La literatura argentina está
minada de crónicas e historias de viajeros. Sería imposible recurrir a una
lista confiable sin caer en el olvido. Claro que en ciertos momentos de la vida
de nuestro país, estos relatos hacían volar la imaginación de una sociedad que
no podía acceder a ciertos privilegios y su condición de referentes con una
mirada amena y crítica, trasformaba a las historias en lectura obligada.
También puntualicemos que muchos extranjeros hicieron su negocio mostrando
detrás de sus espejuelos aristocráticos, muchos avinagrados textos sobre esta
nación que parecía ser, a largo plazo, un país europeo. Sin entrar en nombres
propios, recordemos aquellos relatores insoportables que veían sólo aborígenes
y gente chusma, mientras sus coterráneos se transformaban en salvadores de una
patria indefinida.
En esta misma línea podemos
incluir al movimiento costumbrista que trajo cierto aire de realidad y que
acompañó el creciente desarrollo de una nación joven que buscaba su destino. El
costumbrismo literario consistía en reflejar los usos y costumbres sociales sin
analizarlos ni interpretarlos, ya que de ese modo se entraría en el realismo
literario, con el que se halla directamente relacionado. Así, se limitaba a la descripción,
casi pictórica, de lo más externo de la vida cotidiana. Por lo general se daba
en prosa más que en verso, lo cual no quiere decir que sea privativo; el género
teatral también ha dado grandes obras costumbristas, incluso hoy en día de
enorme vigencia.
Al sólo efecto de entrar en el
tema, recordemos los escritos de Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi,
Domingo Faustino Sarmiento, José Antonio Wilde, Vicente Quesada, Jorge Isaacs o Eduardo Gutiérrez quien conocía el éxito masivo del folletín y de las
crónicas históricas que en Europa atraían a lectores poco exigentes y para
quienes casi no había oferta literaria. Entonces decide escribir para aquellos
que apenas sabían leer, sobre cosas que les resultaran familiares, como
tradiciones rurales, anécdotas, sumarios judiciales, dichos y fabulaciones. Su
actividad folletinesca la desarrolló en el periódico de su familia La Patria Argentina, donde también
escribía las crónicas policiales. Aunque no había completado sus estudios fue
un autodidacta que aprendió a hablar inglés, francés, italiano, alemán y
portugués. Escribía al correr de la pluma, sin necesidad de pensar previamente
sobre el tema a desarrollar, con una gran facilidad, y nunca revisaba sus
escritos. Podía hacerlo durante horas sin perder la frescura y espontaneidad
con que había comenzado.
Su capacidad para describir las
peleas ha sido destacada por Jorge Luis Borges, quien dice de ellas que aunque
no se recuerden las palabras quedan las escenas fijas en la memoria, como si se
hubiesen visto. Sus personajes no eran héroes o figuras inventadas, sino
personas reales y bien conocidas por la gente del campo. Juan Moreira había
sido guardaespaldas de Adolfo Alsina y luego trabajó para Bartolomé Mitre, el
Chacho fue uno de últimos caudillos rurales, a quien cortaron la cabeza.
Hormiga Negra, un famoso delincuente de San Nicolás de los Arroyos. Juan
Cuello, un bandolero de los tiempos de Juan Manuel de Rosas. Santos Vega, un
gaucho legendario. Eduardo Gutiérrez hizo biografías noveladas de ellos que,
como en el caso de Juan Moreira, los convirtieron en “personajes” literarios.
Todos reunían ciertas cualidades específicas de la vida rural que los
identificaban con la población de la campaña.
Los protagonistas de las novelas
de Gutiérrez eran gauchos que habían matado en “buena” y “mala” ley, que habían
tenido escenas de pelea y de sangre contra la autoridad, perseguidos y, por eso
mismo, admirados por el paisanaje. Por otro lado, al describir a las personas
que representaban el poder estatal, Gutiérrez destacó sus vicios,
desprolijidades y arbitrariedades, lo que ya era conocido y resistido por la
población rural.
Cuando estaba terminando su
folletín sobre Larrea comenzó a preparar la que sería su obra más conocida, la
vida de “Juan Moreira”. De ésta hizo también una versión como mimodrama para
ser representado en los circos, poniendo como condición que el papel
protagónico lo realizara un argentino, y que además fuese diestro y ágil como
para representar con propiedad las escenas de las peleas. Y el elegido fue José
Podestá, quien pocos años después convirtió el mimodrama en obra de teatro.
Tomando los diálogos del libro de Gutiérrez, José Podestá escribió la versión
teatral de Juan Moreira.
Durante los últimos años del
siglo XIX se produce una gran renovación en las prácticas literarias y en las
corrientes estéticas, cuyo principal escenario es Buenos Aires, que
aceleradamente comienza a introducir los ritmos de la ciudad moderna. Momento
de grandes cambios políticos, culturales y sociales que, originados en gran
medida por las olas inmigratorias, producen un proceso de creciente
urbanización y alfabetización, un desarrollo comercial y administrativo, y
varias formas de democratización que van creando las bases del moderno público
masivo. La existencia de este público, nacido de las campañas de
alfabetización, se articula con el surgimiento de la prensa popular, cuyas
primeras manifestaciones son el aumento decisivo de la oferta periodística y la
proliferación de revistas. En esta expansión de la prensa se ubica el
nacimiento de la revista Caras y caretas
(1898), dirigida por José Sixto Alvarez (1858-1903) -más conocido como Fray
Mocho-, cuyo gran hallazgo es la mezcla miscelánea de caricaturas e
ilustraciones junto con gran cantidad de temas nacionales y extranjeros que
abarcan desde noticias sociales, notas de interés general, pastillas sobre la
moda, hasta consejos sanitarios. Junto a esta mezcla de notas, la revista
publica textos literarios, provenientes también de estéticas diferentes: modernismo,
literatura costumbrista, realista o rural.
El género predominante es el
costumbrismo. En sus cuadros de costumbres, el narrador es espectador,
observador o conversador, cualidades que lo habilitan para conocer a los
habitantes de su ciudad y caracterizarlos en sus rasgos más sobresalientes. A
través de un tipo se estudia el aspecto físico, psicología, costumbres y vida
de un carácter representativo de una clase social o de un estrato ideológico o
profesional. Fray Mocho asume el rol de espectador; teoriza y filosofa acerca
de lo observado y resuelve con eficacia la relación del lenguaje coloquial y el
lenguaje literario, convirtiendo los diferentes registros del habla porteña,
tanto el lunfardo como el de las capas medias, en material narrativo.
En el caso de los viajeros
argentinos del siglo XIX, cuyo imaginario fue expandido en buena medida por sus
lecturas previas, es interesante advertir que elaboran textos cuya índole es
francamente dialógica en relación con los anteriores. Se hallan comprometidos
con la "Argentina Moderna" y algunos participan de las numerosas
exploraciones científicas. Van a llevar a cabo el recuento y reconocimiento
físico, biológico y humano para consolidar el proceso de construcción del
proyecto del programa nacional, tal y como fuera articulado. Por otra parte, en
este período se ha producido lo que Eric Hobsbawm (1987) denomina el inicio del
proceso de 'integración capitalista' con el reparto imperial de las tierras del
globo y la integración de la economía monopolista que se establece como
rectificación a los postulados librecambistas del liberalismo. Aun cuando en
principio quede fuera del reparto, esta realidad económica planificada
condiciona nuestra periferia. De manera similar, en esta línea de apreciación
se sitúan, entre otros, los trabajos difundidos por Mary Louise Pratt (1997) y
los que le siguen en el tiempo a propósito de los viajeros en el siglo XIX.
Todos nos parecen de utilidad; también cabe señalar la coincidencia de
apreciación en los historiadores actuales. Las tierras fértiles, la gran
variedad de climas templados, acabarán siendo valoradas por estas y otras
aptitudes, que tienen en cuenta los grandes recursos naturales de las llanuras
dilatadas que se extienden más allá de la pampa húmeda.
Es interesante también incluir en
esta reseña un aspecto poco difundido respecto de viajeros ligados a la
izquierda. El libro “Hacia la revolución. Viajeros argentinos de izquierda”
(Fondo de Cultura Económica), cuya selección y prólogo realizó Sylvia Saítta,
está compuesto por textos de escritores, periodistas e intelectuales argentinos
de izquierda que viajaron hacia la revolución y que publicaron sus relatos del
viaje en diarios, revistas o libros.
El libro está dividido en tres
partes que corresponden a los países visitados por los viajeros. La primera
está integrada por los relatos de cinco argentinos que viajaron a la Unión
Soviética. La serie se abre con las crónicas de Rodolfo Ghioldi, quien viaja a
la Rusia de Lenin en 1921, y se cierra con el relato de Alfredo Varela, que da
cuenta de la situación que se vive en la Unión Soviética poco después de
finalizada la Segunda Guerra Mundial y ya en plena Guerra Fría.
La segunda parte está conformada
por tres relatos de viaje a China que, si bien coinciden en su perspectiva
ideológica -el compromiso con la República Popular-, exhiben modos distintos de
narrar la experiencia; mientras María Rosa Oliver y Norberto Frontini ofrecen
datos objetivos sobre la situación política, en el relato de Bernardo Kordon
predomina una mirada poética sobre China.
La última parte está formada por
cuatro relatos sobre Cuba, desde los meses previos al ingreso de Fidel Castro y
los revolucionarios a La Habana, en enero de 1959, hasta los ’70, cuatro
momentos que dan cuenta de los prolegómenos revolucionarios en el relato de
Jorge Masetti; de la vida cultural, en los textos de Ezequiel Martínez Estrada
y Leopoldo Marechal, y de la vida cotidiana, en las crónicas del periodista
Enrique Raab.
Como vemos, la obra extendida de
autores no se agota fácilmente. Si bien en su mayoría los relatores fueron
hombres también debemos hablar de las mujeres, quienes tuvieron su ojo bien
puesto para detectar el cuadro recién pintado o las sutilezas maquilladas de un
ambiente por donde desfilaban todo tipo de personajes y que sin lugar a dudas
las crónicas venían a saldar cuentas pendientes.
Nos interesa detenernos en Elvira
Aldao (1858-1950), nacida en Rosario, hija de Inés Nicolorich y de Camilo Aldao,
jefe del partido liberal, quien desarrolló una destacada actuación en su
provincia como político y colonizador. Elvira tuvo 9 hermanos: Inés de las Nieves; Camilo
Ricardo; María Luisa; María Amalia; Ricardo Camilo; María del Rosario; José
María; Guillermo José y Martín Buenaventura. Típica estructura familiar conservadora
que le permitió a esa mujer acumular una historia de vida llena de situaciones
encontradas, de mentiras pudorosas, de hipocresías clasitas y de silencios
cínicos. Después de un breve paso de su familia por Buenos Aires y nuevamente
en Rosario, contrajo matrimonio con Manuel Nicanor Díaz Walls, un joven
destacado en el universo de los negocios, rico y poderoso, a quien ya la unía
un vínculo de parentesco. Junto a su esposo viajó por distintos lugares del
mundo y bajo su consentimiento practicó actividades de beneficencia. El estilo
de vida no era otro que mirar afuera de su provincia, pasar por “el puerto” de
Buenos Aires y admirar las luces de París. En 1912 fue a Europa por primera vez y recogió
observaciones que habría de volcar en sus obras, especialmente de los años de
la gran guerra.
Que una distinguida señora
decidiera escribir cuentos y novelas y, en el impulso de la actividad creativa,
produjera una serie de ensayos donde el relato costumbrista se mezclaba con el
de carácter autobiográfico, más que excepcional, resultó ser una actividad
recurrente en la época. El clima social, que fue atemperando paulatinamente el
transcurrir de la modernidad, habilitó los canales por donde comenzaron a
circular las escrituras biográficas. Diarios íntimos, memorias, confesiones,
cartas, conformaron el espacio biográfico.
Capitalizando las costumbres en
común de las señoras de la élite, Elvira dedicó a sus contemporáneos y a la
posteridad tres libros de tono autobiográfico. Tres escritos producidos en los
tiempos de la madurez, cuando ya promediaba los sesenta años. Este dato
cronológico nos invita a pensar en la noción de experiencia transmitida,
formulada por Walter Benjamin en el año 1933. Existe un pasado que los mayores, los que vivieron antes, deben poner
por escrito para que, de este modo, resista al voraz paso del tiempo.
Elvira experimentó una vida despojada de
carencias y de grandes sufrimientos. Habitó en hogares confortables y lujosos;
se educó en prestigiosos colegios; viajó, tanto por nuestro país como por
Europa, casi de manera permanente; supo de modas e hizo uso de ellas; ya sea en
la cotidianeidad de la vida privada o en los más distinguidos restaurantes,
clubes y demás lugares de servicios gastronómicos ofrecidos por el mundo
urbano, degustó los mejores manjares; fue incluida en las listas de eventos
encumbrados y, en medio de esta agitada vida social, infaltablemente, debemos
incluir los veraneos en la playa. Aquí aparece esa ciudad que Elvira adoptará
hasta el final de sus días. Mar del Plata se transformará en un sitio de
reunión permanente donde la vida placentera traerá a su espíritu alegría
desbordada.
El verano marcó una tonalidad
particular en los ritmos temporales y en los espacios donde se desarrollaban
las prácticas de sociabilidad de los sectores dominantes.
Elvira publicó por primera vez
sus Veraneos Marplatenses 1887/1923, en
el año 1923. Los veraneos son un clásico que los historiadores de la ciudad
balnearia tomaron para describir la sociabilidad durante los años bellos. De
esta obra, es destacable recordar su avispada clasificación de las damas en el
salón del Bristol: las de “copete” del sector norte y “las sin copete” del
sector sur. En la Rambla gozaban del aire saludable y a prudente distancia,
“las vacas finas” y “las lobas”.
Esta primera edición fue
rápidamente seguida por otra que, lejos de motivarse en el agotamiento de la
primera tirada, se subordinó a la necesidad de corregir un detalle que
incomodaba a la autora. Leamos la explicación de su puño y letra: "Firmo
con mi nombre esta nueva edición de mi libro Veraneos marplatenses, que apareció en diciembre de 1923 con el
pseudónimo DAE (Díaz Aldao Elvira), para salvar el error en que se ha incurrido
al atribuirme inmerecidamente otro libro titulado Mar del Plata, veneno de Buenos Aires, que por coincidencia se
publicó al mismo tiempo. Espero, con este radical procedimiento, disipar por
completo la confusión producida, y desvirtuar la desagradable versión que me
considera autora de un libro de propaganda contraria a la bella ciudad de Mar
del Plata, y de enconada crítica contra el Ocean Club, centro de la alta
sociedad bonaerense".
Uno a uno, los recuerdos de
Elvira representan un ojo de buey, enmarcado en la subjetividad que, pese a
ello, habilita a los historiadores a asomarse al pasado de las formas de
sociabilidad propias de los sectores dominantes argentinos.
Elvira, ya mayor y viuda,
emprendió su primera experiencia de escritura autobiográfica. El propósito de
este ejercicio era "dar una impresión rápida de los veraneos marplatenses,
en el pasado y en el presente, y hacer, al comparar las dos épocas, alguna
crítica social que se ha considerado justa y verídica". En este sentido,
en el librito leemos notas sobre las formas de ser, estar y proceder durante los
veranos en la ciudad balnearia; una cuadrícula de los tipos sociales que
pueblan el verano; descripciones de sitios comerciales de moda, pero también
una sugerente crítica, entre moral y nostálgica, a su tiempo presente -1923-.
Es decir, Elvira confrontó a la Mar del Plata de los años 1920 con aquella otra
experimentada por ella cuando promediaba la década de 1880. Aunque la ciudad
seguía siendo un lugar atractivo para visitar y disfrutar, algo de todo aquel
brillo decimonónico se había perdido y la escritora no se privó de denunciarlo.
Sabido es que las mujeres
argentinas encontraron en el siglo XIX un campo de batalla en el cual luchar
por la conquista de la escritura. La crítica literaria, los estudios de género
y la misma historia de mujeres se han detenido recurrentemente a historiar las
luchas de las integrantes del género femenino para acceder al mundo de la
lecto-escritura. Contienda que, sin prisa pero sin pausa, fortaleció sus frutos
en el siglo XX, entre los que podemos listar la experiencia literaria de
Elvira. Justamente, su primer libro de recuerdos, el de los Veraneos marplatenses, fue publicado
bajo pseudónimo. Así, nuestra autora incurre en una modalidad propia de las
escritoras decimonónicas, la autoría escondida. Autoría que, motivada por un
hecho molesto, revelará en una segunda edición de la obra. Concretamente, en
simultáneo con la edición de Elvira, se publicó un ensayo cuyo cometido era
resaltar los efectos corruptores ejercidos por la sociabilidad marplatense
sobre la moral de los/as argentinos/as. El cual fue instantáneamente atribuido
a nuestra autora. Entonces, ella, valiéndose de una estrategia editorial,
reeditó sus Veraneos.., para resolver
el malentendido.
De la historia narrada se
desprenden dos preguntas. La primera, de carácter contextual: ¿Por qué Mar del
Plata se tornó un tópico de escritura en los años veinte?; la segunda,
vinculada con cuestiones biográficas: ¿Qué motivos condujeron a Elvira a
escribir sobre Mar del Plata y por qué, en menos de un año, cambió la portada de
su libro, pasando así de la autoría escondida a la exhibida?
Resolver el primer interrogante
es un ejercicio que, hoy en día, se encuentra facilitado, gracias a la
abundancia de investigaciones socio-históricas que toman por objeto a Mar del
Plata. Dicha ciudad resultó ser una excepción entre los pueblos agropecuarios
que se hilvanaban sobre la costa sur del Río Salado. Su excepcionalidad comenzó
a gestarse en el preciso instante en que el ojo de la clase dominante porteña
advirtió en aquella geografía, por entonces destinada a la explotación agrícola
y ganadera, la simiente de una villa balnearia. Ser la villa costeña elegida
por la élite implicó que, a partir de 1880, las intervenciones del Estado
provincial la convirtieran en una ciudad lujosa, confortable y estéticamente
atractiva. Desde el Estado nacional se procuró que dicha urbe contara con el
acceso del ferrocarril, el acondicionamiento de las playas, la comodidad
habitacional para los veraneantes; en fin, la clase dirigente se preocupó por
hacer de la villa costeña un paraje dotado de todas las técnicas y ventajas del
confort que los sectores aristocráticos acostumbraban gozar en Europa o en la
vecina Montevideo.
Fue en el verano de 1886/87
cuando la temporada vacacional quedó formalmente inaugurada. La presencia de
personajes destacados en el ámbito de la política, las artes, el periodismo y
las letras, junto a las más prestigiosas familias del país, hicieron de aquel
lugar un sitio de privilegio. Gradualmente, la estructura urbana de la ciudad fue
complejizándose al punto de que, a las construcciones hoteleras tradicionales,
fuera sumándose el brillo y el lujo de las mansiones particulares situadas en
La Loma. Entrada la primera década del siglo XX, Mar del Plata resplandecía en
la costa atlántica. Al brillo de su arquitectura se adhería la estirpe de los
visitantes y la ostentación de las marcas comerciales -algunas nacionales, pero
muchas otras europeas- que exhibían objetos de lujo para consumo y placer de
los turistas.
La crítica social esbozada por
Elvira, lejos de condenar la práctica de los veraneos, fue una invitación a
recuperar ciertas reglas de antaño. En esta dirección, la dama santafesina se
enfadará al percibir que su nombre comenzaba a ser asociado con un libro que
proponía la erradicación de la costumbre de veranear en el mar. Concretamente,
a Elvira se le había atribuido la autoría del libro Mar del Plata: Veneno de Buenos Aires, publicado en el mismo 1923
por Jaime Alfonso Guzmán y Clarafuente. La intención del autor era casi una
cruzada moral. Predicaba: "Este libro viene a ser sólo algo así como una
poda de Mar del Plata. Dejando subsistentes sus condiciones de balneario de
moda y de lujo, queremos señalar sus defectos -sus gangrenosos defectos- de
pseudoemporio de malas costumbres; de sumidero de dignidades y fortunas; de
feria donde se trastruecan (sic) los rangos, se confunden los valores y se
corrompe el oro puro a fin de que el bronce parezca oro y el vidrio
diamante".
Los defectos de la ciudad
balnearia crecían y se ramificaban, representando un peligro para Argentina en
general. El brillo estival de Mar del Plata, natural para los aristócratas
porteños, deslumbraba y corrompía a las
almas débiles y puras de los pueblos del interior del país. Poco a poco, esta
ciudad fue transformándose en una hoguera de vanidades donde lo esencial era
"parecer". Característica que Guzmán y Clarafuente atribuyó a las
poblaciones de frontera. Este tipo de urbes se distinguían por el relajamiento
de las normas y por la liviandad moral. Al respecto expresó: "nunca una
ciudad fronteriza puede tener la moralidad y la dignidad de una ciudad situada
en el centro de la nación". Nuestro autor, crítico de la ciudad costeña,
presupuso que la moral comprendía no solamente cuestiones vinculadas a
"las buenas costumbres y la urbanidad", sino que también refería a
"cierto pudor íntimo que impide proceder mal (de modo indecoroso,
violento)".
Al decir de Guzmán y Clarafuente,
los gobernantes argentinos incurrieron en un error al permitir que los veraneos
en el mar reemplazaran a las estadías estivales en las villas cordobesas y
santafesinas. Lo imprevisto fue que ese cambio geográfico provocaría una
mutación en el orden moral. El autor afirmó: "… se ha escogido el
balneario -en su sentido modernísimo- a orillas del mar, porque es a orillas
del mar donde las reglas morales se aflojan y relajan hasta el punto de
parecerse a las que rigen a los hombres en las ciudades fronterizas". Cual
zona franca, Mar del Plata habilitaba todos los excesos, pervertía a las jóvenes,
enfermaba el cuerpo y contaminaba el alma. En fin, Guzmán y Clarafuente
percibió en la villa balnearia el epicentro de la barbarie moral del país, y
contra ella levantaba su pluma para denunciar. Asimismo, instó a las
autoridades marplatenses a legislar sobre los usos y abusos del alcohol y de
los juegos de azar, como también sobre las jornadas alocadas de danzas con sus
consecuentes ingestas de alcohol y comidas de mala calidad. Proponía difundir
un concepto de higiene que apuntaba a mantener la limpieza del cuerpo y también
la del alma. Finalmente, cerró su texto recordando que los pueblos que cuidan
de sus intereses espirituales no construyen balnearios en sus territorios. Y si
bien es cierto que debían existir sitios para la distensión y el recreo de los
habitantes, éstos tenían que esculpirse sobre las bases morales y las
tradiciones del país. En sus palabras, "mientras el catolicismo siga
siendo nuestra simiente espiritual y educativa, debemos actuar acorde con él…
La argentinidad no caracteriza a todo el territorio. La región verdaderamente
nacionalista es el litoral, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, gran parte de
Buenos Aires.. Lo que de argentino hay en Buenos Aires se debe a la influencia
del litoral. Si Mar del Plata estuviese en el litoral, sería muy diferente… Si
la ciudad de Buenos Aires no fuera el centro nervioso de la república y su
emporio económico; vale decir, si la federación existiera en todos los órdenes
como existe, más o menos, en el político, Mar del Plata, al envenenar Buenos Aires,
no sería un peligro para toda la nación. Pero Mar del Plata, veneno de Buenos
Aires, lo es también de toda la nación. Tal es la trágica proyección del
balneario sibarítico".
Las preocupaciones que
inquietaban a Guzmán y Clarafuente fueron refutadas en forma explícita por
Elvira: "Los rigoristas de antaño tienen que someterse al ambiente de
actualidad y comprender que la moral de los nuevos códices no es inferior a la
de sus tiempos; por lo menos está en la misma relación que la de su época con la
de épocas anteriores… La moral se adapta a todos los cambios: lo que ayer no se
admitía se admite hoy". Ambos autores, conscientes o no, emergieron como
las voces de una contienda que, esta vez con un argumento moral, recuperaba
notas de la tensión entre dos proyectos políticos: el centralismo porteño
versus el federalismo del interior. En este marco, Elvira salió en defensa de
los valores porteños. Pero ella fue una dama santafesina. Suponemos que ese
"ser" de Santa Fe es, quizás, lo que la conduce a utilizar un
pseudónimo y a ocultar su lugar de origen, como también, probablemente, es el
causante del malentendido por el cual se le atribuyó el libro de Guzmán y
Clarafuente (voz defensora de las costumbres de las principales ciudades del
interior del país -del litoral y de Córdoba- y del catolicismo).
Asimismo, que Elvira no se
reconozca santafesina, no solamente generó confusiones entre sus
contemporáneos, también confunde a los historiadores. De hecho, la profusión de
investigaciones socio-históricas que toman como objeto a Mar del Plata sitúan a
los escritos de Elvira como expresión de Buenos Aires, sin reparar en el
detalle omitido: ella es una señora de la élite liberal santafesina que,
llevando bajo la capa su identidad regional, se presenta "como si fuese porteña".
Ocultamiento susceptible de ser tomado como un indicio para volver a pensar las
tensiones en el interior de la propia élite santafesina.
No existe ninguna duda que Elvira
añoraba los veranos de antaño. Los nuevos tiempos no sólo democratizaron el
acceso a la villa, sino que también cambiaron las formas de relacionarse entre
los sexos. Varones y mujeres, semidesnudos, se mezclaban anárquicamente. Pero
peor aún resultaba la postura de las damas, quienes se habilitaron para
prácticas como juegos de azar, fumar, aligerarse de ropas en público. Modas que
horrorizaron a nuestra Elvira, impulsándola a tomar su pluma para escribir su
malestar con la naciente cultura del verano.
No obstante, a estas novedades se
sumaron otras de carácter sociopolítico. Al tiempo que la élite iba haciendo de
la villa balnearia un sitio propio, los marplatenses nativos fueron
atrincherándose en la zona norte de la ciudad. Lugar que se convirtió en un
contrapunto, simple y austero, del esplendor que habitaba en el resto de la urbe.
Lo que los veraneantes no advirtieron fue que quienes decidían el destino
político de la ciudad costeña no eran ellos sino los residentes permanentes.
Estos últimos serán quienes, en 1920, hagan de Mar del Plata el primer municipio
socialista del país. A partir de entonces, paulatinamente fueron plasmándose
políticas para facilitar el acceso a la villa. Fue así como, a medida que
aumentó el caudal de veraneantes, también lo hicieron las críticas y el
descontento de los turistas pioneros. En este clima, Elvira publica su libro.
Un ensayo costumbrista que, mientras recuerda un pasado glorioso, cuestiona las
costumbres imperantes en su presente.
Sin dudas, la Mar del Plata que
nos presenta Elvira es un ejemplo contundente de este tipo de aconteceres sociales.
Sus palabras producen una geografía urbana particular, la disfrutada por los
veraneantes. Lejos de estar conforme con la sociabilidad marplatense de los
años veinte, la autora establece un juego de espejos entre el pasado y el
presente de dichas prácticas, cuyo sentido final podemos percibir en algunas
frases frecuentemente repetidas. Expresa: "¡Con qué hondas remembranzas se
contemplan esos grupos del pasado!" "¡Qué abismo separa las dos
épocas!". Épocas y grupos han cambiado, logrando que la misma Elvira se
sienta extraña y, muchas veces, incómoda en el nuevo acontecer.
¿Cómo era la Mar del Plata
añorada por nuestra autora? Siguiendo su letra, aquel era un territorio casi
virgen, que reposaba a la vera del mar. Invitadas por aquella belleza natural,
en el año 1887 algunas pocas familias, las más ilustres del país, encontraron
un refugio donde pasar los días del verano. Pocos son los puntos en los que se
detenían los itinerarios recorridos por los primeros veraneantes. Por entonces
eran escasos, porque apenas había una incipiente construcción edilicia,
contrastada por la sobreabundancia de naturaleza. En la temporada de 1887-1888,
sólo contaban con las instalaciones del Grand Hotel, emplazado frente al
inmenso mar. De esta forma, las familias, al llegar, se hospedaban en dicho
hotel, sitio que les ofrecía sus instalaciones para las reuniones de salón,
como así también un rápido acceso a la playa, que dormitaba frente a su
fachada. El itinerario diario consistía en paseos matutinos por el campo o la
playa, donde generalmente almorzaban en comunión con la naturaleza. Por las
tardes, tomaban "amistosos baños" en el mar y luego, por las noches,
se realizaban banquetes, bailes y, nuevamente, caminatas en la playa. Elvira
Aldao recuerda aún, en el año veintitrés,
cómo el viento de la noche golpeaba en sus jóvenes rostros.
Pero la postal de aquel primer
verano en el mar cambió radicalmente en la segunda temporada. El verano de
1888-1889 trajo consigo la inauguración de la Rambla y del Hotel Bristol, que,
erguido frente al Grand Hotel, ocultó la vista directa del mar. En palabras de
Elvira: "Al año siguiente, como por encanto, surgió el Bristol Hotel,
chalet de estilo simplísimo. Aplastó sin consideración a su vecino, el chato
Grand Hotel. Con la aparición del Bristol cambió radicalmente la vida de la
playa: la vida sans-façon del verano precedente. Desaparecieron las matinées y
las capelinas y desapareció el baño en común. Sin convenio previo, los sexos se
separaron. Esta separación se mantuvo y cuesta fijar la fecha en que se
volvieron a reunir en la comunidad de las aguas. La playa también se había
transformado: las casillas agrandadas se multiplicaban. Con la rambla adquirió
la playa inusitada importancia. Los veraneantes se dispersaban en ella,
sentándose en sillones de paja o banquetas rústicas. Las sombrillas eran
indispensables. El grupo de veraneantes del año anterior, vestidos a su antojo,
sin disciplina reglamentaria, parecía ya un recuerdo lejano. Y si tampoco pudo
establecerse en el Bristol la intimidad de la anterior temporada, no por ello
en sus reuniones dejó de reinar la más amable cordialidad."
Igualmente, la autora celebraba
la implementación de una disciplina más estricta que pusiese fin a, por
ejemplo, los baños "amistosos". Es decir, varones y mujeres podían
estar juntos en el mar e incluso ayudarse en la realización de algunas
destrezas acuáticas. Empero, fuera del agua les estaba prohibido conversar,
pasearse y permanecer en traje de baño. Las reglas también marcaban los
tiempos, formas e interlocutores durante las conversaciones y también las
formas del baile. Elvira dice: “los cuerpos danzantes debían estar separados
por un halo de luz. Tampoco era bien visto que las mujeres fumasen o apostasen
en los juegos de azar. Si bien estas "reglas" no estaban prescriptas
en ningún código, gravitaban sobre la memoria y la moral de los concurrentes.
Precisamente, el miedo al "ridículo" conllevaba el riguroso
acatamiento de las normas”.
La suntuosidad, refinamiento y
disciplinamiento de las conductas del verano 1888-1889 fueron profundizados en
las vísperas de la temporada 1889-1890. Elvira apunta: "En el verano
siguiente, el Bristol se presentó en completa transformación. El chalet del año
anterior había sido aumentado y preparado exclusivamente para habitaciones de
los huéspedes. Un nuevo edificio avanzaba sobre el mar, reunía una serie de
salones: el vastísimo comedor, el gran salón de fiestas y varias salas
destinadas para lectura, billares, ruletas y otros juegos. A este conjunto lo
unía una galería. Esta amplitud distanció a la concurrencia del Bristol, ya no
era posible que todos los concurrentes pertenecieran al mismo círculo. El
derroche de lujo que se implementó en el segundo verano en el Bristol.. Esta
temporada fue extraordinaria por el lujo de sus fiestas."
Pero, de la mano con el derroche
de lujo y ostentación, llegaron la envidia y la emulación entre los grupos. Las
primeras en sumarse a esta contienda fueron las mujeres, eligiendo, como
parámetro de distinción, a "la moda". Resultó ridículo asistir a los
banquetes, bailes y demás eventos de la playa, luciendo el mismo vestuario del
año anterior o incluso los trajes utilizados en el invierno porteño. De esta
suerte, nació una primera distinción social, que nuestra autora describe con
una clasificación de las mujeres: las copetonas del salón norte del Bristol y
las sin copete, situadas en la zona sur. Por fuera de esta primera
categorización, quedaron aquellas otras familias hospedadas en el Grand Hotel.
Elvira expresó: "En este hotel se refugiaban quienes querían pasar el
verano sin el agobio de etiquetas mundanas.. Era el hotel preferido por las
familias provincianas, en general refractarias a los formulismos
sociales".
A medida que nos aproximamos al
siglo XX, Mar del Plata fue ampliando su estructura urbana y, en consecuencia,
de año en año arribaban mayores contingentes de visitantes. En sintonía con
ello, con cada temporada el Hotel Bristol iba imprimiendo innovaciones
edilicias. Cambios aceleradores del proceso de distinción social que colonizaba
las playas e impregnaba las prácticas de sociabilidad. Precisamente, el avance
del siglo XX trajo consigo modificaciones que, si bien contribuyeron a
complejizar la estructura urbana, vampirizaron el ambiente. Es decir, Mar del
Plata dejó de ser una pequeña ciudad, para convertirse en una ciudad moderna.
Elvira se lamentaba y afirmaba: "Mar del Plata, al engrandecerse, ha
dejado de pertenecer exclusivamente a la alta clase -descubridora de sus
ventajas veraniegas-, para entregarse a todas las clases sociales, hoy
pertenece a todo el mundo; hasta los mendigos de la capital veranean en sus
brisas saludables".
Sin dudas, la clase social que se
torna hegemónica con el advenimiento de la ciudad moderna es la burguesía. Los
historiadores valencianos Anaclet Pons y Justo Serna lo expresan en estos
términos: "La escena en la que actúan es la ciudad, es decir, el más
clásico de los escenarios burgueses, aquel que le proporciona el nombre. Es en
dicho espacio donde el grupo adquiere su rasgo moderno, forma sus patrimonios y
funda la dialéctica del régimen liberal.. Es la propiedad burguesa la que
inspira la formación de los espacios urbanos, la dislocación e incluso las
propias tipologías del hábitat de los distintos grupos sociales según procesos
de diferenciación y de reubicación urbana". Los burgueses, gozando de
ingentes caudales de dinero, no poseían el abolengo ligado al pasado colonial.
Se trataba de los grupos de sujetos "sin apellido ilustre". Estos, a
partir del siglo XX, invadieron las playas marplatenses, haciendo que la élite
deba construir sus propias mansiones. Con el siglo XX, poco a poco, La Loma se
convirtió en un "barrio aristocrático". La pregunta clave para la
distinción social pasó a ser: dime dónde te hospedas y te diré quién eres.
Elvira describe esta nueva geografía:
"La Rambla, a pesar de
considerarse una construcción pesada, es monumental y es original. Su alta
construcción la separa de la tierra para aislarla frente al mar. Solamente por
las columnatas de sus dos grandes entradas se divisan los chalets del Bulevar
Marítimo, y por el otro, el espaciado edificio del Grand Hotel Bristol, ubicado
tras la plaza, en cuyo centro se levanta la estatua de Peralta Ramos.. Ondulada
Loma donde se han trepado magníficas villas particulares. La aguda flecha
gótica del templo Stella Maris, perfilada en la claridad del ambiente, parece proteger
el barrio aristocrático. Y en el descenso de la Loma, encajado en el mar,
cerrando la playa inmensa, álzase, sobre un amontonamiento de piedras, el
Torreón, modesto restaurante.. No viéndose de la rambla más que el jirón de la
Loma, con el Torreón por guardián, sólo el mar absorbe la contemplación de los
espectadores, pues hasta la angosta playa queda sumergida por la elevación de
la rambla. Pero los espectadores más que contemplar el mar, con su misterio
insondable, se contemplan entre sí: el arcano de cada ser es más insondable
aún".
Este es el paisaje marplatense de
los años veinte. La rambla parece ser el carril por donde circularon los
veraneantes. Por aquel camino se accedía a las grandes tiendas -argentinas y
europeas-, a las confiterías, restaurantes y casas de té, a la playa, a los
hoteles, a los clubes y a las mansiones de La Loma. Esos espacios en los que
los paseantes experimentaban permanentes estados de shock emocional.
No obstante, en esta ciudad
habitaban, al menos, dos Mar del Plata. Esto es, a la Mar del Plata suntuosa y
europeizada de la playa Bristol, se oponía otra, marcada por la austeridad y
modestia de la Perla. Dos espacios trazados por recorridos de mujeres y varones
que vivían y construían el paisaje urbano al ritmo de sus posibilidades
económicas.
Otros espacios que llamaron la
atención de la autora fueron la Explanada y el Teatro Odeón. La primera, a
diferencia de lo que sucedía al transitar por la rambla, devolvía a los ojos
del espectador la presencia del océano. Si bien el selecto contingente de
veraneantes celebró su inauguración, no hizo uso de sus instalaciones,
convirtiéndose rápidamente en una zona desierta. Respecto del segundo, el
Teatro Odeón, tampoco resultó ser un escenario visitado por los turistas en
general. Pese a la magnificencia de esa construcción arquitectónica, los
visitantes siguieron prefiriendo las funciones de cine. Al decir de Elvira:
"… hasta la concurrencia distinguida se aglomeraba en los galpones de los
cinematógrafos de la rambla vieja y abandonaba la elegante sala del teatro,
donde le correspondía instalarse, en consonancia con su rango". Por este
motivo, la autora aseveró: "Ocurrió con la explanada lo que había pasado
con el teatro Odeón: grandes entusiasmos en las respectivas inauguraciones y
después completo abandono. Lo ocurrido con la explanada fue extraordinario:
hasta el municipio la abandonó totalmente".
Ahora bien, qué prácticas de
sociabilidad desplegaron los turistas en estos espacios. Bailar, comer,
conversar, hacer deportes -primero tiro de paloma y luego el golf-, apostar en
la ruleta, caminar, pasear, comprar.., tales fueron las actividades que
poblaron los ítems de todas las agendas del verano. Elvira se detuvo en la
descripción de cada una de ellas y, en su relato, enunció, además de las formas
permitidas, las características de aquellas otras consideradas
"ridículas" o también prohibidas. Para habitar el verano y no
desfallecer en el intento, había que manejar las reglas de la urbanidad y de
las buenas maneras. Los expertos en ellas fueron los protagonistas del universo
selecto del verano; los otros, los que las desconocían, pasaron a formar parte
de las "cremas sin batir" o de los "igualados" que,
queriendo ser y pudiendo serlo gracias al dinero, nunca estarían a la altura de
los grupos selectos.
Este libro costumbrista no pasó
inadvertido para las nuevas generaciones y su reimpresión devuelve a los
lectores vivencias de ciertos momentos de supremo esplendor donde la Argentina
era una nación de excentricidades. Teresa Arijón quien prologa la nueva tirada
de la edición, expresa: “Mosaico, laberinto de espejos o rompecabezas, Veraneos Marplatenses es obvio producto
de una clase y exaltado emblema de la Belle Époque local, con sus altibajos y
sus fulgores; pero también asesta su florida crítica (si bien limitada por esa
misma pertenencia) contra las flaquezas y mezquindades típicas de la high life
porteña. Desde esa perspectiva, definiéndose como escritora, Elvira Aldao rompe
con el molde impuesto y nos deja, con rauda pincelada, un divertido retrato de
época.”
En su ensayo, Elvira va
delimitando el perfil sociocultural de los veraneos marplatenses. Asimismo, a
los efectos de hacer dinámica su descripción, ella se valió de una metáfora
culinaria. Es decir, en los veranos de la década de 1920, Mar del Plata se
convertía en una suntuosa marmita donde diferentes tipos de cremas, una vez
depositadas, comenzaban a bullir, sin alcanzar nunca un punto de fusión. La
democratización del acceso no obstó la propagación de los signos de distinción
que se solidarizaron con la supervivencia de la aristocracia. Nuestra ensayista
afirmó: "Aunque el Ocean es visitado por numerosas familias, algunas
concurren al salón y otras quedan en la parte externa. Aunque esto parezca una
cuestión voluntaria, no lo es tanto. Esto surge de una sola causa: el
entredicho latente entre las dos cremas, la batida y la sin batir".
Siguiendo la huella de la
distinción, Elvira logró construir una taxonomía de las diferentes texturas que
caracterizaron a la crema -al conjunto de los turistas- que veranea en Mar del
Plata:
La crema de la crema o la crema
batida, compuesta por las familias ilustres, cultas y adineradas del país. Se
trató de los mentores del veraneo en el mar. Aquellos que gozaban de las
veladas acontecidas en los salones del Ocean Club o en los de las mansiones de
La Loma. Fueron quienes, motivados por el gusto de libertad, vivían, vestían,
comían, paseaban y conversaban en el marco de las buenas maneras y la cortesía.
En cambio, la crema sin batir incluyó a los advenedizos. Las familias de nuevos
ricos de provincia que, infatuados por el dinero, querían pertenecer a un mundo
que, a todas luces, siempre se les revelaba extraño. Fueron los contingentes de
turistas que poblaron los hoteles sencillos y que permanecieron en la vereda
del Ocean.
Aunque la cuadrícula social
parecía claramente demarcada, existía en ella un punto misceláneo: la rambla.
Al respecto, Elvira escribió: fue "en la rambla, donde cambian los saludos
las dos cremas. En plena brisa marina las cremas se entremezclan en algunos
momentos, más (sic) no se funden nunca: la crema espesa es refractaria a la
crema chirle. En lo que más discrepan las modalidades de las dos cremas es en
la sociabilidad". Sociabilidad que se distinguió por los lugares donde
aconteció y por la forma y contenido de las prácticas. No obstante, el aspecto
en el cual las dos cremas se distinguieron enfáticamente fue en la cultura de
la conversación. Mientras que la crema batida se expresó regulada por reglas
que demarcaban tonos de voz, interlocutores, espacios y temas; la crema sin
batir conversaba animadamente sobre todo tipo de temas, sin respetar géneros o
jerarquías y en cualquier sitio.
Esta primera clasificación de los
veraneantes se sustentó en un valor que parecía primar en la sociedad argentina
y, en cierto sentido, molestaba a Elvira. Se trató de la fuerte impronta que el
dinero comenzó a tener en la sociedad: "... es evidente que en el grupo
más representativo del mundo social, se cotiza más alto el dinero que el origen
o la inteligencia -a ésta más bien se la desdeña. Más cerca de la aristocracia
que reúne origen y fortuna, está la aristocracia del dinero". En la
trastienda del citado argumento habita una clara crítica al avance de la
burguesía del comercio y los negocios sobre las prácticas y espacios que eran
patrimonio de la élite de la tierra y del pasado ilustre ligado a la historia
colonial. Colonización que, para nuestra autora, trajo consigo el cambio en las
formas de percibir la vida.
Entre los bastidores de la
división de clases, se escondía otra: la que separa el sexo fuerte del débil.
Pero, más que la relación entre los sexos, lo que preocupó a Elvira fue cierta
moda que impactaba en las formas de proceder de las mujeres. Fumar, pasearse en
traje de baño, apostar en el casino.., eran actividades que colisionaban con el
concepto de femineidad compartido por nuestra autora. Ella se alarmaba al ver
cómo distinguidas damas "se entregan al juego de azar con la misma pasión
que el sexo fuerte. Puede decirse que el juego es la única demostración de
feminismo que hacen estas argentinas: no las realza. Pero en su descargo puede
decirse que no han hecho ningún esfuerzo, los hombres se lo han ofrecido
gentilmente. En vez de ese presente griego, debieron ofrecerles los derechos
civiles, cuyo otorgamiento es una imperiosa necesidad". Elvira tildó a sus
compañeras de veraneo de ilusas que hacían alarde de una falsa libertad.. La
igualdad entre los sexos no residía ni en la mesa de casino ni en el tabaco,
habitaba en el pleno jurídico-legal. En este punto, la crítica de la
santafesina tiene aires de familia con los reclamos de las voces feministas de
la época.
La ciudad balnearia descrita por
Elvira fue fruto del deseo voluntario de la élite porteña. Este sector social,
tomando distancia de los grupos de poder de las ciudades del interior y
contando con capital económico y cultural propios, hizo de Mar del Plata su
punto de recreo. Poco a poco y al calor de las nuevas tecnologías y los
adelantos del confort, fueron surgiendo clubes, hoteles, mansiones, comercios,
restaurantes, terrazas, casas de té.. Cada uno de ellos se convirtió en un
espacio de distensión-distinción para los varones y las mujeres de las clases
dominantes. La descripción, el análisis y las críticas de Elvira Aldao
involucraron a las prácticas de sociabilidad desplegadas en estos sitios y
durante los veranos. Prácticas que tuvieron cierto parentesco con la agenda de
actividades propia de los mundanos. Es decir, se privilegiaba la cultura de la
conversación, el disfrute del arte y la música, la danza, la buena comida y
bebida, el diálogo pautado entre los sexos, la contemplación de la naturaleza
campestre..
Ahora bien, haciendo un juego
entre texto y contexto, podemos afirmar que Los
veraneos.. de Elvira resultan ser una fuente que permite interrogar la
problemática de la sociabilidad desde, por lo menos, dos aristas. Por un lado,
el contenido del texto es una descripción y, a la vez, una crítica, en
perspectiva histórica, de los espacios y de las prácticas de sociabilidad
durante los veraneos marplatenses de la élite nacional. El carácter crítico y
de revisión histórica que denota el ensayo habilita el juego comparativo entre
el pasado y el presente de la sociabilidad estival. De este modo, podemos
historiar los sentidos asignados a las prácticas de sociabilidad por los
propios protagonistas y los cambios que imprimió en ellas el paso del tiempo.
Pero, por otro lado, el hecho de hallar a una mujer escribiendo un libro, que a
su vez hace intertexto con otros, invita a pensar también en la escritura de
las prácticas de sociabilidad y en el rol que las mujeres ocuparon en tal
actividad. Elvira escribió la sociabilidad de su época y, en la tarea, lamentó
las pérdidas, cuestionó lo nuevo y propuso revisar reglas y costumbres del
pasado. Escribir Mar del Plata tuvo sus costos para la dama santafesina.
Justamente, publicó su libro bajo un pseudónimo que, por circunstancias
editoriales, se vio obligada a develar. Saberse involucrada con la publicación
de otro libro que repudiaba a los veraneos en el mar en defensa de los propios
en las ciudades del litoral o en las sierras cordobesas, fue un episodio que la
autora no toleró. Entonces vuelve a publicar su texto pero, esta vez, con
nombre propio. El gesto que solucionó la citada confusión abrió otra. Ella,
pese a ser santafesina, prefirió identificarse con una obra que a todas luces
la revelaba como autora porteña.
Elvira fue la dama de la élite
que, ya madura, se convirtió en juez y parte de las prácticas de sociabilidad.
Su rol de jueza se fundó en su edad y en su experiencia y, como tal, condenó la
moral y el proceder de las mujeres de los años veinte. Pero, como parte, se
ofuscó con aquellos que desdeñaron las prácticas de sociabilidad de la élite en
general -como lo refleja su querella con Guzmán y Clarafuente. Ella quiso dejar
constancia de su doble postura y, por ello, no dudó en pasar de la autoría
escondida a la exhibida en la portada de su texto. Una exhibición que, al
tiempo que la mostraba como mujer escritora, ocultaba su origen santafesino.
La autora fallece en la ciudad
balnearia el 14 de mayo de 1950. Completan su obra literaria los siguientes
títulos: Mientras ruge el huracán; Horas de guerra y paz; Reminiscencias sobre Aristóbulo de Valle;
Recuerdos de Antaño y Recuerdos dispersos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario