿No
comprendés? ¡Es la venganza de la oligarquía! ¡Es el golpe mortal a los
trabajadores! ¡Es la miseria! Es...
Siguió gritando. Y sin darse
cuenta hizo la más grotesca y exaltada defensa del acabado régimen peronista.
A partir de ese día la vida del
hombre sufrió una total transformación. Ya no fue un ciudadano democrático, ni un
revanchista, ni nada. Fue un pobre infeliz, una rata aterrorizada que cada
tanto chillaba histéricamente defendiendo actitudes incomprensibles y
pontificando sobre la vida del pueblo. Porque odiaba a los “libertadores” pero
los temía. Y en cuanto al peronismo, adivinaba que había terminado como etapa
histórica y que era al “cuete” añorar el tiempo ido.
La angustia desvió su vida por
caminos inusitados. Primero lo apartó de los amigos, en los que creyó adivinar
un goce por su desgracia. Después lo enfermó del hígado. Y por último, como una
consecuencia de la mala salud y soledad, le dio por las preocupaciones
sociales.
Su único confidente era su mujer,
pero como ella no lo seguía en sus razonamientos era común que pelearan.
—¡Sos una bestia! ¡No entendés!
—le gritaba.
Y cuando ella aceptaba el hecho
llorando, él proseguía:
—El país vive la crisis más
grande de su historia... Pero el pueblo se levantará defendiendo sus
conquistas... Y llegará el día en que el gobierno sea nuestro... Y... Y...
Y siempre terminaba con la
afirmación rotunda de que “nadie iba a echarlo de su casa”. Hablaba de tiros y
de horcas y por fin bebía abundantemente el vino que le servía su mujer con tal
de apagar su desesperación.
Pero fue más lejos: llegó hasta
conversar con un comunista y de las claras y tranquilas explicaciones que le
dieron, sacó en conclusión que el departamento era suyo y que nadie tenía
derecho a sacárselo. Pero se le quedaron pegadas algunas frases del camarada y
las repitió intuyendo que “ayudaban a su causa”.
Y entonces, por primera vez habló
del monstruoso problema de las villas miserias, de la situación de la clase
obrera, del drama de la juventud. Y se pareció a esos apóstoles podridos de
madera tallada, que ilustran las capillas coloniales del Paraguay.
Se convirtió en un asco. Un
recipiente que contenía lo más inmundo de un egoísta.
Compró diarios opositores. Leyó
las leyes que voceaban en Florida. Husmeó buscando una salida. Hizo de todo:
mintió, simuló, rogó. Y rompió lo único bueno que había tenido en su vida: la
amistad de su mujer.
En el empleo, lo dejaban vivir.
Y los porteños, generosos como
son, le perdonaban sus extravíos.
Termino esta historia y aún no se
conoce la reglamentación de la Nueva Ley de Alquileres. No sé qué va a pasar
con nuestro personaje y su lujoso departamento. ¡Pero de cualquier modo, si lo
echan que reviente!
Néstor Tkaczek
lo define al autor de esta manera: Tiene
orejas grandes y el pelo renegrido peinado hacia atrás formándole dos o tres
ondas antes de llegar al punto superior de la cabeza, apenas sonríe y en esa
mueca se marca la dureza de un rostro veteado de arrugas que el sol, los
oficios y el tiempo cincelaron. Se llama Enrique Wernicke y siempre me he
observado con atención una de las escasas fotos que se le conocen.
Si la literatura argentina es también los nombres que calla, uno de los
"ilustres" silenciados es Wernicke.
A diferencia de escritores como Carver o Castillo, jamás hizo un mea
culpa sobre la bebida, precisamente porque jamás dejó de beber. Lo que sí dejó
al morir en 1968 fue un diario cercano a las 1.500 páginas, al que bautizó
Melpómene, en homenaje a la musa de la tragedia. Allí desnuda sus frustraciones
y su oficio de escritor. De estas páginas apenas se conocen fragmentos y que
todavía esperan para su publicación.
Escritor de culto, Wernicke es sin dudas uno de los maestros del cuento
en español. "Los que se van", relato que le da título a uno de sus
libros más importantes es una cabal muestra de la maestría de este escritor
enrolado en el Partido Comunista y luego expulsado por rebelde y crítico.
Mientras el resto de los escritores de su generación y su ideología
andaban por el realismo socialista, él construía una estética especial basada
en el laconismo y la omisión, en la perfección formal y en la cotidianidad de
los márgenes; una estética muy similar a lo que décadas después se llamará
minimalismo y que los yankees adjudican a Carver.
Hay en Wernicke una fobia y huida de los circuitos de prestigio
cultural, su reclusión en la ribera, su carácter hosco tienden a cimentar su
fama de lobo solitario.
Sin embargo los pocos amigos del autor de "La ribera" señalan
su culto por la amistad, el alcohol y la literatura.
Como alguno de sus personajes, Wernicke se ubica en los bordes. En su
narrativa hay una elección deliberada de los márgenes.
El lugar en los cuentos de Enrique Wernicke suele tener importancia
determinante, suele ser agrario o se sitúa en los límites de la ciudad o en los
pueblos de la zona campesina. Entre calles y boliches se mueven sus personajes,
tan marcados por lo extraño como por lo cotidiano.
Sus temas clásicos son el campo, la ribera, los perdedores que
comparten ese espacio con los fracasados y pequeños rufianes de la pequeña
burguesía envueltos en un humor ácido y corrosivo.
Enrique Wernicke ha influido en la forma de contar, en los temas de
varios autores consagrados argentinos.
Sin embargo su obra sigue siendo poco conocida por los lectores
argentinos, ya va siendo tiempo de hacer justicia literaria con un narrador
riguroso y brillante y de una ética inquebrantable.
La ribera fue publicada en 1955,
pero las acciones suceden hacia1945, en las postrimerías de la segunda guerra
mundial y los orígenes del peronismo.
Narra la historia de Eduardo – uno
de los personajes más autobiográficos de Wernicke. Eduardo renuncia a su vida
burguesa: fue periodista, corresponsal en España y en Francia del diario
Crítica. Y decide asentarse en la ribera del río, en una localidad de la
provincia de Buenos Aires. La renuncia no implica, solamente, dejar de ser
periodista y dedicarse, ahora, a la fabricación de soldaditos de plomo (junto a
dos muchachitos de la zona, Susana y Miguel Angel, que lo ayudarán en el
trabajo y en el ordenamiento de la vida cotidiana); la renuncia implica también
la negación de su vida pasada: una mujer, un hijo al que no quiere. La
renuncia, lo transforma en un “desclasado”. Pero este corrimiento hacia el
margen, esconde un cansancio existencial: Eduardo sentía asco “de la vida que
llevaba, de los ambientes que frecuentaba, del trabajo periodístico”. La
renuncia a la vida burguesa, también, es una renuncia a la imposibilidad de
participar, como sujeto, en un proyecto colectivo. La experiencia de la prisión
que Eduardo debe sufrir, por haber ayudado a un obrero comunista, le confirma
su imposibilidad de luchar como parte de una “conciencia compartida”. Los
envidia, admira esa capacidad, pero siente su impotencia. Su vida, se ha vuelto
un bote podrido: “Mi bote ( mi viejo bote podrido) se mantiene en una calma
desolada y no se arrima a la costa”.
Sudeste, después de ganar el
premio Fabril, se publica en 1962, siete años después de La ribera. Es la
primera novela de Haroldo Conti, y cuenta la vida del Boga, un muchacho pobre,
que vive en el río, y trabaja en la cosecha del junco. Trabajaba para el Viejo,
pero un año el Viejo se enferma, y lo llevan a la fuerza, contra su voluntad al
hospital de San Fernando. El Viejo hubiese querido morir en su ley: en el río.
Pero muere atrapado, en una cama de hospital. Desde la muerte del Viejo hasta
el hallazgo del barco abandonado, el Boga se lanza al río. Solo. Su bote
podrido, el primus, y unas pocas cosas. Es aquí donde la novela cobra una
fuerza estilística, de clima, fundamental; es lo que hace de la pluma de Conti
algo imborrable: en este tramo la respiración del texto, es el ritmo del río:
entonces, como dice Peverelli, lo que Conti crea, igual que Pavese, es un
clima, una atmósfera. Se pone a narrar, ahí donde otros callan. Conti se pone a
narrar dándole poesía al vacío del silencio. Y, con la respiración del río, el
relato se nos va metiendo adentro; asentándose, de a poco, como el barro en la
orilla.
El río se presenta en ambos
libros, como un personaje más. En principio, ese lomo manso y quieto, se vuelve
un espacio a contemplar, y va cobrando, progresivamente, una película utópica.
Eduardo sale al patio, se sienta bajo el sauce a tomar mate, y mirando el río
piensa. Miguel Ángel se escapa de su trabajo, para ir al río: “Miguel Ángel
tiene su mundo, el auténtico, donde todo es libertad, capricho, instinto. Para
ese mundo reserva sus sentidos despiertos y está dispuesto a correr tras la
primera cosa que llame su atención: el aletear de un pájaro, un rincón sombrío,
el husmear de su perro, o simplemente la huella fresca de unos pies en la
playa… La vida, para él, no está en estas cosas (en el taller de soldaditos de
plomo). La vida está en el aire, se respira”. Para el Boga, también, el río se
disfraza de esperanza. Detrás de tantos ríos, algo lo espera: “de manera que
terminó y partió, como si con partir, al mismo tiempo, de alguna extraña
manera, comenzase también su barco. Como si detrás de todos esos ríos que
pensaba recorrer lo aguardase su barco y no hubiese forma de llegar a él sino a
través de todo eso”.
Se planteó, anteriormente, que
las obras de estos dos autores iban, de algún modo, en un sentido inverso. En
estos libros, en particular, se entrecruza algo parecido: pero el recorrido
inverso, está relacionado con la caída y con el tener. La renuncia de Eduardo
tiene un sentido absoluto: la claudicación tajante clausura el futuro: así se
entiende el trágico destino de la muchacha Susana y su embarazo. La caída del
intelectual, burgués, hacia la ribera, adquiere las características de una
“caída” existencial. Eduardo muere cuatro años después de la tragedia de
Susana, consumido por el alcohol.
Representando, quizá, esa
diferencia medular, de clase, que los separa a Eduardo del Boga, aparece la voz
narrativa. Eduardo narra, en primera persona, a La ribera. Y su amigo Julio
Martínez es quien publica, bajo el nombre de La ribera, el diario de Eduardo,
después de su muerte. El Boga, en cambio, es narrado. El Boga sucede, como el
río: como la vida, dice Conti. El Boga es, hasta la aparición del Aleluya, el
río. El recorrido inverso, está marcado por el origen del “tener”. Mientras
Eduardo cae en un bote podrido: su vida se ha convertido en un bote podrido; el
Boga sueña, desde un bote podrido, con “tener” un barco:
“A medida que adelantaba en el
bote le fue entrando el deseo de construirse allí mismo, algún día, un
verdadero barco. Al principio fue una simple ocurrencia, pero luego le pareció
que estaba perdiendo el tiempo y que en toda su vida no había querido hacer
otra cosa. Esto de ahora más bien lo detenía, era una excusa, un burdo
simulacro. Por último comenzó a fastidiarse de este trabajo y su ansiedad por
un barco se confundió con su ansiedad por partir. Todo era una misma y única
cosa.”
Como se dijo, es el río – como
esa forma de la esperanza – quién se lo puede dar. Es el río, quien en verdad
se lo presenta, un día, de pronto al barco abandonado: se llama Aleluya. El
camino del “tener” lo va sacando, lentamente, del río, lo va integrando con lo
más bajo de la sociedad. Contrabandistas, idiotas, traficantes. En ese camino
del “tener” el Boga deja su “estado de naturaleza” para entrar en una lucha
social que lo llevará a la muerte.
El río, por fin, se desnuda tal
cual es: desembarazándose de esa película utópica, para mostrar, también, la
cara de la desgracia. El río para Eduardo, ahora, es el río asesino que se ha
llevado a su pequeña mujer y a su próximo hijo. El río, para el Boga, es el
refugio no sólo de barcos abandonados sino de contrabandistas y traficantes que
terminarán con su vida.
El río se vuelve, así, un espacio
de plena experiencia.
Dice Agamben en Infancia e
Historia que “esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve
hoy insoportable – como nunca antes – la existencia cotidiana”. La literatura,
como parte de la aventura, registra a la experiencia para transmitirla. De este
modo, la literatura se vuelve un espacio de rebelión frente a la destrucción
sistemática de la experiencia. Wernicke y Conti, en esa línea, dibujan a
mediados del siglo XX, sobre el mapa de la literatura oficial, el recorrido de
un río distinto, oculto; donde se entreteje lo utópico y espera la tragedia.
Siguiendo la idea de Hemingway,
Conti, en una entrevista, dice lo siguiente: “Un buen día, un día que jamás
recordaré, como tantos otros que representan algo en mi vida, cambié el avión
por el barco y me interné en las islas. El viaje del Boga en cierto modo es mi
viaje. Sólo que el viaje del Boga viene mucho después, cuando aquello adquirió
pasado y se hizo historia para mí. Ya había construido mi casa, había tendido
cien veces el mismo puente, había cortado mil veces el mismo pasto, había visto
rejuvenecer los días hacia el verano, o envejecer en una mortaja de tristeza
hacia el invierno; había cambiado de perro varias veces, y otras tantas de vecino
o de almacén o de bote. Por fin, otro día, todo aquello me golpeó como
ausencia. Y entonces, a punto de perderlo, de alguna manera ya lejano y
extraviado, traté de inventar todo de nuevo: el río, la gente, los amigos, las
viejas tristezas y las viejas alegrías, y escribí Sudeste para que otros acaso
recuperaran a través de una historia que terminaré por creer cierta lo que yo
había perdido para siempre”.
Hernán Ronsino
Síntesis de vida
1915. Nace en Buenos Aires
Enrique Wernicke, quien iba a ser cuentista, novelista y dramaturgo.
1937. Publica “Palabras para un
amigo”.
1938. “Capitán convalesciente”.
1940. “Función y muerte en el
cine A.B.C.”, novela. Wernicke desempañó múltiples y curiosos oficios, entre
ellos el de iluminador de cine. Escribe en ese mismo año la colección de
cuentos “Hans Grillo”, a la que pertenece “Hombrecitos”, que publicará en 1942.
1947. “El señor cisne”, colección
de cuentos. Recibe la Faja de Honor de la SADE.
1948. “La tierra del
bien-te-veo”.
1951. “Chacareros”, novela.
1955. “La ribera”, novela. Premio
de la Provincia de Buenos Aires.
1957. “Los que se van”, cuentos.
1963. “Sainetes contemporáneos” y
“Otros sainetes contemporáneos”. El primero recibió en 1965 el Premio de la
Crítica Teatral al Mejor Autor del Año.
1965. “Los aparatos”.
1968. “Cuentos”. Muere en Buenos Aires.2001. "Cuentos Completos". Ediciones Colihue.
Su hija María Wernicke
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