Fue en Mendoza donde nací. Más que leer literatura empecé
entusiasmándome con una historia universal en la que se me reveló Grecia con
todo su arte. Sófocles, Eurípides, Esquilo, Aristófanes. También escribía un
diarito familiar llamado "Las Noticias" que repartía entre mis
conocidos. Cada tanto escribía teatro que hacía interpretar en casa por mis
hermanas y ver por un público reducido compuesto por amigos. Recién después de
los veinte o veintiún años me puse a leer seriamente cuando, mientras estudiaba
derecho en Buenos Aires (que después abandoné), me empleé en la biblioteca de
la Facultad. Entonces descubrí a otros: Montaigne, Gide, Proust. De Montaigne
me interesa el sentido de la vida expresado con tanta profundidad y tanta
simplicidad. No es como otros filósofos que para dar una idea del mundo usan un
lenguaje críptico y complejo. Por eso sostengo que uno debe escribir las cosas
más difíciles de la manera más fácil. Para que el lector saque lo que pueda de
acuerdo al tamaño de la reja de su arado. El que lo hunde a más profundidad
sacará más, claro. Pero también hay que darle la oportunidad al que tiene una
reja pequeña. El valor de un texto es que pueda aceptar varias lecturas, varios
lectores. Algo de eso debe haber ocurrido con "Álamos Talados", que
aun después de más de treinta años, se sigue leyendo. Lo escribí cuando tenía
veinticinco años y es una novela autobiográfica como casi siempre sucede con
las primeras obras de un autor. En pocos días se hicieron tres ediciones,
corría el año 42; debe haber sido el inicio de la época en que empezaron a
descubrirse nuevos escritores argentinos. Hasta entonces nadie los leía, usted
sabrá, salvo los grandes como Lugones, Gálvez, Larreta. Con el título sucedió
algo raro: un amigo descubrió que contenía trece letras igual que el número de
letras de mi nombre y apellido. Así que por cábala, desde entonces, me dediqué
a titular todos mis libros con trece letras. Fíjese en
"Inconfidencia", que trata sobre el Aleijaidinho y escrita por Abelardo
Arias, todas son palabras con ese número clave, 13. De todos modos, esto no es
más que una excusa para seguir comunicándome con la gente. Alguna vez se ha
dicho que la literatura, el libro, iba a ser desplazado, enterrado por la
cibernética y todas esas invenciones. Sin embargo, todavía (lo seguirá siendo)
es el cómodo e íntimo vínculo de comunicación. Sin prisa, sin urgencia, sin
interferencia. El libro es el acto inteligente de mayor intimidad, acaso el
único, del hombre moderno.
Desde que recuerdo quise escribir, viajar y amar. Elegí nacer en San
Rafael de los álamos, junto al río Diamante, en cuyas aguas se mezclaran mis
cenizas.
Resulta difícil precisar a Abelardo Arias (1908-1991) en el marco de una
línea autoral, por tratarse de un escritor multifacético. Es la de Arias una
producción que adquiere relieve propio dentro del panorama nacional,
precisamente en un momento en que la novela y el cuento argentino intentaban
exhibir una creciente madurez e importancia, hecho que comenzó a gestarse a
partir de 1940 y alcanzó plena significación con la denominada "Generación
del '50 o del '55". En una primera aproximación descriptiva a esta
promoción literaria, podemos apuntar también la preocupación por la realidad y
por el problema "existencial", la influencia de la novelística
norteamericana en cuanto al aspecto formal, y -como señala Noé Jitrik- una
peculiar actitud hacia la historia, con intensidad de búsqueda. En este terreno
advertimos la numerosa presencia de escritores del interior como es el caso de
Daniel Moyano, Luis Franco, Manuel Puig o Antonio Di Benedetto, que tanto diera
que hablar y de quien seguramente nos ocuparemos en una próxima entrega. Del
mismo modo, los años '60 verán resurgir formas literarias que, generadas en
distintas zonas, tematizan la propia región, pero no desde la perspectiva del
regionalismo anterior; vale decir, que se prescinde del color local y del
lenguaje característico de la zona, para abundar en cambio en una voluntad de
descubrimiento y de exploración del entorno y con el filtro de una poderosa
preocupación formal. En esta nueva perspectiva de "lo regional" se
ubica la figura y la obra de Abelardo Arias.
También resulta paradójico en
este escritor original, el hecho de que gran parte de su producción literaria
haya sido escrita lejos de Buenos Aires y embarcado. Confiesa el autor: Es cierto, la mayoría de mi obra la he
escrito en camarotes o cubiertas de barcos cargueros griegos y en medio del
mar. Siento durante la travesía que no soy un pasajero sino un tripulante más,
un hombre de a bordo, sometido a los avatares del trayecto, del trabajo
cotidiano, de la soledad, del profundo laconismo que casi siempre los embarga.
En un carguero uno no se siente inclinado al ocio sino al trabajo, a la febril
actividad que se ve alrededor durante todo el día. Un carguero no es uno de
esos paquebotes suntuosos ideales para la distracción o la sociabilidad. Me
siento contagiado y escribo así, diez horas, sentado en algún sitio de la proa,
y alcanzo muchas veces en travesías de cincuenta o sesenta días a concluir el
primer original manuscrito de una novela de trescientas páginas.
Sucede que un carguero es algo fascinante: se sabe cuándo parte pero
nunca adonde va o adonde permanecerá anclado durante días. Esos barcos son como
taxi fletes del mar: van adonde los llama un télex urgente o imprevisto. Son
como barcos sin destino, es como si el azar los gobernara, son los últimos
navíos románticos en la era tecnificada donde todo es perfectamente programado.
Esta literatura de travesía lo
llevó al novelista a mirar los temas argentinos desde otro ángulo: Sí, he escrito "Minotauro Amor" o
"Polvo y Espanto", por ejemplo, a bordo de barcos con nombres tan
exóticos como Nikinái o Atenai. Precisamente, "Polvo y Espanto", la
concluí en los mares de Grecia. Fíjese, cuan aparentemente contradictorio
resulta ser el proceso de creación: la parte de "Cuaderno Federal",
tan nuestra, tan de caudillos y pampas y barbarie, la terminé de escribir
apoyado en una columna dórica del Partenón. Yo mismo, mientras borroneaba
alguna frase sobre las páginas de un cuaderno, me preguntaba si no era curioso
que un argentino estuviera allí en mil nueve setenta y tantos, imaginando
escenas de una Argentina de mil ochocientos y tantos en un templo de hace dos
mil años, cuna de toda una civilización. Sin embargo, ese libro fue traducido
al griego (quizás ha de ser el único caso de un autor argentino) y fue
comprendido. También aquí, cabe preguntarse, cómo pudo ser comprendido si se
trata de un tema histórico particular de un país y de una situación social tan
diferente. Cómo un pueblo como el griego, apegado e inmerso en la tragedia
clásica, pudo adentrarse en "Polvo y Espanto" esencialmente
argentina. Cuando pregunté, en Atenas, a algunos críticos o lectores, ellos me
respondieron que si bien obviaban o perdían ciertos detalles anecdóticos o
puramente folklóricos, sentían que el personaje, por ejemplo, tenía la imagen
arquetípica del caudillo americano tal como ellos la fantaseaban. Finalmente,
toda novela, en esencia, es como una tragedia griega: tiene sus dramas, sus
pasiones, sus muertes. Eso es lo que trasciende de todo texto literario si no
es gratuito.
Abelardo Arias nació en Córdoba
el 10 de agosto de 1908, fue el quinto
de los ocho hijos de una tradicional familia mendocina. Su padre -militar de
carrera- cumplía funciones en distintos destinos del país y en uno de esos
traslados se encontraba en Córdoba cuando su esposa da a luz antes de que la
familia se radicara en San Rafael, luego en la capital mendocina y más tarde en
Buenos Aires.
Abelardo se convierte en un
estudiante precoz. Aprende a leer en su casa antes de ir a la escuela y en las
aulas llamó la atención por sus conocimientos. Leía vorazmente. Realiza los
primeros estudios en San Juan, más tarde asiste al Colegio Normal y finalmente
completa sus estudios secundarios con los Hermanos Maristas.
En 1927 se radica en la Capital
Federal. Inicia la carrera de Derecho que posteriormente abandonará para de
dedicarse a la literatura. En esos años, su vida se ve llena de dificultades
económicas. Hace trabajos a pedido y trata de ingresar en algún diario. A
través de un amigo presenta crónicas de viaje en las editoriales pero todas son
rechazadas. Desilusionado acude al diario La
Razón para ocupar un puesto vacante. Fracasa. Como última jugada, antes de
regresar a Mendoza, inventa una crónica titulada Paráfrasis
en un poema-Partenón y la lleva al diario La Nación. Dos semanas después lo llaman y le comunican que se
incorpora como redactor en el suplemento literario del diario. En ese medio
trabajará hasta su muerte.
Con la estabilidad económica
asegurada se dedica a escribir en plenitud. En 1937 ya tiene terminado su
primer libro Álamos talados, un
trabajo autobiográfico de enorme sensibilidad. Álamos talados, reconocido por el propio autor como una historia de
familia, nace del recuerdo de los años de su infancia entre los viñedos
mendocinos. Alberto, con su frescura y rebeldía, se asombra ante el
descubrimiento del cuerpo y del amor; pero inevitablemente debe enfrentarse con
el mundo adulto: la hipocresía, el poder, la injusticia.
Construida con técnicas
cinematográficas y gran fuerza poética, la novela profundiza en los personajes
a través de dos ejes fundamentales: el amor y la amistad.
En Álamos talados, Arias evoca personajes de diversas clases sociales.
Está presente la clase alta, la de los terratenientes que marcaron la conquista
viviendo en un fortín hasta que pudieron doblegar a los indígenas. Así ve a su
familia Alberto, el muchachito crítico: Por momentos, la abuela arreglaba
parsimoniosamente los pliegues de su vestido, que caían sobre el almohadón de
raso granate en el cual, a manera de escabel, reposaban sus botinas de fieltro.
Desde mi escondite, la escena resultaba solemne: la galería con sus esbeltos
pilares, unida a la escalinata del estrado, le daba ambiente cortesano, que
destruía el abigarrado montón de campesinos esperando turno para acercarse a la
señora. Ella tendía su mano de venas azuladas con tan graciosa aquiescencia, que
dejaba en quienes la recibían sentimiento de gratitud por el gesto benévolo.
La clase alta, representada
fundamentalmente por los abuelos, se mostraba en general bondadosa con los
criollos y los inmigrantes, aunque había excepciones. Don Ramón Osuna sentía desprecio soberano por los gringos, como
él llamaba a cuantos no hablaran el castellano. Desprecio que alcanzaba a toda
idea que de ellos proviniera. No quiso
alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca el arado rompió sus
tierras.
La diferencia entre
terratenientes e inmigrantes es señalada por uno de los personajes: Doña Pancha aún no podía comprender cómo
abuela había recibido, ‘con aire de visita’, a uno de esos gringos bodegueros,
decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella no podía entenderlo y menos
disculparlo. Entre tener una viña y tener bodega para hacer vino había un
abismo infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se había
constituido guardián insobornable de esa separación.
Cuando las penurias económicas
obligan a la anciana señora a talar los álamos, allí estaba un inmigrante,
posibilitando que el lector saque conclusiones sobre la personal postura del
autor: Con el pie en el estribo de su
auto rojo, el turco hacía anotaciones en una libreta. Uno, tras otro, caían los
álamos de mi adolescencia.
Los extranjeros –turcos,
españoles, italianos, ingleses, franceses- son retratados en distinta forma.
Algunos evocados como seres altaneros; otros, son descriptos por Arias con
admiración, tal es lo que sucede con el calabrés contratista de la viña: Batista –su apellido me resultaba cómico y
no pude aprenderlo nunca- había llegado de Italia cuando era muchacho, treinta
años atrás. Varios cuarteles de viña se habían plantado bajo su vigilancia y la
dirección de un cura, el padre Camurri, que, amén de sus misas, calzaba botas y
salía a dirigir el trazado de los viñedos. Aquí se evidencia cómo el
sentimiento de la clase alta hacia los inmigrantes depende de que ellos estén o
no subordinados a ella. Por otra parte, el comentario acerca del apellido del
italiano trasluce cierto desdén hacia quienes provenían de países distantes.
Los criollos, que se agrupan bajo
la protección de la señora y sus descendientes, ven como algo degradante el
trabajo en la viña, pues nacieron para domar potros y para hacer tareas que
exijan valor y destreza: “ ‘Los criollos
no somos muy guapos pa’ estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son
cosas pa’ los gringos y las mujeres –había dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con
toros, jinetear potros, trenzar tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas
son cosas di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito para cargar las
canecas, entonces se ajustaban el cinto y la faja, acomodaban el cuchillo en la
cintura, ‘y no le hacían asco a juerciar un poco’ ”.
Frente a la adversidad, los
criollos descreen tanto de los conocimientos de los patricios cuanto de las
innovaciones de los gringos. Ante la incredulidad de uno de los señores, que la
ve marcar una cruz en el suelo: “Que se
ría el dotor –arguía la Pancha-, más pior le fue al gringo ‘e las Paredes, el
que s’hizo una torre altaza, todita llena de palarrayos pa’espantar el granizo
y, no bien la terminó, la misma tarde, la pedrera le taló las viñas... Ai
tienen lo que sacó ese descreído con su torre de Davell”.
Hay, también, personajes
marginales, como el ebrio Modón, cuya existencia infrahumana se describe y
justifica: “Estaba descalzo, los
pantalones sujetos por una faja de lana colorada y arremangados hasta la mitad
de la canilla; la camisa sucia y deshilachada se perdía en la maraña de la
barba grasienta, donde la tierra formaba una pasta oscura alrededor de los
labios agrietados”.
En 1942 Arias publica la novela Álamos talados, con la cual obtiene el Primer Premio Municipal de Buenos
Aires, el Premio de la Comisión Nacional de Cultura y, en Mendoza, el premio
Agustín Álvarez. Cinco años después
lanza la novela La vara de fuego que
continúa el desarrollo autobiográfico de Alberto, protagonista de Álamos talados. Mientras esta narra una
experiencia infantil dentro del ámbito campesino que da el contorno propio, La vara de fuego concreta las repetidas
confrontaciones de un adolescente hondamente sensual que busca una realidad
amorosa. El lugar novelístico ahora es Buenos Aires. La obra concluye con una
visión social realista que parece retomar la línea de autores como Mármol,
Cambaceres, Martel o Payró.
Abelardo Arias, en alguna
entrevista manifestaba que todo escritor debe comenzar su vida literaria
escribiendo un libro de versos y como en su caso salteó esa etapa inevitable,
todo ese lirismo se volcó en su primera novela.
Así, con esta sentida evocación
del tránsito de la niñez a la adolescencia que es Álamos talados, hecha por un narrador protagonista con algunos
rasgos autobiográficos, y sobre todo en ese tono entre poético y nostálgico, se
advierte la filiación de Arias respecto de una línea expresiva que viene de los
años '40, en la que inscriben también otras memorias de infancia como El río distante de Vicente Barbieri, línea
caracterizada -entre otras notas- por la evocación lírica de la infancia como
un espacio y un tiempo privilegiados, idílicos, mediante la reformulación del
cronotopo edénico, junto con la conciencia aguda del paso del tiempo.
De allí ese tono nostálgico,
herido por la temporalidad y la inevitable caducidad y transformaciones que
introduce en todo: la naturaleza y los hombres.
Ese tópico del Edén evocado en
las primeras páginas es retomado luego, con una connotación distinta.
Es ya un paraíso perdido, tanto
espacial como temporalmente, como veremos en este texto, en el que los
elementos del paisaje alcanzan una dimensión simbólica que da asimismo razón
del título.
Y cuando el escritor retorne,
años después, al escenario entrañable de su primer libro, en otra novela
también de escenario mendocino como es La viña estéril, lo hará ya con una
perspectiva y una madurez distinta, asociada con el desorden estructural y la
peculiar configuración del tiempo, que ya no es la de la linealidad infantil
sino la compleja percepción de una personalidad madura en cuya memoria se
entretejen recuerdos y experiencias, desengaños y remordimientos en una caótica
revulsión que la escritura de Arias logra plasmar de modo admirable.
Transcurre el año 1952 y viaja por Francia, Suiza e Italia. Estudia
literatura contemporánea en París como becario del gobierno francés. A su
regreso reúne una serie de crónicas de viajes en forma de diario que titula París-Roma, de lo visto y lo tocado. En
1955 vuelve a Europa, pasa por Francia, Suiza e Italia. En medio de esta
travesía se mete de lleno con su notable novela: El gran cobarde publicada en 1956. Sergio Renán más tarde adquirió
los derechos para incluirla en un ciclo de grandes novelas que realizó en el
canal estatal ATC Televisora Color en 1987.
Junto a Renato Pellegrini funda
la editorial Tirso en 1956. Después de una serie de diferencias con la
Editorial Sudamericana logra publicar Las
amistades peligrosas de Roger Peyrefitte.
Ya en 1957 decide regresar a
Europa, su espíritu de viaje indomable no lo deja fijo en ningún lugar. Recorre
Francia, Suiza, Italia y Bélgica y
publica su segundo libro de relato de viaje: Viaje latino. Realiza su primer viaje a Grecia y embriagado por la
mística helénica nace la idea de escribir sobre el Minotauro. Publica De la torre de fuego a la niña encantada
(itinerario argentino).
Se estrena en 1959 su comedia
romántica Nuestro viaje, en el Teatro
Universitario de Buenos Aires.
Catrano Catrani quien fuera
director de cine y productor ítaloargentino, realizó la versión cinematográfica
de Álamos talados. Se formó como
cineasta en su país de origen, estudiando en el Centro Sperimentale de
Cinematografía de Roma. Emigró a la Argentina en 1937 y se radicó en Buenos
Aires. La versión fílmica contó con la actuación de Ubaldo Martinez y fue
realizada en San Rafael y en la ciudad de Mendoza.
A principio de junio de 1959, se
concluyó la película en colores y
cinemascope rodada íntegramente en Mendoza. Fue producida y dirigida por
Catrano Catrani y el guión realizado por
Abelardo Arias y Antonio Di Benedetto.
En 1942, un joven Abelardo Arias,
escribió su primera novela titulada Álamos
talados con la ilusión de rodar la película basada en aquellas páginas.
Varios años después, se reunió con Antonio
Di Benedetto y realizaron el libreto.
A principios de 1959 llegó a
Mendoza Catrano Catrani con su equipo para filmar la cinta en cuestión. Fue la
primera película que se rodó totalmente en cinemascope y ferrania color en 35 mm en Mendoza.
Los actores principales fueron
Ubaldo Martínez y la española Pepita Meliá. A estos se sumaban los actores José
Luis Suárez -quien hacía su debut en cine-, Aldo Braga, y los mendocinos Lilian
Amaya y Emilio Guevara. También en roles secundarios se destacaron artistas
como Tito Pagés, Manuel Antón, Ricardo de Rosas y Gabriel Lesser, entre otros.
Años antes de su muerte,
comentaba Abelardo Arias que durante el rodaje experimentó una sensación muy
especial: Por momentos me imaginaba
vivir, dentro del acto, el tiempo ido. En cierta manera realizaba la teoría de
la relatividad de Einstein y creía ser de nuevo adolescente”. Y agregaba: “Semejante sensación me produjo, también
las escenas de San Rafael y en la centenaria casa de la señora Carola Molina de
Baca en Rodeo de la Cruz”.
En las escenas de cierto riesgo
para los actores, no se utilizaron dobles. La anécdota más sobresaliente fue en
una de las tomas que rodó el actor Ubaldo Martínez, quien tenía que dejarse
llevar por la creciente del río Diamante.
El director Catrani captó una
escena espectacular. Al finalizar con esa toma, Martínez salió del río lleno de
lastimaduras, por lo que tuvo que ser atendido por un médico.
El equipo de producción partió en
junio hacia Buenos Aires y la película fue estrenada casi un año después, más
precisamente el 5 de mayo de 1960 y tuvo gran repercusión en las salas de todo
el país.
Publica en 1962 Ubicación de la escultura argentina en el siglo XX (ensayo).
Trabajo que recibe el Primer Premio Municipal de Ensayo y el Premio Palas Atenea del Instituto Argentino
de Cultura Helénica.
Arias es un autor enfermizo,
acostumbrado al trabajo de corrector y decididamente crítico con su obra: He llegado a escribir y reescribir siete
versiones de una misma novela; multipliqué trescientas páginas por siete y
calculé el trabajo. De pronto en este proceso aparece un síntoma inequívoco de
que algo ya no anda: el autor empieza a sentir repulsión por lo que está
haciendo. Cada vez que se sienta a terminar una frase es como si ya no tuviera
más jugo; se aburre. Es un aviso de que la obra ya está terminada. También le
sucede a un pintor: él sabe cuándo ya no puede seguir dando una sola pincelada
más sobre un cuadro sin el riesgo de arruinarlo y perderlo.
Escribí una veintena de libros, la mayoría con bastante éxito, algunos
agotados varias veces. Sin embargo, no alcanza para vivir de la literatura.
¿Sabe por qué?, porque las tiradas de libros en Argentina son reducidas. En
Estados Unidos, aun en Brasil, se multiplica en varias veces la cantidad de
cualquier libro argentino. Sucede que, paradójicamente, somos un pueblo lector
y leemos y consumimos, por ejemplo, libros mexicanos, chilenos, peruanos. A
ellos, claro, les conviene. Pero a los escritores argentinos allá no se los
consume, no existen mercados latinoamericanos como el nuestro. Y eso limita la
posibilidad de que un escritor argentino de éxito viva de ese éxito. Así
tenemos que, salvo tres o cuatro excepciones, la literatura no es una fuente
natural de recursos. Por ahora esto es así, quizá hasta que otros pueblos
aprendan a leer como el argentino.
Como señala Antonio Requeni, de haber nacido Abelardo Arias en Francia o en Italia su trascendencia
sería, seguramente, mayor. No es la primera vez que afirmo que El gran cobarde, por ejemplo, es una de
las mejores novelas escritas en nuestro país, porque, a diferencia de otros
buenos relatos argentinos, no es una obra 'para consumo interno' sino de
proyección universal.
Incursiona en una pasión oculta.
En 1963 da a conocer Los vecinos su
parábola radioteatral. Publica en 1964 Límite
de clase una novela por la que obtiene el Premio del Fondo Nacional de
las Artes y el Primer Premio Municipal
de Prosa. Es condecorado por el gobierno de Italia con la Medaglia Culturale.
Regresa a la aventura: viaja invitado
por lo gobiernos de Francia, Gran Bretaña, Italia, Grecia, Alemania Federal y
Bélgica.
Publica Arias una de sus mayores
obras: Minotauroamor, por la que
recibe el Premio Nacional de Literatura. El análisis del discurso en Minotauroamor de Abelardo Arias, permite
al lector acceder a una serie de conceptos acerca del hombre y de las
realidades que le conciernen: el amor, la amistad, la belleza, el arte, el
poder, entre otros. Si bien estos planteos alcanzan a todos los personajes, los
mismos son focalizados, especialmente, en relación con los dos protagonistas:
el Minotauro y Teseo. De hecho, Abelardo Arias ha declarado que lo que le
impulsó a escribir esta novela fue, precisamente, un interrogante vital que lo
asediaba: cuál era la verdadera condición del hombre moderno. El escritor
mendocino parecía advertir, ya en ese entonces, una marcada degradación de los
valores que han sido sostén de nuestra cultura e intenta despertar la
conciencia de sus coetáneos a través de estas magníficas páginas.
Minotauroamor, es una novela que se presenta ante el lector
organizada en dos planos. Esta estructura ha sido claramente marcada ya desde
el nivel tipográfico: la mayor parte de la obra está escrita en un tipo normal
y algunos párrafos, en bastardilla o cursiva. Precisamente estos párrafos son
los que se separan, aparentemente, del relato principal, narrando otra
historia, con otros personajes, acciones y ejes espacio-temporales. Por muchos
años fue común que los lectores eligieran ignorar este otro relato, de menor
extensión, ya que el texto principal resulta perfectamente legible sin él. Sin
embargo, esta lectura empobrece la obra, razón por la cual este trabajo se
propone demostrar, a partir del análisis de los rasgos que unen y diferencian
estos dos planos de la novela, que el significado total es más que la suma del
significado de cada parte y, evidentemente, más que el significado de una
parte.
En esta novela, un narrador en
tercera persona, presenta al Minotauro encerrado, como en el mito clásico, en
el laberinto de Creta. Asterio ha emprendido ya, al comienzo de la novela el
camino del autoconocimiento. Por ello, el lector se enfrenta, del mismo modo
que el resto de los personajes, con un Minotauro que, lejos de ser dominado por
su instinto, logra someterlo al imperio de su “razón”. El lector asiste, entonces, de la mano del
narrador, al proceso de humanización y espiritualización que marca la
trayectoria vital/textual del personaje. Se trata de un personaje que desde un
primer momento se cuestiona acerca de su función, una función que le es
impuesta desde afuera, por los hombres que se valen de su “monstruosidad” en
beneficio propio y lo “obligan” a matar en las pruebas de tauromaquia. Estas
pruebas consistían en un acto público donde los rehenes debían exhibir sus
condiciones en el intento de “dominar al Minotauro”. Era un acto preparado, un
espectáculo -en el más moderno de sus significados-, que nada tiene que ver con
la noción de rito que caracteriza al mito original, donde cada rehén se ve
expuesto, en soledad, al ataque imprevisto del Minotauro, así como cada hombre
se ve acosado, de repente, en su vida, por su costado más irracional e
instintivo. De este modo, la figura que se va desprendiendo del Minotauro a lo
largo de toda la novela, lejos de asimilarse a la que nos proporciona el mito
helénico, se aleja de él para terminar configurando a un personaje humanizado
Ahora bien, frente a esta figura ennoblecida del monstruo se nos presenta la
figura.
Vuelve a su diario de viaje con
la publicación de Grecia en los ojos y en
las manos.
En 1968 nos sorprende con La viña estéril. Como bien expresa Marta
Castellano, en la novela "La Viña
Estéril" (1968), del escritor mendocino Abelardo Arias, se verifica un
interesante proceso de elaboración del discurso narrativo, a partir de la
recurrencia de un procedimiento que se basa en el juego con las distintas
dimensiones temporales; este fenómeno da indicios de una cosmovisión particular
que se relaciona con una mentalidad mítica, y se condice con la clave religiosa
del texto.
Abelardo Arias antepone a su novela los siguientes epígrafes, uno de
André Gide y el otro de Novalis: "El futuro me interesa más que el pasado;
más aún que aquello que no es de mañana ni de ayer, pero del que siempre se
puede decir que es hoy". Y también: "El amor es el objeto final de la
historia universal, el amén del universo".
A partir de estas citas se hacen presentes dos grandes temas
estructurantes del texto: el amor y el tiempo, que podríamos considerar como
los grandes asuntos de la literatura universal. Sin embargo, como el mismo
Arias señala a propósito de "Álamos Talados" (en la "Encuesta a
la literatura argentina contemporánea" de CEAL, 1982), "Todo
novelista de verdad tiene un solo tema, un leit-motiv, el mío es el
desencuentro", y ese desencuentro genera todo el desarrollo y organización
interna de la novela, vale decir, los movimientos de ascenso y descenso que
experimentan sus protagonistas (en relación con la imagen mítica del axis mundi
y otros símbolos de verticalidad) y, concomitantemente, el encuentro amoroso y
su simbolización en el complejo metafórico del Jardín Edénico. Pero la novela
es la "historia de un desencuentro", y el dualismo y la dinámica de
los opuestos se imponen sobre cualquier búsqueda de armonía. En "La Viña
Estéril" se narra una turbia pasión amorosa que destruye a una familia
tradicional de San Rafael (los Aranda). Pasión estéril por cuanto no sigue los
cauces de un amor auténtico y, sobre todo, porque quienes la experimentan
huyen, abandonan la tierra madre, la única capaz de sustentar y dar fruto. Ya
desde el comienzo se perfilan dos isotopías o campos semánticos: en primer
lugar, la sensualidad de los Aranda, y en un plano más general, todo lo
referido al sexo (hasta el despertar equívoco de la sensualidad adolescente);
y, en relación con éste, un segundo campo semántico que gira alrededor de la
idea de vientre, procreación, fertilidad, tierra madre. Ambas series confluyen
en Diana, la mujer causa de perdición y de muerte, la "viña estéril",
por cuanto se entrega al sexo sin amor: "Cepas machorras. Muy lindas, no
hay que negarlo, pero nunca cuajan... ¡Son como muchas mujeres!". Y a
partir de esta metáfora, de raigambre bíblica, es posible adentrarnos en la
interpretación del texto.
También en "La Viña Estéril" acaece un terremoto en el que la
protagonista busca -quizá inconscientemente- su redención: trata de salvar a un
niño de entre los escombros de su vivienda; de este modo intenta pagar una
culpa que se relaciona con su moralmente reprobable conducta y con dos
enigmáticas muertes ocurridas por su causa: la de su padre y la de uno de los
peones que compartieron sus escarceos sexuales. Las verdaderas circunstancias
de estos sucesos constituyen un ominoso secreto que determina permanentemente
la conducta del personaje y que se devela sólo al final de la novela.
Estos motivos mencionados se asocian con
las ya mencionadas imágenes míticas del axis mundi, en el sentido de un eje que
conecta el mundo superior con el inferior, y del Jardín del Edén, en tanto
espacio privilegiado en que se produce una modificación de las categorías de
tiempo y espacio, dando lugar a lo que podría denominarse un cronotopo edénico.
Así, el proceso de ascenso y descenso se relaciona con el alejamiento y deseo
de reencuentro con la tierra. Ella constituye el único punto de apoyo que
permitirá intentar un nuevo ascenso, análogo al que se representa a través de
la imagen mítica de la Escala de Jacob: no ya como álamo perecedero sino a
favor de la integridad de una personalidad adulta y firme en el caso de Alberto
Aldecua, protagonista de "Álamos Talados".
Si bien ya desde su epígrafe la novela "La Viña Estéril", de
Abelardo Arias, llama la atención sobre el tema del tiempo, la acción narrativa
no presenta mayores complicaciones temporales; por el contrario, se desarrolla
linealmente (al menos en apariencia) a través de un lapso de unos pocos meses,
cuya cronología -si bien no explícita- se puede deducir fácilmente a partir de
ciertos indicios significativos (por ejemplo la referencia a las faenas
agrícolas estacionales o los cambios en la vestimenta de los personajes).
Hay sólo un desajuste temporal o anacronía: la novela se inicia con un
pasaje en letra bastardilla, visión apocalíptica del terremoto y sus
consecuencias para la protagonista, Diana; este microrrelato es extrapolado de
lo que constituye, mucho después, una suerte de clímax novelístico por su
incidencia en el desarrollo de la fábula. Este segmento narrativo podría
considerarse una prolepsis, por cuanto anticipa un acontecimiento ulterior al
momento en que se narra el relato primero; su sentido sólo se capta totalmente
cuando se lo reitera; sólo entonces se advierten esas implicancias
mítico-simbólicas ya aludidas. También el paisaje de alta montaña, en su soledad,
elementalidad y pureza, se asocia al cronotopo edénico, retrotrae al Edén
perdido: "Quedaron así un rato, los ojos devorados, muelle impresión de
infinito. El mundo debía estar naciendo. La primera pareja". Así como la
naturaleza se asocia a esa suerte de matrimonio ritual que evoca el del Edén,
la falsedad de los encuentros amorosos mantenidos por la protagonista con
ocasionales compañeros requieren, dentro de la construcción novelística, una
escenografía complicada, artificial, "culturizada", verdadera parodia
demoníaca del desposorio de Adán, la hierogamia sagrada original.
Del mismo modo, la naturaleza acompaña el despliegue de las vidas
humanas; son nuevamente los álamos los que ofician como símbolo: "El
chirrido de una lechuza le raspó los nervios bajo el entrecejo. Un miedo
extraño, sin raíz racional. La enhiesta alameda la cercaba, negro telón de foro
teatral; tendría que alzarse o rasgarse como el velo del Templo. Y, sin
embargo, ella sabía cómo se reflejaba el sol, la luz, en cada hoja de álamo,
según mostrara el anverso o reverso. Su propia vida". Significativamente,
la alusión a la ruptura del velo del Templo, imagen de catástrofe, símbolo del
desquiciamiento cósmico que acompañó la muerte del Hijo de Dios el Viernes
Santo, acaece justo antes del terremoto que destruye Pueblo Aranda y lastima a
la protagonista. El movimiento telúrico se asimila a un cedazo: "Ya podía
mirar ese paisaje desdibujado por la capa de polvo denso y plomizo que flotaba
en el aire, comenzaban a surgirle estrías rojas hacia el naciente. La tierra
habría decidido preguntarse: -Veamos qué hay de cierto en estos seres humanos
[...]".
Entre 1969 y 1970 Abelardo Arias
recorre varios países: Gran Bretaña, Francia, Italia, España, Holanda, Alemania
Federal, Dinamarca, Austria, Bélgica, Grecia, El Líbano, India y Chipre.
Publica Viajes por mi sangre.
En 1971 obtiene el Premio
Nacional de Literatura, el Premio del Rotary Club, el premio Libro del Año y la
Pluma de Plata del PEN Club, por su obra Polvo
y espanto. Esta novela, ambientada en el siglo XIX dominado por los
caudillos, da la palabra con igual intensidad a las dos voces en cuya lucha se
construyo nuestro modelo de país. La minuciosa documentación histórica, el
detallismo geográfico, la rigurosidad y riqueza del vocabulario empleado, son
el marco de la verosimilitud donde tiene lugar un relato en el que se
entretejen amor, honor, traición, coraje y muerte.
El perfil psicológico y
espiritual de los protagonistas, el caudillo Felipe Ibarra y una joven de
estirpe patricia, supera los estereotipos ideológicos-políticos, humanizando
así el proceso histórico. La novela fue llevada al cine en 1987, por el
realizador Anibal Unset, con la actuación de Héctor Alterio y Rodolfo Ranni en
los roles protagónicos.
La incursión de Arias en la
temática histórica es una faceta que debemos resaltar. No soy pocos los autores
que abordan en sus textos la
problemática, pero en el caso del autor mendocino, su análisis y documentación es exquisita. Tanto en Polvo y espanto como en Él,
Juan Facundo (1995), Arias nos presenta una visión crítica y descarnada.
De algún modo saldada la deuda, a
través de estos dos textos, con su entorno comarcano, la narrativa de Arias se
irá extendiendo, en círculos cada vez más abarcadores, al ámbito nacional.
En ambas, la acción gira
alrededor de la figura de un caudillo: Felipe Ibarra, de Santiago del Estero,
en el primero de los textos, y Juan Facundo Quiroga, de los Llanos de la Rioja,
en el segundo.
Lo que se rescata asimismo en
cada caso es la búsqueda de ecuanimidad, a través de la compulsa de
documentación histórica, cuyas fuentes se declaran en el caso de Él, Juan Facundo.
En relación con la primera de las
novelas, si bien el autor no menciona explícitamente los documentos que le
sirvieron de base, éstos han sido rastreados y expuestos por Lorena Ivars en un
artículo titulado Los personajes de Polvo
y espanto: historia y ficción: la investigadora destaca la similitud
existente entre los datos aportados por Arias y las tres versiones que Agustina
Palacio de Libarona, protagonista del primero de los dos "Cuadernos"
en que se divide la obra, hiciera de su destierro en el Bracho.
Esta documentación histórica
"de primera agua" se formaliza artísticamente en una estructura
perspectivística, que es, en sí, significativa de la intentio auctoris:
mientras la primera parte, titulada "Cuaderno unitario", se focaliza,
como ya se dijo, a partir del per-sonaje femenino que resulta víctima de las
rencillas de banderías políticas, en particular de la animosidad hacia su
marido, odio no exento de celos del caudillo Ibarra, la segunda parte, o
"Cuaderno federal", bucea en el interior de Felipe Ibarra para
darnos, si no una justificación al menos una explicación de los móviles de su
conducta.
Quizás menos lograda artísticamente
pero igualmente interesante, sobre todo porque parte de la acción transcurre en
Mendoza, es la segunda de las novelas mencionadas; en ella, historia y
tradición se unen para realizar una suerte de refutación del Facundo de
Sarmiento.
En efecto, todo el texto gira
alrededor de la figura del caudillo riojano, de quien se tratan de destacar
especialmente los aspectos positivos; así, los episodios que mancharon su fama,
como el de la Severa Villafañe (narrado por Sarmiento) aparecen apenas
aludidos.
Ciertamente, no es el narrador
quien juzga, sino que se limita a mostrar. Así por ejemplo, destaca a través de
hechos el carácter religioso de Facundo, quien fuera discípulo y amigo del
presbítero Castro Barros, así como su profundo conocimiento de la Biblia, o el
amor por su esposa, pero al mismo tiempo se mencionan su descontrolada pasión
por el juego y sus sanguinarias reacciones.
Una de las claves de este texto
novelístico está dada, como se dijo, por el manejo de documentos históricos
-muchos de ellos silenciados por la "historia oficial"- pero también
por la recurrencia a otras fuentes, como los cantares que pervivieron en la
tradición oral, acerca de la figura del caudillo.
Este verdadero tesoro de poemas,
que dan cuenta del imaginario popular y su visión de Quiroga, aflora en las
coplas colocadas a modo de epígrafe en los distintos capítulos, como la
siguiente: "Quiroga me dio una cinta / y Rosas me dio un cordón, / por
Quiroga doy la vida, / por Rosas el corazón" y también en la recreación de
leyendas que hablaban de la supuesta invencibilidad del caudillo merced a las
"ayudas" sobrenaturales que recibía, por ejemplo, de su caballo moro,
o la ferocidad de sus huestes de capiangos.
En función de esta estatura
legendaria del personaje, el autor delinea un nuevo símbolo para contraponer al
del tigre acuñado por Sarmiento: Quiroga vencedor de un toro, pero
-paradójicamente- Minotauro él mismo, con todo lo que ello implica dentro de la
narrativa de Arias de fatalidad y de terrible ternura: víctima y victimario en
un período particularmente violento y difícil de la vida argentina.
De este modo, el personaje
alcanza una estatura heroica que se completa con el aura legendaria que rodeaba
su persona y que se sustenta en su valor proverbial, probado en mil combates,
cuya narración vívida nos proporciona el texto novelesco.
En los párrafos finales se
encuentra resumida la intención de Arias al encarar, con su propia visión, el
relato de momentos especialmente conflictivos de nuestra historia patria.
En todo caso, lo que mueve su
pluma es esa intención de búsqueda de que hablaba Jitrik; en última instancia,
lo que se inquiere es por el destino de la patria después de tantas inútiles
luchas fratricidas, hechas a favor o en contra de abstracciones o eslóganes
vacíos: "¿Muertos en nombre de qué civilización?, ¿en contra de qué
barbarie? [...] ¿Argentinos muertos en razones de qué conquista? ¿tras qué
ideal de país?" (p. 82).
En la novela, a pesar de la
pretendida objetividad que parece sugerir la lista bibliográfica de obras
históricas consultadas, es notable la asunción de una perspectiva ideológica ya
desde el comienzo.
Aunque historia y tradición
prestan sus voces para la construcción polifónica del texto, en realidad (a
favor de esa selección intencionada) predomina un discurso que asume la defensa
del personaje, homogéneo en su intención, que no admite grietas ni discusiones,
porque la literatura, a través de las imágenes que crea, puede llegar a ser más
convincente que la verdad histórica.
Y ese poder persuasivo está en
proporción directa con el genio del escritor: por eso la extraordinaria
perduración que la imagen de Facundo creada por Sarmiento ha tenido en el
imaginario colectivo argentino.
En cuanto al narrador mendocino,
podemos decir que Abelardo Arias recrea vívidamente, con gran maestría
narrativa, en sus novelas históricas de temática nacional, aquella etapa de
anarquía y contiendas domésticas que tuvieron por protagonistas a unos hombres
enardecidos, apasionados por su país o por su terruño, a menudo heroicos y por
momentos crueles, en cuyos enfrentamientos y odios se cifra una de las claves
principales de la dramática historia argentina.
Pero hay algo más que una sólida
reconstrucción histórica: Aristóteles proclamaba el valor y la universalidad de
la poesía, en cuanto ésta imita las acciones no tales como son, sino como
podrían verosímilmente ser.
Así, cada uno de los textos de
Arias instaura, además de los hechos, todo un orbe de valores éticos, valores
tales como el coraje, el amor, la amistad, que se aspira a imponer por sobre el
desencuentro y el odio entre hermanos.
Y tal es, en suma su legado como
escritor, más aún, como argentino, a una tierra que amaba entrañablemente y que
todavía lucha por alcanzar su ser, en esa comunidad de objetivos y de esfuerzos
que definen una auténtica patria.
Arias ya comienza a sentir
malestares cognitivos, son llamadas de atención que derivarían en el Mal de
Parkinson. No se amilana, sigue viajando por Grecia, Yugoslavia, Rumania,
Turquía y Egipto. Una nueva novela aparece en 1973 se trata De tales cuales.
Ya en 1974 confirma su nuevo
itinerario argentino con IntenSión de
Buenos Aires y un año más tarde
publica su diario de viaje Talón de perro.
Durante 1976 presenta Antonio Sibilino,
escultor un trabajo de investigación y crítica, recibe el Premio Fundación
Dupuytren y aparece su novela Aquí
fronteras.
Su hablar se va pausando, es casi
cauteloso; como si pensase cada palabra por temor a pisar lo desconocido.
Abelardo Arias trata en lo posible de que la enfermedad que padece no le impida
la comunicación natural con sus interlocutores. A pesar de la dificultad, que
torna su habla de un matiz inevitablemente moroso, la conversación no lo
detiene y va creando a su alrededor una atmósfera estimulante.
Por ahora no más viajes en cargueros inciertos o anónimos, no más
itinerarios signados por el azar y el misterio (un puerto desconocido de
Grecia, una bahía insignificante en el Oriente). Sólo me gratificará leyendo
por sí acaso, alguno de mis varios libros de viajes: "Grecia en los ojos y
en las manos", "París-Roma, de lo visto lo tocado",
"Intención de Buenos Aires", "Talón de Perro".
Durante 1979 publica Inconfidencia (El Aleijaidinho) y en 1980 recibe la Orden de la Inconfidencia
otorgada por el Estado de Minas Gerais.
Se lo ve desgastado, silente,
poco expresivo. Sin embargo con enorme esfuerzo comienza a trabajar sobre su
libro Él, Juan Facundo, obra que
llevará ocho años de elaboración.
En 1988 se lo reconoce con el
Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores.
La Editorial Celtia edita en 1990
Las Páginas escogidas de Abelardo Arias,
un voluminoso tomo antológico con prólogo de Syria Poletti (en el cual aparece
una autobiografía del autor)
Fallece el Buenos Aires el 27 de
febrero de 1991. Siguiendo sus deseos las cenizas son arrojadas al Río
Diamante.
Cuatro años después la editorial
Galerna publica su novela póstuma Él,
Juan Facundo.
Abelardo Arias fue colaborador de
La Nación, Clarín, La Razón, Los Andes (de Mendoza), La Capital (de Rosario) y La voz del Interior (de Córdoba).
También colaboró en publicaciones literarias como Versión, editada por la Biblioteca Pública General San Martín, y Égloga, entre otras.
Como muchos autores
argentinos la obra de Abelardo Arias descansa pacientemente en los anaqueles de
las bibliotecas. Nada peor que el olvido y el terrible velo de la indiferencia
que cubre sin piedad la memoria. Volver a leer a Abelardo Arias es una necesidad
que debemos poner en práctica. Hagámoslo posible.
Muy buen artículo para seguir leyendo a este escritor casi inhallable hoy en librerías. Incomprensible omisión para el escritor de Minotauroamor y Polvo y espanto. Gracias
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