ABANICO LATINOAMERICANO
Alguna vez Mario Benedetti al referirse a la narrativa chilena dijo que de manera similar a la literatura uruguaya, esta tenía un fuerte contenido pesimista, pero que esa condición no era una desventaja; por el contrario, “un pesimista no es más que un optimista bien informado”. Tomando no muy seriamente la salvedad ingeniosa, podemos decir que las novelas y los cuentos de Fernando Alegría (1918-2005) siguen de alguna manera esta tónica. Sin embargo el humor siempre acompañó a este escritor quien expresara que “lo que me interesa rescatar es la historia de los héroes sin monumento, la de los verdaderos héroes, a quienes la historia oficial margina y que, sin embargo, viven en la conciencia social de nuestro pueblo”.
A Fernando Alegría, al igual que varios escritores chilenos que han tenido que permanecer por largo tiempo fuera de su patria, y, por consiguiente, ha provocado que su trabajo literario no sea advertido con facilidad por lectores y estudiosos de las letras, le costó mucho obtener el reconocimiento que se merece en su país. No en vano Augusto Roa Bastos llegó a decir de él: "Posee el don de la provocación en todos los órdenes: artísticos, ideológicos, simbólicos; esa vivacidad chilenísima para la ironía y el humor; una muestra de lucidez en constante incandescencia".
Es una lástima, puesto que su trabajo, macizo, contundente, variado y vasto, le otorga a Fernando Alegría mérito esencial para lograr el correspondiente sitial de honor que se da a los grandes escritores.
Su obra es extensa y variada. Publicó aproximadamente cuarenta y seis textos. Se destaca el cuento, la poesía, el ensayo, la novela y las letras populares que tomaron forma de canción contestataria.
Puede resultar paradójico e incomprensible para muchos, pero Fernando Alegría realizó la mayor parte de su literatura fuera del país. Vivió en los Estados Unidos durante más de 30 años y allí escribió una de las novelas fundamentales de la literatura latinoamericana: Caballo de Copas (1957), la novela de un chileno en San Francisco, que según afirmó el crítico e historiador Carlos Hamilton, “tiene más sabor a Chile que ninguna obra escrita en el propio país y acusa una maestría definitiva en el arte de narrar con arte”.
Nada mejor que acercarnos al texto a través de la vivencia de su autor.
Un chileno en San Francisco
Hace algún tiempo, cuando esta historia debe comenzar, trabajaba yo en calidad de lavador de platos en un restaurante de San Francisco. No se me
pregunte cómo había llegado a tan precaria situación. El empleo de lavador de platos me servía para ganarme la comida, y, además, unos pocos dólares. Era un oficio digno. Digno de perros. En aquellos días me preparaba yo para misiones superiores, misiones que, a la sazón, no lograban definirse con claridad. Lavar platos me daba tiempo para pensar y permitir a la imaginación vuelos increíbles; me enseñaba hábitos de paciencia y comprensión estoicos, y me servía, de un modo algo sutil, para castigar los prejuicios de falsa dignidad caballeresca con que había llegado de Chile. Lave usted durante cuatro horas seguidas la salsa con que empapan el puré los restaurantes baratos de acá, y si, al cabo de ese tiempo no se le revuelve a usted el estómago a la vista de la pasta café y verde, es usted un héroe o un mártir. Un ser excepcional. A mí, el puré de papas me pone los pelos de punta; la salsa me confunde el espíritu y podría dar de aullidos si me acercaran una cucharada de esa poción infernal a los labios.
De este martirio vino a salvarme un compatriota, que cayó un día por casualidad en el restaurante. ¿Sin oírme hablar, cómo pudo adivinar Hidalgo que yo era chileno? Acaso fue ese sexto sentido que se nos desarrolla en el extranjero y nos hace oler a un paisano a la distancia; acaso mi apariencia, pues la verdad es que llevo la chilenidad, un tipo de chilenidad vaciado en el rostro.
Soy de esos chilenos "vinosos", de pelo castaño claro, ojos pardos, piel rojiza, con un mapa de finos vasos sanguíneos en las mejillas y en la nariz. Además, me dejo crecer el bigote, y en el bigote luzco pelos de todos colores, aunque predominan los rubios y colorados. Chileno, del valle central, de boca ancha, labios gruesos y risa fácil. Pudieran vestirme de esquimal, y todavía se me notaría la pinta de huaso. Por eso, tal vez, Hidalgo me reconoció tan rápidamente. Estaba yo ocupado en el lavaplatos del mostrador, cuando él se acercó pidiéndome un fósforo. Me lo pidió en español. No me sorprendió, pues estaba acostumbrado a los mexicanos y vascos de la calle Broadway. Al devolverme la cajita, inquirió:
—¿Usted es chileno?
—Si, amigo —le respondí.
—Puchas, si somos compatriotas —dijo—. ¿Quién lo iba a pensar?
—No hace mucho que vine a San Francisco. Chitas la payasá, ¿así que
usted es chileno también?
—Sí, pues. Soy del norte. Nací en Antofagasta, pero no me pregunte de
allá, porque la mayor parte de mi vida la he pasado en Santiago.
Hidalgo era hombre de piel morena, blanqueada apenas en los Estados Unidos; el pelo negro y lacio, tieso sobre las cejas y la nuca; la boca pequeña y los labios finos, medio abiertos, en expresión que no era exactamente una sonrisa, sino más bien una dura amenaza; sus ojos eran obscuros y despreciativos. Una fea cicatriz le partía la mejilla izquierda. ¿Cuchillada? ¿Latigazo? Había en él algo de humilde y de achicado, pero también una expresión de burla y un desdén instintivo hacia todo y hacia todos. Su estatura era diminuta. En Chile le dirían "chico"; aquí, en los Estados Unidos, era un pigmeo. Yo le hablé largo rato ese día. Le conté mis andanzas y me escuchó sin mucho interés, pero amistoso. El no hablaba gran cosa. Al principio le creí tímido. Tal vez se avergonzaba de su escasa educación, y creía ver en mí un individuo más cultivado y superior; tal vez se retraía para ocultar su origen humilde. Pronto me di cuenta de que estas suposiciones eran erradas. De tímido, Hidalgo no tenía nada. Si alguna vez vivió en un ambiente humilde en Chile, eso ahora carecía de importancia. No hablaba, sencillamente, porque no tenía nada que decir. Escueto, monosilábico, Hidalgo hacia salir sus pocas palabras como piezas de un amoblado pobre; todas iban a su justo lugar, y tal vez por eso le inspiraban a uno el deseo de sentarse en ellas. Me di cuenta de que le había caído bien. Desde luego, era yo menor que él; además, mi experiencia en este país de gringos era tan escasa, que, aún siendo yo mayor que él, habría sentido la tentación de protegerme.
Sentado a una de las mesas frente a la ventana, aguardó un par de horas a que yo terminara mi trabajo. Sorbía café negro y fumaba cigarrillo tras cigarrillo. A ratos leía un periódico lleno de fotografías de caballos y jinetes; parecía concentrarse un instante, levantaba la vista luego, la perdía en los transeúntes, afuera, y en seguida volvía a estudiar, haciendo marcas con un lápiz rojo junto a los nombres de los caballos y la historia de sus actuaciones pasadas. Leía el "Racing Form", la biblia de los carreristas norteamericanos.
Salimos del restaurante cuando anochecía.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
—Vamos a dar una vuelta dije yo —, pero primero, vamos a mi hotel.
Tengo que cambiar de ropa.
Fuimos en uno de esos carritos que suben y bajan las colinas de San Francisco, tirados por un cable. Pasamos junto a una plaza frondosa, donde se alzan varias estatuas de bomberos italianos. Transitan las parejas, dulcemente enlazadas y susurrando como cisnes. Gorras de marineros, piernas blancas, cabelleras rubias, camisas multicolores. A veces unos calcetines blancos de colegiala y unos patines colgando del hombro. Sobre la hierba, la gente de ama abiertamente, sin escrúpulos. Reina cierta euforia de conejos. Las parejas entran y salen de los matorrales, medio se acuestan en los bancos, ante la mirada indiferente de los vagabundos.
El carrito tuerce en una esquina y salta un chorro de luces de colores. Nos bajamos al final de Powell esquina de Market. Se aglomera la gente frente a los cines. Los letreros se encienden y se apagan, formando frases y figuras luminosas en luces verdes, rojas, purpúreas y amarillas. Centenares de focos y reflectores se vuelcan sobre las paredes de los edificios. Se iluminan el cielo y el suelo. La cara monstruosa de una actriz de cine hace muecas lúbricas, contemplando la silueta de un automóvil último modelo. Entre dos cines hay una callejuela estrecha; es un alero perdido entre la maravilla; de las paredes sale un vapor oscuro, caliente: acaso es el sudor de los teatros. En el asfalto se apelotona el chicle mezclado con la grasa y el aceite de los restaurantes y los automóviles. Cajones de basura se amontonan junto a puertecillas misteriosas.
Apenas diviso dos sombras furtivas, atorrantes hambrientos en busca de mendrugos, o viciosos, o ladrones. La calle Market hace esfuerzos por mantener un ambiente de feria. Allí bailan desde un escaparate muchachas desnudas; allí los ejércitos de Enrique V casi chocan con una escuadrilla de zancudos que van a picar al Pato Donald; allí interpretan a Dios; allí se lee el futuro, se matan aviadores de juguete, se compran diamantes por cincuenta centavos.
La multitud entra y sale de las droguerías. Una nube roja nos cubre. Caminamos hasta Union Square. Desaparece el olor a hot-dogs. Es la hora en que empiezan a reunirse los maricones. Hidalgo y yo pasamos con tranco lento y cansado. Un joven nos saluda afablemente. Nos pregunta si no deseamos compañía.
—Compañía es lo que a usted le falta, pero de seguros contra las siete
plagas —le contesta Hidalgo, en un ingles horrendo.
Caminamos por Kearny hasta la plaza de Robert Louis Stevenson en China Town. Nos sentamos en el pasto. El busto del escritor, verde y negro, bajo la acción del moho, parece un cadáver escapado de la Morgue, que está precisamente al otro lado de la calle. Unos árboles raquíticos le montan guardia, como niños con escopetas de palo. Un chino viejo pasa arrastrando los pies; se detiene un momento, y se orina en el pedestal. De un lujoso restaurante frente a la Morgue, sale un grupo de italianos insultándose a grandes voces. Hidalgo me dice:
—Ven, vamos a tomar un trago en un bar que yo conozco. La ropa te la cambias mañana.
Por fuera, el bar parecía un salón de belleza. Las paredes eran de cristales sólidos, del tamaño de un adoquín; había imitaciones de mármol por todas partes. Un aviso en luz púrpura anunciaba con letras chatas y pesadas: "Liquors". La puerta lucia un tapiz de cuero con remaches de bronce. Entramos y no ví nada. El saloncillo se hundía en una tiniebla azul. Oí voces apagadas y ruido de vasos. Hidalgo me guió, tirándome de una manga, y pronto me hallé sentado en un taburete altísimo, al borde de un mostrador. Un gran espejo reflejó vagamente nuestras imágenes. Una victrola, equipada con un sistema telefónico, se iluminó con mil colores en un rincón, y una voz de muñeca de trapo preguntó gangosamente: "What would you like to hear?" Alguien tropezó con su propia sombra, y la lengua demoró largos segundos en desenrollarse: "Bl... Bl... Danube". La aguja raspó unos instantes, hubo otros ruidos extraños, como si la mujer invisible estuviera sacando discos de lugares prohibidos, y luego el "Danubio Azul" empezó a hacer valsear caballos imaginarios.
Mis ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, y distinguí a los mozos vestidos de chaqueta y delantal blancos, muy engominados. No levantaban la mirada para recibir las órdenes, pero en los labios se les notaba una sonrisa entre comedida y asesina. Advertí con asombro que el saloncito estaba repleto de gente; que a lo largo del mostrador había, por lo menos, unas veinte personas bebiendo. A mi lado estaba una mujer; me volvía la espalda y conversaba llena de entusiasmo con dos hombres y uno de los taberneros. Me llamó la atención que, para ser un lugar tan pequeño y haber tanta gente, el ruido era insignificante. Los que estaban sentados alrededor de las mesas guardaban silencio o cuchicheaban. Una mujer nos miraba por encima de su compañero, y chupaba el cigarrillo con fruición, como si nos fumara. Hidalgo no decía nada. Se había sentado cómodamente en su pisillo redondo, los brazos sobre el mostrador, los hombros hundidos en gesto de cansancio y los dedos jugando despreocupadamente con la tapita de cartón que nos habían puesto a manera de bandeja. Nadie molestaba allí a nadie; un gesto era suficiente para pedir otra copa; otro gesto, para pagar; otro, apenas perceptible, para beber. La mujer que estaba a mi lado era el único punto de contingencia en este círculo fantasmal. Era evidente que no podía soportar la apatía de los circunstantes; derrochaba dinamismo. Fue la primera que nos dirigió la palabra. En la victrola, unos cantores gritaban que se les había perdido su "azúcar en Salt Lake City".
—Si —respondió Hidalgo—, hablamos español.
—Oh! How cute —dijo ella, y agregó que el español es la lengua más hermosa del mundo. Riendo y bebiendo su whisky a lengüetazos, se me fue acercando, y a los pocos momentos me hablaba con un codo apoyado en mi
hombro, echándome en las narices un tufo asfixiante.
—Te fregaste —dijo Hidalgo—: la vieja se calentó contigo.
Yo no tenía la menor idea de lo que decía la señora, pero ella continuaba su charla, sin exigir más que un débil yes de mi parte cuando la entonación de su voz denotaba una pregunta o cierto grado de impaciencia. Cada vez que yo decía yes, se reía a carcajadas; tanto, que temí se fuera a caer del piso y la sujeté de la cintura. Maldita la hora en que se me ocurrió hacerlo. Ella interpretó el gesto como un avance amoroso, y de allí en adelante faltó poco para que cayéramos prendidos al suelo. Hidalgo estaba muy inquieto, y de vez en cuando parecía decir frases entrecortadas para disculparnos. Los compañeros de la mujer, entretanto, se habían olvidado totalmente de ella, y proseguían una conversación en voz baja con el tabernero. Los tragos se sucedían sin que tuviera yo la menor idea de quién los pedía y quién los pagaba. Desapareció la cerveza, y en su lugar vino el whisky. ¿Que diablas me relataba la vieja? ¿De un amigo en Panamá? ¿De unas corridas de toros en Tijuana? Habló y habló, sin perder el resuello, bebiendo todo el tiempo y sin dejar de tocarme. Un par de veces se interrumpió, y, diciendo: "Con permiso", salió a lo que tenía que salir.
Al regresar se paraba junto a la victrola y con voz de ultratumba pedía luego discos que ella consideraba muy oportunos: "En un Pueblito de España", "Ay, Ay, Ay", "Adiós, Muchachos". Cuando pidió "Allá en el Rancho Grande", se le enredó calamitosamente la lengua y a gritos me rogaba que yo pidiese el nombre por ella a la mujer invisible, que ya perdía la paciencia repitiendo: "Allá what? Allá en el chancho what...?" En una de las salidas que hizo esta señora, Hidalgo me susurró al oído:
—Mejor nos vamos, ya son como la una de la mañana.
—Claro —le respondí—, vamos; esto ya me está lateando.
Hice un esfuerzo por bajarme del asiento y advertí con horror que no podía mover los pies. Por primera vez, después de varias horas de estar bebiendo, volví a darme cuenta de que no estaba solo con la señora e Hidalgo, sino que estaba en un bar atestado de gente. Con esa mirada vidriosa y aletargada del que trata de aparentar que está despierto, pero va ya en la barca de Caronte, me esforcé por recorrer todo el establecimiento y demostrar, agregando una heroica sonrisilla, que los tragos no me habían hecho efecto. El cuarto se movía, quebrándose en varios planos, como un cuadro cubista. Por un instante mantuve el equilibrio y reconocí a mis vecinos. Lo perdí inmediatamente, lo volví a recobrar, y así, en lucha desesperada contra el mareo, permanecí unos instantes. La sensación estomacal se tornó angustiosa.
Pronuncie unas palabras que ni yo pude identificar. Mi voz debe haber adquirido una tonalidad extraña, porque noté con espanto que todos se volvieron a mirarme. De nuevo ensayé una sonrisa. El espejo me devolvió una imagen cadavérica. Hidalgo no advertía lo trágico de mi condición y pidió dos tragos más. El vasito de whisky me pareció monstruoso. "Una gota que beba —pensé, y estoy perdido." La señora, entretanto, había desaparecido totalmente.
Su cartera y sus guantes todavía se hallaban sobre el mostrador; así que no podía andar muy lejos, si es que aún andaba. Haciendo de tripas corazón, unté los labios en el whisky, y con sorpresa me di cuenta de que el malestar, en vez de empeorar, disminuía considerablemente. Recobré, como por encanto, cierto grado de lucidez. Lo que más me llamó la atención en este chispazo de normalidad fue ver a Hidalgo completamente borracho. Hasta ese momento, preocupado con mis propias penas, no me había fijado en que mi compañero bebía a la par conmigo. Su posición era la misma de un comienzo: los codos firmemente asentados sobre el mostrador, la espalda curvada; las piernas, cortas y algo chuecas, colgando en el vació. Por primera vez advertí en él una clara apariencia hípica; daba la impresión de ir cabalgando en el asiento, encogido como un mono, la cabeza hundida entre los hombros, los ojos alertas a un obstáculo lejano —acaso galopando hacia el fondo del espejo—, las piernas ceñidas al vientre del caballo invisible.
—¿Qué decís, ñato?
—Digo que es mejor que nos vamos.
—A la cresta con vos, cabro —me respondió con el acento más chileno que le conocía hasta entonces—. ¿Y pa que nos vamos a ir? Estos hijos de la gran siete me importan un rábano... Mira cómo se les cae la baba de jetones que son...
Por muy mareado que yo estuviera, me di cuenta de que mi amigo entraba en una fase muy peligrosa de su borrachera y que lo más conveniente era salir de aquel sitio antes de que se tornara de veras belicoso.
—Vamos Y nos tornamos un trago en otra parte.
—¡Qué trago ni qué niño muerto! Cuando yo tomo, me pongo sentimental y me da una rabia mirarles la cara a estos babosos... ¡La pucha que me daría por estar en una cantina de la calle Bandera, con harta bulla y harto vino y mujeres morenas, sabrosas, y con una orquesta amarditada tocando puros tangos!
La gente había empezado a esconderse en los rincones de cuero mullido. Nos contemplaban desde la penumbra morada con ansiedad de enterradores.
Yo pensaba en las cantinas que evocaba Hidalgo con nostalgia: jamás se vio mayor vitalidad, mayor vehemencia e imaginación en las discusiones; jamás se vio a los mozos correr de esa manera, gritar los pedidos con voz tan estentórea, disparar vasos sobre las mesas con tal estruendo de cristales y hacer sonar las monedas como si en realidad fueran de plata. ¡Y las gesticulaciones! Los brazos levantados en el aire, las palmadas, los puñetazos, las muecas. Y las carcajadas y los insultos, las voces aguardentosas. Cada bebedor se juega allí su destino. Aquí, en cambio, nos iba engullendo la sombra morosa, y nosotros nos resistíamos, escandalizando el ambiente.
Hidalgo seguía hablando en áspero duelo contra una corneta que insistía en dar una versión impúdica de algo que semejaba un himno de sinagoga.
—Pa que te voy a mentir —dijo de pronto—; hoy, cuando me contabas tus andanzas, yo pensaba en mis planes; porque yo tengo mis planes, huacho culebra. Lo principal, mijito, es tener plata, harta plata, y la plata sólo se gana en las pistas de aquí.
—¿En las pistas?
—Claro, pues, en las pistas. Ahí es donde esta la plata.
—¿Que soi payaso?
—En las pistas de caballo, aturdido; payaso será tu abuela.
—¿Así que soi jinete, no?
—Bueno, jinete propiamente no. Fui jinete. Si me hubierai conocido en Chile no me conoceríai hoy, ganchito. Yo fui el famoso Siete Millones. Yo, que en Chile tenía tanta fama como Donoso, Bravo y Zúñiga, aquí ando de matón de pesebreras, sacándoles la bosta a los caballos. ¡Quién lo iba a decir! ¡Si parece mentira! Caballerizo, por la cresta. Pero no creai, aun así gano plata, y a lo que haiga juntado mis pesitos, me voy pa Chile y me caso con una morena bien apretadita en carnes.
—¿Y sabís pa que quiero la plata? —me preguntó.
—¿Pa mantener a la morena apretada en carnes?
—No. Hace mucho tiempo que he estado pensando en un proyecto, de esas cosas que se le ocurren a uno viviendo entre gringos, porque la verdad es que para el talento práctico y mecánico no hay quien pegue con ellos. De toda la riqueza de Chile, lo que mas debía explotarse, ¿sabís tu que es?
—¿Las mujeres?
—No, baboso. La pesca. Ni ma ni menos. La industriación... Bah, la industrialización de la pesca y la moderni..., la moderzani..., la monerdiza... La pucha, ¿cómo se dice, viejo?...
—La modernización.
—...eso, de la pesca. Aquí donde tú me veis, toda mi ambición es juntarme unos diez mil dólares, nada ma, para armar una flotilla de pescadores con todos los adelantos de la navegación moderna. Botes flamantes, buenos motores, todo lo que haga falta. Ah, ñato, poder instalarse por Coquimbo, sondear los mares, peinarlos y domarlos, pasarles la mano por el lomo como a un caballo y sacarles el oro de mil colores; sacar el congrio y la corvina, la pescada y el mero y la albacora. Pescar, exportar pescado, hacer polvo de pescado... ¡Cómo se ganaría la plata!
Sin detenerse a recobrar el aliento, Hidalgo se bebió su trago de un sorbo.
—Hay una playita cerca de Mejillones donde la arena es como una faldita de seda. Dan ganas de pasarse la vida tendido, con la cara pegada a la arenita tibia y oliendo profundamente. Es como tener la cara entre las piernas de una mujer, tan resuavecita, y ese olorcito que viene del mar y suelta los jugos de la boca. ¡Puchas, póneme limón en un choro crudo y me hai dado el paraíso!
Hidalgo hablaba transfigurado, a gritos casi. Se despertaba el fondo ancestral, y del subconsciente, como de una poza que primero se ve obscura, y, agitando la superficie de lodo, aparece el agua cristalina, empezó a surgir el alma del buen criollo, todos los sueños de un hombre, de mar encadenado a extrañas catacumbas. Se puso a insistir agresivamente en la superioridad de la mujer chilena y de la cocina chilena. A ratos no me daba cuenta si se estaba comiendo una pierna de pollo o de mujer. Todo le salía dulce de la boca: el pastel de choclo y los besos de una antigua querida. Le había dado por tocar discos y pedía una y otra vez el "Ay, Ay, Ay", allegando a voz en cuello que la canción era chilena y no mexicana. "Chile, Chile, Chile", repetía. Algunos pensaban que estaba hablando del chile mexicano, y cada vez que Hidalgo decía Chile, un borracho agregaba a manera de explicación: "Chile con carne, he means chile con carne".
Noté con sorpresa que la mujer había vuelto a sentarse en el asiento vecino. Estaba intensamente pálida, ojerosa y despeinada. Sus amigos la sujetaban por debajo de los brazos y trataban de hacerla beber una mezcla que le habían preparado. A mi no pareció reconocerme.
Sin saber cómo me encontré caminando por la calle del brazo de Hidalgo. El aire de la madrugada me dio escalofríos. Tuve la sensación de que nos bajamos de la calzada y empezamos a zigzaguear por todo el ancho de la calle.
Era como andar por el fondo del océano. Horas más tarde sentí la brisa helada sobre la frente y me hizo el efecto de una caricia. Por fin pude mirar con serenidad a mi amigo. Hidalgo parecía muy aliviado. Estábamos en la estación. Mire con actitud de convaleciente a la pared en que estaba afirmado. Un poco más arriba de mi cabeza se veía un rotulo: "$500 de multa por escupir en el suelo". Investigué a mí alrededor. Al subir al tranvía, volví a escudriñar la vecindad. Ni un alma. Pero desde la jaula del boletero de la estación, un par de ojillos nos perseguían con expresión horrorizada.
Era ya de mañana cuando llegamos a la casa de Hidalgo, en la calle Taylor. Sentí la vergüenza y el desamparo que sienten los trasnochados al contacto con la luz temprana del sol. De la mar, junto con el ruido de los tranvías que comenzaban a ascender las colinas, se elevó paulatinamente la claridad celeste del amanecer. Aquí todo el proceso del alba se desarrolla desde las profundidades del mar hacia la cima de los cerros, y en su paso arrastra la neblina del Golden Gate, desgarrándosela de sus torres como viejos harapos y empapándose de humedad verde en los árboles frondosos y en los prados flamantes del parque del presidio. Tonos grises y lechosos se apartan con dificultad de la masa negra que los sujeta a los galpones y bodegas de los muelles; los arreboles van colinas arriba hasta llegar a Nob Hill, y de allí saltan a la cúspide de las mansiones y se les cuelgan como una casulla. Mil trocitos de luz estallan de los ventanales de Sutro y Balboa, mientras que en el fondo de la ciudad, sobre el asfalto mojado de China Town, los focos eléctricos se quedan mostrando la ruta de la noche en blanco, marcada aquí y allá por la sombra escurridiza de un vagabundo.
Nació en Santiago el 26 de septiembre de 1918 en el barrio de La Chimba, hoy comuna de Recoleta. Hijo de don Santiago Alegría Toro y doña Julia Alfaro. Siempre se ha sentido ligado a los escenarios de su infancia. Recuerda que su primera pasión no fue la literatura sino el box. Fue el menor de tres hermanos. El padre se trasladó a Santiago luego de vender sus tierras en Cohuinco. Quería proteger y preparar a boxeadores y futbolistas con algún porvenir.
Nací en Santiago, crecí, viví en barrios como los de la calle Dieciocho, la Avenida La Paz, Santos Dumont, el cerro San Cristóbal, el Parque Forestal, el cerro Santa Lucía. Esos eran mis pagos. Estudié en la Recoleta Domínica, allí hice la primaria y 4 años de la secundaria, después pasé al Instituto Nacional donde terminé la secundaria. En aquella época, en Santiago los barrios tenían características propias, y algunos eran muy hermosos, por ejemplo, Ñuñoa. Creo que Ñuñoa no ha perdido su identidad. La plaza Brasil, esas calles de la Alameda para arriba, República, Ejército, tenían su personalidad muy propia, muy característica. Recoleta y la Viñita y luego ese barrio que fue cambiando paulatinamente de carácter y que en un momento dado reunió a la colonia árabe en Chile, a los pies del cerro San Cristóbal. Luego, llega Pablo Neruda quien construyó allí una casa: fue la casa de donde salió su propio funeral. Es un barrio con carácter y con historia. Dos colegios de hombres: la Academia de Humanidades y el Liceo Valentín Letelier, y uno de niñas, el Liceo 4.
La persona que primero influyó en mí –literariamente hablando- fue don Mariano Latorre, quien enseñaba en el Pedagógico y en el Valentín Letelier. Ese barrio tuvo para mí una influencia muy grande, puso ritmo y sentido lírico, si ustedes quieren, en los años de la adolescencia. El Parque Forestal, de donde salíamos en bandadas en bicicleta, cerca de la famosa Fuente Alemana, que según el pintor Roberto Matta, nunca ha olvidado, por el marcado olor a orines que había en ella. Típico recuerdo surrealista de Matta. El barrio Independencia luego, identifica mi vida con la hípica, porque la Avenida Independencia era el camino de los hípicos hacia el Hipódromo Chile. Hubo personajes extraordinarios que yo conocí en ese barrio. La familia de Rohka, Pablo y Winet de Rokha. Sus hijos, José y Lukó, pintores; Carlos, poeta; Laura, escritora. En un tiempo nosotros vivimos en la calle Maruri, “la calle de los crepúsculos” que llama Neruda en un poema.
Cuando era estudiante en el Pedagógico, me topé con un grupo de gente que quise mucho, entre los cuales, hubo amigos muy leales a través de los años, por ejemplo Pedro de la Barra y Edmundo de la Parra. Pedro organizó el primer Teatro Experimental, cambiando la historia del teatro en Chile.
Entre las cosas que hizo fue crear un grupo musical cómico, que se llamaba La Orquesta Afónica, en el cual yo cantaba junto con personajes que hoy son famosos por diversos motivos. Además de Pedro actuaba con nosotros Carlos Nascimento, hijo de don Carlos George Nascimento dueño de la famosa editorial y librería Nascimento y Moisés Miranda, entre otros.
Tuvimos mucho éxito. Llegamos a cantar en los teatros más populares de Santiago y en las compañías de revistas. Cantamos en el Teatro Caupolicán, como se llamaba en aquella época. Recuerdo a los actores que aparecían en los programas en que figurábamos nosotros. Por ejemplo, la vedette Emperatriz Carvajal, la actriz cómica Olga Donoso; Monicaco, hijo de Rojas Gallardo. Es un recuerdo muy curioso e interesante para mí.
En 1939 se tituló de profesor de Castellano y Filosofía en el Instituto Pedagógico y luego se doctoró en Lenguas Romances en la Universidad de California, donde se casó con la salvadoreña Carmen Letona, con quien tuvo cuatro hijos.
Mientras estudiaba en el Pedagógico, integró el grupo que después daría origen al Teatro Experimental de la misma Universidad; escribió varias obras para las fiestas universitarias y logró quebrar la estructura académica con cierto lenguaje más ligado a lo popular y al decir del pueblo. En el Pedagógico se interesó por las luchas sociales y se ligó a los estudiantes de avanzada que eran la mayoría. Al mismo tiempo fue elegido para ser parte del directorio de la Federación de Estudiantes, que se movilizaba contra la amenaza del fascismo y la Segunda Guerra Mundial.
Viajó a Estados Unidos, en 1938, como delegado al Segundo Congreso Mundial de la Juventud. Regresó, titulándose, para nuevamente volver a continuar estudios en universidades de Ohio y California. Desde 1945 trabajó en las universidades de Columbia, Berkeley y Stanford, permaneciendo en esta última como profesor de literatura hispanoamericana y ocupando el cargo de Director del Departamento de Español y Portugués.
Profesor de Castellano y Filosofía en la Universidad de Chile. Organizó durante los años sesenta encuentros de escritores en la Universidad de Concepción, fundando el primer taller de escritores. Creó la revista Literatura Chilena: Creación y Crítica (1974).
Doctor en Literatura en la Universidad de Columbia. Director del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Stanford. Ejerció la docencia en la Universidad de Columbia, Berkeley y Stanford de Estados Unidos. Perteneció a la Academia Norteamericana de la Lengua. Fue Premio Farrah y Rinehart de Nueva York, Premio Municipal y Atenea de Santiago de Chile y realizó diversas colaboraciones en revistas norteamericanas.
Novelista, ensayista, cuentista, crítico y profesor. Un escritor talentoso que incursionó en varios géneros de la literatura. Su mayor acierto en la novela fue su libro Caballo de Copas (1957), que concitó el aplauso cerrado de la crítica y el interés del público lector. También en la faz narrativa obtuvo éxito con sus libros Lautaro, joven Libertador de Arauco y Mañana los guerreros.
Salió de Chile después del golpe militar. Regresó a su tierra en 1984, gracias a una autorización por treinta días, que el gobierno le hizo llegar a través del Consulado chileno.
Fructífera fue su labor en el ensayo, especialmente derivado de su vasta trayectoria como docente en las universidades norteamericanas. Uno de sus mejores libros al respecto es Literatura Chilena del Siglo Veinte (1967) que en su primera edición se denominó Las fronteras del realismo (1962).
Fue un investigador “serio, bien documentado, de estilo pulcro y ameno” (Montes y Orlandi). Al decir de Maximino Fernández, “Alegría ha animado el escenario de las letras chilenas durante medio siglo con sus narraciones y estudios; apasionados, comprometidos y de buen nivel estético, las primeras; documentados, distintos y necesarios, los segundos” (Historia de la Literatura Chilena).
Durante el Gobierno del Presidente Salvador Allende, su amigo, fue agregado cultural en la embajada de Chile en Washington. Alegría también fue representante de la Real Academia de la Lengua Española para Estados Unidos, Cónsul Vitalicio de Chile en San Francisco y Profesor Emérito de la Universidad de Stanford.
Falleció el 29 de Octubre del año 2005, a la edad de 87 años, en la ciudad de Walnut Creek, California. “Me dolerá hasta el final no haber vuelto” decía.
OBRAS
1938- RECABARREN. BIOGR. NOVELADA. SANTIAGO. CHILE. ANTARES.
1939- IDEAS ESTÉTICAS DE LA POESÍA MODERNA. ENSAYO. SANTIAGO. CHILE. MULTITUD.
1942- LEYENDA DE LA CIUDAD PERDIDA. NOVELA. SANTIAGO. CHILE. ZIG ZAG.
1943- LAUTARO, JOVEN LIBERTADOR DE AMÉRICA. NOVELA. SANTIAGO. CHILE. ZIG ZAG.
1949- ENSAYO SOBRE CINCO TEMAS DE THOMAS MANN. ENSAYO. SAN SALVADOR. EL SALVADOR. FUNES.
1950- CAMALEÓN. NOVELA. MEXICO D.F. MEXICO. DISTR. IBEROAM. DE PUBLICACIONES.
1954- LA POESÍA CHILENA, ORÍGENES Y DESARROLLO DEL SIGLO XVI AL XIX. ENSAYO. LOS ANGELES. ESTADOS UNIDOS. UNIVERSITY OF CALIFORNIA PRESS.
1954- WALT WHITMAN EN HISPANOAMÉRICA. ENSAYO. MÉXICO D.F. MÉXICO. STUDIUM.
1956- EL POETA QUE SE VOLVIÓ GUSANO. CUENTO. D.F. MÉXICO. CUADERNOS AMERICANOS.
1957- CABALLO DE COPAS. NOVELA. SANTIAGO. CHILE. ZIG ZAG.
1959- BREVE HISTORIA DE LA NOVELA HISPANOAMERICANA. ENSAYO. MÉXICO D.F. MÉXICO. DE ANDREA.
1960- EL CATACLISMO. CUENTO. SANTIAGO. CHILE. NASCIMENTO.
1961- LAS NOCHES DEL CAZADOR. CUENTO. SANTIAGO. CHILE. ZIG ZAG.
1962- LAS FRONTERAS DEL REALISMO.
1964- MAÑANA LOS GUERREROS. NOVELA. SANTIAGO. CHILE. ZIG ZAG.
1964- MAÑANA LOS GUERREROS. NOVELA. SANTIAGO. CHILE. ZIG ZAG.
1964- NOVELISTAS CONTEMPORÁNEOS HISPANOAMERICANOS. ENSAYO. BOSTON. ESTADOS UNIDOS. D.C. HEATH.
1965- VIVA CHILE, MIERDA. POESIA. SANTIAGO. CHILE. UNIVERSITARIA.
1966- GENIO Y FIGURA DE GABRIELA MISTRAL. ENSAYO. BUENOS AIRES. ARGENTINA. EUDEBA.
1966- NOVELAS QUE HABLAN, NOVELAS QUE CANTAN. NOVELA. SANTIAGO. CHILE. UNIVERSITARIA.
1967- LA NOVELA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XX. ENSAYO. BUENOS AIRES. ARGENTINA. CENTRO EDITOR DE A. LATINA.
1967- LITERATURA CHILENA DEL SIGLO XX.
1968- COMO UN ÁRBOL ROJO. BIOGRAFÍA DE L. E. RECABARREN. SANTIAGO. CHILE. LATINOAMERICANA.
1968- COMO UN ÁRBOL ROJO. BIOGRAFÍA DE L. E. RECABARREN. SANTIAGO. CHILE. LATINOAMERICANA.
1968- LA MARATÓN DEL PALOMO. NOVELA. BUENOS AIRES. ARGENTINA. TALL. GRÁFICOS GARAMOND. D.F. MÉXICO. SIGLO XXI.
1968- LOS MEJORES CUENTOS DE FERNANDO ALEGRÍA. CUENTO. SANTIAGO. CHILE. ZIG ZAG.
1969- LA LITERATURA CHILENA CONTEMPORÁNEA. ENSAYO. BUENOS AIRES. ARGENTINA. CENTRO EDITOR DE A. LATINA.
1969- LA VENGANZA DEL GENERAL. ENSAYO. CARACAS. VENEZUELA. MONTE ÁVILA.
1970- AMERIKA, AMERIKKA, AMERIKKKA, MANIFIESTO DE VIETNAM. NOVELA. SANTIAGO. CHILE. UNIVERSITARIA.
1970- LITERATURA Y REVOLUCIÓN. ENSAYO. MÉXICO D.F. MÉXICO. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA.
1973- LA PRENSA. ENSAYO. BOSTON. ESTADOS UNIDOS. D.C. HEATH.
1974- LA CIUDAD DE ARENA. BUENOS AIRES. ARGENTINA. EDIC. DE LA FLOR.
1975- EL PASO DE LOS GANSOS. NOVELA. NUEVA YORK. ESTADOS UNIDOS. PUELCHE.
1979- CORAL DE GUERRA. NOVELA. MÉXICO, D.F. MÉXICO. NUEVA IMAGEN.
1979- INSTRUCCIONES PARA DESNUDAR A LA RAZA HUMANA. ANTOLOG. POESÍA. MÉXICO D.F. MÉXICO. NUEVA IMAGEN.
1979- RETRATOS CONTEMPORÁNEOS. ENSAYO. NUEVA YORK. ESTADOS UNIDOS. HARCOURT BRACE JOVANOVICH.
1983- UNA ESPECIE DE MEMORIA. ENS. AUTOBIOGR. MÉXICO D.F. MÉXICO. NUEVA IMAGEN.
1984- CAMBIO DE SIGLO. POESÍA.
1985- LOS TRAPECIOS. POESÍA. SANTIAGO. CHILE. NASCIMENTO.
1987- ANTOLOGÍA PERSONAL. SANTIAGO. CHILE. GALINOST.
1987- NOS RECONOCE EL TIEMPO Y SILBA SU TONADA (EN COL. CON J. A. EPPLE). MEMORIA. CONCEPCIÓN. CHILE. LAR.
1990- ALLENDE. MI VECINO PRESIDENTE. NOVELA. SANTIAGO. CHILE. PLANETA.
1990- CREADORES EN EL MUNDO HISPÁNICO. ENSAYO. SANTIAGO. CHILE. ANDRES BELLO.
1990- LA REBELIÓN DE LOS PLACERES. NOVELA. SANTIAGO. CHILE. ANDRÉS BELLO.
ANTOLOGÍAS
1958- ANTOLOGÍA DEL CUENTO CHILENO MODERNO. 1938-1958. YAÑEZ, MARIA FLORA. SANTIAGO. CHILE. DEL PACÍFICO.
1965- ANTOLOGÍA DEL CUENTO CHILENO MODERNO (2da EDICIÓN).YAÑEZ, MARIA FLORA. SANTIAGO. CHILE. DEL PACÍFICO.
1969- ANTOLOGÍA DE CUENTOS CHILENOS. GUZMÁN, NICOMEDES. SANTIAGO. CHILE. NASCIMENTO.
1969- ANTOLOGÍA DEL CUENTO CHILENO. LAFOURCADE, ENRIQUE. BARCELONA. ESPAÑA. ACERVO.
1977- LOS POETAS CHILENOS LUCHAN CONTRA EL FASCISMO. MACÍAS, SERGIO. BERLÍN. ALEMANIA RDA. COMITE CHILE-ANTIFASCISTA.
1981- PANORAMA DEL CUENTO CHILENO. RAVIOLO, HEBER. MONTEVIDEO. URUGUAY. EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL.
1985- ANTOLOGÍA DEL CUENTO CHILENO. LAFOURCADE, ENRIQUE. SANTIAGO. CHILE. IMPORTADORA ALFA LTDA.
1986- CRUZANDO LA CORDILLERA. EL CUENTO CHILENO 1973-1983. EPPLE, JUAN ARMANDO. MÉXICO D.F. MÉXICO. CASA DE CHILE EN MÉXICO.
1988- ANTOLOGÍA DE POESÍA CHILENA A TRAVÉS DEL SONETO. VALJALO, DAVID; CAMPAÑA, ANTONIO. MADRID.
1990- BREVÍSIMA RELACIÓN. ANTOLOGÍA DEL MICRO-CUENTO HISPANOAMERICANO. EPPLE, JUAN ARMANDO. SANTIAGO. CHILE. MOSQUITO EDITORES.
GALARDONES
1954, PREMIO MUNICIPAL POR "LA POESÍA CHILENA", SANTIAGO.
1957, PREMIO MUNICIPAL DE LITERATURA, SANTIAGO.
1958, PREMIO ATENEA POR "CABALLO DE COPAS", SANTIAGO.
1958, PREMIO MUNICIPAL POR "CABALLO DE COPAS", SANTIAGO.
1963, PREMIO LATINOAMERICANO FARRAR Y RINEBART, SANTIAGO.
Una faceta no muy declarada fue su acercamiento al canto popular. Alegría dejó para el cancionero una enorme cantidad de letras que quedaron musicalizadas, entre otros, por Ángel Parra, Hugo Lagos, Eduardo Carrasco y Rolando Alarcón. Algunos de los títulos son:
Cueca al Che (Fernando Alegría - Rolando Alarcón)
El país del movimiento (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Esquinazo del guerrillero (Fernando Alegría - Rolando Alarcón)
La cueca a go-go (Fernando Alegría - Ángel Parra)
La cueca de los viejos verdes (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Las minifaldas (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Libertad bajo fianza (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Los astronautas (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Los cardíacos (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Los incendios (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Mi patria (Fernando Alegría - Eduardo Carrasco)
Ronda del ausente (Fernando Alegría - Hugo Lagos)
El país del movimiento (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Esquinazo del guerrillero (Fernando Alegría - Rolando Alarcón)
La cueca a go-go (Fernando Alegría - Ángel Parra)
La cueca de los viejos verdes (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Las minifaldas (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Libertad bajo fianza (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Los astronautas (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Los cardíacos (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Los incendios (Fernando Alegría - Ángel Parra)
Mi patria (Fernando Alegría - Eduardo Carrasco)
Ronda del ausente (Fernando Alegría - Hugo Lagos)
Las cinco ya van a dar,
las cinco de la mañana,
ábreme la puerta, mi alma,
que he ganado una batalla,
que he ganado una batalla
y herido ya el sol se asoma.
Te busco en la madrugada:
dame tu pecho, paloma.
Dame tu pecho, paloma,
sin olvidar bienamada:
flor que no se abre a su dueño
se apaga en la madrugada,
se apaga en la madrugada
al filo de un esquinazo
como el lucero en tu almohada,
paloma, y tú entre mis brazos.
Palomito, entre mis brazos
punteando se viene el alba,
vengan otra vez mis armas
que ya suenan los balazos,
que ya suenan los balazos
–escucha lo que yo siento–:
no vuela la alondra en vano
si en brazos la lleva el viento.
Qué viva mi enamorada,
cogollito de romero.
Reciba en esta alborada
el amor de su guerrillero.
Mi patria (Fernando Alegría - Eduardo Carrasco)
Mi patria era sauces, alerces y nieve,
canelos oscuros, la flor de Pomaire,
doncella de yeso en azul de los cielos,
aromos flotando entre viejos volcanes,
mi patria era sauces, alerces y nieve.
Mi Patria era cantos en rojas guitarras,
nostalgia en la rosa que enciende la tarde,
ardiente torcaza quemando sus alas
dormida en el humo fragante del campo,
mi Patria era cantos en rojas guitarras.
Patria, luz y bandera
de los puños alzados,
volverás a florecer,
volverás a renacer.
Libertad bajo fianza
(Fernando Alegría - Ángel Parra)
Hoy le vi cara al pueblo.
Le estreché la mano,
reí con él, lloré con él.
¿Quién es el pueblo?
Preguntad a estos hombres,
que tengo frente a mí
y no preguntéis en voz baja.
Alzad la voz, mirad con orgullo;
os responderán valientemente.
He aquí a ciertos presos.
No temáis ni su arrogancia ni su humildad,
y la muerte que lleva cada uno
como un halcón sobre el hombro.
¿Quién es el pueblo?
Es la voz que se quiebra en un sollozo
y se afirma en un puño cerrado.
Es la mano que cae sangrando de la cruz
y recoge en el surco la esperanza.
Es el ojo estupefacto y triste que de pronto me mira
y saca a un héroe del barro.
Es un corazón de greda
y un ídolo de rojos geranios
que se echan a caminar por mi patria.
¿Quién es el pueblo?
Soy yo, facón de zapatero
que clavó una estrella contra la madrugada.
Soy yo, hoz iletrada que cortó de un golpe
la yugular de un latifundio.
El hombre que calentó el invierno en un tarro
y bebió la angustia con el hervor del vino, la naranja y la canela.
El hombre, tal como lo veo hoy,
de pie, anónimo, atento, exigiéndome la vida
porque la vida le quitaron
para hacerlo mi hermano.
¿Quién es el pueblo?
Es el mástil de Chile que navega en una botella.
Es la mujer que cruza los viejos muros de adobe,
el niño, la fruta, el cigarro y el álamo,
la tierra seca y la extensa helada,
el rancho abierto, la vaca, el cura y la campana,
el juez y la puñalada.
Allí está el pueblo frente a mí
en esta mañana de agosto,
y me pregunto: ¿Es que yo también soy pueblo?
¿Soy aquél que ellos desean y esperan?
¿Traigo acaso la palabra justa, o la palabra hombría,
la palabra honrada o la palabra dignidad?
Si traigo vanas abstracciones o elegantes amuletos
me quedaré solo entre los muros de esta cárcel.
Pero puede ser que traiga la vida que estos hombres olvidaron allá afuera.
Traigo muerte para el simulador,
vergüenza para el que destapó la vida como una botella
y se arrinconó a beber su propia conciencia.
A quien le duele la vida como una sarna
no puedo hablarle de lujosas plagas y pasárselas por vida.
A quien escupe el amor sobre una pared desnuda
no puedo fingirle amores entre colchas privilegiadas.
Ni puedo cantar la soledad a quien la tuvo entre las piernas
cinco años y un día.
Dejo pues la letra muerta y tomo mi vida para encuadernarla en llamas.
Mis nuevos compañeros llevan en los ojos
la madrugada del hijo pródigo.
Conversemos entonces en este gran día de los presos
y nuestra conversación sea sobre la libertad del hombre.
Nos entenderemos combatiendo, riendo, llorando, blasfemando.
Sé que escribo para el pueblo porque mi palabra ya se ha hecho hombre
y este hombre se siente para siempre libre.
Escribir para el pueblo es crecer
como un árbol de amplia copa,
envolver en raíces la tierra y el cielo,
poner sangre y luz en el corazón de esta cárcel.
Escribir para el pueblo es quedarse vibrando
como un álamo al amanecer,
ardiendo como un bosque en el sur de Chile,
entrando como una lenta marea a la vida.
Escribir para el pueblo es escribir con la mano que siembra,
que cosecha, que combate, que ama.
Escribir con la mano que hoy estrecha a la mía
con la sonrisa que me alienta
con el brazo compañero que se extiende sobre mis hombros.
¡Viva Chile M!...
Cuando al alba sale el huaso a destapar las estrellas
y, mojado de rocío, enciende el fuego en sus espuelas
Cuando el caballo colorado salta la barra del mar
y se estremece el lago con una lenta bruma de patos
Cuando cae el recio alerce y en sus ramas cae el cielo:
Digo con nostalgia ¡VIVA CHILE MIERDA!
Cuando el buzo ilumina su escafandra
y las ballenas se acercan a mamar en el vientre de las
lanchas
Cuando cae al fondo del océano la osamenta de la patria
y como vaca muerta la arrastra la ola milenaria
Cuando explota el carbón y se enciende la Antártida:
Digo pensativo ¡VIVA CHILE MIERDA!
Cuando se viene el invierno flotando en el Mapocho
Como un muerto atado con alambres, con flores y con tarros
y lo lamen los perros y se aleja embalsamado de gatos
Cuando se lleva un niño y otro niño dormidos en su escarcha
Y se va revolviendo sus grises ataúdes de saco:
Digo enfurecido ¡VIVA CHILE MIERDA!
Cuando en noche de luna crece una población callampa
Cuando se cae una escuela y se apaga una fábrica
Cuando fallece un puerto en el Norte y con arena
lo tapan
Cuando Santiago se apesta y se oxidan sus blancas
plazas
Cuando se jubila el vino y las viudas empeñan sus
casas:
Digo cabizbajo ¡VIVA CHILE MIERDA!
Me pregunto de repente y asombrado, por qué
diré Viva Chile Mierda y no Mier…mosa patria.
Quizás en mi ignorancia repito el eco de otro eco:
Viva dice el roto con la pepa de oro entre los dedos
Chile dice el viento al verde cielo de los ebrios
valles
Mierda responde el sapo a la vieja bruja de Talagante.
¿Qué problema tan profundo se esconde en las líneas
de mi mano?
¿Es mi país una ilusión que me sigue como la sombra
al perro?
¿No hay Viva entre nosotros sin su Mierda, compañeros?
La una para el esclavo, la otra para el encomendero,
La una para el que explota salitre, cobre, carbón,
ganado
La otra para el que vive su muerte subterránea
de minero.
Y como penamos y vivimos en pequeña faja de
abismo
Frente al vacío alguien gritó la maldición
primero.
¿Fue un soldado herido en la batalla de Rancagua?
¿Fue un marino en Angamos? ¿Un cabo en Cancha
Rayada?
¿Fue un huelguista en la Coruña? ¿Un puño cerrado
en San Gregorio?
¿O un pascuense desangrándose en la noche de sus playas?
¿No cantó el payador su soledad a lo divino
Y a lo humano se ahorcó con cuerdas de guitarra?
¿No siguió al Santísimo a caballo y a chuchillás
mantuvo al Diablo a raya?
¡Ah, qué empresa tan gigante para destino tan
menguado!
Entre nieve y mar, con toda el alma nos damos
contra un rumbo ya tapiado.
Por consecuencia en la mañana cuando Dios nos
desconoce
Cuando alzado a medianoche nos sacude un terremoto
Cuando el mar saquea nuestras casas y se esconde
entre los bosques,
Cuando Chile ya no puede estar seguro de sus mapas
Y cantamos como un gallo que ha de picar el sol en pedazos:
Digo con firmeza ¡VIVA CHILE MIERDA!
Y lo que digo es un grito de combate
Oración sin fin, voz de partida, fiero acicate
Espuelazo sangriento con las riendas al aire
Galopón del potro chileno a través de las edades
Es crujido de capas terrestres, anillo de fuego,
Vieja ola azul de claros témpanos pujantes.
¡País-Pájaro, raíz vegetal, rincón de donde el mundo
se cierra!
Quien lo grite no tendrá paz, caerá para seguir
adelante.
Y porque de isla en isla, del mar a la cordillera
De una soledad a otra, como de una estrella a
otra estrella
Nos irá aullando en los oídos la sentencia de la tierra:
Digo finalmente ¡VIVA CHILE MIERDA!
No hay comentarios:
Publicar un comentario