Uno
mira su rostro e intenta encontrarle un parecido con Oriana Fallaci o María
Esther de Miguel. Puede que sea solo una impresión, tal vez no corresponda
la comparación, pero es un buen ejemplo para recordar a estas dos mujeres que
también marcaron una época. Amalia a Oriana Fallaci no la conoció, pero con
María Esther de Miguel tuvo una excelente amistad. En rigor, Amalia no fue sólo
un retrato, un rostro familiar, Jamilis nos dejó una infinita calidez emocional
y una obra no lo suficientemente difundida y valorada. Su vocación primaria
estuvo ligada a la plástica y con esa necesidad de plasmarlo todo en una tela, comenzó a trajinar sabiendo que el camino no estaba tan florecido. Es que le
tocó transitar una carretera llena de piedras en un momento donde la cultura
estallaba, donde la literatura cortazariana
coqueteaba y resultaba difícil ser distinto. Tomemos simplemente como
ejemplo una anécdota que nos lleva hasta su preadolescencia y que bien marca su
personalidad:
A los 12 o 13 años, estaba veraneando en
las sierras de Córdoba y en esa hostería había un señor muy serio, no
precisamente simpático; el Señor Ríos. Este hombre una noche nos propone al
grupo de chicos que estábamos ahí que armemos una especie de verso que hiciera
rima con la frase: "Café El Potosí". Bueno, los chicos nos
dispersamos "para inspirarnos" y yo
hice un poema... (se ríe y rectifica) ...un "algo”, un engendro que
decía: "Nunca en mi vida bebí, tan delicioso café como Café El
Potosí"... Al hombre le gustó, lo eligió y me dio como premio un helado
que para mí era una maravilla. Dos o tres años después en la radio Porteña
escuché la publicidad que decía: "Nunca en mi vida bebí, tan delicioso
café como Café El Potosí"... Lo que sentí en ese momento fue algo muy
grande y difícil de explicar... a alguien le había interesado realmente lo que
yo había hecho, a tal punto de ponerlo en la radio. Mis padres me dijeron que
el hombre me había estafado pero a mi no me interesó nada, porque ese hombre
valoró algo que había surgido de mí.
Maria
Teresa Andruetto nos dice: En los
primeros años de la década de 1970, leí Detrás de las columnas y Los trabajos
nocturnos, y sus cuentos me gustaron tanto como los de Julio Cortázar, escritor
con el que tiene muchos puntos de contacto. Apenas terminada la dictadura, en
un congreso de educación en Tucumán al que ambas habíamos ido como oyentes,
quedé al azar conversando con una profesora sobre sus experiencias en el aula.
Al despedirnos e intercambiar nombres y direcciones supe que era Amalia Jamilis.
María
Esther de Miguel no ahorra en elogios: Elvio Gandolfo, Guillermo Saavedra y Enrique
Butti (quien le rinde velado homenaje en su novela El novio), entre otros, la
consideran uno de los puntos más altos de la narrativa de nuestro país, una
cuentista tan extraordinaria como poco difundida hoy.... frente al sabor
complaciente pero efímero de tantos relatos actuales, el pulso literario de Amalia Jamilis, en el cual magia y belleza se entremezclan, recuerda que la autora es
una de las grandes escritoras argentinas.
Sus
cuentos de atmósferas tenues, ámbitos privados, universos femeninos, exploran
los espacios de confluencia entre lo real y lo fantástico, incorporan elementos
trágicos de nuestra historia, y construyen mundos sutiles donde los
desplazamientos entre los diversos planos de la experiencia se vuelven
imperceptibles.
Cabe
preguntarse qué nos pasa como lectores cuando después de tanta literatura
impuesta y banalizada nos enfrentamos con una autora de estas características.
Sería volver una y otra vez al gastado concepto sobre los escritores
presagiados y los desheredados. No vamos a entrar en esa discusión. Preferimos
que el autor hable a través de su propio texto.
OTRO VERANO (del libro Detrás
de las columnas)
A veces nos sucede en medio de un solo de guitarra de
Grapelly, aunque también me acuerdo de una vez que pusieron "Cotton
tail", con Ermelín, y debió tratarse sin duda de una asociación de ideas,
porque en el "Cheyenne" nunca hubo nada de Ermelín, pero igual Bayón
y yo nos miramos un rato en silencio, y era que yo me acordaba del snipe, de la
mujer que vigilaba la máquina tragamonedas, de la casita de San Clemente, y
antes que nada, de la línea horizontal de la playa, que Belén, enfundada en su malla
verde, tan ceñida, no interrumpe como antes, no puede ahora interrumpir .
Yo me acuerdo Bayón, de tu casa de San Clemente, con
aquel olor persistente a laurel, que tal vez venia de la ligustrina, y que
combinado con las ráfagas saladas, inundaba las habitaciones. Me acuerdo del
snipe -medio arruinado- que por aquel entonces tenías y que después tu viejo,
que para eso es el dueño de la Herboquimica del Sud y puede -te lo cambió por
un lightning, con el cual hicimos regatas y también, algo después, para olvidamos
un poco- un viaje al Uruguay con Funes y Mazzini.
Me acuerdo sobre todo de tu prima Belén, que vino a
Pinamar, ya bastante quemada queriendo que le enseñásemos el manejo del snipe,
insistiendo en que debíamos mostrarle el sitio donde tomábamos sol: un foso
detrás de unos pinos, junto a un sendero de despojos, que olía fuertemente a
resina.
Fuimos nosotros quienes le enseñamos a armar sus
primeros cigarrillos y a amar las grandes formaciones de nubes y las masas de
eucaliptus que se funden con el cielo.
Fuiste vos Bayón, el que un día empezó a mirarla como
a un juguete, como algo más que un juguete. Yo, al principio, también me creía
que era un juguete, con esa mata de pelo rojo, como licor derramándose sobre
sus hombros. Con su cara redonda e infantil, con un vago sabor a malicia ya
juegos de chicos. Después el asunto se puso serio.
Navegábamos los tres en el snipe, manejando por turno,
sintiendo a nuestras espaldas las luchas fraguadas, cortadas por risas, por
bruscos silencios, viendo de soslayo el humo de tus eternos cigarrillos negros,
Bayón, la malla verde cubriendo un cuerpo apenas ondulado.
Por las noches nos íbamos a vagabundear por ahí,
sintiendo una ligera nostalgia por el snipe, amarrado junto al muelle, viendo
emerger en las esquinas la sombra azul de prusia de un pino. Entonces nos
metíamos en el primer café con máquina tragamonedas, preferíamos
ostensiblemente el "Cheyenne". Había allí discos de la primera época
de Coltrane, de Grapelly, de Chet Beker. La patrona; una mujer de ojos eternamente
hipnotizados, seguía con pasión de entendida los ritmos, y nosotros la mirábamos
con un ligero pudor.
Era como un juego, pero a esa altura ya sabíamos que
no era un juego, y la quisimos a Belén. La quise sin habilidad, con torpeza de
muchacho que tiene miedo. Vos también Bayón, extendido con nosotros en el foso,
junto a los pinos, mientras el sol nos tostaba vuelta y vuelta, la quisiste,
soñando con un estanque con hojas de ceibo y achiras, y ella y vos juntos. Sé
que la quisiste y que soñabas con eso, sé que yo soñaba.
El foso era profundo, Un foso amarillo y profundo, de
arenas doradas, que relucían con un extraño color ocre, cerca del mediodía.
Entonces Belén se adormecía, cansada de navegar y de jugar con el perro del
bañero.
Era preciso despertarla y sacudirla fuertemente y ver
otra vez sus ojos selváticos, olvidados de la vida.
Decidimos que se lo dirías, que le hablarías de ese
sentimiento doloroso de quererla. Para que ella, sin pensarlo, contestara luego
lo único que no debió contestar, aquello que finalmente nos impulsaría a la
acción.
Fue un día nublado, con corvinas que parecían talladas
debajo del agua. Los pescadores nos saludaban desde lejos, desde las lanchas
con grandes gritos, agitando las gorras.
Mucho después supe -me lo dijiste abruptamente Bayón,
sabiendo que esos instantes algún día habrían de dolerme muy hondo- que ella se
te rió en la cara. Que le hablaste de tu amor que era el mío y que se rió con
largas carcajadas. Que dijo que no, que muchas gracias; que para eso todavía
había mucho tiempo, muchos años. y esa risa se te clavaba, se me clavó como un
gran alfiler rojo. Entonces fue que nos decidimos. Porque no tuvimos durante
ese largo verano otra cosa que el doble dolor de amarla, y sabíamos que de
alguna manera misteriosa ese sentimiento iba a marcarnos para toda la vida.
Aquella mañana fuimos como otras mañanas a ver subir
las aguavivas, esos húmedos cuerpos sin forma. -Mejor vayamos a tomar sol
-insistía Belén-. Vos, Bayón, me acuerdo, me miraste.
-Todavía no -le contesté-. Vale la pena mirar las
aguavivas. Parecen cuarzo.
-Es por el sol -dijiste vos.
-Eso, sol -dijo Belén-. Quiero tostarme, tomar sol.
Entonces fuimos al foso. A lo lejos se oían voces. Las de los pescadores que
regresaban a la playa. La del bañero llamando al perro. Vos, fríamente,
encendiste un cigarrillo. Belén estiró las piernas, esas piernas largas que nos
hacían pensar en una bailarina o en una gimnasta. Yo miré hacia la playa,
soñando con su quietud amodorrada, con nuestra espera.
Nos observamos, Bayón, y sé que pensaste como yo que
éramos cobardes, que estábamos desesperados, que estábamos locos. Que después,
para el otoño, cuando volviésemos a Buenos Aires, no podríamos recordar esa
franja de playa sin un escalofrío. Igual agarramos las palas, que la noche
anterior habíamos ocultado bajo los despojos del camino. Igual arrojamos sobre
el cuerpo quieto, estirado perezosamente, los primeros grandes puñados de
arena, y vimos como se agitaba primero, quería luego erguirse y caía abatido
después. Cómo la arena seguía cubriendo la malla, las largas piernas, el pelo
color caoba, hasta tapar el foso por completo.
No te miré Bayón. No pude mirarte. Estaba cansado y
tenía los ojos cerrados; un silencio implacable empezaba a crecer dentro de mí.
El mismo silencio que, a veces, en medio de un solo de
guitarra de Grapelly o de Reinhardt, nos reúne de nuevo con la línea horizontal
de la playa, con el cuerpo adolescente, enfundado en una malla verde, unas
largas piernas, un pelo rojo, como licor derramado sobre sus hombros. Otro
verano.
La
obra de Jamilis ronda los sesenta cuentos que, como dijo Gandolfo, la muestran
como una escritora que "gatea en la rama", es decir -es un cita de
Faulkner- que corre riesgos, utilizando la herrería técnica no como una cuadrícula
sino como la brújula módica de una aventura que, lejos de proponer una
solución, suele interrumpir la tranquilidad del lector. Escritora de climas,
pariente de Cortázar en su universo de connotaciones cotidianas, puntea como él
a través de marcas publicitarias, nombre de estrellas de cine, espacios
urbanos, un realismo que transmite una versión compleja de lo que, en la época
en que Jamilis era visible en el campo
intelectual inmediato, se llamaba "pueblo" y que uno de sus
personajes define como "gente del país, la pobre gente".
Gente
que en los cuentos de Jamilis jamás es estereotipada como bajo la idealización
populista de los cronistas de aguafuertes del periodismo o de la fobia gorila
del autor de Rayuela, en Las Puertas Del Cielo, sino capaz de
audacias imaginativas resistentes a toda necesidad e inauditos tráficos
sensuales capaces de atravesar la contingencia económica, burlona y combativa
Que
Amalia no haya circulado por vernissages porteños; festejos de premios o
presentaciones de libros no explica esto
del todo, ya que muchos autores han hecho de su lejanía de la Capital una marca
de identidad o un nexo mas privilegiado con Latinoamérica sino un golpe de
efecto -la ermita como gran salón-. Quizá una de las causas es que los textos
de Jamilis no obedecen a los parámetros temáticos o estilísticos dictados por
la crítica feminista, mucho menos entran en los del boom de las mujeres latinoamericanas escritoras. O quizás ella haya
tenido una estrategia de largo alcance al sustraerse a los campos de lucha inmediatos
de la política cultural, pero apostando a lectores independientes presentes o
futuros.
Amalia
Jamilis nació en La Plata el 30 de agosto de 1936. Estudió en las Escuelas de
Bellas Artes Manuel Belgrano y Prilidiano Pueyrredón. Su vida estaba orienta
hacia el mundo de las imágenes pictóricas y en rigor ésa era su vocación.
Después de un breve período de búsqueda creativa decide dejar la ciudad de las
diagonales y se marcha a Bahía Blanca Allí se dedica a la docencia y forma una familia.
Paralelamente
comienza con la escritura de manera tímida porque del pincel al bolígrafo había
un largo trecho. Sin embargo a lo largo de su carrera editó 6 libros: Detrás de las columnas (Losada, 1967), Los días de suerte (Emecé 1968), Los trabajos nocturnos (Centro Editor de
América Latina, 1971), Madán ( Celtia
1984), Ciudad sobre el Támesis (
Legasa 1989) y Parque de animales
(Catálogos, 1998).
Sus
obras literarias también aparecen en varias antologías de nuestro país y el
exterior como en: Antología consultada
del cuento argentino (Cía. Gral. Fabril Editora, 1968), Los nuevos (Centro Editor de América
Latina, 1971), Erkundungen.20
argentinische erzäler -20 argentinos cuentan- (Verlag Volk und Welt,
Berlín, 1975), El cuento argentino
(Centro editor de América Latina, 1981), The web -la telaraña- (Three Continents
Press) (Washington, 1981), Frauen in Lateinamerika (Erzalungen und
Berichte, Munich 1985 y 1991), Primera
antología de cuentistas argentinos contemporáneos (Colección Biblioteca
Nacional, 1990), The image of the
prostitute in modern litarature (Pierre Horst and Mary Pringle-Frederick
Ungar Publisching Co. (New York, 1992), La
otra realidad (Instituto movilizador de Fondos Cooperativos, 1995), Cuento argentino contemporáneo (Dif.
Cultural, Univ. Autónoma de México, 1997), Mujeres
escriben (Ed. Santillana, 1998), Damas
de letras (Ed. Perfil Libros, 1998), Cuentos
de escritoras argentinas (Alfaguara 2001), El terror argentino (Alfaguara, 2002).
Entre
los premios recibidos se cuenta: el Premio Nacional de las Artes de 1966 (por Detrás de las columnas), el Premio EMECE
1968 (por Los días de suerte), Premio
Pen Club Internacional 1968) por Detrás
de las columnas, Premio Fundación Salomón Wapnir 1974 ( por Aventuras en la Bahía de las luces),
Premio de la Subsecretaría de Cultura de la Nación 1986 (por Madán), Premio del
Fondo Nacional de las Artes 1989 (por Ciudad
sobre el Támesis), Tercer Premio Nacional de Narrativa 1992 (por Ciudad sobre el Támesis), Premio
Trayectoria 1996 del Honorable Concejo Deliberante de La Plata. Beca del Fondo
Nacional de las Artes 1989/1990 (para estudios en España).
También
tiene trabajos publicados en presa como en el diario La Voz del Interior (Córdoba 1966), Revista Femirama (Ed. Códex 1970), diario La Opinión (1975), diario Clarín
(1976), diario La Nueva Provincia
(1980) y diario La Nación (1982)
Amalia
Jamilis falleció en Bahía Blanca tras una larga enfermedad el 30 de octubre de
1999.
LA NOCHE PERPETUA
Primero
fue la señal inequívoca, con el pulgar en la dirección que llevaba el
automóvil. En seguida acomodó las correas de la mochila y corrió hasta la
portezuela del Chevrolet azul, detenido en la desembocadura de la avenida
costanera.
La madre Figueras, pensó, pensó Laprida y entrevió los
cabellos cortos y oscuros, el rostro sin relieve, puerilmente rústico de la
monja, la expresión empecinada de los ojos, intimándola: pero no es del pago de
los bordados de lo que debemos hablar nosotras dos, no es cierto? Tuvo una
visión fugaz y parcial de la ciudad: una plaza polvorienta, apenas con
vegetación, un ómnibus hecho chatarra girando en torno a los baños públicos,
camino a la avenida Colón y mirando al hombre que había vuelto hacia ella su
cara cuadrada, pálida, pero que ahora estaba de perfil y manejaba con el busto
erguido, la visera de la gorra sobre los anteojos negros, impenetrable, se
prometió permanecer en Laprida el tiempo justo y desaparecer lo antes posible.
Revolvió dentro del bolsillo de la mochila hasta dar con los cigarrillos y
tanteó en busca del ordinario encendedor de plástico, pero con espanto recordó
que lo había dejado en la mesa de noche de Teo y sintió al mismo tiempo el
golpe de sangre en las mejillas y la sensación de que el cerebro se le vaciaba.
-¿Tendrá fuego? –le preguntó al hombre, atenazada por
el pánico, tratando de que su mano dejara de temblar. El balbuceó algo
incomprensible, palpó hasta encontrar en la guantera una caja de fósforos
Ranchera y se la extendió con un ademán incierto.
-Voy a Buenos Aires –le dijo-. ¿Dónde querés que te deje?
La chica frotó el fósforo de costado y acercó la llama
al cigarrillo. La cabeza del fósforo pareció estallar y ardió un instante antes
de consumirse. La chica chupó el cigarrillo compulsivamente.
-En Laprida, si le viene bien –articuló, ahogándose.
Fumó en silencio, con el corazón palpitante, después
bajó un poco el vidrio y arrojó la
colilla al exterior. Una fría ráfaga del sur la hizo tiritar. Se sintió
exhausta, como si todavía estuviera descendiendo de dos en dos los escalones de
la casa de Teo, ensombrecida a las tres de la tarde por la vegetación del
jardín. De nuevo se vio corriendo por la calle, bordeando el cordón de la
vereda con el cuello tenso y los brazos subrayando el esfuerzo del cuerpo,
diciéndose que era una imbécil, que lo había sido siempre, que Teo no merecía
siquiera el insulto de la escupida de hacía menos de una hora, pero sí la bala
de su propio revólver, un Italo Gra mediano, de cachas de madera oscura que él
guardaba en el primer cajón de la cómoda y le había mostrado en otra ocasión
haciendo alarde de su poder letal. En cuanto a Teo, había cumplido treinta y
cinco años y en esa oportunidad se había comprometido con su mujer, deshecha en
lágrimas, a darle todos los bienes materiales a su familia, a tratar a sus
hijos como un verdadero padre, a no contraer deudas, a no involucrarse nunca
más con otra mujer. Ese fin de semana, confortada por aquellas promesas, ella
se había marchado con los niños por unos días a la casa de una hermana, en
General Alvear.
Ahora el coche rodaba con una desconcertante lentitud
y el hombre maniobraba con una preocupación exagerada, como un principiante en
una academia de conducción.
-Demasiado despacio, ¿no? –comentó él-. Es por la
niebla. En este tramo siempre hay niebla y es preferible aminorar la marcha.
Con engañosa atención ella miró hacia el exterior,
pero no vio niebla, solo el aire polvoriento que los autos, camiones y
autobuses que pasaban hacían volar en torbellino. Más allá, sobre los montes de
Villa Lía que rodeaban un estero pantanoso, los primeros vapores purpúreos del
crepúsculo teñían el cielo vespertino, pero a aquello tampoco podía llamársele
niebla.
Con cautelosa determinación el coche acababa de entrar
a un pueblo de calles malamente asfaltadas, llenas de baches y agujeros con barro
seco. El conductor manejaba con cuidadosos giros de volante, pero la cabeza
inclinada hacia adelante se torcía en una actitud inexplicable, como si
permanentemente estuviera controlando los sonidos del motor. Por un momento a
ella le pareció que el hombre conducía con los ojos cerrados, pero luego
comprendió que sólo se trataba de un efecto producido por un juego de reflejos
en los vidrios oscuros de los anteojos.
TE INTERESA LA NOTICIA
¿Te hable alguna vez de la muerte de mi hermana, la
Beba? -preguntó Lucía. Polo la miró. Miró sus dedos delgados que plegaban con
bastante habilidad el mantel.
-No -dijo-. Me parece que no.
Alrededor se oía un ruido de cucharas, de sillas
arrastradas, de conversaciones coincidentes. La Madelón, con la luz de los veladores
encendida desde las tres de la tarde se resumía en esos sonidos, en el
acordeonista escurriéndose entre las mesas, en el humo de los cigarrillos
condensado arriba, junto al cielorraso.
-La Beba era horrible -empezó Lucía-. Nunca te
imaginarás esa frente descomunal, las mejillas sombreadas por un vello duro,
hacia abajo. No quedan fotos. Era maestra, y a los chicos no les importaban sus
sufrimientos, sus desengaños seguidos. Confabulaban contra ella, y no sé de
ningún caso en el que haya durado más de tres meses en el mismo colegio. Al
final decidió irse a Pergamino con la tía Estela. ¿Te acordás de tía Estela?
Polo recordó una figura inexorablemente enlutada, un
vago olor a benjuí y aprovechó que el mozo andaba cerca para pedirle dos Gancia
con limón.
-En Pergamino la técnica consistía, por un lado en
ignorar el asombro, los bruscos silencios que seguían a su aparición en las
reuniones, y por el otro en huir de los empleados de banco, de los viajantes
con ganas de diversión. Pero la Beba estaba ansiosa: soñaba con el esplendor o
con la infamia. Quemó la fórmula y se enamoró.
Él se llamaba Canzani o Canzetti, no me acuerdo. Era
un tipo grandote, un hombre de aire pesado.
-Me lo imagino muy bien, creéme -dijo Polo-. Canzani o
Canzetti es la clase de apellido que le viene bien a un gordo.
-Bueno -continuó Lucía-. La llevó a su casa, le
presentó a la madre.
Yo me la imagino a la Beba por las tardes, tomando
mate en una sala oscura, con almanaques y cuadritos hogar dulce hogar. O tal
vez en un patio embaldosado, lleno de macetas con geranios. Por fin un buen día
se lo dijo, aunque seguro que era de noche. Sí, mejor de noche.
-Lucía -la interrumpió Polo irritado-. Tratá de ser
coherente-. La irritación se debía no tanto a la incoherencia de Lucía como a
la tardanza del mozo.
-Seguro que fue de noche cuando él le pidió casamiento
-aclaró Lucía-. A lo mejor estaban en la plaza y era de noche. Quién te dice
que la Beba hasta parecía linda, así con la oscuridad de la plaza. Bueno, se lo
dijo. ¿Vos sabés lo que es un pueblo, Polo? Pergamino es una ciudad. Es más
grande que Tres Arroyos, más que Dorrego, pero al mismo tiempo es un pueblo. En
seguida se supo. Tía Estela nos escribió que la Beba se pasaba los días
preparando su ajuar. Yo no lo podía creer. Te imaginás a un monstruo bordando
una sábana de Grafa con hilo lucero. Daba risa, daba lástima. La Beba debía
estar como loca por aquellos días, cosiendo y cosiendo su ajuar. Pasó el tiempo
y cuando faltaba poco para el civil, Canzetti se mandó mudar de Pergamino y
nadie le vio ni la sombra.
-Seguro que se impresionó -dijo Polo filosóficamente.
-Tuvo miedo -sentenció Lucía-. Eso tuvo. Me imagino
muy bien ese miedo, con la Beba ahí, en la pieza, bordando enloquecida las
sábanas del ajuar.
-Se impresionó -repitió Polo, vagamente sumergido en
un sueño de Gancia con limón.
-Después de unos días también la Beba se hizo humo.
Algo más tarde supimos que había vuelto a Buenos Aires. Tomó una pieza en la
pensión Aguilera de la calle Tucumán, ¿te acordás? Una vez estuvimos. Esa misma
noche la encontraron muerta. Se había tomado una caja de fósforos. En la mesa
de luz había un montón de cosas tontas. Un paquete de cigarrillos, una
servilleta de papel, un billete de diez pesos con una fecha. Recuerdos de él,
seguro.
-Bueno -dijo Polo cínicamente-. Después de todo
morirse en una pensión aunque sea la pensión Aguilera no es la peor de las
muertes.
-Esperá, falta lo mejor -dijo Lucía graduando los
efectos-. Al poco tiempo recibimos una carta de la tía Estela. Resulta que Canzetti
le había escrito a la Beba. Aquella era una historia de cobardía, una historia
de arrepentimiento. Le informaba que para el otoño regresaría y entonces sí,
derecho al civil. Para esto a la Beba ya hacía rato que la teníamos en la
Chacarita.
Polo iba a decir pobre, claro, me imagino, pero en ese
momento llegó el mozo y dejó sobre la mesa la botella y los vasos, y la
historia de Lucía se antojó absurda y Lucía misma se le antojó absurda. La miró
y vio sus ojos que empezaban a navegar, quizá hacia una noche de Pergamino,
hacia una plaza, hacia un sórdido interior con una figura grotesca, caída de
lado sobre una colcha a cuadros, y vio también sus dedos delgados, que
nerviosamente tamborileaban sobre el mantel a un ritmo de baguala.
No puede quedar solo el simple recuerdo de una escritora de este talento. La nuevas generaciones agotadas de tanto nombre repetido deberán recurrir a ese diccionario donde en letra de molde pequeña aparece este tipo de presencias que cayeron en el anonimato. Mientras el boom literario latinoamericano se empeñaba en mostrar el retrato de algunos autores, las portadas de libros de otros escritores se tapaban con un lienzo oscuro.El tiempo traería la suerte del recuerdo y entonces la tardía revisión pondría al descubierto que la literatura no solo estaba hecha por héroes.
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