Las preguntas no siempre tienen respuestas y
las respuestas no siempre conforman. Uno debe ubicarse en el tiempo y espacio,
reconocer que la mirada hacía el pasado está llena de subjetividades y ante las
dudas equilibrar el pensamiento. ¿Fue Delfina Bunge una rebelde, una señora
valiente para la época?. La primera respuesta es sí, pero tengamos en cuenta
muchas variables, sensibles detalles y manejos sociales para que esta
afirmación sea rotunda. Delfina Bunge
Arteaga nace una nochebuena de 1881, en
una casa de la calle Tacuarí, en el barrio de San Telmo; hija de María Luisa
Arteaga y Octavio Raymundo Bunge, parece ser la “niña deseada” entre tantos
hermanos hombres, y ese aura del 24 de diciembre, dejaría marca con una cruz en
la frente en su condición de católica practicante. A pesar de no enseñarse en
esa época la religión a los pequeños, su formación estuvo focalizada en la
cultura del amor a Dios: “El mundo en que vivía se iba moviendo junto conmigo y
todo su maravilloso contenido dentro del glorioso y pacífico reinado de la
santísima Trinidad”. La niña que crecía
se amparaba en el cuidado de los ángeles y soñaba protegida como hija del Señor.
Amparada por una infancia feliz y acompañada por cinco hermanos mayores y dos
menores, Delfina encamina sus primeros pasos en el colegio María Auxiliadora de
San Isidro, donde su fe cristiana se enriquece. Esa primera historia de vida
quedará plasmada literariamente en un libro de memorias que fue leído hasta el cansancio
por muchas jovencitas de la Acción Católica y que lograra agotar cuatro
ediciones sin interrupciones. Titulado Viajes alrededor de mi infancia, un
documento que supera las 10 mil palabras, acude a la pintura fresca y a las
descripciones de los usos y costumbres del período que abarca entre 1897 a 1920.
Su nieta Lucía Gálvez, quien se basó en los diarios de su abuela para
escribir un libro en el que relata la vida de esa mujer que deslumbró en su
juventud a la adolescente iracunda Victoria Ocampo, expresa que “…las ideas de
Delfina son propias. Las lecturas van apareciendo después. Lo que había era un
espíritu de libertad impresionante en las conversaciones de la casa. Imagínate
que eran seis varones y dos mujeres. Eso era una gran ventaja en un momento en
que las mujeres eran consideradas unas bibelot de lujo. En la casa se hablaba
de ideologías, política, religión, y los chicos hacían teatro, música, porque
todos los Bunge Arteaga tocaban un instrumento, además de saber un oficio.”
Continúa Lucía Gálvez: “Victoria Ocampo, de 16
años, buscó con ansiedad la amistad de Delfina, de 25, y logró subyugarla al
mostrarle sus poemas. Fue una amistad casi exclusivamente epistolar que duró
hasta el casamiento de Victoria. Después, ésta se distanció sin dar
explicaciones aunque ambas reconocieron siempre el cariño que las seguiría
uniendo hasta la muerte de Delfina. A los cuatro meses de casada, Victoria se
enamora de Julián Martínez y al poco tiempo empiezan a tener un romance. Ella
era muy sincera y no podía hablarle de eso a mi abuela por la forma de pensar
que tenía, y tampoco quiso no decirle nada porque eran muy amigas. Y después...
los intereses también. Victoria se desarrolló mucho hacia afuera y mi abuela
hacia adentro, eran mundos distintos.”
La escritora, cargaba con un abuelo extranjero
(el alemán Karl August Bunge) y los otros tres de vieja raigambre
hispanocriolla. Sus dos abuelas, Genara Peña y Lezica de Bunge y Luisa Sánchez
de Arteaga, eran muy amigas de Mariquita Sánchez, quien habla de ellas en
cartas a su hija Florencia.
Delfina da los primeros pasos en la literatura
de forma accidental en 1904, por entonces le informaban que había ganado una
tercera mención en la revista francesa Fémina, una publicación de enorme
llegada en la sociedad argentina. El tema: “la jeune fille d’aujourd’hui,
est-elle heureuse?”. Defina había traducido ella misma unas páginas de su
diario. Impulsada por la repercusión, la revista Caras y Caretas la invita a publicar el texto, pero las críticas de
sus familiares y amigos la hacen desistir de la invitación.
La consecuencia más perdurable de aquella
distinción recibida en Francia fue conocer a Manuel Gálvez, tímido muchachito
provinciano de 22 años, que fue a visitarla y pedirle el artículo premiado para
publicarlo en la revista Ideas que él
dirigía. El mutuo enamoramiento hizo desistir a Delfina de una pretendida
vocación religiosa, pero el noviazgo fue largo y difícil: mientras ella se
reponía de una tuberculosis en distintos lugares de las sierras de Córdoba y empezaba
a escribir sus primeras poesías en francés, Gálvez viajaba a Europa y luego
recorría el país por su cargo de Inspector de Enseñanza Secundaria. Todo este
noviazgo está ampliamente tratado en el diario de Delfina y en la abundante
correspondencia que ambos mantuvieron. Se ve allí la lucha entre el puritanismo
victoriano de fin de siglo y los genuinos sentimientos que debían ser
reprimidos o sublimados de acuerdo con los códigos de la pacata moral
imperante. El casamiento y la maternidad no la alejaron de su vocación
literaria. Todo lo contrario, aquella etapa de manuscritos insolventes dieron
paso a su obra mayor. De soltera había escrito poesía en francés y cuatro
libros de lectura primaria junto a su hermana Julia Valentina, después de su
casamiento se edita en Francia su primer gran éxito: Simplement publicado por la imprenta Lemerre y que recibe los elogios de Rubén Dario quien en una carta
la llama “la prodigiosa señora de Gálvez”. De esa obra Alfonsina Storni traduce
algunos poemas que se publican en 1920 con prólogo de José Enrique Rodó.
Volvamos a Lucía Gálvez: “La experiencia de la
maternidad le inspiró El alma de los
niños, libro que tuvo dos ediciones. En 1922 su ensayo Las imágenes del infinito fue premiado en el concurso literario
municipal. Esta obra dejó asombrado al filósofo Alejandro Korn, quien no podía
creer que su autora no tuviera formales estudios universitarios. Ese mismo año
había publicado con éxito Las mujeres y
la vocación y al año siguiente, El
tesoro del mundo. En 1924 escribió el libro de cuentos Oro, incienso y mirra, ilustrado por Guillermo Butler y en 1926, Los malos tiempos de hoy. Les sucedieron
otros ensayos sobre temas diversos, como La
vida en los sueños, Viaje alrededor
de mi infancia, En torno a León Bloy
y Cura de Estrellas.
Tierras del mar azul (fragmento)
"El espíritu de Tutankamón nos fue
propicio. El día en que nos fue dado visitar el estupendo museo del Cairo
supimos que en la víspera llegara una parte de los tesoros extraídos de la
tumba de aquel joven y viejo faraón, de tan breve reinado y que habría de
reinar de nuevo modo en nuestra era. Y por cierto que la sala de Tutankamón
quiso con su brillo eclipsar a nuestros ojos el resto del museo...
No será sin causa, me digo, que todo aquello
fuera retenido bajo tierra durante millares de años para reaparecer a la luz y
ser expuesto aquí, justamente el día de nuestra llegada ¡desde tan lejanos
países, a través de tantas dificultades! Tutankamón debe tener algo que
decirnos...
En efecto: allí está para nuestros ojos la
cubierta de oro de la momia, reproduciendo las facciones jóvenes, tersas,
impávidas. Toda dibujada e incrustada de piedrecillas o de trocitos de maderas
brillantes. Allí está, igualmente intacto, el busto de oro macizo del joven
rey. Para deslumbrarnos está ahí todo aquel oro, no como extraído de debajo de
la tierra y del peso de los siglos, sino pulido y brillante, como salido de
nuestras joyerías y trabajado hoy. Nuevo y pulido el cincelado del oro, joven
la cara del rey. Pinturas de colores vivos y frescos. Hay en todo esto una
frescura que desconcierta... Y son los preciosos vasos de alabastro que
encantan nuestra vista como, hace quizá cuatro mil años, encantaron la vista de
la joven reina a quien, según el delicado dibujo en el respaldo de un maravilloso
sillón, el rey ofrece un ramo de flores. Aquellos sillones, con incrustaciones
de piedras finas en sus brazos de curvas gráciles, con las finísimas figuras en
ellos trazadas, de aspecto tan delicado y frágil que parecen sólo destinados al
descanso de ligeros fantasmas, han soportado, sin embargo, el peso de los
siglos y de los milenios. Nuestra impresión es la de ver, abierta ahora, una
flor que abriera hace mil años. Es el ayer con la frescura del hoy; es el
pasado con el rostro del presente.
Y el enigma del tiempo nos asalta. Se evidencia
la absoluta falta de sentido de esta palabra: "la acción del tiempo".
El tiempo, incorpóreo y abstracto, no puede ejercer acción ninguna sobre seres
corpóreos y concretos. Éstos desarrollan su acción en el tiempo, pero no a
causa del tiempo, como parecemos creerlo. El tiempo, que no puede ser, en sí,
un elemento de destrucción, nada destruye por sí mismo. La corrupción de las
cosas no viene, pues, del tiempo, sino de la acumulación, en el tiempo, de
otros elementos a él ajenos: la humedad, el sol, el viento, los insectos.
Suprimamos todo esto imaginativamente y ¡cuan fácil nos resultará el concebir
la duración eterna de los seres allí donde ningún elemento de corrupción
exista! Y si los egipcios supieron eliminar, en gran parte, dentro de sus
subterráneos los agentes destructores, ¿qué no podrá Aquel que posee el secreto
de todas las regiones posibles y de los seres todos? La conservación eterna de
los cuerpos, en el dogma católico de la resurrección de la carne, nos aparece
como una consecuencia lógica de las lecciones de este museo del Cairo.
Y he aquí entonces la palabra que para mi
florece en los frescos labios dorados del joven y viejo faraón, oculto durante
varios milenios para reaparecer diciéndonos: "Si nosotros hemos hallado el
secreto del tiempo, que en sí mismo nada es, a vosotros os toca hallar lo que
en realidad es algo, y en lo cual consiste el secreto de la Eternidad. Esa
Eternidad que en vano buscáramos en la conservación terrena de los cuerpos. "
Delfina Bunge colaboró con los principales
diarios y revistas de la época: Ideas,
Criterio, Ichtys, El Pueblo, Vida Femenina, El Hogar, La Nota, Nosotras, La Nación. Y realizó traducciones de Guillaume Apollinaire, Louis
Aragon, Georges Duhamel, Henri Michaux y Paul Éluard.
Laura Ramos, en un artículo publicado en el
diario Clarín del 12 de mayo de 2013,
titulado El cuarto de costura de los Bunge, nos acerca a una Delfina cotidiana:
“Una tarde de ocio en que Delfina buscaba una estancia con luz para seguir con
una lectura sobre la divinidad de Cristo se refugió en el cuarto donde Josefa
estaba cosiendo. “¡Cómo me gustaría escuchar lo que usted lee!” le dijo Josefa.
Al leerle en voz alta, la joven se asombró de sus conocimientos sobre Mahoma y
las Sagradas Escrituras. ¿Qué clase de vida habría tenido Josefa, esta Josefa
sin apellido de los recuerdos de Delfina Bunge, con suerte o fortuna? ¿Hubiera
sido escritora, como su patroncita? ¿Mejor escritora que su patroncita?
En una entrada de su diario de
noviembre de 1904 Delfina anotó: “Elena, la mucama. Quiso ser Hermana de
Caridad, y negándole los padres el consentimiento, se casó… No sé qué es lo que
no le ha pasado a esta pobre mujer: pérdida de dinero, de marido, de situación
(la gran situación inesperada que, como a una Cenicienta, le trajo el
casamiento). De diez o doce hijos que tuvo, sólo le quedaron dos. Uno es
Nicolás, bastante sordo, y el otro chicuelo quedó en España, en excelentes
manos. Hace dos años que no tiene noticias. Y aquí está ella, lejos de su país
y familia, flaca como un esqueleto, y sirviendo… Eso sí, siempre muy alegre,
bailando pericones. Es un carácter muy especial; sus dos vocaciones fueron:
para religiosa enfermera, o artista teatral…” ¿Y qué hubiera sido de esa
monja/actriz española en Buenos Aires si no hubiera perdido “diez o doce”
hijos, una patria y una situación holgada? En su diario íntimo, Delfinita
escribió menos los pensamientos secretos de una adolescente que los primeros
trazos de una historia nacional.
Según detalla Lucía Gálvez en la
biografía de su abuela Delfina Bunge, Diarios íntimos de una época brillante,
los Bunge Arteaga no eran ricos. Octavio Bunge, el padre, fue juez y luego
ministro de la Suprema Corte, pero no se dedicó, como sus hermanos, al negocio
redituable de la época: el campo. Sus dos hijas, Delfina y Julia, se cosían su
propia ropa, con la ayuda de una costurera, sobre modelos que ellas mismas
inventaban. Hasta 1902, en que se mudaron a un departamento en Callao y Vicente
López, en barrio norte, habían vivido en el barrio sur y cerca de Plaza de
Mayo, rodeados de conventillos poblados por inmigrantes pobres y criollos
empobrecidos. En la calle Tacuarí no menos que en la calle Reconquista se
cruzaban con sastres, albañiles, zapateros, jornaleros, peones y las mismas
planchadoras, lavanderas y costureras que trabajaban en su casa. Los sonidos de
las fraguas del herrero y de los carros que cruzaban las calles eran tan
familiares para los niños Bunge como los olores a trapos viejos que destilaban
las casonas ocupadas por los vecinos pobres. Recién en 1899 el Concejo
Deliberante conminó a los propietarios de los conventillos a instalar un cuarto
de baño con ducha cada diez cuartos. Y ni siquiera esa ordenanza se cumplía.
“Me gusta ver a los chicos pobres
que se juntan a escuchar cuando toco el piano. Deliciosas criaturas que son el
adorno de esta calle tan tranquila. Cuando nos ven salir se agrupan en nuestra
puerta y nos sonríen. Esa sonrisa es para mí un regalo. Decimos con Julia que
han de mirar a las grandes señoras como nosotras imaginábamos, cuando chicas,
las hadas de los cuentos. Una vez que salíamos en coche abierto para el corso
de las flores, me sentí como humillada de nuestro relativo lujo, al pasar junto
a un grupo de aquellos chicos. En ese momento hubiera preferido ser uno de
ellos en lugar de la niña del coche”, escribió Delfina en su diario íntimo, con
un sentimiento oscilante entre la condescendencia de una dama de beneficencia y
una sobrelucidez libertaria.
Delfina Bunge junto a su amiga Guillermina
Achával tomaron el compromiso de levantar una gruta y la capilla de Nuestra
Señora de Lourdes en Alta Gracia (Córdoba) donde la escritora había pasado
largos días cuando se recuperaba de la tuberculosis. En ese lugar serrano, el
sábado 30 de marzo de 1952, murió repentinamente durante las celebraciones por
los 25 años de la consagración de la Capilla en la Gruta.
Muy bueno ! Y Valentina Bunge fue el amor del millonario Carlos Villate y Olaguer , criador de la raza Shorton en Argentina y cuando ésta lo rechaza para casarse con el terrateniente Uranga , Villate dona la quinta que había construído en Olivos para casarse con ella al Estado con un legado con cargo : que fuese ocupada por el Presidente de la Nación ...
ResponderEliminarLa casa de la quinta ya estaba construída. La había encargado su abuelo Miguel de Azcuénaga a su amigo el arquitecto Prilidiano Pueyrredon.
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